Escrito por Yosi_ el jueves, 27 de septiembre de 2007
A menudo llegamos a ser tan imbéciles que ni siquiera el vergonzoso aura de pragmatismo que cubre la sociedad en estos tiempos que nos ha tocado vivir logra remediar el ridículo al que estamos abocados. Quizás una dosis adecuada de egoísmo inteligente podría hacernos pasar por unos cabrones muy lúcidos, con la vista permanentemente fijada en el adorado ego de forma fríamente calculada. Pero no nos salva ni eso, porque donde acaba el afán de acaparar y el desprecio por todo lo que se sitúe más allá de nuestros intereses personales empieza el borreguismo impuesto por los intereses creados de quienes pueden permitirse el lujo de tenerlos.
Somos una sociedad ciega y mezquina hasta el absurdo, condenada a vivir midiendo los éxitos propios en función de los fracasos de quienes nos rodean, dispuestos a hundirnos en la mierda todo lo necesario, siempre y cuando nuestro entorno se encuentre en todo momento un palmo más adentro, dispuestos a delatar traicioneramente a quien logre escapar del redil, aún cuando no sea a costa de nadie. Solo por el oscuro placer de quedar por encima, aunque eso signifique admitir ser pisoteado con crueldad por aquellos que por pertenecer a un mundo distinto tengan licencia para hacerlo y escapar a los juicios y las condenas del resto de los mortales (a pesar de que una vez en su propia esfera, la historia se repita).
Nos jode que la gente enferme o sufra terribles dolencias solamente por la repercusión que eso tiene en el presupuesto de la seguridad social, y no dudamos en señalar con dedo acusador a quienes “se lo han buscado”, porque según se comenta en la barra del bar, “no tienen derecho a estar pagándose el capricho a mi costa”. Nos enerva que haya quien “okupe” una casa abandonada de propiedad pública con dudosas comodidades y nos sentimos profundamente afectados por ello, por aquello de “no te jode los niñatos, con la hipoteca que yo tengo que pagar”. Nos hierve la sangre que alguien cuya vida debería estar abocada a trabajar en la construcción doce horas al día decida que elegir otro tipo de vida menos convencional, que implica pasar a ser considerado un parásito social que no contribuye a “levantar el país”.
Pero sin embargo nos dan igual los irrisorios convenios que firmen los perros falderos de la patronal, nos dan igual las leyes del trabajo que ponen nuestra cabeza en bandeja de plata al ejecutivo de turno, no nos importa en absoluto que una empresa obtenga como beneficio la mitad del producto de nuestro trabajo (y si te importa es porque eres un vago o un parásito social), que haya unos cuantos miles de personas viviendo de rentas por ser propietarios de un negocio afortunado cuya suerte se basa en explotar a otras tantas personas en situación menos favorecida. Nos indigna que alguien tenga la osadía de levantar la voz y arrancar de las garras del usurero de turno 5 euros para pagar la comida por la que nosotros hemos tenido que sudar la gota gorda, pero no nos importa que dicho usurero nos atraque a manos llenas.
Porque lo establecido es así y hay que cumplirlo, no nos hace sentir gilipollas ni nos sugiere que seamos demasiado cobardes para hacer otro tanto, sencillamente es lo que se debe cumplir y casi todo el mundo lo hace sin rechistar. En cambio las notas disonantes resultan muy molestas, nos recuerdan lo que somos, lo que podríamos ser, remueve las bases sobre las que se sostiene lo insostenible, rompe las reglas del juego que tácitamente aceptamos a cambio de que los demás hagan otro tanto. No tenemos ni pizca de conciencia crítica, de solidaridad o de nobleza para alegrarnos de los éxitos de nuestros compañeros de fatigas. Voceamos cuando alguien se lleva la calderilla y callamos con la mirada baja mientras vemos pasar las carretillas llenas de fajos. Somos unos hijos de puta, pero además somos tontos.
Somos una sociedad ciega y mezquina hasta el absurdo, condenada a vivir midiendo los éxitos propios en función de los fracasos de quienes nos rodean, dispuestos a hundirnos en la mierda todo lo necesario, siempre y cuando nuestro entorno se encuentre en todo momento un palmo más adentro, dispuestos a delatar traicioneramente a quien logre escapar del redil, aún cuando no sea a costa de nadie. Solo por el oscuro placer de quedar por encima, aunque eso signifique admitir ser pisoteado con crueldad por aquellos que por pertenecer a un mundo distinto tengan licencia para hacerlo y escapar a los juicios y las condenas del resto de los mortales (a pesar de que una vez en su propia esfera, la historia se repita).
Nos jode que la gente enferme o sufra terribles dolencias solamente por la repercusión que eso tiene en el presupuesto de la seguridad social, y no dudamos en señalar con dedo acusador a quienes “se lo han buscado”, porque según se comenta en la barra del bar, “no tienen derecho a estar pagándose el capricho a mi costa”. Nos enerva que haya quien “okupe” una casa abandonada de propiedad pública con dudosas comodidades y nos sentimos profundamente afectados por ello, por aquello de “no te jode los niñatos, con la hipoteca que yo tengo que pagar”. Nos hierve la sangre que alguien cuya vida debería estar abocada a trabajar en la construcción doce horas al día decida que elegir otro tipo de vida menos convencional, que implica pasar a ser considerado un parásito social que no contribuye a “levantar el país”.
Pero sin embargo nos dan igual los irrisorios convenios que firmen los perros falderos de la patronal, nos dan igual las leyes del trabajo que ponen nuestra cabeza en bandeja de plata al ejecutivo de turno, no nos importa en absoluto que una empresa obtenga como beneficio la mitad del producto de nuestro trabajo (y si te importa es porque eres un vago o un parásito social), que haya unos cuantos miles de personas viviendo de rentas por ser propietarios de un negocio afortunado cuya suerte se basa en explotar a otras tantas personas en situación menos favorecida. Nos indigna que alguien tenga la osadía de levantar la voz y arrancar de las garras del usurero de turno 5 euros para pagar la comida por la que nosotros hemos tenido que sudar la gota gorda, pero no nos importa que dicho usurero nos atraque a manos llenas.
Porque lo establecido es así y hay que cumplirlo, no nos hace sentir gilipollas ni nos sugiere que seamos demasiado cobardes para hacer otro tanto, sencillamente es lo que se debe cumplir y casi todo el mundo lo hace sin rechistar. En cambio las notas disonantes resultan muy molestas, nos recuerdan lo que somos, lo que podríamos ser, remueve las bases sobre las que se sostiene lo insostenible, rompe las reglas del juego que tácitamente aceptamos a cambio de que los demás hagan otro tanto. No tenemos ni pizca de conciencia crítica, de solidaridad o de nobleza para alegrarnos de los éxitos de nuestros compañeros de fatigas. Voceamos cuando alguien se lleva la calderilla y callamos con la mirada baja mientras vemos pasar las carretillas llenas de fajos. Somos unos hijos de puta, pero además somos tontos.
122 Comentarios
Temas relacionados:
Sociedad