Escrito por Yosi_ el domingo, 4 de octubre de 2009
Ya son 24 los trabajadores de France Telecom que en el último año y medio han decidido tirar la toalla y acabar con su vida, al parecer y según sus propias explicaciones, debido a motivos relacionados con su entorno laboral. A primera vista es una cifra estremecedora que hace pensar qué se puede estar cociendo ahí dentro. Al parecer casualmente la situacion ha coincidido con lo que muy finamente se ha dado en llamar "plan de reestructuración de recursos humanos" o algún eufemismo de características similares hábilmente empleado para indicar que, hablando en plata, se está puteando al personal a base de bien con la eterna excusa. sea la base real o infundada, de buscar un aumento en la rentabilidad para paliar los problemas económicos que asedian al monstruo empresarial.
Nunca faltan las voces que ante cualquier problema relacionado con la economía y más concretamente con el mundo de la iniciativa privada, comenten que aquí nadie obliga a nadie a hacer absolutamente nada, que todas esas personas que protestan por una determinada situación en un contexto donde el libre albedrío campa a sus anchas no están en absoluto forzadas a trabajar para nadie. Es evidente, no tienen más que asociarse con su cuñado o con su primo segundo por parte de padre y montar una alternativa al gigante de las telecomunicaciones, por ejemplo, porque sin riesgo no hay gloria y al fin y al cabo es bien sabido que los altos directivos de esas grandes compañías asumen una responsabilidad y un riesgo mucho mayor que el de todos sus empleados. De ahí su estatus y de ahí la justificación para su inmunidad ante las medidas anticrisis.
Sin embargo, en este caso concreto en el que la gente empieza a volar por las ventanas y a esparcer por las aceras lo que más debería valorar, el planteamiento cambia bastante. Cuando uno se pregunta qué puede empujar a alguien a renunciar a su vida debido a algo tan trivial, tan absurdo y tan vacío como, paradójicamente, un medio para ganársela, supongo que nadie tenga el cuajo de entrar en disquisiciones sobre la valía de la clase empresarial o la cobardía de la asalariada. Porque esto va de algo mucho más profundo y más grave que el ánimo de quejarse porque sí, de la comodidad de no asumir responsabilidades y de todo lo que se pueda pensar. Basta con hacer una reflexión superficial sobre el tema a nivel personal y plantearse donde hay que tener la cabeza, o más bien donde te la deben llevar, para que el nivel de asfixia debido a un factor completamente ajeno a tu vida personal (siempre hablando sobre casos ideales y quizá utópicos en muchos casos a estas alturas, claro está) alcance proporciones tan absurdas como la presente.
Por supuesto la cifra anteriormente mencionada constituye una minoría absoluta en comparación con el número total de empleados de una corporación tan grande, pero a la vez que se ajusta la importancia a sus debidas proporciones, hay que pensar que 24 han sido los que han dado el último paso hacia el abismo ubicado en el patio trasero del ideario neoliberal, pero sin duda y siguiendo una sencilla deducción lógica, muchísimos más han de estar rondando ese mismo lugar, muchos otros que jamás llegarán a esos extremos pero que sin duda si que sufren y sufrirán en propias carnes las consecuencias de un mercado tan libre levantado sobre personas tan sometidas.
Pero sin embargo lo más siniestro es que debido a la repercusión que alcanza cada nuevo caso, la empresa ha decidido tomar cartas en el asunto con compromisos tales como reforzar su departamento de psicología. No sé si se puede calificar de inútil, porque desconozco el grado de perfeccionamiento que dichos profesionales han podido alcanzar en las tareas de lavado de cerebro, pero lo que sin duda sí se puede afirmar es que es absolutamente insultante. Si puede haber algo peor que el hecho de que alguien considere secundario convertir la vida de cientos de miles de personas en un infierno en pro de los beneficios económicos, es que además a la hora de buscar soluciones se señale a esas personas como culpables de su autodestrucción en lugar de aplicar el tratamiento psicológico, o tal vez psiquiátrico, a los sociópatas encorbatados responsables de semejante cúmulo de desprópositos. Y a estas alturas ya no hablo de los fallecidos de esta historia (en un mundo más justo, asesinados), ni de France Telecom, sino de todos los que a diario se sienten presionados, humillados o sometidos a cambio de un puñado de euros y hace tiempo que por una u otra razón han perdido la fuerza necesaria para salir de esa espiral y plantar cara antes de que sea demasiado tarde. Nunca merece la pena, y nunca se dirá lo suficientemente alto, pero hace tiempo que ya es hora de que sean otros quienes vuelen desde pisos mucho más altos del rascacielos de turno y experimenten caídas mucho más duras de lo que una gráfica en Wall Street es capaz de representar. Por mi parte sólo espero que esos acontecimientos lleguen antes de acabar yo mismo convencido de que un trabajo bien vale una vida, creo que es el extremo más indigno y alienante que hoy por hoy puedo llegar a imaginar. Y espero no ser el único.
Nunca faltan las voces que ante cualquier problema relacionado con la economía y más concretamente con el mundo de la iniciativa privada, comenten que aquí nadie obliga a nadie a hacer absolutamente nada, que todas esas personas que protestan por una determinada situación en un contexto donde el libre albedrío campa a sus anchas no están en absoluto forzadas a trabajar para nadie. Es evidente, no tienen más que asociarse con su cuñado o con su primo segundo por parte de padre y montar una alternativa al gigante de las telecomunicaciones, por ejemplo, porque sin riesgo no hay gloria y al fin y al cabo es bien sabido que los altos directivos de esas grandes compañías asumen una responsabilidad y un riesgo mucho mayor que el de todos sus empleados. De ahí su estatus y de ahí la justificación para su inmunidad ante las medidas anticrisis.
Sin embargo, en este caso concreto en el que la gente empieza a volar por las ventanas y a esparcer por las aceras lo que más debería valorar, el planteamiento cambia bastante. Cuando uno se pregunta qué puede empujar a alguien a renunciar a su vida debido a algo tan trivial, tan absurdo y tan vacío como, paradójicamente, un medio para ganársela, supongo que nadie tenga el cuajo de entrar en disquisiciones sobre la valía de la clase empresarial o la cobardía de la asalariada. Porque esto va de algo mucho más profundo y más grave que el ánimo de quejarse porque sí, de la comodidad de no asumir responsabilidades y de todo lo que se pueda pensar. Basta con hacer una reflexión superficial sobre el tema a nivel personal y plantearse donde hay que tener la cabeza, o más bien donde te la deben llevar, para que el nivel de asfixia debido a un factor completamente ajeno a tu vida personal (siempre hablando sobre casos ideales y quizá utópicos en muchos casos a estas alturas, claro está) alcance proporciones tan absurdas como la presente.
Por supuesto la cifra anteriormente mencionada constituye una minoría absoluta en comparación con el número total de empleados de una corporación tan grande, pero a la vez que se ajusta la importancia a sus debidas proporciones, hay que pensar que 24 han sido los que han dado el último paso hacia el abismo ubicado en el patio trasero del ideario neoliberal, pero sin duda y siguiendo una sencilla deducción lógica, muchísimos más han de estar rondando ese mismo lugar, muchos otros que jamás llegarán a esos extremos pero que sin duda si que sufren y sufrirán en propias carnes las consecuencias de un mercado tan libre levantado sobre personas tan sometidas.
Pero sin embargo lo más siniestro es que debido a la repercusión que alcanza cada nuevo caso, la empresa ha decidido tomar cartas en el asunto con compromisos tales como reforzar su departamento de psicología. No sé si se puede calificar de inútil, porque desconozco el grado de perfeccionamiento que dichos profesionales han podido alcanzar en las tareas de lavado de cerebro, pero lo que sin duda sí se puede afirmar es que es absolutamente insultante. Si puede haber algo peor que el hecho de que alguien considere secundario convertir la vida de cientos de miles de personas en un infierno en pro de los beneficios económicos, es que además a la hora de buscar soluciones se señale a esas personas como culpables de su autodestrucción en lugar de aplicar el tratamiento psicológico, o tal vez psiquiátrico, a los sociópatas encorbatados responsables de semejante cúmulo de desprópositos. Y a estas alturas ya no hablo de los fallecidos de esta historia (en un mundo más justo, asesinados), ni de France Telecom, sino de todos los que a diario se sienten presionados, humillados o sometidos a cambio de un puñado de euros y hace tiempo que por una u otra razón han perdido la fuerza necesaria para salir de esa espiral y plantar cara antes de que sea demasiado tarde. Nunca merece la pena, y nunca se dirá lo suficientemente alto, pero hace tiempo que ya es hora de que sean otros quienes vuelen desde pisos mucho más altos del rascacielos de turno y experimenten caídas mucho más duras de lo que una gráfica en Wall Street es capaz de representar. Por mi parte sólo espero que esos acontecimientos lleguen antes de acabar yo mismo convencido de que un trabajo bien vale una vida, creo que es el extremo más indigno y alienante que hoy por hoy puedo llegar a imaginar. Y espero no ser el único.
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