Escrito por Yosi_ el martes, 31 de mayo de 2011
Es jodido vivir en un mundo como este. Es jodido acostumbrarse a tener que ser crítico con las cosas pensando en lo poco que va bien y cargando contra todo lo demás, harto de vivir rodeado de listados inacabados de interminables enumeraciones de lo que a duras penas podría ir peor. Y algo falla, y falla gravemente, cuando lo que debería inspirar ciertas dosis de ilusión es lo que hace que todo se cubra de un negro aún más negro y haga pensar que apenas queda esperanza para otro paso más, para otra decepción, otra traición u otro tropiezo que fuerce el siguiente cuerpo a tierra.
El ambiente general dentro de los círculos tradicionalmente hartos de la situación actual, incluso a nivel internacional, es de optimismo desmedido, de batalla ganada y de guerra con un horizonte teñido de flores, de juveniles y entusiastas voces clamando al unísono ideas de justicia y paz social. Columnistas en los medios minoritarios, o en los grandes que basan su negocio en contar mentiras diferentes a las del resto, derrochan palabras de ánimo y brindan al sol por la “revolution” que se está llevando a cabo. Y mientras, desde fuera de la cúpula de buen rollo y cristal resplandeciente que cubre todos los sucesos englobados bajo el famoso hashtag, todo sigue exactamente igual.
Lo vacío del asunto recuerda en cierto modo a la actitud de quienes, siempre en absoluta minoría y ante la indiferencia de los que recientemente han descubierto que algo está mal y es necesario ponerse a montar videos enternecedores para que la policía reparta hostias con buen talante, paseaban por las plazas en días señalados enarbolando la maltrecha bandera tricolor y gritando “que viva la república” como solución a la casta política, a las injusticias, a la explotación, y en resumen, al sistema en sí mismo. Y digo que se trata de situaciones similares, porque en ambos casos el tirón consiste en proclamar un marco institucional que en principio no implica absolutamente nada para que cada uno lo rellene como crea más oportuno, pero sin entrar en detalles explícitos para posibilitar que un colectivo mayor sea capaz de sentirse representado y de emocionarse por una idea tan versátil como ambigua e inconcreta. Hemos aprendido mucho de marketing y poco de conciencia social, y esto no es más que la victoria definitiva de lo primero frente a lo segundo. Desde el principio el movimiento se ha bañado de apartidismo (imposibilitando de paso la aportación de cualquier idea contenida en el programa de algún partido existente, pervirtiendo el concepto de ideología como propiedad inherente a los actores del sistema actual), se han centrado los consensos en las quejas y se ha huido de las propuestas que han ido surgiendo, a cual más dispar, a cual más disparatada, voluble, carente de base, de fundamento o de visión de conjunto. Hemos hecho una “revolución” haciendo que miles de personas tengan la oportunidad de levantarse de una en una y gritar ante un megáfono, ante un compañero de acampada o ante el mundo:
- Hola, me llamo Fulanito y mi vida es una mierda. Algunos de mis problemas se parecen a los tuyos y otros entran en conflicto, pero renuncio a hablar sobre soluciones que podrían resultarte molestas para que grites junto a mí. Nada aparte de eso importa, quiero volver a sentirme parte de algo y ya he renunciado a tener un futuro, o una vida. A estas alturas solo necesito poder quejarme por ello y sentir que, por una vez, hay alguien que me escucha.
Y es que es evidente que todo el mundo esta en contra de la corrupción, excepto el corrupto. Todo el mundo esta en contra del derroche, salvo el derrochador. Incluso corruptos y derrochadores ven con muy malos ojos que sean otros quienes ejerzan dichos comportamientos, y por lo tanto es absurdo salir a la calle y decir eso pretendiendo que sea revolucionario. Hay que afrontar el hecho de que el problema de fondo es otro, mucho mayor y muy diferente, y es que la situación general no sería mejor si la rebaja de los derechos laborales fuese votada por gente perfectamente íntegra y de comportamiento estrictamente austero. Porque la rebaja sería la misma, como idéntica sería la riqueza que alcanzaría a los últimos eslabones de la sociedad: la mínima posible. Se hace necesario, incluso imprescindible, pararse a pensar sobre qué es lo que esta mal a un nivel mucho más profundo, aunque suponga herir sensibilidades y provocar que quien se manifiesta a tu lado deje de hacerlo porque comparta el enfado, pero no las motivaciones ni las direcciones del cambio. Hay que reflexionar y darse cuenta de que de nada sirve la modificación del sistema electoral español cuando lo que realmente frustra a la mayoría (inconscientemente, es cierto) es que independientemente de la forma en la que se quieran hacer las cuentas, la región, el país o el mundo van a seguir gobernados por individuos que comparten la misma forma de hacer las cosas (aquí están los resultados, haz números, prueba), parapetados tras símbolos de uno u otro color pero elegidos por la voluntad de una mayoría aplastante. Hay que darse cuenta de que es inútil hablar de democracia (por real que quiera hacerse) en un contexto social que carece por completo de la cultura, el sentimiento de colectividad y la amplitud de miras necesaria para tomar decisiones de forma consecuente y honesta. En una sociedad que es capaz de unirse para quejarse, pero que para ello se ve obligada a ocultarse las razones por las que realmente lo hace.
El ambiente general dentro de los círculos tradicionalmente hartos de la situación actual, incluso a nivel internacional, es de optimismo desmedido, de batalla ganada y de guerra con un horizonte teñido de flores, de juveniles y entusiastas voces clamando al unísono ideas de justicia y paz social. Columnistas en los medios minoritarios, o en los grandes que basan su negocio en contar mentiras diferentes a las del resto, derrochan palabras de ánimo y brindan al sol por la “revolution” que se está llevando a cabo. Y mientras, desde fuera de la cúpula de buen rollo y cristal resplandeciente que cubre todos los sucesos englobados bajo el famoso hashtag, todo sigue exactamente igual.
Lo vacío del asunto recuerda en cierto modo a la actitud de quienes, siempre en absoluta minoría y ante la indiferencia de los que recientemente han descubierto que algo está mal y es necesario ponerse a montar videos enternecedores para que la policía reparta hostias con buen talante, paseaban por las plazas en días señalados enarbolando la maltrecha bandera tricolor y gritando “que viva la república” como solución a la casta política, a las injusticias, a la explotación, y en resumen, al sistema en sí mismo. Y digo que se trata de situaciones similares, porque en ambos casos el tirón consiste en proclamar un marco institucional que en principio no implica absolutamente nada para que cada uno lo rellene como crea más oportuno, pero sin entrar en detalles explícitos para posibilitar que un colectivo mayor sea capaz de sentirse representado y de emocionarse por una idea tan versátil como ambigua e inconcreta. Hemos aprendido mucho de marketing y poco de conciencia social, y esto no es más que la victoria definitiva de lo primero frente a lo segundo. Desde el principio el movimiento se ha bañado de apartidismo (imposibilitando de paso la aportación de cualquier idea contenida en el programa de algún partido existente, pervirtiendo el concepto de ideología como propiedad inherente a los actores del sistema actual), se han centrado los consensos en las quejas y se ha huido de las propuestas que han ido surgiendo, a cual más dispar, a cual más disparatada, voluble, carente de base, de fundamento o de visión de conjunto. Hemos hecho una “revolución” haciendo que miles de personas tengan la oportunidad de levantarse de una en una y gritar ante un megáfono, ante un compañero de acampada o ante el mundo:
- Hola, me llamo Fulanito y mi vida es una mierda. Algunos de mis problemas se parecen a los tuyos y otros entran en conflicto, pero renuncio a hablar sobre soluciones que podrían resultarte molestas para que grites junto a mí. Nada aparte de eso importa, quiero volver a sentirme parte de algo y ya he renunciado a tener un futuro, o una vida. A estas alturas solo necesito poder quejarme por ello y sentir que, por una vez, hay alguien que me escucha.
Y es que es evidente que todo el mundo esta en contra de la corrupción, excepto el corrupto. Todo el mundo esta en contra del derroche, salvo el derrochador. Incluso corruptos y derrochadores ven con muy malos ojos que sean otros quienes ejerzan dichos comportamientos, y por lo tanto es absurdo salir a la calle y decir eso pretendiendo que sea revolucionario. Hay que afrontar el hecho de que el problema de fondo es otro, mucho mayor y muy diferente, y es que la situación general no sería mejor si la rebaja de los derechos laborales fuese votada por gente perfectamente íntegra y de comportamiento estrictamente austero. Porque la rebaja sería la misma, como idéntica sería la riqueza que alcanzaría a los últimos eslabones de la sociedad: la mínima posible. Se hace necesario, incluso imprescindible, pararse a pensar sobre qué es lo que esta mal a un nivel mucho más profundo, aunque suponga herir sensibilidades y provocar que quien se manifiesta a tu lado deje de hacerlo porque comparta el enfado, pero no las motivaciones ni las direcciones del cambio. Hay que reflexionar y darse cuenta de que de nada sirve la modificación del sistema electoral español cuando lo que realmente frustra a la mayoría (inconscientemente, es cierto) es que independientemente de la forma en la que se quieran hacer las cuentas, la región, el país o el mundo van a seguir gobernados por individuos que comparten la misma forma de hacer las cosas (aquí están los resultados, haz números, prueba), parapetados tras símbolos de uno u otro color pero elegidos por la voluntad de una mayoría aplastante. Hay que darse cuenta de que es inútil hablar de democracia (por real que quiera hacerse) en un contexto social que carece por completo de la cultura, el sentimiento de colectividad y la amplitud de miras necesaria para tomar decisiones de forma consecuente y honesta. En una sociedad que es capaz de unirse para quejarse, pero que para ello se ve obligada a ocultarse las razones por las que realmente lo hace.