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"Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga" 
Escrito por Slagator el domingo, 14 de marzo de 2010

Hemos caído en la confusión nada casual de que se vive necesariamente, de que la vida es un deber. Hemos llegado a concebir la vida como una obligación. La moral capitalista propia de nuestra sociedad nos ha hecho sentirlo así. Porque transforma nuestra vida en un cúmulo de obligaciones en el que no trabajamos para vivir, vivimos para trabajar (cuántas veces hemos oído y asentido a esta expresión). Y he aquí una clave importante de todo esto, un enunciado aparentemente hiperbólico que contiene sin pretenderlo el quid de nuestra escala de valores y prioridades. Hemos olvidado que la vida es nuestra. Que ella nos sirve a nosotros, no nosotros a ella. Que sí, tendremos que sufrir y sacrificar cosas en el camino, pero todo en aras de la felicidad, nuestra meta, el sentido de la vida.

Olvidamos eso y creemos que debemos vivir por otros más que por nosotros mismos. Por alguien, y en ocasiones por "algo", un "algo" abstracto al que no podemos nombrar ni definir, porque nunca nos lo han nombrado ni definido, pero en cuya existencia confiamos a ciegas. Un "algo" que antes fue Dios, y que lo sustituyó nada más morir éste sin dejarnos tiempo para nosotros entre medio. Pero el egoísmo de buscar la felicidad, como el no asumir la infelicidad, es el egoísmo más sano y natural que existe. Creemos eso porque estamos acostumbrados a admitir que todos nuestros esfuerzos estén dirigidos al beneficio de otros. Porque toda nuestra vida depende del capricho ajeno. No nos damos cuenta de que eso no es libertad, y no nos damos cuenta, sencillamente, porque no hemos conocido la verdadera libertad.

Creemos que si la vida pesa, hemos de cargar con ella.
Nos hacen acarrear con la vida como si de un castigo se tratase, olvidando que es un regalo del que podemos y debemos exigir resultados satisfactorios.

La moral capitalista nos enseña que nuestra vida no nos pertenece.
Que no tenemos opción a réplica. Nos pone una tirita en cada herida, independientemente de su extensión y profundidad, y nos da unas palmaditas en el culo para que sigamos con lo nuestro, con lo suyo.
No es imprescindible comulgar con los principios más manifiestos del sistema para rendirnos a sus lecciones más tramposas, más subliminales.

Y así seguiremos caminando con la vida como lastre.

La moral capitalista nos enseña que no somos fines, sino medios. Ni siquiera conciben su propia vida como un fin en sí mismo, sino como un medio de acumulación progresiva de capital, que es el único elemento que se da sentido a sí mismo, el único que vale en sí, sin aspirar a nada superior. El único Dios a los pies del cual rendir todo lo demás. Nos enseña que nuestra vida sólo vale lo que sea capaz de lograr en términos mercantilistas o financieros. Que la función de nuestra existencia no es nuestra existencia misma, sino la satisfacción de sus intereses. Que la risa por la risa no vale nada, que hay que ganársela o se convertirá en vicio, con todas las connotaciones nocivas que lleva implícito.

Por eso, quitarse la vida es un acto egoísta. Es algo así como robarle tu vida a alguien. Suena paradójico.

Como pediríamos permiso al patrón para tomarnos unos días libres, debemos pedírselo para liberarnos de la vida. Se lo debemos.

La vida del asalariado transcurre pendiente de lo que debe, desatendiendo lo que merece. Es porque no tiene nada suyo, que ni siquiera reconoce a su propia vida como una pertenencia. Es porque toda ella gira en torno a su trabajo, que se le antoja ridículo pensar que alguna decisión referente a ella pudiera competerle. Le han enseñado que si algo sale bien, debe dar las gracias, y si sale mal, pedir perdón. Le han enseñado que la verdad la tienen otros, por eso se doblega aceptando una derrota intrínseca a su especie, y entrega a su superior las claves de su existencia, y las llaves de su vida.

El trabajador no sabe lo que quiere, ni lo que necesita, ni lo que debe hacer, por eso se lo pregunta a los portadores de la moral, que le dicen que hay que tirar para adelante, siempre que adelante estén sus intereses.

El suicidio es un acto egoísta. Egoísta y cobarde, dicen, "el camino fácil", como si el difícil fuera el único admitido por los principios de la ética universal, minusvalorando, más aún, ultrajando lo fácil, lo cómodo, lo sencillo, porque si lo sencillo fuera absorbido por nuestra moral colectiva, tal vez no nos someteríamos con tanto celo a sus abusos, tal vez entonces preguntaríamos "por qué" más a menudo, exigiríamos, nos resistiríamos, se lo pondríamos "difícil". Se encumbra lo difícil para hacerlo servir de justificación a este torrente de excesos y atropellos de la dignidad humana que nos roba nuestra vida delante de nosotros, como si recuperara lo que por derecho es suyo. Y desacredita la comodidad, porque "la vida es sacrificio", y cambia de tema antes de que preguntemos cuál es el sentido último de tanto sufrimiento. Denigra el placer y todas sus variantes, echando mano de perspectivas pertenecientes a filosofías pasadas, que pese a todo funcionan, tal vez por los vestigios que de éstas aún sobreviven, no me atrevo a pronosticar hasta cuándo.

Sitúan esta exaltación de lo difícil en una suerte de vacío moral donde antes se situó el paraíso cristiano. Y la gente no se plantea el fundamento de una ética que lo subyuga, que lo condena a dar lo que a duras penas tiene, sin vistas próximas ni remotas a recibir lo que realmente merece. Simplemente obedece, porque esa creencia está tan comodamente arraigada en el ideario colectivo, que no necesita pretexto que no sea ella misma, que ya se ha erigido en adalid de las restantes doctrinas que casi parecen todas, seguirse de ésta.

Conjuran al estoicismo y la abnegación como bienes absolutos, que no admiten proyección en la práctica para comprobar su validez pragmática, que es en este caso, un bien relativo, siempre dependiente de las normas morales universales.

Por eso, quien pone fin voluntariamente a su existencia, traiciona a ese "algo" supremo, única competencia en materia de vida o muerte, y hace uso de una libertad que el sistema le había robado.
La libertad es el mayor acto de traición que podamos cometer contra el "liberalismo". Ha llegado el momento de que seamos egoístas y cobardes. De liberarnos del yugo que una vez fue Dios y ahora se llama Capital. De que pensemos en nuestra felicidad, de que busquemos el placer, sin rendir cuentas a nadie, más que a nosotros mismos.