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"Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga" 
Escrito por Slagator el sábado, 20 de junio de 2009

Ayer ETA volvió a matar.
Al margen de lo acontecido, del suceso originario y la polémica suscitada en torno a la legitimidad o ilegitimidad de según qué tipo de violencia (de primeras condeno, rechazo, escupo, patatín patatán...) me parece asombroso lo que a día de hoy siguen calando los medios de comunicación en las mentalidades de un amplio sector de la sociedad española. Observo ultimamente posturas más propias de los 90, cuando la prensa, la radio y la televisión se repartían el control de nuestras conciencias según quién pujara más por ellas.

A día de hoy, con las oportunidades - muy bien aprovechadas - para viajar, movernos, conocer otros sitios, gentes, culturas...; con el avance mediático y social que ha supuesto internet, que nos permite conectar con unos y otros lugares de España (o del Estado español, según acepciones), relacionarnos con personas de diferentes comunidades autónomas, escuchar/leer testimonios de (no voy a decir "ambas partes", existen más de dos partes en todo esto por mucho que algunos sigan obcecados en simplificarlo) todas las partes integrantes del conflicto, etc. me resulta realmente increíble la imagen de Euskal Herria que sigue habitando (indefinidamente) en la mentalidad de la España profunda, y la no tan profunda. Y como no sólo me sorprende, sino que me decepciona y me desconsuela, me encantaría poder hacer entrar en razón a todo el estuviera dispuesto a reconsiderar sus ideas, sus prejuicios, y la imagen que han ido forjando en él los medios, y su máxima importadora de directrices, la clase política.

Con ese propósito inauguro una serie de (probablemente dos o tres, quién sabe) capítulos, cada uno de los cuales se centrará en un aspecto concreto, poco acorde con la realidad, de los muchos que consituyen la actual imagen de EH en los compatriotas/vecinos (escójase el término más correcto según cada criterio particular) españoles.

Para empezar, hablaremos de la Euskal Herria bélica, militarizada, la Euskal Herria próxima a la Alemania del 45: tipos armados acechando detrás de cada esquina, terror colectivo ante la muy factible posibilidad de ser el blanco de un artefacto explosivo al salir del portal de casa, gente mirando bajo los asientos de su coche al montarse para ir a trabajar por las mañanas, ¿qué nos falta? ¿toques de queda? ¿gulags? ¿minas anti-persona?

"Los vascos tienen miedo" - aseguran quienes nos conocen mejor que nosotros mismos.
"¿Miedo?"
"Sí, sí, miedo. Los vascos no pueden salir de casa tranquilos, no pueden votar al PP (de ahí que nunca salgan electos, ¿por qué iba a ser si no?) ni lucir una camiseta de la selección española, tan sentida y aclamada en el atemorizado corazón del vasco común".

Propongo la elaboración de estadísticas sobre las posibilidades de morir por causas no naturales en cada comunidad autónoma. Sería cuando menos interesante conocer en cuánto incrementa el porcenaje en EH la existencia de una banda armada.

Sin pretensiones de justificar lo injustificable, esto sólo es un llamamiento a la calma, a la tranquilidad, a la conservación del pelo en el cuero cabelludo y al inmediato abandono del valium. No, la muerte no nos pisa los talones. No hacemos una recopilación de los momentos clave de nuestra vida al despertarnos cada mañana por si el repentino disparo en la nuca que un terrorista pudiera pegarnos así, al azar, de forma indiscriminada, no nos dejara tiempo. Ni escribimos notitas de despedida siempre que vamos al ayuntamiento a renovarnos el dni, ni nos preocupamos por decirnos lo mucho que nos queremos cuando vamos a pasar al lado del cuartel de la guardia civil de camino a la universidad.

Nosotros también paseamos a nuestros perros por la costa, bebemos cerveza en las terracitas, leemos libros a la sombra de un roble durante la primavera.
Nos emborrachamos, ligamos (aunque no negaré que en un porcentaje mucho menor), bailamos, y ¿sabes qué? Sonreímos. Y sabemos contar chistes.
¿Ala, sí?
Como te lo cuento, oye.

Y no te lo vas a creer, pero vestimos colores vivos. Ya sabes, verdes y amarillos fosforitos, rojos chillones... nuestro armario alberga algo más que ropa de camuflaje. Podemos permitirnos ser vistos sin la agobiante incertidumbre de quién nos estará apuntando con una semiautomática. Nos preocupa ser el objetivo de algún francotirador en la misma medida que a cualquier español (o cualquier "otro" español). No echamos vistazos regulares a nuestro pecho para comprobar si está siendo marcado por una lucecita roja.
No contratamos a un detective privado si vemos a un amigo jugando con petardos, para invetigar si pertenece a la nueva cúpula del Komando Nafarroa.
Y llegamos a casa después de medianoche.

Por lo demás, miramos a ambos lados al cruzar la calle, restringimos el consumo de alcohol cuando vamos a coger el coche, y no nos bañamos sin hacer la digestión, por si las moscas. Sí, también nosotros tememos a la muerte. Como cualquier mortal corriente de Occidente, con su nihilismo metafísico y su angustia existencial. No somos temerarios salvajes acostumbrados a correr descalzos por el asfalto ni sabemos dormir con un ojo abierto. Nos afecta la metralla, nos altera el ruido de una explosión y nos conmocionan sus efectos.

Y por supuesto, si recibimos una llamada urgente de la guardería del niño a las 12 del mediodía, lo primero que se nos pasa por la cabeza es un resfriado.

Escrito por Slagator el miércoles, 27 de mayo de 2009

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Al final todo se resume en cómo miramos al sol cada mañana. De eso trata la felicidad, y esa felicidad es la que tiene sobre nuestra vida la última palabra. Porque la vida sin su sentido es nada. La vida es sentido, y si no, sólo es muerte.

Dicen que en algunas prisiones, las celdas no tienen ventana. Los presos no pueden saludar al sol, no les dejan. En algunas prisiones... no pueden saludar al sol.
Pero ocurre, que el sol jamás saluda a un preso, ni en aquellas prisiones, ni en éstas, las más cercanas a nosotros. Nunca. A ninguno. Porque como la vida, el sol sin su sentido pierde su esencia, deja de ser. Y si el sentido del sol es darnos la bienvenida a la vida cada mañana, en una prisión no hay vida, porque no hay elección, ni incertidumbre, no hay libertad, y al igual que la vida y el sol, el ser humano, sin su esencia, deja de ser, el ser humano no libre es no humano y no ser.

Y allí no hay días, sólo horas, pues sólo estas varían entre sí. Y es que los días quedan reducidos a uno, sin sol, porque el sol que no saluda no es sol, es penumbra. Todo es noche, allá en la prisión. Una fría e interminable noche. La de siempre, la del primer día, esa, es la noche que sufren eternamente. Las horas no se distribuyen en grupos de 24, sólo trancurren de una en una, y en conjunto al mismo tiempo. Porque en prisión, sólo existen las horas, y La Noche, la eterna noche, que todos desean que muera. Desean que muera la noche con la apertura de la puerta de su celda, un guardia con su ropa de calle y su familia esperando al otro lado de la verja. Los más idealistas, incluso, desean que muera con la caída del muro. Y así, volver a despertar todos juntos de nuevo. Y que al día siguiente, el sól, otra vez, los reciba con una sonrisa.

La noche carcelaria roba sus horas al sol, así la muerte va robando su tiempo a la vida, la consume lentamente como la sombra de esa noche se va apoderando de las zonas soleadas, se las come, se adueña de ellas, las hace suyas. Así como no hay más tierra a la que alumbrar, no hay más vida que aprovechar, lo que no es día es noche, lo que no es vida es muerte. De este modo, la muerte apresa a los reclusos tapándoles su sol, su vida. Los mata.

Sólo existe un sentimiento que logra arrojar algo de luz sobre la vida del preso: la esperanza. La esperanza es la sensación de seguir caminando, es la visualización de un camino a retomar, con su extensión, y sus mil metas, una tras otra. Es la ilusión de futuro la que dota de vida al recluso. Sobrevive para vivir. Algún día. La cárcel ya no es vida, sino un paréntesis en la vida, que se la va tragando a medida que aumenta de tamaño, y hasta que no se detenga su crecimiento, la vida no dejará de consumirse. El tiempo en la cárcel se detiene, pero sigue avanzando en el exterior, precisamente porque el tiempo no se puede detener, en inherente a la vida. Donde el tiempo es negado es negada la vida. La esperanza en la prisión consiste en ir tachando días en un calendario, en ir arrancando hojas. Y cada día tachado, cada hoja arrancada, nos deja un poco más cerca de la vida, de nuestra vida, de lo que quede de ella.

El problema es que ahora, siempre, ahora más enfáticamente, la sociedad en masa pretende robar a los presos su pedacito de vida. Y es posible que lo consigan. Y entonces, los calendarios también perderán su esencia para pasar a ser hojas en blanco, que no dicen nada, porque no hay nada que decir. Y las horas dejarán de ser horas porque ya no conducirán a ninguna parte. Y el tiempo dejará de ser tiempo y con él la vida, que es tiempo, dejará de ser vida. Esta vez para siempre.
Su corazón no sabrá por qué bombea y su mente no querrá funcionar, porque sin sueños, nada, no somos nada.

La vida es un camino, y si no caminamos, no vivimos. La pena de prisión es una parada forzosa, pero la cadena perpetua... eso es el final del trayecto, de la vida. Es la muerte.

Mientras la demanda mediática y social no llegue a efectuarse en las instituciones judiciales, los presos deberán aprovechar el tiempo que les quede para soñar, quién sabe cuánto durará.
Todavía hoy pueden fantasear con el recibimiento de sus seres queridos a su salida de prisión, con sus brazos extendidos, sus carcajadas incrédulas, sus lágrimas dulces, el día en que el sol vuelva a nacer. El día en que recuperen su sonrisa al otro lado de la verja, donde la dejaron al entrar, y vuelvan a abrazar su vida, lo que quede de ella.
Ese día suspirarán observando, en un último vistazo, a los que en ese mismo instante son conducidos al interior de la prisión, esposados, cabizbajos, se preguntarán temerosos, si aquellos hombres siguen vivos, si no los habrán matado ya.