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Harto de ser lo que se espera, harto de hilar para sentirme inteligente... 
Escrito por Yosi_ el jueves, 21 de mayo de 2009

Últimamente el viento trae voces que anuncian aires de cambio, que asumen escarmientos de gran provecho, que prometen no caer de nuevo en los errores de siempre
Ante el constante chaparrón de desastres (adornados o a cara de perro) que a estas alturas ya se muestra a las claras en toda su dimensión, y ante las consecuencias subyacentes, principalmente una disminución bastante importante de la irracional voracidad del mercado, el Gobierno decide liarse la manta a la cabeza y repartir ayudas a diestro y siniestro. En principio se trata de una iniciativa muy loable a la que en apariencia sólo un despiadado usurero podría oponerse, porque qué hay de malo en que el Estado se solidarice con la gente en las épocas de vacas flacas. Nada, naturalmente, salvo que no deberíamos olvidar el hecho de que las arcas públlicas no son un pozo insondable donde los bienes surjan de forma espontánea e indefinida. Evidentemente no seré yo quien se aferre al individualismo tan típicamente liberal para reivindicar que cada palo aguante su vela, si es que la aguanta, y de lo contrario apelar a una extraña variante de la selección natural de las especies adaptada al capitalismo más salvaje, pero francamente debo decir que me resultan sospechosas ciertas cuestiones relacionadas con los métodos para repartir el pastel y con esa "nueva" forma de hacer las cosas. Nos damos de frente contra una crisis del modelo de consumo e interpretamos que la solución pasa por estimularlo con gesto desquiciado y dejar que quienes han generado este nivel de desigualdad insostible hasta para sí mismos sean quienes redistribuyan el bienestar que de haber exististido, hace mucho que forma parte del pasado.

La historia se convierte en déjà vu aún antes de que anuncien novedades, reformas de modelos productivos y propuestas abiertamente falaces para batirse el cobre en un absurdo concurso basado en escupir tonterias con cara de burócrata empedernido. Se habla de nuevos tiempos en los que apenas cambia el color del saco en el que los de siempre van a guardarse lo de todos, se predica al viento con la confianza adquirida a base de jugar a estereotipos cada vez más marcados, más arriesgados y más irreales para cualquier con los pies en la Tierra (aunque quizás en otra, porque ésta no me la creo), cada vez con mayor impunidad. Hoy por hoy la manida pirámide social que representa la sociedad a partir de la revolución industrial ve como queda descabezada por una cúspide cada vez más desvergonzada, que ya no se apoya en sus subordinados, sino que sobrevuela el desastre y ocasionalmente desciende para repostar y poner el cazo. O tal vez no, tal vez esa sea sólo la apariencia, pero quizá seamos nosotros mismos quienes la llevamos a hombros provocando esa sensación de ingravidez infalible que justifica y protege una estructura social que, seamos serios, se cae a pedazos de forma ofensivamente evidente. Se puede temer a la crisis económica, a la decadencia individual o a que el cielo caiga sobre nuestras cabezas, pero todo eso sería trivial si estuviéramos a salvo de la vorágine que envuelve todo y a todos. Sal a la calle, pregunta a alguien, y seguramente responderá que nada es posible más allá de esta mediocridad que asfixia por culpa de los demás, seres incapaces de vivir sin vigilancia, sin alambre de espino. Y paradójicamente los demás dirán exactamente lo mismo, porque el enemigo siempre se esconde en el otro, un palmo más allá de nuestras narices, justo donde se encuentra el miedo inevitablemente recíproco a quien a la mínima ocasión robará, violará, matará. Mientras, quienes de todas formas lo harían e incluso unos cuantos más que se apuntan por mera desesperación, naturalmente roban, violan, y matan, como no podría ser de otra forma. Eso sí, lo hacen dentro de un Estado de Derecho que hace la situación mucho más tranquilizadora e inocua, soportable precisamente por responder a estadísticas predecibles bajo el yugo de la rutina. Aunque la rutina se torne más insoportable que cualquier posible imprevisto.

Todo lo que no es miseria se convierte instantáneamente en utopía, así que definitivamente el sufrimiento nos acerca a la realidad tal como la intuye el común de los mediocres que dan vida a la némesis que todos tenemos que soportar con estoicidad, sin levantar mucho la voz ni transgredir el discurso oficial so pena de ser vistos como individuos sin madurez, sin objetividad, sin criterio. Así las cosas, todo queda en manos de la mayoría e indirectamente, de quien sea capaz de llevarse el gato al agua e inculcar en dicha mayoría un grado de desesperanza suficientemente creíble (por ejemplo, convirtiendo las buenas palabras en mentiras implícitas por definición) como para asumirlo como espectativa de futuro. Tal es el miedo que tenemos a la incertidumbre, tal el temor que nos produce vivir.