Escrito por Yosi_ el lunes, 14 de julio de 2008
Ultimamente, a raiz del ensordecedor nivel de ruido patriótico generado por los "éxitos" deportivos (o debería decir futbolísticos, de forma sutilmente excluyente) de la representación española del único deporte que realmente nos importa, hemos vivido un renacer del sentimiento nacional que durante bastante tiempo pareció adormecido, desperezado solamente durante los minutos del odio dedicados en exclusiva a la demonización de los nacionalismos periféricos.
Por fin, tras las sucesivas muestras de mediocridad que hacían muy difícil cuando no imposible pintarse la frente de amarillo y rojo y salir a la calle a vociferar consignas agresivas cual ganado embrutecido, por fin hemos encontrado una razón para sentirnos orgullosos de nosotros mismos, siempre de forma grosera, indigna, haciendo sangre de la debilidad ajena mientras cerramos los ojos ante nuestras propias miserias, con frecuencia mucho mayores que las de quienes saben callarse la boca a tiempo sin recurrir a las consignas infantiles que hacen fortuna en el circo mediático patrio.
Y coincidiendo con toda esta avalancha de malvados catetos abanderados no puedo dejar de comentar el artículo -muy relacionado con este tema- escrito hace tiempo por el señor Perez Reverte, que en varios sitios se ha puesto de plena actualidad ante la necesidad de varios sectores de justificar su actitud a la hora de pasear la rojigualda. Es natural que siempre que se habla de este tema se acabe sacando a colación el franquismo y su entorno, ya que sin duda se trata de un argumento muy cómodo (casi tanto como falaz) a la hora de tachar de ignorantes y simplistas a todos aquellos que tratan de oponerse por unas u otras razones a una determinada simbología. A todos esos señores con pretensiones de imponer un sentimiento mediante la coacción intelectual les diría que esto no se trata de una cuestión histórica, porque nunca debería conferirse al pasado la capacidad para determinar el futuro; tanto da que el trapito tenga uno o diez siglos, que lo hayan ondeado grandes personalidades o grandísimos hijos de puta (lo cual dependiendo del sentido de la expresión puede y a menudo resulta ser coincidente). Todo se reduce a la vergonzante evidencia de que todo símbolo tiene un significado determinado, y la historia de dicho símbolo puede y debe utilizarse para conocer las razones que expliquen como ha llegado a ser lo que es, pero en ningún caso para convertirlo en lo que deseemos que sea. Respecto al tema que nos ocupa y pese a quien pese, la consabida bandera rojigualda ha evolucionado como icono a lo largo de la historia, y por unas razones o por otras ha llegado a convertirse en la representación de un organismo de poder que gobierna sobre un territorio, y de forma secundaria en la ostentación y exaltación de una determinada serie de sentimientos colectivos, en ocasiones inocuos y en otras a cual más mezquino.
Por supuesto que en ningún caso se debería descalificar a nadie por portar un símbolo más allá de la intencionalidad con la que se exhiba, pero no creo que pueda culparse a nadie por relacionar una farmacia con una cruz verde, o una esvastica con un cabrón bajito y bigotudo (por mucho que tenga connotaciones muchísimo más nobles, qué le vamos a hacer, es comprensible). Sin embargo no faltan los columnistas con aire castrense que a la mínima tratan de abalanzarse sobre el incauto ciudadano de a pie exclamando "¡blasfemia!", lamentándose de lo poco que se valora la patria y achacándolo, como no puede ser de otra forma, al bajo nivel cultural de la plebe. La cuestión es que, como en el artículo del académico que nos ocupa, es frecuente que quien se autocalifica de patriota se confiera la capacidad de quedarse a gusto maldiciendo a sus paisanos, a los políticos que los gobiernan, a los empresarios que los explotan y a la madre que lo parió. Pero eso sí, rubricando todo ello con unos cuantos kilos de orgullo español en estado puro que dan licencia para cagarse en absolutamente todo.
Al parecer todo se reduce al delirio rancio e inexistente de las mentes ultraconservadoras que se niegan a admitir que el mundo fluye a su antojo, que ni puede ni debe congelarse como una escena pulcra y elegante del prestigioso pintor de turno. El tiempo pasa, señores, para bien y para mal. Lo que ayer fue una realidad triste para la mayoría, añorada para otros, hoy forma parte del recuerdo. Más aún, lo que ayer fue crueldad, despotismo y altanería no se va a transformar en algo digno de alabanzas por mucho que se presente cubierto de romanticismo trasnochado. Por mucho que el añorado poder de antaño trate de mostrarse como un logro colectivo, somos muchos los que tenemos muy presente que no hay nada que agradecer ni nada de lo que sentirse orgullosos más allá de un hecho meramente circunstancial. Los vasallos de la Historia no le deben nada a nadie, ni tienen por qué tolerar que ningún defensor del rancio abolengo (por rancio que sea) les pida que sigan arrodillándose ante los ridículos símbolos de siempre, sean del lugar que sean.
Por fin, tras las sucesivas muestras de mediocridad que hacían muy difícil cuando no imposible pintarse la frente de amarillo y rojo y salir a la calle a vociferar consignas agresivas cual ganado embrutecido, por fin hemos encontrado una razón para sentirnos orgullosos de nosotros mismos, siempre de forma grosera, indigna, haciendo sangre de la debilidad ajena mientras cerramos los ojos ante nuestras propias miserias, con frecuencia mucho mayores que las de quienes saben callarse la boca a tiempo sin recurrir a las consignas infantiles que hacen fortuna en el circo mediático patrio.
Y coincidiendo con toda esta avalancha de malvados catetos abanderados no puedo dejar de comentar el artículo -muy relacionado con este tema- escrito hace tiempo por el señor Perez Reverte, que en varios sitios se ha puesto de plena actualidad ante la necesidad de varios sectores de justificar su actitud a la hora de pasear la rojigualda. Es natural que siempre que se habla de este tema se acabe sacando a colación el franquismo y su entorno, ya que sin duda se trata de un argumento muy cómodo (casi tanto como falaz) a la hora de tachar de ignorantes y simplistas a todos aquellos que tratan de oponerse por unas u otras razones a una determinada simbología. A todos esos señores con pretensiones de imponer un sentimiento mediante la coacción intelectual les diría que esto no se trata de una cuestión histórica, porque nunca debería conferirse al pasado la capacidad para determinar el futuro; tanto da que el trapito tenga uno o diez siglos, que lo hayan ondeado grandes personalidades o grandísimos hijos de puta (lo cual dependiendo del sentido de la expresión puede y a menudo resulta ser coincidente). Todo se reduce a la vergonzante evidencia de que todo símbolo tiene un significado determinado, y la historia de dicho símbolo puede y debe utilizarse para conocer las razones que expliquen como ha llegado a ser lo que es, pero en ningún caso para convertirlo en lo que deseemos que sea. Respecto al tema que nos ocupa y pese a quien pese, la consabida bandera rojigualda ha evolucionado como icono a lo largo de la historia, y por unas razones o por otras ha llegado a convertirse en la representación de un organismo de poder que gobierna sobre un territorio, y de forma secundaria en la ostentación y exaltación de una determinada serie de sentimientos colectivos, en ocasiones inocuos y en otras a cual más mezquino.
Por supuesto que en ningún caso se debería descalificar a nadie por portar un símbolo más allá de la intencionalidad con la que se exhiba, pero no creo que pueda culparse a nadie por relacionar una farmacia con una cruz verde, o una esvastica con un cabrón bajito y bigotudo (por mucho que tenga connotaciones muchísimo más nobles, qué le vamos a hacer, es comprensible). Sin embargo no faltan los columnistas con aire castrense que a la mínima tratan de abalanzarse sobre el incauto ciudadano de a pie exclamando "¡blasfemia!", lamentándose de lo poco que se valora la patria y achacándolo, como no puede ser de otra forma, al bajo nivel cultural de la plebe. La cuestión es que, como en el artículo del académico que nos ocupa, es frecuente que quien se autocalifica de patriota se confiera la capacidad de quedarse a gusto maldiciendo a sus paisanos, a los políticos que los gobiernan, a los empresarios que los explotan y a la madre que lo parió. Pero eso sí, rubricando todo ello con unos cuantos kilos de orgullo español en estado puro que dan licencia para cagarse en absolutamente todo.
Al parecer todo se reduce al delirio rancio e inexistente de las mentes ultraconservadoras que se niegan a admitir que el mundo fluye a su antojo, que ni puede ni debe congelarse como una escena pulcra y elegante del prestigioso pintor de turno. El tiempo pasa, señores, para bien y para mal. Lo que ayer fue una realidad triste para la mayoría, añorada para otros, hoy forma parte del recuerdo. Más aún, lo que ayer fue crueldad, despotismo y altanería no se va a transformar en algo digno de alabanzas por mucho que se presente cubierto de romanticismo trasnochado. Por mucho que el añorado poder de antaño trate de mostrarse como un logro colectivo, somos muchos los que tenemos muy presente que no hay nada que agradecer ni nada de lo que sentirse orgullosos más allá de un hecho meramente circunstancial. Los vasallos de la Historia no le deben nada a nadie, ni tienen por qué tolerar que ningún defensor del rancio abolengo (por rancio que sea) les pida que sigan arrodillándose ante los ridículos símbolos de siempre, sean del lugar que sean.
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