Escrito por Torres el viernes, 5 de septiembre de 2008
Es muy típico eso de recurrir a 1984, la obra más famosa de Orwell, para apoyarse en la prueba que se hace eco del excesivo poder y control de los gobiernos sobre los ciudadanos. Tanto que hoy en día se ha convertido ya en un concepto tópico. La relación entre algunas de las realidades de nuestros días y la descrita en la obra no deja de tener sentido cuando nos referimos a acontecimientos como el aumento de la vigilancia, de cámaras de seguridad en suelo público, etc. Sin embargo, parece que los que más han aprendido de la obra literaria son los mismos que se encargan de mover los hilos, y en los últimos tiempos ha predominado otra tendencia.
A partir de la década de los sesenta el franquismo impulsó su particular política de viviendas. El precio de los inmuebles se abarató, y a parte de proporcionar a los hogares y mejorar su acceso al gas butano, calefacción y agua caliente surgieron una serie de subvenciones y promociones de protección oficial que facilitaron el acceso de las familias a una vivienda. Fue en esta nueva política de vivienda donde los adeptos al régimen (convertidos en constructores) encontraron un nuevo negocio y donde las familias encontraron un motivo definitivo para permanecer atadas al trabajo y el ritmo de vida que se les imponía. La llegada del televisor y el automóvil con los legendarios Seat 600 suponían la guinda al pastel de los nuevos hábitos de consumo creados en la sociedad española. El cumplimiento y consecución de estos hábitos de consumo requería en muchos casos de trabajo y ayudas extras, lo que conllevaba en primer término condiciones precarias y en segundo el desarrollo del negocio de cajas de ahorros y bancos. Lo que estaba en juego para las familias españolas era muy importante, ya que se trataba, ni más ni menos, que de un techo donde poder disfrutar de su descanso y ocio en calma y de forma segura, y en extensión, del mantenimiento de su calidad de vida. De esta forma, no solo habían conseguido mejorar las condiciones materiales de la población, sino que se halló un nuevo mecanismo de control a la población, que ahora estaba demasiado preocupada por pagar las letras del piso, el coche y el televisor como para hacer la revolución, o como mínimo, tratar de luchar por mejorar sus condiciones laborales y de vida. No se hacen tan necesarios los mecanismos represivos de control mientras estemos en un país de propietarios, pensaron algunos.
Pero esta nueva forma de dominio no fue, ni mucho menos, concebida por el franquismo. Presenta los antecedentes en nuestro país de lo que supone una forma más sutil de control a la ciudadanía, alejada de las formas explícitas propias de la realidad orwelliana. Sin la firme amenaza del gran hermano las mayorías tienen mayor dificultad para caer en la cuenta de la realidad, y desentendidos de todo determinismo social incluso llegan a sentirse realmente libres. Esta lógica se reproducía ya incluso con antelación en el resto de occidente, y puede significar la evolución desde formas de control y dominación antiguas (cuyos protagonistas eran la religión y las relaciones primarias) a las propias de la modernidad, que se presentan en gran medida bajo la influencia del consumismo. En este sentido, fenómenos como el mismo consumismo desmesurado, alimentado por la ayuda de los medios de comunicación que instruyen en ese estilo de vida sustituyen el papel del gran hermano. Hasta ahora, la realidad predominante no era tan brusca, ya que de esta forma, incluso te sientes realizado al elegir color para tu nueva adquisición.
Hoy en día, ese control latente no ha perdido ni un ápice de importancia, pero en los últimos años y con el pretexto de la lucha antiterrorista hemos asistido al retorno de formas de control más implacables: las calles de los principales países occidentales (sobre los que destaca el caso de Estados Unidos) están abarrotadas de millones de cámaras; en los principales aeropuertos podemos asistir a numerosas detenciones preventivas cuyo móvil se basa en el aspecto; se permiten las detenciones secretas o surgen centros penitenciarios en los que las detenciones sin garantías judiciales (como la presunción de inocencia) están a la orden del día. Entiendo que la coexistencia de ambos mecanismos de control no parece incompatible. En todo caso, y a pesar de que en principio obtiene su legitimación gracias a la política del miedo, la realidad dicta que cuando las formas se asemejan a las de un estado policial la sostenibilidad de la legitimidad obtenida se torna más inestable. Con la perpetuación del poder por bandera, conviene alejarse de la áspera cotidianeidad que puede dar pie a hostilidad y decidirse por pintar la realidad con una mayor sensibilidad. Es más viable sostener un país de propietarios y consumidores que otro sumido al control absoluto, aunque al fin y al cabo, el daño sea el mismo.
A partir de la década de los sesenta el franquismo impulsó su particular política de viviendas. El precio de los inmuebles se abarató, y a parte de proporcionar a los hogares y mejorar su acceso al gas butano, calefacción y agua caliente surgieron una serie de subvenciones y promociones de protección oficial que facilitaron el acceso de las familias a una vivienda. Fue en esta nueva política de vivienda donde los adeptos al régimen (convertidos en constructores) encontraron un nuevo negocio y donde las familias encontraron un motivo definitivo para permanecer atadas al trabajo y el ritmo de vida que se les imponía. La llegada del televisor y el automóvil con los legendarios Seat 600 suponían la guinda al pastel de los nuevos hábitos de consumo creados en la sociedad española. El cumplimiento y consecución de estos hábitos de consumo requería en muchos casos de trabajo y ayudas extras, lo que conllevaba en primer término condiciones precarias y en segundo el desarrollo del negocio de cajas de ahorros y bancos. Lo que estaba en juego para las familias españolas era muy importante, ya que se trataba, ni más ni menos, que de un techo donde poder disfrutar de su descanso y ocio en calma y de forma segura, y en extensión, del mantenimiento de su calidad de vida. De esta forma, no solo habían conseguido mejorar las condiciones materiales de la población, sino que se halló un nuevo mecanismo de control a la población, que ahora estaba demasiado preocupada por pagar las letras del piso, el coche y el televisor como para hacer la revolución, o como mínimo, tratar de luchar por mejorar sus condiciones laborales y de vida. No se hacen tan necesarios los mecanismos represivos de control mientras estemos en un país de propietarios, pensaron algunos.
Pero esta nueva forma de dominio no fue, ni mucho menos, concebida por el franquismo. Presenta los antecedentes en nuestro país de lo que supone una forma más sutil de control a la ciudadanía, alejada de las formas explícitas propias de la realidad orwelliana. Sin la firme amenaza del gran hermano las mayorías tienen mayor dificultad para caer en la cuenta de la realidad, y desentendidos de todo determinismo social incluso llegan a sentirse realmente libres. Esta lógica se reproducía ya incluso con antelación en el resto de occidente, y puede significar la evolución desde formas de control y dominación antiguas (cuyos protagonistas eran la religión y las relaciones primarias) a las propias de la modernidad, que se presentan en gran medida bajo la influencia del consumismo. En este sentido, fenómenos como el mismo consumismo desmesurado, alimentado por la ayuda de los medios de comunicación que instruyen en ese estilo de vida sustituyen el papel del gran hermano. Hasta ahora, la realidad predominante no era tan brusca, ya que de esta forma, incluso te sientes realizado al elegir color para tu nueva adquisición.
Hoy en día, ese control latente no ha perdido ni un ápice de importancia, pero en los últimos años y con el pretexto de la lucha antiterrorista hemos asistido al retorno de formas de control más implacables: las calles de los principales países occidentales (sobre los que destaca el caso de Estados Unidos) están abarrotadas de millones de cámaras; en los principales aeropuertos podemos asistir a numerosas detenciones preventivas cuyo móvil se basa en el aspecto; se permiten las detenciones secretas o surgen centros penitenciarios en los que las detenciones sin garantías judiciales (como la presunción de inocencia) están a la orden del día. Entiendo que la coexistencia de ambos mecanismos de control no parece incompatible. En todo caso, y a pesar de que en principio obtiene su legitimación gracias a la política del miedo, la realidad dicta que cuando las formas se asemejan a las de un estado policial la sostenibilidad de la legitimidad obtenida se torna más inestable. Con la perpetuación del poder por bandera, conviene alejarse de la áspera cotidianeidad que puede dar pie a hostilidad y decidirse por pintar la realidad con una mayor sensibilidad. Es más viable sostener un país de propietarios y consumidores que otro sumido al control absoluto, aunque al fin y al cabo, el daño sea el mismo.
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