Escrito por 1984 el domingo, 20 de enero de 2008
Felix vivía en una callejuela del entorno a San Bernardo, zona en donde por aquel entonces se guarecía la prostitución.
El juez del Tribunal Tutelar me había puesto al corriente de que la madre del chiquillo no le podía cuidar como debiera, precisamente porque se aplicaba a tan tedioso y lacerante menester; vivía con un chulo que se la beneficiaba amén de sacarle toditos los cuartos; estaba anémica y tuberculosa y tenía una hija menor que el niño, a la cual no le esperaba un porvenir más halagüeño.
Cuando me entregaron al chiquillo venía esquelética a pesar de proceder del colegio Sagrada Familia u hospicio de la Safa, traía el cuerpo lleno de costurones por los golpes que le habrían propinado antes de haber ingresado en aquel lugar, y con el pecho en quilla como estigma de su crónica desnutrición.
Con sus doce añitos recién cumplidos reflejaba en su rostro demacrado todas las guerras sin cuartel que le habían tocado en suerte, la del hambre, la violencia, la corrupción.
Quizás de ahí le viniese aquel estar siempre a la defensiva y tan dispuesto a escurrirse. Se echaba a la calle, se encontraba una bicicleta y, al menor descuido, salía al galope, o engatusaba a cualquier niño para que le prestara la suya y si te he visto no me acuerdo. Pero con la misma facilidad con que se las apropiaba se desprendía de ellas, tenía esa peculiar inclinación del bandido generoso de regalar todo lo que conseguía; en eso se han diferenciado siempre el ladronzuelo del que atesora.
- ¿Sabes montar en bici? Te la presto, date una vuelta y luego me la traes.
Cuando el otro chaval volvía, él siempre había desaparecido al trote, en otra. Si tendría destreza que alguna tarde llegó a trajinarse hasta seis bicicletas.
Don Julio, el juez, me lo había advertido: "tiene la manía de robar". La misma manía que tenía aquel juez de interpretar como robo la simple necesidad de escaramuzas y adiestramiento que tiene el que nace a la intemperie, bajo fuego cruzado.
¡La bronca que me echó el buen señor el día en que supo del acuerdo a que habíamos llegado el niño y yo!
- Verás, Félix, ya sé que tienes costumbre de robar, pero en eso de momento no me voy a meter porque no sé si puedes evitarlo ni si conviene. Aún así, te voy a hacer una propuesta:
Si me robas a mí no tendrá consecuencias; por la cuenta que me tiene trataré de evitarlo, pero si lo consigues no te preocupes; seguro que me enfadaré pero no pasaré de ahí ni nadie lo sabrá de mi boca, y desde luego por ese motivo jamás te echaremos de entre nosotros.
Si robas a los niños de la casa ya es mucho peor, porque habrá rencillas y venganzas y peleas, y lo sufriremos todos, aunque seguramente tampoco ocurrirá nada más.
Pero si robas a los vecinos, entonces sí que ocurrirá lo peor que nos pueda suceder, porque serán intolerantes y hasta podrían llegar a echarnos de la vivienda, y el caso es que si quiero cobijaros, necesito cobijo.
En cambio, si te vas a Plaza Castilla o más al norte, tú sabes que nosotros vivimos hacia el sur y la probabilidad de que nos vinculen y molesten será muy pequeña.
¡Como se puso el señor juez cuando lo supo!
- ¡Es usted un amoral y está corrompiendo al niño! ¡A quién se le ocurre! ¡Autorizarle a robar en Plaza Castilla!
- Don Julio, el niño no necesita que le demos permiso, de hecho lo lleva haciendo varios años pese al reproche del Tribunal. Ya sé que su señoría no lo puede permitir, pero tampoco yo le estoy autorizando; al contrario, si se fija bien, estoy sembrando el germen de un acuerdo, de un límite, de momento le estoy sugiriendo que acote su campo de acción.
Quien sabe por qué, el chaval me hizo caso y con el tiempo controló bastante bien su inveterada "manía". Lástima que ese logro tampoco le sirvió de mucho como se verá mas adelante.
De mi propia infancia recuerdo como un enorme halago el comentario de mi madre, de que jamás ni siendo adolescente les habría hurtado ni un patacón (diez céntimos de una peseta, en gallego); ¿Por qué tuve el atrevimiento de recomendarle a Félix que en caso de robar lo hiciese lejos?. Creo que por falta de osadía, por temor al vecindario y -sobre todo- por ser tan novato, hoy habría hecho lo mismo pero por motivos bien diferentes: porque aquel niño ya estaba sembrado de prohibiciones y porque aplicar con tanto desparpajo el estigma del robo a la simple avidez de un chiquillo, deja bien a las claras que no se sabe o no se quiere saber de qué va el asunto.
Con frecuencia y sin avisar Félix se iba de nuestro lado, solía hacerlo por espacio de algunas horas, incluso de días enteros, y en ese caso dormía en su barrio; pero en cierta ocasión se ausentó más de la cuenta y nos alarmamos. Salí en su busca. Le encontré en la calle Minas bajando la cuesta en bici como una exhalación. Frenó precipitadamente para no atropellarme. Le tomé de un brazo y le amonesté con rudeza para que retornase conmigo, pero él se resistía. Cuando nos hallábamos en la esquina con la calle del Pez y observó que por allí transitaba mucha gente comenzó a gritar:
-¡Suélteme! ¡Yo a usted no le conozco! ¡Suélteme! ¡Ayúdenme, por favor, este señor me quiere robar! ¡Quiere llevarme con él y yo no le conozco!
- Pero Félix, ¡qué dices! ¡después de un año viviendo en mi casa! ¿Por qué me haces esto?.
De nada sirvieron mis explicaciones, a nuestro alrededor se estaba aglomerando mucha gente, comenzaron a amenazarme, a zarandearme, se diría que aquello iba a terminar en linchamiento; entretanto alguien le sugirió al chiquillo:
- Escapa ahora, chaval, ¡ahora!, ¡vete, vete!
En cuanto el crío huyó amainaron los ánimos y conseguí hurtarme de aquella multitud enardecida, que de buena gana me hubieran dado un buen repaso de no sospechar que me asistía toda la razón... pero aún así el gentío se puso de su parte, porque se trababa de un niño, porque en aquella época el corazón tenía sus razones que la razón se obligaba a respetar.
La verdad es que Félix era un chaval muy despierto; ¡Qué reflejos tenía la criatura para salir airoso de cualquier atolladero! y.. ¡cómo han cambiado las cosas de aquél entonces acá!: entonces, incluso si un policía intentaba atrapar a un chiquillo, iría tropezando en su carrera con todos los vecinos, por eso los niños tenían clarito que los grandes estaban de su parte.. ¡Qué época aquella!.
Hace solo unos días un chaval de Villaverde salió corriendo de un supermercado con una gorra de visera sin pagar, y el guarda jurado que empezó persiguiéndole tuvo que terminar guardándole en un portal para librarle de la jauría de vecinos que se habían ido sumando a la persecución con intención de sacudirle.
Cierto verano me fui de excursión con los niños a Tui, bellísimo rincón de Galicia en donde yo mismo pasé una buena parte de mi infancia. Quería que ellos conocieran aquel lugar que suscita en mí tantas emociones y recuerdos. Es importante que conozcan nuestras raíces y nuestros recovecos sentimentales, tal vez así les será más fácil el que nos adentremos en los suyos.
Un atardecer de aquellas vacaciones me quedó grabado para siempre en la memoria:
Habíamos subido al parque natural del monte Aloya, al que suelo llamar San Julián por la ermita que tiene en la cumbre. En aquellas laderas todavía abundan los caballos salvajes. También nosotros disfrutábamos como protrillos bravíos, los niños y yo. Recuerdo a Félix revolcándose sobre la hierba, riendo hasta las lágrimas. Y recuero el baño de faunos al atardecer en el rio Louro, allí en donde el riachuelo se siente regato y se abandona en el caudal del Miño.
...Pero veréis por qué os estoy contando éstas cosas:
Cierto día, me convocaron el señor juez y la mamá del chaval.
Don Enrique, le quedamos muy agradecidos por la ayuda que durante estos tres años le ha prestado al chico. Ocurre que ahora ya ha cumplido quince y la madre considera que le necesita, tiene edad de ayudarla y yo lo encuentro razonable
Y sin más les devolví al niño como quien devuelve una prenda. Todavía era yo tan cadete, tan estúpida y peligrosamente novato en aquella guerra, que daba por bueno lo que fuera usanza en el cuartel, simplemente obedecía, obedecía el criterio de que los niños deben estar con nosotros cuando lo manden y cuando lo manden los debemos devolver, sin rechistar y para siempre. Como si cualquier separación, por más motivada y duradera que haya de ser tuviera que ignorar todo lo que entre nosotros hubiésemos tejido, años de convivencia, conocimiento mutuo, confianza, los lazos de la amistad que nos unían y que no había motivo alguno para romper. A buena hora me quitan hoy ni le quito yo a nadie el cariño y la amistad de una persona. Como si aquella madre y nosotros no pudiéramos ambos quererle y disfrutarle cada uno en su papel.
El caso es que me reclamaron al niño y dócilmente le devolví.
Pasaron seis meses. Alguna llamada esporádica y nada más, poca cosa.
Cierto día de otoño a visitarnos. Me trajo de obsequio un finísimo plato ataraceado, que como una reliquia desde entonces adorna el zaguán de mi hogar. Estoy convencido de que venía a pedirnos socorro, pero no me lo dijo ni yo lo supe entender. Nunca me perdonaré haber sido tan torpe y remiso.
Quince días después de despedirnos, estábamos comiendo cuando al volver Víctor a casa nos dijo muy alterado:
- ¡Acaban de matar a Félix!
- ¿Qué dices? ¿por qué lo sabes?
- Al pasar por el quiosco le he visto en la portada de El Caso (periódico policiaco lleno de morbo y truculencias).
Bajé como una exhalación y volví con la macabra gacetilla bajo el brazo. Félix, en efecto, aparecía en portada, rapado al cero, estrangulado con alambres, dentro de un vehículo abandonado en una carretera de Extremadura y con una caja con cables simulando un explosivo.
¿Qué había pasado? ¿qué sin razón le condujo a semejante final?. Nunca lo llegaremos a saber, las pesquisas si las hubo tampoco llegaron a concluir en nada.
Con aquel motivo sufrí una crisis muy fuerte que mis propios compañeros alentaron con frases demoledoras:
- No vale la pena esforzarse para esto, tres años de trabajo para que terminen así. No estamos preparados. Es un trabajo con demasiada responsabilidad, demasiado riesgo y demasiada amargura
Me derrumbé. Si luego fui capaz de superarlo fue precisamente gracias al recuerdo de horas como aquellas que pasamos sobre el monte Aloya, en las que retozamos juntos y reímos hasta las lágrimas.
Para empezar, nuestra convivencia jamás debiera ser considerada como un simple trabajo. La vida de Félix antes de llegar a nuestra casa estuvo sobrada de amarguras y a juzgar por cómo acabó, tampoco después debió serle más complaciente. Sin embargo, mientras estuvo con nosotros... yo le recuerdo retozando y riendo, y de haber propiciado instantes como aquellos en la cumbre del monte Aloya, jamás podré arrepentirme. Los antes y después tal vez se hayan equivocado o hayan fracasado, allá ellos, pero nosotros no, al contrario, sólo lamento no haber reído y retozado más con él, sólo eso lamento.
La muerte de Félix trastocó mi noción del éxito y del fracaso: éxito es haber compartido los mejores momentos. Muchas veces me han preguntado qué porcentaje de éxito conseguimos con nuestros chicos, es una pregunta atolondrada, no tiene demasiado sentido como no lo tendría preguntarme el porcentaje de éxito que consigo con mis parientes o amigos.
A pesar de la muerte, el haber compartido lo mejor de nosotros mismos me sigue mereciendo la mejor consideración y me ofrece el mejor pronóstico. En todo caso, para alguien que se estuviera asfixiando, unos minutos de respiro tendrían un valor incalculable.
El gran error del chaval, criaturilla inerme en medio de semejante conflagración, fue el haberse dejado convencer de lo que nosotros mismos estábamos convencidos, de que nos hallábamos tras el mismo parapeto; nosotros, que nos acercábamos a sus vidas navegándolas en naves de melindre o como lo hacía aquel juez, tras el burladero de su estrado, nosotros analfabetos en las batallas que se libraban a nuestra vera.. ¿cómo habríamos de estar preparados para ayudarle?. ¿Cómo lo habríamos de estar los que jamás padecimos los zarpazos de esas guerras?. No estábamos preparados en efecto, pero no por falta de diplomas, ni siquiera por falta de arrojo, sino por suponer que podríamos ayudarle bajo un fuego cruzado del que lo ignorábamos todo.
Aquél juez que retiró al niño de su familia cuando la madre "no podía cuidarle como debiera" nunca nos preguntó si podríamos hacerlo como era menester, lo daba por supuesto o le daba lo mismo ya que nos tenía a buen recaudo.
¿Por qué siempre que me preguntan por los resultados, se da por supuesto que el éxito consiste en que el niño termine entrando en el redil?. ¿Qué se supone que le ofrecerá nuestro redil?. ¿Qué se supone que le hemos venido ofreciendo desde siempre?. ¿Por qué no pensar que debamos ser nosotros quienes salgamos del redil para compartir sus trances y azares?.
El juez del Tribunal Tutelar me había puesto al corriente de que la madre del chiquillo no le podía cuidar como debiera, precisamente porque se aplicaba a tan tedioso y lacerante menester; vivía con un chulo que se la beneficiaba amén de sacarle toditos los cuartos; estaba anémica y tuberculosa y tenía una hija menor que el niño, a la cual no le esperaba un porvenir más halagüeño.
Cuando me entregaron al chiquillo venía esquelética a pesar de proceder del colegio Sagrada Familia u hospicio de la Safa, traía el cuerpo lleno de costurones por los golpes que le habrían propinado antes de haber ingresado en aquel lugar, y con el pecho en quilla como estigma de su crónica desnutrición.
Con sus doce añitos recién cumplidos reflejaba en su rostro demacrado todas las guerras sin cuartel que le habían tocado en suerte, la del hambre, la violencia, la corrupción.
Quizás de ahí le viniese aquel estar siempre a la defensiva y tan dispuesto a escurrirse. Se echaba a la calle, se encontraba una bicicleta y, al menor descuido, salía al galope, o engatusaba a cualquier niño para que le prestara la suya y si te he visto no me acuerdo. Pero con la misma facilidad con que se las apropiaba se desprendía de ellas, tenía esa peculiar inclinación del bandido generoso de regalar todo lo que conseguía; en eso se han diferenciado siempre el ladronzuelo del que atesora.
- ¿Sabes montar en bici? Te la presto, date una vuelta y luego me la traes.
Cuando el otro chaval volvía, él siempre había desaparecido al trote, en otra. Si tendría destreza que alguna tarde llegó a trajinarse hasta seis bicicletas.
Don Julio, el juez, me lo había advertido: "tiene la manía de robar". La misma manía que tenía aquel juez de interpretar como robo la simple necesidad de escaramuzas y adiestramiento que tiene el que nace a la intemperie, bajo fuego cruzado.
¡La bronca que me echó el buen señor el día en que supo del acuerdo a que habíamos llegado el niño y yo!
- Verás, Félix, ya sé que tienes costumbre de robar, pero en eso de momento no me voy a meter porque no sé si puedes evitarlo ni si conviene. Aún así, te voy a hacer una propuesta:
Si me robas a mí no tendrá consecuencias; por la cuenta que me tiene trataré de evitarlo, pero si lo consigues no te preocupes; seguro que me enfadaré pero no pasaré de ahí ni nadie lo sabrá de mi boca, y desde luego por ese motivo jamás te echaremos de entre nosotros.
Si robas a los niños de la casa ya es mucho peor, porque habrá rencillas y venganzas y peleas, y lo sufriremos todos, aunque seguramente tampoco ocurrirá nada más.
Pero si robas a los vecinos, entonces sí que ocurrirá lo peor que nos pueda suceder, porque serán intolerantes y hasta podrían llegar a echarnos de la vivienda, y el caso es que si quiero cobijaros, necesito cobijo.
En cambio, si te vas a Plaza Castilla o más al norte, tú sabes que nosotros vivimos hacia el sur y la probabilidad de que nos vinculen y molesten será muy pequeña.
¡Como se puso el señor juez cuando lo supo!
- ¡Es usted un amoral y está corrompiendo al niño! ¡A quién se le ocurre! ¡Autorizarle a robar en Plaza Castilla!
- Don Julio, el niño no necesita que le demos permiso, de hecho lo lleva haciendo varios años pese al reproche del Tribunal. Ya sé que su señoría no lo puede permitir, pero tampoco yo le estoy autorizando; al contrario, si se fija bien, estoy sembrando el germen de un acuerdo, de un límite, de momento le estoy sugiriendo que acote su campo de acción.
Quien sabe por qué, el chaval me hizo caso y con el tiempo controló bastante bien su inveterada "manía". Lástima que ese logro tampoco le sirvió de mucho como se verá mas adelante.
De mi propia infancia recuerdo como un enorme halago el comentario de mi madre, de que jamás ni siendo adolescente les habría hurtado ni un patacón (diez céntimos de una peseta, en gallego); ¿Por qué tuve el atrevimiento de recomendarle a Félix que en caso de robar lo hiciese lejos?. Creo que por falta de osadía, por temor al vecindario y -sobre todo- por ser tan novato, hoy habría hecho lo mismo pero por motivos bien diferentes: porque aquel niño ya estaba sembrado de prohibiciones y porque aplicar con tanto desparpajo el estigma del robo a la simple avidez de un chiquillo, deja bien a las claras que no se sabe o no se quiere saber de qué va el asunto.
Con frecuencia y sin avisar Félix se iba de nuestro lado, solía hacerlo por espacio de algunas horas, incluso de días enteros, y en ese caso dormía en su barrio; pero en cierta ocasión se ausentó más de la cuenta y nos alarmamos. Salí en su busca. Le encontré en la calle Minas bajando la cuesta en bici como una exhalación. Frenó precipitadamente para no atropellarme. Le tomé de un brazo y le amonesté con rudeza para que retornase conmigo, pero él se resistía. Cuando nos hallábamos en la esquina con la calle del Pez y observó que por allí transitaba mucha gente comenzó a gritar:
-¡Suélteme! ¡Yo a usted no le conozco! ¡Suélteme! ¡Ayúdenme, por favor, este señor me quiere robar! ¡Quiere llevarme con él y yo no le conozco!
- Pero Félix, ¡qué dices! ¡después de un año viviendo en mi casa! ¿Por qué me haces esto?.
De nada sirvieron mis explicaciones, a nuestro alrededor se estaba aglomerando mucha gente, comenzaron a amenazarme, a zarandearme, se diría que aquello iba a terminar en linchamiento; entretanto alguien le sugirió al chiquillo:
- Escapa ahora, chaval, ¡ahora!, ¡vete, vete!
En cuanto el crío huyó amainaron los ánimos y conseguí hurtarme de aquella multitud enardecida, que de buena gana me hubieran dado un buen repaso de no sospechar que me asistía toda la razón... pero aún así el gentío se puso de su parte, porque se trababa de un niño, porque en aquella época el corazón tenía sus razones que la razón se obligaba a respetar.
La verdad es que Félix era un chaval muy despierto; ¡Qué reflejos tenía la criatura para salir airoso de cualquier atolladero! y.. ¡cómo han cambiado las cosas de aquél entonces acá!: entonces, incluso si un policía intentaba atrapar a un chiquillo, iría tropezando en su carrera con todos los vecinos, por eso los niños tenían clarito que los grandes estaban de su parte.. ¡Qué época aquella!.
Hace solo unos días un chaval de Villaverde salió corriendo de un supermercado con una gorra de visera sin pagar, y el guarda jurado que empezó persiguiéndole tuvo que terminar guardándole en un portal para librarle de la jauría de vecinos que se habían ido sumando a la persecución con intención de sacudirle.
Cierto verano me fui de excursión con los niños a Tui, bellísimo rincón de Galicia en donde yo mismo pasé una buena parte de mi infancia. Quería que ellos conocieran aquel lugar que suscita en mí tantas emociones y recuerdos. Es importante que conozcan nuestras raíces y nuestros recovecos sentimentales, tal vez así les será más fácil el que nos adentremos en los suyos.
Un atardecer de aquellas vacaciones me quedó grabado para siempre en la memoria:
Habíamos subido al parque natural del monte Aloya, al que suelo llamar San Julián por la ermita que tiene en la cumbre. En aquellas laderas todavía abundan los caballos salvajes. También nosotros disfrutábamos como protrillos bravíos, los niños y yo. Recuerdo a Félix revolcándose sobre la hierba, riendo hasta las lágrimas. Y recuero el baño de faunos al atardecer en el rio Louro, allí en donde el riachuelo se siente regato y se abandona en el caudal del Miño.
...Pero veréis por qué os estoy contando éstas cosas:
Cierto día, me convocaron el señor juez y la mamá del chaval.
Don Enrique, le quedamos muy agradecidos por la ayuda que durante estos tres años le ha prestado al chico. Ocurre que ahora ya ha cumplido quince y la madre considera que le necesita, tiene edad de ayudarla y yo lo encuentro razonable
Y sin más les devolví al niño como quien devuelve una prenda. Todavía era yo tan cadete, tan estúpida y peligrosamente novato en aquella guerra, que daba por bueno lo que fuera usanza en el cuartel, simplemente obedecía, obedecía el criterio de que los niños deben estar con nosotros cuando lo manden y cuando lo manden los debemos devolver, sin rechistar y para siempre. Como si cualquier separación, por más motivada y duradera que haya de ser tuviera que ignorar todo lo que entre nosotros hubiésemos tejido, años de convivencia, conocimiento mutuo, confianza, los lazos de la amistad que nos unían y que no había motivo alguno para romper. A buena hora me quitan hoy ni le quito yo a nadie el cariño y la amistad de una persona. Como si aquella madre y nosotros no pudiéramos ambos quererle y disfrutarle cada uno en su papel.
El caso es que me reclamaron al niño y dócilmente le devolví.
Pasaron seis meses. Alguna llamada esporádica y nada más, poca cosa.
Cierto día de otoño a visitarnos. Me trajo de obsequio un finísimo plato ataraceado, que como una reliquia desde entonces adorna el zaguán de mi hogar. Estoy convencido de que venía a pedirnos socorro, pero no me lo dijo ni yo lo supe entender. Nunca me perdonaré haber sido tan torpe y remiso.
Quince días después de despedirnos, estábamos comiendo cuando al volver Víctor a casa nos dijo muy alterado:
- ¡Acaban de matar a Félix!
- ¿Qué dices? ¿por qué lo sabes?
- Al pasar por el quiosco le he visto en la portada de El Caso (periódico policiaco lleno de morbo y truculencias).
Bajé como una exhalación y volví con la macabra gacetilla bajo el brazo. Félix, en efecto, aparecía en portada, rapado al cero, estrangulado con alambres, dentro de un vehículo abandonado en una carretera de Extremadura y con una caja con cables simulando un explosivo.
¿Qué había pasado? ¿qué sin razón le condujo a semejante final?. Nunca lo llegaremos a saber, las pesquisas si las hubo tampoco llegaron a concluir en nada.
Con aquel motivo sufrí una crisis muy fuerte que mis propios compañeros alentaron con frases demoledoras:
- No vale la pena esforzarse para esto, tres años de trabajo para que terminen así. No estamos preparados. Es un trabajo con demasiada responsabilidad, demasiado riesgo y demasiada amargura
Me derrumbé. Si luego fui capaz de superarlo fue precisamente gracias al recuerdo de horas como aquellas que pasamos sobre el monte Aloya, en las que retozamos juntos y reímos hasta las lágrimas.
Para empezar, nuestra convivencia jamás debiera ser considerada como un simple trabajo. La vida de Félix antes de llegar a nuestra casa estuvo sobrada de amarguras y a juzgar por cómo acabó, tampoco después debió serle más complaciente. Sin embargo, mientras estuvo con nosotros... yo le recuerdo retozando y riendo, y de haber propiciado instantes como aquellos en la cumbre del monte Aloya, jamás podré arrepentirme. Los antes y después tal vez se hayan equivocado o hayan fracasado, allá ellos, pero nosotros no, al contrario, sólo lamento no haber reído y retozado más con él, sólo eso lamento.
La muerte de Félix trastocó mi noción del éxito y del fracaso: éxito es haber compartido los mejores momentos. Muchas veces me han preguntado qué porcentaje de éxito conseguimos con nuestros chicos, es una pregunta atolondrada, no tiene demasiado sentido como no lo tendría preguntarme el porcentaje de éxito que consigo con mis parientes o amigos.
A pesar de la muerte, el haber compartido lo mejor de nosotros mismos me sigue mereciendo la mejor consideración y me ofrece el mejor pronóstico. En todo caso, para alguien que se estuviera asfixiando, unos minutos de respiro tendrían un valor incalculable.
El gran error del chaval, criaturilla inerme en medio de semejante conflagración, fue el haberse dejado convencer de lo que nosotros mismos estábamos convencidos, de que nos hallábamos tras el mismo parapeto; nosotros, que nos acercábamos a sus vidas navegándolas en naves de melindre o como lo hacía aquel juez, tras el burladero de su estrado, nosotros analfabetos en las batallas que se libraban a nuestra vera.. ¿cómo habríamos de estar preparados para ayudarle?. ¿Cómo lo habríamos de estar los que jamás padecimos los zarpazos de esas guerras?. No estábamos preparados en efecto, pero no por falta de diplomas, ni siquiera por falta de arrojo, sino por suponer que podríamos ayudarle bajo un fuego cruzado del que lo ignorábamos todo.
Aquél juez que retiró al niño de su familia cuando la madre "no podía cuidarle como debiera" nunca nos preguntó si podríamos hacerlo como era menester, lo daba por supuesto o le daba lo mismo ya que nos tenía a buen recaudo.
¿Por qué siempre que me preguntan por los resultados, se da por supuesto que el éxito consiste en que el niño termine entrando en el redil?. ¿Qué se supone que le ofrecerá nuestro redil?. ¿Qué se supone que le hemos venido ofreciendo desde siempre?. ¿Por qué no pensar que debamos ser nosotros quienes salgamos del redil para compartir sus trances y azares?.
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