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"Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga" 
Escrito por Slagator el miércoles, 1 de junio de 2011

Cuando las heridas estaban curadas, la paz y la concordia definitivamente restauradas, vinieron los rojos a desenterrar cadáveres. Probablemente sea así como será descrita esta etapa en la próxima enciclopedia histórica española.

Dirán que las dos Españas estaban completamente hermanadas, que las heridas hacía ya tiempo que se habían cerrado con excelentes resultados, que ya ni cicatrices quedaban de aquella pequeña rencilla de la guerra civil y posterior represión franquista. Ya nadie se acordaba de aquello, maldita la falta que hacía rescatar un tema oficialmente clausurado con el consenso de la totalidad de la sociedad española, a excepción de ZP y su séquito de pendencieros sucesores del caos republicano.

Fueron éstos, rezará en su día la gran enciclopedia nacional, ilustre e incuestionable, los que azuzaron al reconciliado pueblo español con descargas de rencor, y reavivaron la ira ya extinta de una sociedad en calma que sólo buscaba pasar página.

Posiblemente habrá quien se pregunte, como me pregunto yo, cómo se puede crear de la nada un rencor inexistente, cómo es posible meter el dedo en una herida ya cerrada, cómo puede doler lo que en su día ya cicatrizó.

Dar un entierro digno a un familiar asesinado es fomentar el odio, pero no lo es mantener títulos honoríficos y monumentos insignes a un régimen genocida que mantuvo a su pueblo oprimido y atemorizado durante 40 años. Sacar a tu padre de una fosa común podría herir la sensibilidad de tu vecino. Pero residir en una calle que lleve el nombre de su asesino no parece afectar a sensibilidad alguna, o que el alcalde que dice representarte le conceda un título póstumo y consagre el acto con una escultura ecuestre subvencionada con tu dinero, se entiende que no supone ningún tipo de agravio público.

Nunca he tenido ningún problema con albergar en mi pueblo los restos históricos, de indudable interés sociológico y arqueológico, incluso artístico en algunos casos, de un periódo anterior, bajo la condición de que dichos restos, sean eso, restos, vestigios, testimonios de una época pasada que debe ser recordada, siempre de una manera coherente con la realidad y respetuosa con sus víctimas. Podrá lucir mi pueblo símbolos fascistas el día en que tales símbolos dejen de serlo, el día en que esos monumentos, estatuas, etc. dejen de enaltecer a las figuras que encarnan, y a los asesinos que los fundaron.

Y para que esas reliquias pierdan todo su simbolismo es imprescindible que la sociedad deje de otorgárselo, siendo ésta, al fin y al cabo, la encargada de atribuir significados. Cuando ni un sólo ciudadano español se postre orgulloso ante la imagen del caudillo, cuando el Valle de los Caídos deje de congregar anualmente a una jauría de fascistas nostálgicos de la dicadura, entonces podremos permitir que exista, que se vea, que se exhiba, que se organicen visitas guiadas en las que el guía hablará de una página negra en la historia de España, y dirigirá unas palabras de solidaridad hacia las víctimas que los excursionistas corroborarán. Y entonces podremos sacarnos fotos con la escultura de Carrero Blanco y colgarlas en facebook sin necesidad de apostillar nada ofensivo debajo para dejar constancia de nuestra repulsa, porque todo eso se dará por hecho. Pero de momento, todos esos emblemas sólo nos dicen que estuvieron aquí y que siguen estando, que les debemos pleitesía, y que seguirán presidiendo esta sociedad desde sus altares de piedra.

Y sabemos que la admiración por el régimen fascista de Francisco Franco abarca algo más que un grupo marginal de neonazis en proceso de maduración neuronal, porque es en el mismo Congreso de los Diputados, desde un amplio sector del principal partido de la oposición, y casi con total seguridad el próximo partido del gobierno, desde donde se acusa de vengativos y malintencionados a quienes quieren sacar los restos de sus familiares de la pila de huesos anónimos en la que están sepultados. Y continúan echando tierra encima de la Historia para evadir la culpa y seguir por un camino que empezó en la dictadura y que sigue sus pasos en muchas de sus marcas ideológicas. Dan por sentada la reconciliación cuando ni siquiera se ha escuchado la palabra perdón. Llaman pacificación a un chantaje político marcado por el miedo, que dejó el país patas arriba obligándole a partir de bajo cero, y llaman resentidos a los que aún hoy están esperando una disculpa, o un reconocimiento, o simplemente la aceptación oficial de la verdad, que deje a sus familiares asesinados en el lugar que les corresponde en la historia, y no la poltrona ficticia que los relega a la categoría de terroristas y bandoleros.

En lugar de esto, lo que han recibido es el honor de haber colaborado económicamente en la creación de la Enciclopedia Biográfica Española, que justifica esos asesinatos, ese terror al que estuvieron sometidos durante décadas, que elogia la labor del principal responsable de toda esa sangría, y esta miseria económica, intelectual y moral de la que hoy somos herederos y testigos. Esta es la gran labor de los que no levantan ampollas, de los que quieren que la sociedad española siga en la calma en que la dejó la tempestad fascista, la pax augusta adulcorada con infinitas revisiones histórica y moralmente reprobables, medias tintas, palabras que no se dicen, y otras que se dicen demasiadas veces, incluso algunas que alguien se tuvo que sacar de la manga. Este trabajo de historia selectiva al servicio de ideas repulsivas, esta sal en la herida, derramada sin rubor por los que dicen no querer heridas, es la muestra patente de que la brecha sigue abierta.

Por suerte aún tenemos acceso directo a los testimonios de los testigos inmediatos de tal atrocidad. Todavía nos quedan resquicios de realidad con mayor credibilidad que todos los doctorados de César Vidal y Pío Moa. Y también sabemos que la historia no es negra ni blanca, pero tampoco es gris. Que la historia tiene sus matices, pero eso no la condena a la neutralidad nihilista. Que hay malos y buenos, y menos malos y no tan buenos. Pero eso no quiere decir que aquí no haya culpables, que no tengamos derecho a exigir responsablidades, que bastante hacemos con permitir que ex-ministros fascistas responsables de muertes de civiles durante la democracia tengan un asiento en el Congreso.

Quienes han perdido a seres queridos, quienes han escuchado los dolorosos testimonios de sus abuelos, quienes han padecido las secuelas sociales de la dictadura, todos los que aborrecemos este legado reaccionario, machista, racista, con el que aún cargamos, nosotros los perdedores, tenemos derecho a reescribir una historia plagada de errores, a no pasar página hasta corregir todos los fallos en ella expuestos, hasta que esa historia desvele la realidad de la opresión de este pueblo.

Cuando todos los testigos se hayan ido, ¿qué nos quedará? Seguramente nos quedará un gobierno a manos del partido de Jose María Aznar (impulsor de este proyecto), Jaime Mayor Oreja ("¿por qué voy a condenar yo el franquismo?"), Esperanza Aguirre (idem) y Manuel Fraga (antiguo ministro franquista), entre otros. Y nos quedarán César Vidal y Luis Suárez escribiendo los libros de texto del colegio de nuestros hijos. Y probablemente los muertos en las cunetas, según lo que tarde el Partido Popular en ganar las elecciones. Y personas que se avergonzarán de sus abuelos porque se conoce que fueron terroristas que intentaron destruir el regímen legítimo y no totalitario, del valeroso y moderado general Francisco Franco.

Así que, sabiendo quiénes siguen escribiendo la historia, parece que tenemos la labor, ahora más que nunca, de recordar la historia que nos han contado sus víctimas, las que no vivieron la dictadura con la extraordinaria placidez de la que hablaba Mayor Oreja (el que no levanta ampollas).

Todavía tendremos que esperar bastante hasta que las víctimas sean reparadas de alguna manera, aunque por el momento, podemos apoyarlas así, recordando la historia que sigue sepultada, señalando a los culpables sin complejos, sin remodimiento, y legando este pedazo de sabiduría popular a las generaciones futuras, que a saber qué aprenderán en el colegio, tiemblo sólo de pensarlo.

Escrito por Slagator el domingo, 14 de marzo de 2010

Hemos caído en la confusión nada casual de que se vive necesariamente, de que la vida es un deber. Hemos llegado a concebir la vida como una obligación. La moral capitalista propia de nuestra sociedad nos ha hecho sentirlo así. Porque transforma nuestra vida en un cúmulo de obligaciones en el que no trabajamos para vivir, vivimos para trabajar (cuántas veces hemos oído y asentido a esta expresión). Y he aquí una clave importante de todo esto, un enunciado aparentemente hiperbólico que contiene sin pretenderlo el quid de nuestra escala de valores y prioridades. Hemos olvidado que la vida es nuestra. Que ella nos sirve a nosotros, no nosotros a ella. Que sí, tendremos que sufrir y sacrificar cosas en el camino, pero todo en aras de la felicidad, nuestra meta, el sentido de la vida.

Olvidamos eso y creemos que debemos vivir por otros más que por nosotros mismos. Por alguien, y en ocasiones por "algo", un "algo" abstracto al que no podemos nombrar ni definir, porque nunca nos lo han nombrado ni definido, pero en cuya existencia confiamos a ciegas. Un "algo" que antes fue Dios, y que lo sustituyó nada más morir éste sin dejarnos tiempo para nosotros entre medio. Pero el egoísmo de buscar la felicidad, como el no asumir la infelicidad, es el egoísmo más sano y natural que existe. Creemos eso porque estamos acostumbrados a admitir que todos nuestros esfuerzos estén dirigidos al beneficio de otros. Porque toda nuestra vida depende del capricho ajeno. No nos damos cuenta de que eso no es libertad, y no nos damos cuenta, sencillamente, porque no hemos conocido la verdadera libertad.

Creemos que si la vida pesa, hemos de cargar con ella.
Nos hacen acarrear con la vida como si de un castigo se tratase, olvidando que es un regalo del que podemos y debemos exigir resultados satisfactorios.

La moral capitalista nos enseña que nuestra vida no nos pertenece.
Que no tenemos opción a réplica. Nos pone una tirita en cada herida, independientemente de su extensión y profundidad, y nos da unas palmaditas en el culo para que sigamos con lo nuestro, con lo suyo.
No es imprescindible comulgar con los principios más manifiestos del sistema para rendirnos a sus lecciones más tramposas, más subliminales.

Y así seguiremos caminando con la vida como lastre.

La moral capitalista nos enseña que no somos fines, sino medios. Ni siquiera conciben su propia vida como un fin en sí mismo, sino como un medio de acumulación progresiva de capital, que es el único elemento que se da sentido a sí mismo, el único que vale en sí, sin aspirar a nada superior. El único Dios a los pies del cual rendir todo lo demás. Nos enseña que nuestra vida sólo vale lo que sea capaz de lograr en términos mercantilistas o financieros. Que la función de nuestra existencia no es nuestra existencia misma, sino la satisfacción de sus intereses. Que la risa por la risa no vale nada, que hay que ganársela o se convertirá en vicio, con todas las connotaciones nocivas que lleva implícito.

Por eso, quitarse la vida es un acto egoísta. Es algo así como robarle tu vida a alguien. Suena paradójico.

Como pediríamos permiso al patrón para tomarnos unos días libres, debemos pedírselo para liberarnos de la vida. Se lo debemos.

La vida del asalariado transcurre pendiente de lo que debe, desatendiendo lo que merece. Es porque no tiene nada suyo, que ni siquiera reconoce a su propia vida como una pertenencia. Es porque toda ella gira en torno a su trabajo, que se le antoja ridículo pensar que alguna decisión referente a ella pudiera competerle. Le han enseñado que si algo sale bien, debe dar las gracias, y si sale mal, pedir perdón. Le han enseñado que la verdad la tienen otros, por eso se doblega aceptando una derrota intrínseca a su especie, y entrega a su superior las claves de su existencia, y las llaves de su vida.

El trabajador no sabe lo que quiere, ni lo que necesita, ni lo que debe hacer, por eso se lo pregunta a los portadores de la moral, que le dicen que hay que tirar para adelante, siempre que adelante estén sus intereses.

El suicidio es un acto egoísta. Egoísta y cobarde, dicen, "el camino fácil", como si el difícil fuera el único admitido por los principios de la ética universal, minusvalorando, más aún, ultrajando lo fácil, lo cómodo, lo sencillo, porque si lo sencillo fuera absorbido por nuestra moral colectiva, tal vez no nos someteríamos con tanto celo a sus abusos, tal vez entonces preguntaríamos "por qué" más a menudo, exigiríamos, nos resistiríamos, se lo pondríamos "difícil". Se encumbra lo difícil para hacerlo servir de justificación a este torrente de excesos y atropellos de la dignidad humana que nos roba nuestra vida delante de nosotros, como si recuperara lo que por derecho es suyo. Y desacredita la comodidad, porque "la vida es sacrificio", y cambia de tema antes de que preguntemos cuál es el sentido último de tanto sufrimiento. Denigra el placer y todas sus variantes, echando mano de perspectivas pertenecientes a filosofías pasadas, que pese a todo funcionan, tal vez por los vestigios que de éstas aún sobreviven, no me atrevo a pronosticar hasta cuándo.

Sitúan esta exaltación de lo difícil en una suerte de vacío moral donde antes se situó el paraíso cristiano. Y la gente no se plantea el fundamento de una ética que lo subyuga, que lo condena a dar lo que a duras penas tiene, sin vistas próximas ni remotas a recibir lo que realmente merece. Simplemente obedece, porque esa creencia está tan comodamente arraigada en el ideario colectivo, que no necesita pretexto que no sea ella misma, que ya se ha erigido en adalid de las restantes doctrinas que casi parecen todas, seguirse de ésta.

Conjuran al estoicismo y la abnegación como bienes absolutos, que no admiten proyección en la práctica para comprobar su validez pragmática, que es en este caso, un bien relativo, siempre dependiente de las normas morales universales.

Por eso, quien pone fin voluntariamente a su existencia, traiciona a ese "algo" supremo, única competencia en materia de vida o muerte, y hace uso de una libertad que el sistema le había robado.
La libertad es el mayor acto de traición que podamos cometer contra el "liberalismo". Ha llegado el momento de que seamos egoístas y cobardes. De liberarnos del yugo que una vez fue Dios y ahora se llama Capital. De que pensemos en nuestra felicidad, de que busquemos el placer, sin rendir cuentas a nadie, más que a nosotros mismos.

Escrito por Slagator el miércoles, 27 de mayo de 2009

Vosotros, quienes os enorgullecéis de los logros de la Historia. Quienes hacéis continuos alardes de los progresos culturales de vuestra sociedad. Sois la intolerancia social personificada. Sois la intransigencia, el retroceso mismo de la humanidad. No dejáis avanzar a las ideas. Vuestra terquedad entorpece la fluidez de los avances de los que un día se jactarán vuestros iguales.

Sois cristianos. Interpretáis a los mártires de antaño, cuando vosotros mismos los habríais condenado a su desgracia. Cristo habría perecido en vuestros brazos, de haberos tocado compartir escenario. No habría derramado su infortunio ni una sola de las lágrimas que hoy rocían el suelo de las Iglesias. Los devotos de hoy son los verdugos de ayer. No os engañéis. El papel del mártir corresponde hoy a otros.

¿Quién os dice que la incomprensión de entonces no caracterice la sociedad de hoy? ¿Quién os dice a vosotros, obcecados corderos del poder, que habríais prestado vuestro hombro a la madre desconsolada?

Mirad a vuestro alrededor. Evitáis que la justicia prospere. Y la injusticia campa a sus anchas bajo el manto protector de la obediencia social.

¿Qué daño hacen los luchadores a la gente de bien? ¿Cómo habéis llegado a identificaros y solidarizados con los tiranos? Sois cómplices pasivos de la iniquidad.
¿Qué trágico efecto tiene el paso del tiempo en los hombres, que no se contenta con desvanecer golpe a golpe sus ilusiones sino que los orienta a destruir las de quienes aún poseen esperanza en el bien supremo? ¿Semejante egoísmo, es capaz de engendrar tal decepción?

Somos quienes luchamos junto a vosotros, y no sobre vosotros. Os tendimos la mano y nos la amputasteis, os ofrecimos el corazón y nos lo arrancasteis. Preferís ser súbditos de quienes ejercen su despotismo más absoluto, que compañeros de quienes anhelan vuestra prosperidad. Creo que va llegando la hora de seguir sin vosotros. Pero nuestra disidencia os irrita, aun cuando esta no infiere más que en nuestra propia forma de vida. ¿Qué sentimientos os produce el desvío de la norma? Un desvío fruto de unos principios, que a su vez responden a nuestra modesta forma de hacer justicia.

Preferís la calma que os garantiza la injusticia consentida, a la perturbación que supondría perseguir un ideal.

Destructores de sueños. Sois la base sobre la que se asienta la tiranía. La invulnerabilidad de quienes ostentan el poder. Se apoyan en vuestra ignorancia, descansan sobre vuestra sumisión. Sois un dócil rebaño de esclavos orgullosos del amo que los oprime. Y lucís con arrogancia ese título que os fue adjudicado por vuestra condición de vasallos. Y os regodeáis con el fracaso de quienes intentan dignificar vuestras vidas. "Pobres desgraciados" pensáis con más desprecio que lástima, "no tienen dueño".
Os estáis riendo de vosotros mismos.

Escapáis de la mediocridad de atesta vuestras vidas con la humillación de aquellos que contemplan otras alternativas. Os burláis de los ideales más benévolos, el amor más desinteresado, ese que no hay que ganarse, ese que es a cambio de nada.

Entre toda la perversidad que ha plagado la historia de la humanidad desde las primeras civilizaciones, existieron algunos hombres, muy pocos, a cuya generosidad debemos hoy todo lo que tenemos. Ninguna nueva idea fue bien recibida en sus comienzos. Hubo de enfrentarse siempre a la idea establecida, a la tradición. Pero esos escasos espíritus audaces, lucharon contra viento y marea por el triunfo de la justicia. Los glorifican hoy las misma personas que los persiguieron entonces.

La Historia ha querido que la humanidad progrese, pero no gracias a vosotros. No os vanagloriéis de ello vosotros, quienes condenáis la reflexión y el altruismo, burlándoos sin piedad de quienes viven de acuerdo a unos principios que los hacen sentirse cada día satisfechos de no colaborar con la triste realidad que los rodea. Os reís de ellos, mirándoos entre vosotros de reojo con expresiones que bien querrían manifestar esa mezcla entre decepción y vergüenza ajena que experimentáis al conocer casos que se alejan de la norma. Y lo más desesperante es que estáis programados para sentirlo así.
Vuestros rostros significan incomprensión.

Os quiero revelar algo. Algo que muy probablemente jamás os hayáis planteado. Costumbre no equivale a bien. Ley no equivale a justicia.

Desde el principio de la civilización, la ley fue creada para salvaguardar los intereses quienes se alzaron contra el pueblo, de quienes arrebataron ese poder que hasta entonces residía en cada uno de los hombres. No se crearon para amparar a los necesitados de justicia. Más al contrario, para asegurar que estos no pudieran gozar de la libertad que les pertenecía, para que no pudieran si quiera anhelarla. La ley dio resultado hasta tal punto que poco tardaron los hombres no ya en admitir su sometimiento, sino en agradecer a los amos la opresión. Como siempre ha ocurrido, la ley política se convirtió en ley moral, y las masas acabaron por reconocer la superioridad de los poderosos, que decían, emanaba de Dios. Este, este fue el gran retroceso de la humanidad, la civilización de la que tanto alardeáis.

Con todo, los hombres que supieron dar un buen uso a sus capacidades humanas, frenaron el avance del despotismo mediante el empleo de la razón y la fuerza del espíritu.

Todos lo progresos logrados desde entonces, todos los pasos hacia delante, se vieron entorpecidos y obligados a retroceder en múltiples ocasiones con la llegada de nuevos amos.

Y los corazones valientes volvieron a alzarse, arriesgaron su vida por un ideal. Y hoy son la honra de nuestra sociedad.

Y ahora os pregunto, ¿qué papel jugasteis en esta historia? Sois vosotros quienes abucheabais a los héroes en las plazas públicas antes de cada ejecución. Vosotros mismos vociferabais con gestos de desaprobación contra quienes habían osado luchar por vuestros derechos.
Oigo vuestros gritos de desprecio hacia el atormentado valiente. Veo vuestro reflejo en el brillo apagado de sus ojos.

Sois la obstrucción de la justicia. Sois cada uno de los obstáculos con los que tropieza la verdad en su camino a la luz.

Y quiénes somos nosotros. Somos los utópicos, los luchadores, los que ven algo más allá de la línea que marca el horizonte. Pero en nuestra lucha sólo veis los puños. Y nosotros tendremos los nudillos desgastados, pero vosotros tenéis desgastadas las rodillas.
Nos atáis con las mismas cadenas de las que os hemos liberado.

La inmunidad de los poderosos reside hoy en las masas, cuando deberían ser estas motivo máximo de temor para quienes codician demasiado. Deberían estar sometidos a un examen constante, y no a esa incesante adulación con la que los obsequian sus complacidos siervos. El pueblo debería suponer la limitación de sus ambiciones, no este festín de antojos y caprichos al gusto de cada caballero.

Calma, sosiego, tranquilidad... alegatos de vuestra indiferencia, o fundamentos reales de esta, ¿qué más da? La Historia dejará caer sobre vuestras memorias el peso de la culpa.

Dejad de crucificar a los profetas. Y dejad que lleven a cabo su misión, por nuestro bien y el vuestro propio.

Vosotros, los apáticos, los leales siervos del mal, disciplinadas máquinas del poder, inertes cuerpos proyectados a la defensa de la injusticia, vuestra desidia no tardará en traicionaros. Una vez superada esta etapa, vuestros deshonrados serán los héroes, y vosotros su deshonra.

No se identificarán con vosotros vuestros semejantes futuros, como no podéis hacerlo ahora vosotros con vuestros semejantes pasados.
Vosotros, miserables arrogantes, portavoces de la única verdad permitida, vosotros matasteis a Cristo.

Escrito por Slagator el viernes, 17 de abril de 2009

Esto ya no son reflexiones filosóficas personales. Es la realidad cotidiana observada, estudiada y diagnosticada, aunque por desgracia aún no sanada.

El problema ha llegado hasta semejantes extremos de evidencia, que ambiciosos científicos del cuerpo y la mente, han dedicado rigurosos estudios a analizar sus causas y consecuencias, tanto sociales como individuales.
Nadie medianamente sensato se atrevería a rechazar sus resultados. Y nadie medianamente observador requeriría sus conclusiones, para aceptar que el problema existe, se consolida, más aún, se agudiza, ejerce, hiere, mata.

Quien pretenda rebatir la idea, echará mano de casos puntuales, acudirá en busca de reafirmación a experiencias concretas propias o a las del amigo de su primo, el que una vez confirmó la regla a fuerza de desafiarla, para aliento de quienes buscan justicia debajo de las pocas piedras honradas que hoy continúan dándole sombra.

De esta manera se ahorra el bochornoso trago de ojear las estadísticas (y descubrirse a sí mismo encarnado en ellas) temiendo que las conclusiones obtenidas no admitan nuevas refutaciones.

La sociedad está emitiendo un persistente mensaje, a través de todos los canales y vías accesibles a la atención y consideración de la predispuesta masa, y a las artes sugestivas de la publicidad; un mensaje destinado en exclusiva a todos aquellos cuyos rasgos físicos no se amoldan con la exactitud mínima requerida, al canon oficial.

“No encajáis” afirma con contundencia e impasibilidad “no hay sitio para vosotros en el mundo al que creíais pertenecer”. Arremete contra ellos aludiendo a la dejadez y el abandono “personal” propios de quien no destina cada segundo de su tiempo, cada espacio de su mente, a explorar la forma de hacer de su cuerpo un monumento estético capaz por si sólo de dotar al alma que lo habita por gracia del azar, del honor de significar algo.
E incluso al de quien, a pesar de obstinados pero vanos intentos, sangre y sudor vertidos en el fango, no logra alcanzar el requisito estético que la sociedad solicita para hacerle un hueco en su morada. Algunos de ellos morirán con la expectativa todavía marcada, quizá creyeron estar un poco más cerca del objetivo último, tal vez eso bastara para alimentar la autocomplacencia que proporciona una vida bien explotada, tal vez no. Otros habrán tachado esta opción tiempo atrás, cuando tomaron conciencia de su propio valor y dieron por zanjada la persecución del canon, incansablemente reivindicado por un fantasma cómplice de las grandes empresas de moda, cosméticos y cirugía plástica.

El fantasma está configurado, custodiado y hasta fortalecido, no sólo por quienes salen beneficiados de su labor, sino incluso por sus víctimas peor sancionadas.

En los tiempos de la tolerancia, nos enorgullecemos de nuestra piedad colectiva para con los “poco agraciados” (expresión ésta, que junto con “negrito” constituye un ejemplo de caridad de la peor calaña). En otra época - pensamos - los habrían arrojado desde un acantilado.

Nos impide acoger la realidad patente (primer paso hacia cualquier progreso) la natural vergüenza que implica formar parte activa del problema, la misma que nos impide escuchar los llantos procedentes de las cloacas a las que hemos relegado a nuestros feos y feas. Que la cámara y los focos no los quieren, pero la luz del sol tampoco. Ni tampoco una alfombra roja se desplegará jamás bajo sus pies, y rara vez se descorchará una botella de champán en su honor. Ni serán aspirantes a protagonizar una romántica historia de amor, y a duras penas podrán sentirse identificados con sus protagonistas.

No obstante, muchas veces esa obcecación por encubrir (incluso rechazar con firmeza) la evidencia, para rehuir la propia culpa, esa ceguera autoinfringida que nos elude de enfrentarnos cara a cara con la enfermedad colectiva en la que estamos implicados y que voluntariamente nutrimos día a día, puede llegar a resultar espantosamente frívola dada la magnitud de la amenaza, sobre todo a nivel psicológico, para las víctimas más perjudicadas.

Según la sobrecitada máxima aristotélica, un hombre aislado es, o un dios o una bestia. Las connotaciones asignadas al concepto al que nos enfrentamos, se corresponden preferiblemente con esta última acepción. Efectivamente, los “menos agraciados” (aplicando el término misericorde inherente a lo políticamente correcto) tienen un (sustancialmente) mayor porcentaje de posibilidades de vivir excluidos de la sociedad. Una justa condecoración que demostraron merecer en el momento en el que los genomas de ambos progenitores decidieron organizarse.

Pero, por mucho que nos cueste admitirlo, la medalla al mérito no es sólo suya, nosotros mismos hemos probado ser dignos meritorios (no vayamos a pecar ahora de falsa modestia) habiendo contribuido a la consolidación de su honra. Hemos colaborado para afianzar la refutación de subespecie inevitablemente asociada a los sujetos antiestéticos.

Es indiscutible la predisposición humana al contacto con otros seres de su misma especie. El establecimiento de dicho contacto requiere ante todo la aceptación por parte del prójimo, lo que supondría su buena disposición para llevar a cabo la relación. La consciencia de ser apto para los demás, de poseer los atributos que ellos requieren para su bienestar y perfeccionamiento como seres humanos, es la mayor aspiración en la vida de cualquier persona, la motivación indispensable que alimenta su conciencia de valor. Sin esa conciencia, no somos nada.

Los pobres desdichados se arrodillan ante el ideal estético y sus máximos arquetipos, y se golpean el pecho entonando el mea culpa entre sollozos que suplican clemencia. Ni siquiera exigen perdón, porque tampoco creen merecerlo, sólo piedad, y una segunda, no, una primera oportunidad, porque jamás se les otorgó otra, y ahora mismo el canon no está dispuesto a tenderles la mano tan fácilmente, habrán de ganársela, mediante sufrimiento, sacrificios, conciencia de su particular y justa derrota, y una incesante glorificación a las proporciones oficiales, a las únicas.

Los dichosos intentan confortarlos (que no se diga que no se ponen en la piel del desgraciado) revelándoles mil y un remedios caseros y no tan caseros para sortear su naturaleza. Hay secciones en las revistas especializadas en el cosmos femenino, tales como "la famosa y sus trucos", para animar a las acomplejadas mujeres de a pie, a fantasear gratuitamente con un mundo en el que combatiendo las patas de gallo a base de aceite de oliva, leche y agua de rosas, el mundo entero caerá rendido a tus pies. Y es que sería un sacrilegio conformarse con menos, supondría menospreciar el canon, desvirtuar el ideal al que todo ser humano ha de aspirar.
La ambición de los feos no consiste pues en alcanzar la media, sino en sobrepasarla notoriamente. No se contentan con escapar de las cloacas, no, desean fervientemente desplazar a otros a su anterior estamento. No se trata de demoler la estructura jerárquica, nadie se plantea eso a día de hoy. Manteniendo los estratos bien afianzados, cada combatiente sólo tratará de despojar a otro de su título, arrojarlo sin piedad unos puestos más abajo, y acomodarse en el nuevo y merecido trono. No es difícil percatarse de las semejanzas que la jerarquía estética guarda con la económica (ya hablé de esta última hace unos meses en estos mismos términos, la manifiesta similitud así lo requiere). Y es que cuando se trata de clasificar, la estructura a seguir es idéntica. Las tácticas empleadas similares y los efectos resultantes consecuentemente los mismos.

Este nuevo Dios no es imparcial ni equitativo, como ningún otro lo fue. Los guapos y glamourosos son su pueblo elegido, y jamás se cansarán de alardear de ello. Si para hacerlo tienen que patentizar las carencias de otros no dudes de que lo harán. Les ha ordenado el Yavhé de exquisitas proporciones, que allá donde vayan difundan la buena nueva, consistente en erigirse como amos en tanto que raza superior, y privilegiada por la única divinidad a la que el mundo entero adora. Que implanten sus dogmas, afiancen su posición, y dividan categóricamente a la sociedad de forma que parezca un accidente. Y lo parece, ¡vaya si lo parece! La sociedad occidental, casi en su entera totalidad, piensa que el hecho de que los guapos tengan un considerable mayor porcentaje de posibilidades que los feos de alcanzar la felicidad es puramente accidental. Están plenamente convencidos de que si los antiestéticos tardan estadísticamente más que los agraciados en conseguir un empleo, o relación seria, debémosle esto integramente al azar. Creen que es fortuito el trato de preferencia que de forma espontánea se otorga a los guapos en detrimento de los mal proporcionados. No ven la relación entre belleza y posibilidades de éxito (ya sea en el mundo laboral, amoroso, social...).

Tampoco ven, o se niegan a ver, lo pernicioso del exhibicionismo constante de los atributos físicos ideales, para quienes no se ven reflejados en ellos. Creen que para acomplejar a alguien es preciso atacarlo directamente formulando la palabra májica, no se percatan del poder de la comparación. No advierten la sencilla ecuación que enunciaría: a es lo correcto + yo no poseo a = carezco de lo correcto --> no soy virtuoso.

Lo perverso del silencio y el carraspeo de garganta de quien escasos cinco minutos antes empleó su voz más sensual y entregada en adular a otra, y a otra, y a otra más. Una o dos veces, incluso tres y hasta cuatro, una puede autoconsolarse atribuyendo el incidente a la casualidad, a un mal día, o a la subjetividad y al gusto particular de los ojos que miran. Pero cuando esto acaba convertido en todo un esquema de vida, la afectada puede llegar a replantearse su propia visibilidad.

El término fealdad no es neutro, se mire por donde se mire. Me niego a reconocer validez a argumentos que parten de la base de que "simplemente hay gente guapa y gente fea, y que yo ponga de manifiesto la belleza de una persona específica es un comentario sencillo sobre una percepción subjetiva". Las connotaciones atribuidas al término hablan por sí solas.

Voy a ejemplificarlo con la conocida expresión "amiga fea", cuyas connotaciones son especialmente ofensivas. El término "amiga fea" hace referencia, sin necesidad de adornos ni añadiduras sobre ningún otro atributo de la citada, a la amiga pesada, la pelma, al daño colateral que has de soportar para conseguir llevarte a "la chica", porque en estas situaciones sólo hay una chica, la otra no puede ser considerada como tal. La amiga fea es el lastre, la que está de más, la que sobra, la que "está ahí" porque no tiene más remedio, porque nadie que no la conozca malgastaría unos míseros segundos de su vida prestándole atención. La amiga fea es la carga de la que te intentas deshacer intentando "encasquetársela" a un amigo desesperado, que una vez fuera del bar te llama capullo, por "el muerto que le has echado encima". El amigo ni siquiera se dignó a hablar con ella para matar el tiempo, porque ni para eso cree que valga.

Y es que si esto se limitara a una cuestión de preferencias sexuales, el problema no sería cualitativa y cuantitativamente tan extenso. La belleza física ha trascendido con creces las demarcaciones del ámbito sexual para pasar a definir a una persona en sociedad, en todos los ámbitos posibles de su vida. Ha superado a los atributos específicos de cada sector, a la hora de valorar a cada persona. Ser "desagradable a la vista" no te garantiza sólo abstinencia sexual, sino una abismal carencia de oportunidades en cada proyecto y aspiración personal. Te asegura un trato discriminatorio en las relaciones personales, una penosa condición de partida en tu carrera laboral. Una vida falta de esperanzas tangibles hasta que te dignes a pasar por un quirófano.

Con respecto al problema de la cirujía estética, me parece significativo el porcentaje de gente que no se reconoce a sí misma en el espejo una vez operada, el trastorno de personalidad llega a tal punto que muchos de los recién intervenidos quedan aturdidos respecto a su propio "yo". Pero es que lo realmente sorprendente es que dicho porcentaje es muy superior al de personas que no aceptan su nueva imagen. ¿Qué conlusión saco de esto? Que hay un importante número de pacientes que prefieren "ser otra persona" (esta es la descripción de tal sensación por parte de algunos pacientes) con rasgos físicos más permisibles, a ser ellos mismos, a sabiendas de los efectos que su naturaleza causa en la sociedad, y que recaen así mismo sobre su vida. Los hay que mantienen intacta su autoconciencia, que son capaces de dividir relativamente su aspecto de su idea de sí mismos. Pero dentro de quienes aprecian semejante cambio a raíz la operación, hasta el extremo de no reconocerse a sí mismos, hay un grupo notable de personas que estiman que ha merecido la pena renunciar a su "yo" a cambio de la aceptación social. Como vemos, el precio es muy alto. Si personas sin considerables trastornos psíquicos (considerables comparados con lo que comunmente entendemos como "normal") creen que lo merece, de ahí debemos inferir, que la enfermedad está por encima de ellos, que pertenece a un organismo más amplio.

La gente sigue opinando, desde su situación neutra o privilegiada, que "la cosa no es para tanto", quizá porque los tabúes crezcan a un ritmo vertiginoso, y el mundo se abstenga cada vez más de emplear palabras de mal gusto. Pero no es difícil percatarse de la marginalidad y el rechazo que ha acompañado a la fealdad desde que quienes estén leyendo esto y yo misma, tenemos uso de razón. La cantidad de seres humanos que se han visto desplazados por sus compañeros de trabajo, escuela, pueblo, vecindario. Sí es para tanto. Un problema que llega a tales límites de repercusión que consigue que tantas personas entren en profundas depresiones, enfermen incluso físicamente y lleguen a morir por tomar medidas extremas para erradicarlo, es un problema serio y preocupante. No veo una sola razón para quitar hierro al asunto, a no ser la potente intromisión de los medios en nuestra conciencia y el grado de filtración de los dogmas del esteticismo en nuestra forma de proceder y entender la vida.

Lo último en consuelo para feos, llega de la mano de las empresas de moda y televisión, que tratan así mismo de seguir sacando beneficios de su manipulación, esta vez dando una imagen de defensores de los desfavorecidos, limitándose a cambiar la suerte de manos. Se trata de las nuevas tendencias, siempre apreciables en los nuevos iconos de glamour de la MTV y las películas para adolescentes. Su intención parece ser invertir (determinados atributos, y con moderación) los estereotipos físicos operantes. Algo se está consiguiendo, poco a poco, como es lógico, pero sin pasos en falso, no subestimemos la capacidad de la publicidad. Si antes se llevaban rubias ahora se llevan morenas, si antes se llevaban delgadas, ahora se llevan carnosas. En vista a los cambios estéticos, siempre podemos seguir las modas vayan a donde vayan, para no desaparecer de las salas VIP de un día para otro. En este caso, sólo necesitaríamos tintes de pelo, y una buena dieta acorde con "lo más" del momento, ya sea para alimentarnos exclusivamente a base de melocotones hasta que las carencias vitamínicas nos conduzcan al hospital, ya para atiborrarnos a comida basura durante el tiempo que logremos sobrevivir, para poder lucir unas hermosas curvas y un culo a lo Jennifer López (este paso aún está por llegar, pero todo apunta a que será acogido con éxito si le dan el debido bombo a través de los medios de comunicación). Y siempre podemos contar con volver al quirófano a que nos metan la grasa que nos sacaron en la anterior corriente de moda.

Y es que esto no es abordar el problema de raíz, ni mucho menos suprimirlo. Es si acaso desviar los efectos. El mensaje es erróneo desde cualquier perspectiva. Propone un físico alternativo al que idolotrar para, en primer lugar sentirse políticamente correcto, y en segundo, fingir que se lucha contra los trastornos estéticos cuando lo único que vamos a conseguir es que el que ahora prima vaya cediendo pacientes al que está por venir. Y por supuesto, seguir otorgando valor a las personas en función de factores gratuitos. Continuar la labor aduladora hacia los afortunados, halagando sus proporciones en forma de enhorabuena, como si de un mérito personal se tratase, y reprochando a los desfavorecidos que tal vez no se estén esforzando lo suficiente.

El remedio no pasa por modificar el patrón estético a seguir. Siempre habrá personas que no se reconozcan en el perfil oficial. La única solución real y efectiva que puedo encontrar es eliminar de raíz cualquier forma de estereotipación y clasificación de la humanidad en torno a factores tan superficiales y fortuitos. Debemos combatir por todos los medios esta escala de valores que propone a los bien proporcionados como líderes indiscutibles de la sociedad, y a los "no tan" agraciados como conformes súbditos al servicio de quienes los repudian por algo tan trivial como inmerecido.
Y debemos enseñar a cada una de las personas dependientes de los moldes, no a ir reuniendo dinero para algún día poder manipularse al antojo de los cánones de moda, ni a esperar pacientemente a que llegue su turno y sea la moda la que se adecúe a sus rasgos particulares, sino a saber prescindir de dichos factores a la hora de autoevaluarse, y del mismo modo evaluar a los demás. A reconocer como primordiales valores realmente significativos. A calificar a las personas en función de características más trascendentales.

Miles de veces habremos oído expresiones como "para sentirse agusto consigo mismo", "porque se ella misma se ve mal" o "depende sólo de su propio criterio", tratando así de justificar una operación estética o una dieta llevada a límites poco saludables psicológicamente. Me resulta curioso, no obstante, que todas las personas "independientes" de Occidente estén agusto consigo mismas dentro de una talla tan similar, número arriba número abajo. Que las mujeres centroafricanas consideren "de forma autónoma" que la longitud de su cuello debe corresponder a unas determinadas medidas, sorprendentemente cercanas entre sí, aunque muy alejadas de las del resto del mundo. Se conoce que genéticamente, las mujeres brasileñas son propensas a verse más agusto así mismas luciendo voluminosos culos, y las americanas alcanzando cierta altura.

Y no deja de ser sorprendente, que cuando dos antropólogos americanos, pusieron a prueba a toda una tribu del sureste asiático descubriéndoles la MTV y otras cadenas de éxito, aumentaran alarmantemente en un corto periodo de tiempo, los índices de anorexia, bulimia y otras enfermedades provocadas por complejos físicos. También me parece chocante el hecho de que hace 300 años las mujeres evitaran el contacto con el sol por miedo a perder su tono blanco-rosado y a día de hoy se expongan a él 6 horas diarias por voluntad propia y aceptando riesgos como el cáncer de piel o la insolación, porque cada una de ellas, en su particularidad, ha decidido que una piel tostada es más bonita que una pálida.

Parece una clara muestra de la subjetividad que interviene en las opiniones particulares con respecto a los rasgos estéticos más hermosos. Parece pues, que los serios complejos que llevan a mujeres y cada vez más hombres, a arriesgar su salud de las formas más absurdas posibles, sólo son fruto de su propia soberanía. La influencia de la sociedad es pues, imperceptible. No tenemos ni un ápice de culpa en el problema ni la posibilidad de ponerle remedio. Podemos estar tranquilos.

"El Instituto de Trastornos Alimentarios arroja datos escalofriantes. Seis de cada 1.000 españoles padecen anorexia nerviosa, dos de cada 100, bulimia y tres de cada 100, algún trastorno alimentario sin especificar que acabará desarrollándose en un síndrome completo. En España 235.000 jóvenes padecen un TCA y el 20% de los adolescentes está en riesgo. De los afectados, el 44% evoluciona favorablemente, el 27% va a peor, el 24% tiende a la cronicidad y el 6% muere" (El Confidencial).

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¿No es acaso esto, una forma más de clasismo? ¿Por qué hacemos la vista gorda ante tamaña injusticia? ¿Por qué quienes luchan contra la discriminación por raza, género, clase social... contribuyen a mantener vivo este otro tipo de marginalidad que afecta a un sector específico de la población porque "dios" así lo quiso? ¿Por qué no combatimos la jerarquización de la sociedad en todas sus variantes? ¿Por qué aceptamos como admisible esta otra forma de categorización?

En este asunto como en todos, el ser humano queda desconcertado ante la posibilidad de un cambio social drástico, radical. Prefiere mantener las estructuras vigentes por miedo a quedar entre los escombros una vez derribada la pirámide. Sigue rigurosamente los pasos aconsejados (incluso decretados en muchas ocasiones) porque sabe a dónde llevan. Y si empezó la carrera con desventaja sabe que tendrá que poner mucho más de su parte, deberá esmerarse el doble, triple o cuádruple que muchos de sus oponentes, pero todo es posible, o eso dicen en la tele.

Escrito por Slagator el sábado, 14 de marzo de 2009

Texto de J. Galdio y Yosi_:

La noche sorprendió a Eleazar en el bosque, rendido sobre una pila de leños de sauco y otros restos de lo que durante a penas dos semanas y hasta hacía 30 minutos, había sido su casa, mal haríamos llamándolo hogar, jamás se dejó advertir por allí atisbo alguno de calor o protección. Había visto atardecer rodeado de un silencio extraño que hacía presagiar algo, y a pesar de haber exprimido con ansiedad cada segundo mientras el sol caía tras el horizonte, no fue suficiente. Había pasado por esto otras veces. La zona donde residía, explotada años atrás, carecía ya a esas alturas de los materiales necesarios para levantar un edificio medianamente consistente. El poblado amanecía en ruinas día sí, día también. Cualquier leve ventisca conseguía derribar la mayor parte de las chabolas sin mayor dificultad. Eleazar vivía entregado al perfeccionamiento de su técnica de construcción, tratando de edificar una guarida con la solidez suficiente para pasar una sola noche a salvo de las sombras que poblaban sus sueños bajo el estremecedor vacío de la intemperie. Pero los pequeños avances seguían revelándose insuficientes.

La tormenta había sido relativamente fugaz, y las recordaba más voraces, había comenzado de forma repentina con un fuerte estallido seguido de una pequeña tempestad casi apaciguadora. No fue más intensa que otras tantas en aquella tierra devastada donde cada noche el viento barría con indiferencia todo rastro de vida. En cualquier caso bastó, y esto a nadie sorprende, para derruir los frágiles soportes sobre los que había fundado su morada, y con ellos, como era de esperar, todo lo demás.

La lluvia, debatiéndose entre la calma y la agitación mientras combinaba ambas en intervalos sorprendentemente breves, aventuraba un nuevo arrebato de relámpagos precedidos por cegadores rayos de luz.
Suplicó al miedo una tregua, de no más de cinco minutos, para intentar poner buena cara a la desdicha y mirar al cielo acogiendo con gratitud la ofrenda que de él emanaba.

Aprovechó la calma momentánea para revolverse entre las ruinas e intantar paliar las secuelas del desastre. Al cabo de un rato la lluvia cesó y, ajeno a cuanto le rodeaba, se dispuso una vez más a reparar los efectos del castigo como tantas otras veces había hecho, lidiando con el caos entre punzadas de amargura, impotencia y resignación. Se dio cuenta que había quedado atrapado bajo los restos de su cobijo, fue necesario un gran esfuerzo para liberarse y salir tambaleándose del cúmulo de madera y barro que lo apresaba. Tras un instante en pie, un escalofrío le recorrío la espalda empapada en agua helada y sintió repentinamente una temible presencia tras él. Aguardaba en la oscuridad, sigilosa y estática, flexionada sobre sus cuatro patas, mirada atenta, cuerpo en tensión. No fue necesario girar la cabeza....
Sobre el raciocinio y sus múltiples propuestas, sobre la reflexión y todo un abanico de posibilidades planteadas desde la más lógica perspectiva - permanecer inmóvil o distraer la atención del animal -, la ponderación racional de causas y efectos... se impuso el instinto, el impuslo automático, apremiante e irresistible de huir. Una fuerza casi sobrehumana tomó las riendas de la situación y el control de su cuerpo para velar por su supervivencia. Todo se nubló a su alrededor y una voz procedente de lo más profundo de sus entrañas le habló con el tono de quien está acostumbrado a ser obedecido sin réplica y le dijo: corre.

Y corrió. Corrió por el bosque sin dirección, ni estrategia ni refuerzos extras. Sólo sus músculos. Su cuerpo se agilizó, hasta casi duplicar la velocidad cuando el peligro se hizo patente, se sirvió de todas sus reservas físicas para explotar muy por encima de sus posibilidades habituales su capacidad de resistencia, prolongando considerablemente su aguante corporal. Y su vista se agudizó, para ayudarlo en la confusión de la noche a sortear a una velocidad inusual todos y cada uno de los árboles que se presentaran en su camino.

La esperanza tomó el color de la lumbre de una chimenea hogareña, cuando avistó a lo lejos una sólida casa, de las de hierro y cemento, de las que resisten al más impetuoso huracán.

Saltó resuelto la verja que protegía el jardín de descuidadas pisadas ajenas. La casa estaba custodiada por cuatro resistentes paredes de hormigón, innecesariamente gruesas. El animal más salvaje sería incapaz de quebrantarlas. Se precipitó hacia la casa con la osadía fruto de la desesperación, convencido de encontrarse a salvo entre sus semejantes sin llegar siquiera a plantearse la idea de una posible respuesta hostil ante una situación tan imperiosamente acuciante como aquella.

Creyó morir de agotamiento segundos antes de aporrear la puerta con el peso de su cuerpo y el ímpetu de su alma. Bastó un segundo para almacenar el oxígeno que le permitiera gritar a pleno pulmón durante un buen rato, acompañando los golpes con desgarradores aullidos de socorro. En el interior de la vivienda, la familia no era ajena al suplicio que acontecía en el exterior. Prefirieron guardar silencio.

De la tercera llamada sin respuesta Eleazar dedujo que nadie tenía la menor intención de acudir en su auxilio. Corrió hacia la ventana en un acto desesperado y logró alcanzarla de un único salto, golpeándose contra el muro y aferrándose a ella con torpeza mientras sentía fluir la sangre ardiente resbalando por su cara. La ropa húmeda y desgastada entorpecía sus movimientos. Descansó la mitad de su cuerpo sobre la repisa, el torso casi al completo y la pierna izquierda, quedando la derecha en suspenso. El peso de sus zapatos encharcados tiraba de su cuerpo hacia abajo, donde la boca de la bestia aguardaba impaciente segregando cantidades ingentes de saliva. El lobo se abalanzaba rabioso contra la pared tratando de conseguir un impulso lo suficientemente intenso para atrapar al menos una de las extremidades de su presa. La frustración y el miedo se unieron para sacudirle en una oleada de rabia, y puesto que nadie se disponía a abrir la ventana desde dentro, envolvió su brazo derecho en el pequeño pañuelo que llevaba anudado alrededor de la cabeza, y tensándolo, arremetió repetidamente contra el cristal hasta hacerlo añicos.

Calló al suelo de la sala de estar sobre los mismos cristales de la ventana que acababa de reventar. Se sacudió levemente los pedazos semi-incrustados en las palmas de sus manos, reposando extenuado sobre el resto, y dejó caer la cabeza hacia atrás como implorando una dosis extra de oxígeno. La sangre que no dejaba de brotar de su brazo empapó buena parte de la moqueta.
Su presencia no había conseguido sino alarmar a los habitantes de la casa, que lo miraban perplejos, aterrados, trastornados, como a la espera...
Era plenamente consciente del estorbo que su repentina irrupción había supuesto para los habitantes de la casa. Se vió a sí mismo reflejado en los ojos de aquella familia como un salvaje, totalmente extraño a aquel lugar en que cada detalle le hacía sentir que sobraba. Las reacciones se dividían en la sufrida e indomable empatía de los niños, todavía no completamente adiestrados para la enajenación total del prójimo, y una extraña mezcla entre desconfianza hostilidad y desconcierto, por parte de los padres.

El sudor espeso que resbalaba por su frente para terminar desapareciendo por el cuello de su camiseta, el temblor de su mandíbula, su mirada inquieta y penetrante, los jadeos, las convulsiones repentinas. Todo en él resultaba irritante, molesto, turbador. Traía consigo barro, estiércol y algún diminuto pedrusco incustrado en la suela de sus zapatos; traía sudor, aferrado a su ropa en puntos específicos de su anatomía; pero lo más molesto era ese olor a muerte que lo había perseguido durante toda su vida, con más intensidad en determinadas situaciones, y que ahora se atrevía a irrumpir por vez primera en los órganos sensitivos de los allí presentes. La decisión estaba tomada: el invitado no podía quedarse. El placer altruista o ególatra (con más frecuencia ególatra que altruista) de salvar una vida de ninguna manera compensaría el incordio de tener que soportar toda una noche los infatigables aullidos de un lobo ávido de carne humana escoltando la salida principal.

El padre, en tanto que protector moral de sus hijos, ordenó a su mujer encerrarse con los niños en la habitación conyugal, interior y segura, a fin de mantenerlos al margen de todo lo que allí iba a suceder. La madre procuraba absolver su reprochable conducta delegando la responsabilidad y volviendo la vista hacia otro lado, mientras hacía entender a sus hijos la inviabilidad de mantener el orden y la armonía familiar dejándose asaltar e invadir por cada solicitante de asilo transitorio o permanente - nunca se sabe - ¡dónde estaríamos ahora nosotros! No se molestó siquiera en considerar la cantidad de viviendas que podrían edificarse con el material acumulado en la suya, ostentosamente amplia, manteniendo intactas las garantías de seguridad en todas ellas. Los niños no prestaban atención a los intentos de autojustificación de su madre, sólo lloraban, aturdidos. No estaban acostumbrados a los gritos desesperados ante el acecho de la muerte. Nunca antes la sintieron tan cerca.

Finalmente el cabeza de familia decidió hacerse cargo de la situación encarándose con el intruso. Con la ventaja indudable que da jugar en casa pero aún así sin tenerlas todas consigo, se dirigió a él levantando el tono y con una voz temblorosa que pretendía fingir firmeza instó a Eleazar a abandonar la casa de inmediato. Ante su mirada perpleja repitió la orden cada vez con mayor énfasis, intentando una y otra vez amedrentar a su indeseado invitado, sin llegar a percatarse de que todo lo que pudiera ocurrierle allí dentro sería infinitamente preferible a lo que esperaba en el exterior de la vivienda. Viendo que nada parecía surtir efecto y aguijoneado por las silenciosas exigencias de su familia, optó por pasar a la agresión física. Tras un intenso forcejeo, logró arrastrar a su descortés huesped (desprovisto ya de cualquier ápice de energía) a la ventana por la que había accedido. Eleazar imploraba por su vida mientras procuraba resistir enganchado a los brazos que se zarandeaban tratando de deshacerse de él. En el fragor de la lucha, para su agresor ya se había convertido en un animal como el que aguardaba ansioso para cobrar su presa. Los gritos, la sangre y la adrenalina desatada en la pelea habían logrado dejar a un lado la conciencia que durante unos instantes, mientras se comtemplaban cara a cara, había supuesto un pequeño obstáculo, y ahora solo se trataba de una lucha sucia, a vida o muerte, en la que ganar confería automáticamente la autoridad necesaria para salir moralmente indemne de la situación. El final estaba cerca, víctima y verdugo sintieron como el tiempo se paraba, y se dirigieron una última mirada antes de que Eleazar fuera abandonado a su suerte bajo las garras y dientes del animal, que lo envolvieron entre restos de su propia sangre y la espuma emergente de la boca de la fiera.

Mientras, el anfitrión tapiaba el hueco que había dejado el cristal despedazado con estacas de madera más resistentes a los (posibles futuros) golpes de un puño humano, y procuraba tranquilizar a su familia comunicando haberse deshecho del criminal, el peligro había pasado. Prohibió salir a los niños hasta que la lluvia matutina hubiese borrado de la fachada todo rastro de la sangre salpicada, y por lo demás, la rutina siguió adelante como cualquier otra jornada invernal a resguardo de toda inclemencia.


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Supongamos ahora que el lobo se llama Hambre. Eleazar es en este caso un nombre aplicable a cualquier inmigrante económico, y la casa es simplemente una metáfora de nuestra privilegiada región. El cristal que desgarra el brazo simboliza las afiladas aguas del Mediterráneo, y la sangre que brota de la herida los pedazos de vida (o vidas enteras) que expiran en las pateras.

Sus puertas y ventanas representan las fronteras políticas que del mismo modo deciden quién tiene más derechos (humanos, universales e inalienables), y quién merece más la vida. El miedo es el miedo, la desesperación la desesperación, y la vida encarna a la vida, esa vida que nunca termina de agarrarse por completo al cuerpo en el que habita, y amenaza con volar cada vez que nuestro amparo se desploma sobre nosotros.

Los Eleazar que murieron, mueren, y seguirán muriendo devorados por el hambre, no son ahora honrados como mártires de un sistema injusto, ni serán recordados por su valor, su lucha, y por la manera tan injusta como terminó su vida. Constarán para siempre en la lista negra de "repatriados" que osaron penetrar nuestras fronteras, pero que gracias a la paternalista labor del gobierno, no pudieron robar nuestro trabajo ni aprovecharse de nuestra seguridad social.

Escrito por Slagator el domingo, 8 de marzo de 2009

En Marzo debería tomar una decisión que a estas alturas está ya desestimada.
Llevo años avanzando hacia ninguna parte, intentando divisar un ápice de esperanza en la lejanía, culpando a la miopía de mi incapacidad para dar con ella por más zancadas que diera. Mi fe en algo abstracto se va diluyendo a cada paso en falso, a cada decepción. A estas alturas me tiemblan las piernas.

Los "buenos" caminos, los malos, los no tan malos, qué importa, si todos conducen a lo mismo. Carece de importancia la identidad del guía, o su forma de guiarnos por las lúgubres sendas del sistema. Lo único que cambia es el paisaje que nos hacen creer que podemos palpar. Los caminos están marcados, y la única salida bien determinada. La bellas palabras iluminan el paisaje haciéndolo parecer distinto, y es tan susceptible nuestra razón de ser sorteada, tan frágil, que las ilusiones se abren paso comodamente hacia la conquista de nuestros sentimientos. Creemos lo que queremos creer, o visto de otro modo, lo que quieren que creamos.

Vivimos de esperanzas, de ilusiones, de la confianza en un supuesto progreso hacia el ideal de vida propuesta desde arriba, perseguimos la tierra prometida sin pensar que seguramente pereceremos en el camino. Y mientras tanto tenemos miedo. Tememos que nuestros sucesivos logros se vengan abajo al mínimo error, pues pendemos de un hilo tan fino que apenas es perceptible al ojo humano, por eso no creemos en él. Pero está ahí, bajo nosotros, sosteniéndonos sin ganas, disfrazado de suelo firme, o tal vez sea también esto, una ilusión óptica. Eso, o que tememos tanto mirar abajo, que de tanto sostener la cabeza hacia adelante, hemos olvidado cómo se hace.

La pirámide humana en la que vivimos no es tan sólida como quieren hacernos creer. Bastaría con que sucumbiera la base para que toda ella se desplomara. Por eso a la cúspide le interesa mantenerla viva. Eso sí, lo justito como para cumplir con su obligación "natural" sin hacer peligrar toda la estructura mediante un temible efecto dominó.

Los encargados del soporte tienen una ventaja sobre aquellos a los que sostienen, y es que su posición es mucho más estable que la de estos. Más abajo no pueden caer. De algo había de servir la carga que soportan día a día sobre sus cuerpos. Los de arriba temen una coalición de los sujetos que forman la base. Un único fallo en el sistema es facilmente sustituíble, sería necesaria una alianza a nivel general para derrumbar su estructura. Ante esta amenaza, la solución es evidente: control y divergencia.

El control se ejerce sin mayores dificultades desde los medios de comunicación, encargados de crear la disconformidad entre las bases, y de esta manera evitar el consenso. El proyecto ha sido todo un éxito, las bases, lejos de mantener entre ellas un vínculo de unión fruto de una situación y unas aspiraciones comunes, se consideran rivales entre sí, y sólo aspiran a superarse entre ellos, a alcanzar la cima, por encima de los cadáveres que sean necesarios, sólo faltaría.

Conforme se asciende en la pirámide social, los cimientos humanos que la soportan quedan más alejados, también así sus sentimientos, que se van haciendo más ajenos a cada peldaño superado. Una vez alcanzada la cima, se ven tan pequeñitos desde lo alto, que su valor desciende, quedan reducidos a máquinas del sistema, se deshumanizan.

El sistema sonríe.

Los dirigentes procuran mantener el equilibrio. Los más ambiciosos asumen el riesgo que conllevaría un nuevo intento por seguir trepando. Y tragan saliva mientras convencen al mundo, y a sí mismos, de que ellos poseen la llave de la felicidad, y dan vueltas en su despacho intentando descubrir qué bien material del que carecen llenaría su vacío.

No existe la amistad. Todo ser humano es un rival en potencia. La felicidad consiste en ascender. En dejar a otros atrás, tirados a mitad de camino. Una competición de la que salir victoriosos, es lo que nos hace sentir vivos. Somos nuestra posición en el sistema.

Los de abajo sueñan con el día en el que puedan mirar a sus compañeros por encima del hombro.

Los de arriba sólo miran más arriba, y los de más arriba se miran así mismos porque nada más existe ya. Además, si se atrevieran a mirar hacia abajo posiblemente les costaría más conciliar el sueño esta noche, y eso sí que no.

Los peldaños más bajos de esta gran pirámide, son a su vez los más resentidos, pues sobre ellos han pasado más hombres. Sus huellas conllevan heridas en cuerpo y alma, que a penas han cicatrizado, vuelven a abrirse, víctimas de nuevas pisadas. Pero su dios les induce a la sumisión, o eso dicen los de arriba. En la cumbre se viene comentando siglos atrás, que recibirán su recompensa en la otra vida, dichosos ellos. De momento, eso sí, deben aguantar en sus puestos estos valientes, que ya queda menos.

Ocurre también que conforme la cima cambia de manos, los argumentos a favor de la jerarquización social varían, adaptándose a la moral correspondiente a cada época. Actualmente se extiende cierto rumor, aparentemente cierto (no vamos a esforzarnos en ponerlo en duda), de que cualquiera puede llegar a la cima, siempre que se ciña al modelo de vida correcto. Así que por el momento, como buenos consumidores, atestemos los centros comerciales, mientras esperamos a que el jefe nos obsequie con unas palmaditas en la espalda, estimulando esa vena emprendedora característica del europeo medio, que nos empuje a invertir en una arriesgada aunque ambiciosa empresa, colaborando de esta manera con quienes no albergan mayor deseo que el de compartir sus riquezas con nosotros. Tarea fácil entonces.

Sólo debemos reunir las fuerzas suficientes para poder alzarnos hasta conseguir sostenernos sobre las cabezas de nuestros compañeros (haciendo caso omiso a unos lamentos esgrimidos por esa voz que ya no nos dice nada), ayudándonos de este apoyo para ascender en la competitiva pirámide, en cuya cúspide nos espera la tierra prometida, ansiosa ella por complacernos.

Un último consejo antes de emprender el camino, no miréis abajo.