Escrito por Torres el viernes, 12 de octubre de 2007
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Han sido ya varias las veces que he escuchado tanto en mi ambiente cercano como en círculos mediáticos un tipo de comparación tan poco rigurosa como la que se propone al poner en pié de igualdad los símbolos republicanos y los franquistas. Una idea que trata de mostrar los dos fenómenos como la antítesis de algo, alejados ambos de la céntrica idea de moderación y relacionados por igual con la radicalidad. Por tanto, y según esta tesis ambos deberían resultar deplorables y sujetos a medición por la misma vara. Seguro que a los que lleguen a leerme no les resulta una cuestión extraña, y en mayor o menor medida están acostumbrados a oír y leer frases que lo ponen de manifiesto.
Lo que no entiendo es porque se pone el grito en el cielo si alguien lleva una bandera con el águila y no se monte tanta murga si esta es republicana...
Sin embargo la realidad dista mucho, y sostener este tipo de ideas supone simple y llanamente faltar a la verdad, tergiversar los términos. Mantengo este tipo de apreciaciones con tal claridad porque si atendemos al significado estructural de lo que supone la democracia nos encontramos con que todo esto atiende nada más que a una versión sesgada de la realidad y de la historia. Primero, por el modo de implantación de un sistema u otro, y segundo, por las características y el contenido de los mismos. Porque en primer término, no resulta equiparable la condena de un régimen instaurado por la vía democrática, la de la soberanía popular y del voto con el que viene dado por la implantación mediante la fuerza. Guste o no, si un fenómeno surge de los mecanismos electorales, gozará de una legitimidad que en un principio resulta incuestionable. Por lo tanto y de momento, merece cierto respeto, y el otro, nada más que rechazo. En segundo término, el contenido del sistema en cuestión, segundo fenómeno dotado de autonomía para perpetuar o no la legitimidad obtenida (de llegar a conseguirse). Y es que llegar al poder no significa obtener carta blanca para actuar como, cuando y como se quiera, sino que desde el punto de vista democrático, esa legitimidad de la que hablamos solo se mantendría si el campo de acción no se excede de los límites que marcan derechos fundamentales tales como los derechos humanos.
En el período republicano se dieron determinadas medidas, en general de carácter más progresista, algunas demasiado avanzadas y que resultaban chocantes con el contexto social conservador de la época, que podían gustar más, que podían disgustar...pero que estaban enmarcadas dentro de la legalidad y el respeto a la democracia. La diferencia es abismal, y la comparación odiosa si lo cotejamos con un período de aprobación y sucesión de medidas que atentaron directamente contra la dignidad y los derechos humanos. Porque por más que traten de cubrir con cierta ambigüedad y mala memoria fenómenos trascendentes en la historia de nuestro país, es imprescindible tener bien definida la línea gruesa que separa lo que objetivamente resulta repugnante desde el punto de vista ético y moral de lo que surge de los mecanismos democráticos, sea o no de nuestro gusto. La diferencia entre la represión de ideas y la promulgación de leyes vía parlamentaria. Entre el asesinato y las ideas.
Mientras que no se tenga bien definida esa línea divisoria no se podrá avanzar realmente en el tema, y a día de hoy resulta vergonzoso ver a alguno de los galanes de nuestra democracia proclamar que la sublevación de la guerra civil fue una respuesta a los abusos de la República. Es decir, que si las medidas tomadas en determinado momento (a pesar de que las ampare el sentido democrático) no son de nuestro agrado, tendremos justificación suficiente para dar el golpe. Muy fuerte...