Escrito por Yosi_ el martes, 16 de febrero de 2010
En un medio de prestigio internacional, The New York Times, se podía leer hace ya un tiempo un análisis sobre el problema de la elevadísima tasa de paro juvenil en España, del 42'9% en la franja de edad entre 16 y 24 años según se afirma en el artículo. Es evidente que no cabe esperar una visión profunda sobre las verdaderas dimensiones de la cuestión, ya que está más que claro de donde se cojea por aquellas tierras, pero sí habría sido deseable un mínimo de objetividad a la hora de plantear los hechos dado que todo gira entorno a un dato meramente estadístico al fin y al cabo. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: desde el inicio se busca una historia parcial contada por un joven que, irremediablemente atraído por el olor del dinero, abandona su formación muy joven para meterse de lleno en el centro de la burbuja que posteriormente explotó convirtiendo al pobre ignorante en una víctima de su propia e irresponsable avaricia. Esposa en circunstancias similares y descendencia acechada por el hambre, claro está, completan la tragedia española de la juventud de pandereta vista desde la capital del imperio.
Está claro que la historia es real o al menos muy creíble, basta salir a la calle para encontrar un puñado de casos prácticamente idénticos que se podrían juzgar con la misma dureza, o incluso más, llegado el caso de cuestionar personalmente a cualquiera de los afectados por la coyuntura. Sin embargo resulta bastante llamativo que a la hora de escribir sobre un tema tan complejo (o tan simple, según la mala intención que se aplique), toda la labor de investigación se lleve a cabo en la cola de la oficina de empleo de un barrio a las afueras de Madrid. Las explicaciones pueden ser varias, desde la intención del autor del artículo de darle un tono coloquial y cercano para los afectados por la crisis a cambio de renunciar por completo al rigor periodístico, hasta la posible intención de dejar de lado a los eslabones superiores de la cadena, cargando las responsabilidades sobre una clase trabajadora representada por el carácter estereotipado de un señor que pasaba por allí, tomando como "allí" un lugar tan alejado como es posible (no solo en sentido físico) de Wall Street y su entramado.
Es evidente y comprensible la falta de responsabilidad en las capas más bajas de la sociedad. Tanto que sirve como pilar básico a la hora de justificar desigualdades, porque, ¿qué argumento podría tener un ilustre directivo de algún entramado monstruoso y lucrativo sin echar mano de la incapacidad de la plebe en contraste con la gran cualificación de las cúpulas? Sin embargo, el mensaje que se lanza desde artículos como el mencionado trata de colocar la responsabilidad del desastre a individuos a los que jamás se les ha permitido ser responsables de nada, entre otras cosas para negarles los beneficios que implica ser considerado capaz de decidir por uno mismo sin paternalismos oportunistas. Resulta curioso que cuando se trata de repartir hostias un señor se moleste en cruzar el charco para venir a señalar culpables, que desde los medios florezcan los términos que tratan de apuntar con un descaro que asusta una vez más a una parte de la sociedad que precisamente ahora interesa mucho hacer muy visible (llamados Ni-Ni según la jerga oficial, o eso dicen que está de moda, porque hasta hace poco bastaba con mencionar la ESO) no como consecuencia del sistema, sino como argumento de su fracaso, centrándolos en el objetivo de todas las cámaras y evitando de paso que entren en el plano todos los demás, los que se dejan la piel (muy a su pesar, jurando en arameo y desquitándose a botella de whisky por festivo, nada heroico) desempeñando tareas tan arduas como absurdas para subvencionar el caviar a los grandes lobbies de este país y del mundo.
Frente a todo ello (da igual de lo que se trate, podría ser lo ya mencionado o justamente lo contrario), la receta siempre es la misma:
Hay que matarse a base de "trabajar", o de hacer el tonto sin finalidad práctica aparente aparte de un fajo de billetes con anorexia terminal y en caída libre, porque el trabajo dignifica y es totalmente incomprensible que haya quien trate de huir de él con criterio tan eficazmente aleccionado (hacer caso esta bien, pero no tanto) como para ejercer la competitividad salvaje fervientemente inculcada incluso con su propia familia: ¡sacrilegio!
Hay que estimular la economía poniéndoselo en bandeja a quienes la dominan, utilizando a quienes se limitan a sufrirla como muñecos de trapo víctimas de daños colaterales siempre asumibles, incluso convenientes dada la tendencia del vulgo común a desviarse de la recta vía y resistirse a la explotación productiva con una y mil artimañas a cuál más reprobable.
Hay que empaquetar la frustración del populacho y endosársela a unos cuantos cabezas de turco bien retribuidos, que permanecen saludando en la balconada, manteniendo la mueca optimista que ya no se cree ni el más tonto del pueblo, actuando a modo de saco de las hostias que lo aguanta todo mientras consumimos toda la fuerza contenida en los tradicionales (a ser posible, breves) minutos del odio azuzados por los jaleadores de una contrapartida que sólo se opone a no tener el poder en sus manos. A su vez, los que continuarán la labor por la misma senda cuando la coyuntura lo consienta, abandonan el barco como las ratas y piden prórroga cuando alguna voz silenciada habla de dar la cara y asumir responsabilidades. Esa manera de hacer las cosas sin prescindir antes de todo atisbo de vergüenza y humanidad ya forma parte del pasado y de tiempos futuros que seguramente no lleguen jamás salvo que alguien se decida a arrastrar a unos cuantos de las solapas (o quizá a todos, empezando por uno mismo) y ponerlos frente a individuos con la suficiente conciencia y consciencia como para rechazar el pastel y estrellárselo en la cara, papel harto improbable dado el escaso éxito al que actualmente puede aspirar cualquier verdad incómoda, cualquier imagen sin retocar.
En adelante, seguiremos viviendo en una sociedad que cultiva con mimo la ignorancia, el despotismo y la vida de unos a costa de la de otros, mientras se observa con reprobación a los alumnos más aventajados de las asignaturas más importantes (la total ausencia de empatía, la transformación de suerte en mérito y de desgracia propia en incapacidad ajena) y se los exhibe en los grandes medios para explicar las causas de un desastre que se busca deliberadamente, se espera y se prepara desde hace mucho tiempo.
Está claro que la historia es real o al menos muy creíble, basta salir a la calle para encontrar un puñado de casos prácticamente idénticos que se podrían juzgar con la misma dureza, o incluso más, llegado el caso de cuestionar personalmente a cualquiera de los afectados por la coyuntura. Sin embargo resulta bastante llamativo que a la hora de escribir sobre un tema tan complejo (o tan simple, según la mala intención que se aplique), toda la labor de investigación se lleve a cabo en la cola de la oficina de empleo de un barrio a las afueras de Madrid. Las explicaciones pueden ser varias, desde la intención del autor del artículo de darle un tono coloquial y cercano para los afectados por la crisis a cambio de renunciar por completo al rigor periodístico, hasta la posible intención de dejar de lado a los eslabones superiores de la cadena, cargando las responsabilidades sobre una clase trabajadora representada por el carácter estereotipado de un señor que pasaba por allí, tomando como "allí" un lugar tan alejado como es posible (no solo en sentido físico) de Wall Street y su entramado.
Es evidente y comprensible la falta de responsabilidad en las capas más bajas de la sociedad. Tanto que sirve como pilar básico a la hora de justificar desigualdades, porque, ¿qué argumento podría tener un ilustre directivo de algún entramado monstruoso y lucrativo sin echar mano de la incapacidad de la plebe en contraste con la gran cualificación de las cúpulas? Sin embargo, el mensaje que se lanza desde artículos como el mencionado trata de colocar la responsabilidad del desastre a individuos a los que jamás se les ha permitido ser responsables de nada, entre otras cosas para negarles los beneficios que implica ser considerado capaz de decidir por uno mismo sin paternalismos oportunistas. Resulta curioso que cuando se trata de repartir hostias un señor se moleste en cruzar el charco para venir a señalar culpables, que desde los medios florezcan los términos que tratan de apuntar con un descaro que asusta una vez más a una parte de la sociedad que precisamente ahora interesa mucho hacer muy visible (llamados Ni-Ni según la jerga oficial, o eso dicen que está de moda, porque hasta hace poco bastaba con mencionar la ESO) no como consecuencia del sistema, sino como argumento de su fracaso, centrándolos en el objetivo de todas las cámaras y evitando de paso que entren en el plano todos los demás, los que se dejan la piel (muy a su pesar, jurando en arameo y desquitándose a botella de whisky por festivo, nada heroico) desempeñando tareas tan arduas como absurdas para subvencionar el caviar a los grandes lobbies de este país y del mundo.
Frente a todo ello (da igual de lo que se trate, podría ser lo ya mencionado o justamente lo contrario), la receta siempre es la misma:
Hay que matarse a base de "trabajar", o de hacer el tonto sin finalidad práctica aparente aparte de un fajo de billetes con anorexia terminal y en caída libre, porque el trabajo dignifica y es totalmente incomprensible que haya quien trate de huir de él con criterio tan eficazmente aleccionado (hacer caso esta bien, pero no tanto) como para ejercer la competitividad salvaje fervientemente inculcada incluso con su propia familia: ¡sacrilegio!
Hay que estimular la economía poniéndoselo en bandeja a quienes la dominan, utilizando a quienes se limitan a sufrirla como muñecos de trapo víctimas de daños colaterales siempre asumibles, incluso convenientes dada la tendencia del vulgo común a desviarse de la recta vía y resistirse a la explotación productiva con una y mil artimañas a cuál más reprobable.
Hay que empaquetar la frustración del populacho y endosársela a unos cuantos cabezas de turco bien retribuidos, que permanecen saludando en la balconada, manteniendo la mueca optimista que ya no se cree ni el más tonto del pueblo, actuando a modo de saco de las hostias que lo aguanta todo mientras consumimos toda la fuerza contenida en los tradicionales (a ser posible, breves) minutos del odio azuzados por los jaleadores de una contrapartida que sólo se opone a no tener el poder en sus manos. A su vez, los que continuarán la labor por la misma senda cuando la coyuntura lo consienta, abandonan el barco como las ratas y piden prórroga cuando alguna voz silenciada habla de dar la cara y asumir responsabilidades. Esa manera de hacer las cosas sin prescindir antes de todo atisbo de vergüenza y humanidad ya forma parte del pasado y de tiempos futuros que seguramente no lleguen jamás salvo que alguien se decida a arrastrar a unos cuantos de las solapas (o quizá a todos, empezando por uno mismo) y ponerlos frente a individuos con la suficiente conciencia y consciencia como para rechazar el pastel y estrellárselo en la cara, papel harto improbable dado el escaso éxito al que actualmente puede aspirar cualquier verdad incómoda, cualquier imagen sin retocar.
En adelante, seguiremos viviendo en una sociedad que cultiva con mimo la ignorancia, el despotismo y la vida de unos a costa de la de otros, mientras se observa con reprobación a los alumnos más aventajados de las asignaturas más importantes (la total ausencia de empatía, la transformación de suerte en mérito y de desgracia propia en incapacidad ajena) y se los exhibe en los grandes medios para explicar las causas de un desastre que se busca deliberadamente, se espera y se prepara desde hace mucho tiempo.
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