Escrito por 1984 el miércoles, 30 de enero de 2008
Cuando decidí acoger niños en mi casa, Don Joaquín, secretario de lo que entonces se llamaban las Juntas de Protección de Menores, me envió a cuatro chiquillos, que contaban entre doce y catorce años: Félix y José Luis de los que ya os hablé, José Manuel y Jose el chinito. Ellos fueron mi abc sobre la infancia marginada, mi primer silabario.
Inmediatamente se sumó a los cuatro, Josele, un churumbel de pura cepa caló que habitaba en las chabolas del vertedero de Altamira, entre Vallecas y Villaverde.
En poquísimo tiempo Josele llegó a ser para mí un gran colaborador, esforzado compañero y fidelísimo amigo. Diríase que toda la casta gitana que admiré en sus padres había cristalizado en él, ¡qué ratí de patriarca y maestro tenías, chabó!. Pues aconteció que doce años antes, por un senderillo que iba de un pueblo a otro en Limugá que los payos llamamos Alicante, viajaban el señor Antonio y la señora Carmen su mujer. El, montado en su burrito y ella delante tirando de las riendas, como cuentan que hace siglos talmente en Belén de Judá. Y en esto que la señora Carmen embarazada de nueve meses le dijo a su esposo:
- Vamos a parar un momentito que tengo que orinar.
- ¿Sabe usted donRique? las chiquillas de aquel entonces ¡cómo éramos de inocentes y bobas!, ¡ni me atreví a decirle a mi marido que estaba a punto de minchabar, de parir! !qué vergüenza sentíamos hasta con nuestros maridos!. Y me fui bajo un arbolito que se hallaba próximo y con mis manos di a luz a mi Josele, con una saya lo limpié, lo envolví en otra y me volví a donde esperaba mi Antonio:
- Papaíto, mira que regalo te traigo. Y tomándole en sus brazos, emocionado él, seguimos sendero adelante, él en el burrito con la criatura en los brazos y yo a pie tirando de las riendas. Entonces eran así las cosas.
- ¿Y si se hubiera muerto desangrada? -pregunté asombrado- ¿y los dolores del parto?.
- Quiá donRique, eso son zalamerías de payunas, nosotras apenas sabíamos de dolores tales, 'pa dolores estaba nuestra vía, que toita ella era un dolól; ahora sí, que nuestras hijas ya van a la casa cuna y hacen mohínos y ponen carita de cordero degollao cada vez que echan p'al mundo un churumbel.
Como me lo contó os lo cuento.
Josele empezó a vivir entre su casa y la mía para aprovechar ambas posibilidades. No fueron necesarias ni expropiaciones ni acogimientos ni adopciones ni otras calamidades. En su casa disfrutaba de familia, de lo que sólo ella le sabía y podía dar y en la mía conocía el mundo payo, ampliaba relaciones y afianzaba su deseo de estudiar carrera.
Solía moverme yo por los barrios de la Celsa y Altamira. Por cierto que La Celsa no le debía el apelativo a ninguna señora, como el Pozose lo debía al tío Raimundo o el cerro al tío Pío, sino a la Cerámica Española Ladrillera Sociedad Anónima, de donde los sin techo choraban el material con el que levantaban por las noches sus chabolas.
Recuerdo los rincones de La Celsa reventando de rencillas y geranios y galgos y comadreo. Cuanta vitalidad y dicha y tesón se puede cobijar en lugares tan sacrificados.
Era un pueblito favelado, de barro y cartón, ladrillos y hojalata, recostado en una ladera, que en invierno se anegaba de lodos y en verano crepitaba como un secarral. Algún invierno tuvimos que hacer cadena humana para rescatar a los más chicos del torrente. Pero tenía su minúscula emita y su escuela y un bullicioso jardín de infancia que Carmele y Merche sacaron con sus manos de la nada, añadiendo el octavo a los siete días de la Creación. De la nada ellas lo iniciaron y en su regazo lo alimentaron durante cuarenta años sin aspavientos, discretamente, ¿a que ni os suenan sus nombres, Carmele, Merche? ¿a que el municipio no les dedicó ni la travesía de una callejuela?, pese a que todos los avatares que regurgita la política se estrellaran contra las paredes de aquella guardería sin salpicarlas siquiera.
Josele vivía en el vecino barrio de Altamira y cuando no estaba en la escuela se aplicaba a rebuscar entre los desperdicios del vertedero, como solían hacerlo todos los demás niños de por allí. Él me llevaba consigo y fue él quien me enseñó que entre las basuras se encuentra de todo: por supuesto armas que arrastran homicidio, también valiosas joyas que se extravían en cualquier hogar en donde las haya, en cierta ocasión yo mismo encontré un sagrario nuevo, un tabernáculo de iglesia, seguramente sin estrenar.
La familia de Josele a través de la escuela había aceptado el que sus hijos se fueran integrando en el mundo payo, sin por ello tener que renunciar a sus propias esencias; otras familias preferían evitar el riesgo de contaminar su raíz, pero en todo caso era elección suya, no como ahora, cuando cualquier chupatintas de la política decide que, o todos en reservas indias o todos integrados en el mercado de las drogas. En el roce con los payos Josele y su familia acertaron a mantener bien alta la frente de su estirpe.
Pues bien un cierto día llegó a Altamira el chivatazo de que la pestañí iba a efectuar un registro en todas las barracas para requisar las armas que hubiese.
Hace apenas unos días me desternillaba de risa de oír del barrio de Las Vegas en Sevilla que "allí no se atreve a entrar ni la policía" ¡cuantas veces no habré escuchado yo esa milonga refiriéndose a La Celsa!.
Bueno pues el caso es que antes de empezar el registro, los tejados se cubrieron de objetos inconvenientes y los que arrastraban mayor peligro fueron arrojados al río Manzanares. En aquella superficie, una densa y cálida niebla de metro y medio de altura con aspecto de leche condensada. Desde dispersos puntos invisibles, silbidos cruzados fueron guiando a los chiquillos hasta donde los hombres se hallaban reunidos en tomo a una hoguera, celebrando tal vez la conclusión de aquel susto rutinario.
Me demoré en este relato pintoresco porque los adultos solemos dar por supuesto que nos corresponde enseñar a los niños; y en principio eso no está mal, lo malo es que también lo damos por supuesto en avatares de los que no tenemos ni la menor idea y todavía menor experiencia, ¿qué pueden saber un ilustrado profesor o un psicólogo o incluso un trabajador social, de las vivencias de cualquier niño habituado a refugiarse en las brumas de un vertedero? ¿qué experiencia tenemos los presuntos especialistas, en calamidades y persecuciones ajenas? ¿no tendremos que iniciarnos en el alma de estos niños, con la humildad y la diligencia de un simple aprendiz?.
Desde su llegada a nuestra casa el buen Josele siempre fue un mocetón laborioso y responsable. Y conste que no era nada fácil ser compañero de los otros cuatro, tiernos trastos turbulentos, maleados por el hospicio. Pero en el colegio le adoraban porque era dócil y buen estudiante. Ya entonces despuntaba en él su vocación de maestro.
Cuando Miguel Angel, después profesor en Deusto y ahora misionero en la isla de Cebú, Filipinas, abrió también su casa como nosotros la nuestra, para atender a otros chiquillos, Josele siendo todavía estudiante de magisterio se le ofreció como ayudante, y cuantas veces fue necesario le reemplazó como un veterano.
Llegó a ser muy experto en pedagogía, sí, hasta que determinadas experiencias traumáticas le hicieron sentir toda la crueldad del rechazo a su origen étnico. No pudo soportar aquel rechazo y abandonó el mundo payo para siempre. Se volvió con su hermano a revender calzado en las ferias, por los pueblos de Alicante.
Os contaré un detalle sobre este regreso, que me provocó sorpresa y curiosidad: Josele, que siendo estudiante gozaba ya de una bellísima caligrafia y de un más que notable nivel cultural y literario, a los pocos meses de marchar nos enviaba unas cartas con grafia casi ininteligible: es decir, lo que con los payos funciona sin los payos pierde interés y consistencia, dentro de un determinado marco, es cultura, es un valor, al margen de ese marco, es ganga, es lastre; elocuente detalle sobre la unidad interna que nos constituye, biológica, psicológica, social, ética y estética, por más que la divulgación científica se empecine en trocearla.
En la actualidad Josele tiene una entrañable mujer, gitana ella, que posee la prestancia de una matrona romana y que me quiere muchísimo por las cosas que Josele le ha contado de mí. Tiene cuatro hijas como pimpollos de olivo y una vara, varón, como anticipo de solera. ¡Ah! y les acaba de nacer una nietita, que me hace a mí bisabuelo.
¡En mi casa siempre fuiste piedra angular, chabó!, yo te recuerdo con la ternura que se siente hacia un hijo y el respeto que se tiene hacia un maestro.
Inmediatamente se sumó a los cuatro, Josele, un churumbel de pura cepa caló que habitaba en las chabolas del vertedero de Altamira, entre Vallecas y Villaverde.
En poquísimo tiempo Josele llegó a ser para mí un gran colaborador, esforzado compañero y fidelísimo amigo. Diríase que toda la casta gitana que admiré en sus padres había cristalizado en él, ¡qué ratí de patriarca y maestro tenías, chabó!. Pues aconteció que doce años antes, por un senderillo que iba de un pueblo a otro en Limugá que los payos llamamos Alicante, viajaban el señor Antonio y la señora Carmen su mujer. El, montado en su burrito y ella delante tirando de las riendas, como cuentan que hace siglos talmente en Belén de Judá. Y en esto que la señora Carmen embarazada de nueve meses le dijo a su esposo:
- Vamos a parar un momentito que tengo que orinar.
- ¿Sabe usted donRique? las chiquillas de aquel entonces ¡cómo éramos de inocentes y bobas!, ¡ni me atreví a decirle a mi marido que estaba a punto de minchabar, de parir! !qué vergüenza sentíamos hasta con nuestros maridos!. Y me fui bajo un arbolito que se hallaba próximo y con mis manos di a luz a mi Josele, con una saya lo limpié, lo envolví en otra y me volví a donde esperaba mi Antonio:
- Papaíto, mira que regalo te traigo. Y tomándole en sus brazos, emocionado él, seguimos sendero adelante, él en el burrito con la criatura en los brazos y yo a pie tirando de las riendas. Entonces eran así las cosas.
- ¿Y si se hubiera muerto desangrada? -pregunté asombrado- ¿y los dolores del parto?.
- Quiá donRique, eso son zalamerías de payunas, nosotras apenas sabíamos de dolores tales, 'pa dolores estaba nuestra vía, que toita ella era un dolól; ahora sí, que nuestras hijas ya van a la casa cuna y hacen mohínos y ponen carita de cordero degollao cada vez que echan p'al mundo un churumbel.
Como me lo contó os lo cuento.
Josele empezó a vivir entre su casa y la mía para aprovechar ambas posibilidades. No fueron necesarias ni expropiaciones ni acogimientos ni adopciones ni otras calamidades. En su casa disfrutaba de familia, de lo que sólo ella le sabía y podía dar y en la mía conocía el mundo payo, ampliaba relaciones y afianzaba su deseo de estudiar carrera.
Solía moverme yo por los barrios de la Celsa y Altamira. Por cierto que La Celsa no le debía el apelativo a ninguna señora, como el Pozose lo debía al tío Raimundo o el cerro al tío Pío, sino a la Cerámica Española Ladrillera Sociedad Anónima, de donde los sin techo choraban el material con el que levantaban por las noches sus chabolas.
Recuerdo los rincones de La Celsa reventando de rencillas y geranios y galgos y comadreo. Cuanta vitalidad y dicha y tesón se puede cobijar en lugares tan sacrificados.
Era un pueblito favelado, de barro y cartón, ladrillos y hojalata, recostado en una ladera, que en invierno se anegaba de lodos y en verano crepitaba como un secarral. Algún invierno tuvimos que hacer cadena humana para rescatar a los más chicos del torrente. Pero tenía su minúscula emita y su escuela y un bullicioso jardín de infancia que Carmele y Merche sacaron con sus manos de la nada, añadiendo el octavo a los siete días de la Creación. De la nada ellas lo iniciaron y en su regazo lo alimentaron durante cuarenta años sin aspavientos, discretamente, ¿a que ni os suenan sus nombres, Carmele, Merche? ¿a que el municipio no les dedicó ni la travesía de una callejuela?, pese a que todos los avatares que regurgita la política se estrellaran contra las paredes de aquella guardería sin salpicarlas siquiera.
Josele vivía en el vecino barrio de Altamira y cuando no estaba en la escuela se aplicaba a rebuscar entre los desperdicios del vertedero, como solían hacerlo todos los demás niños de por allí. Él me llevaba consigo y fue él quien me enseñó que entre las basuras se encuentra de todo: por supuesto armas que arrastran homicidio, también valiosas joyas que se extravían en cualquier hogar en donde las haya, en cierta ocasión yo mismo encontré un sagrario nuevo, un tabernáculo de iglesia, seguramente sin estrenar.
La familia de Josele a través de la escuela había aceptado el que sus hijos se fueran integrando en el mundo payo, sin por ello tener que renunciar a sus propias esencias; otras familias preferían evitar el riesgo de contaminar su raíz, pero en todo caso era elección suya, no como ahora, cuando cualquier chupatintas de la política decide que, o todos en reservas indias o todos integrados en el mercado de las drogas. En el roce con los payos Josele y su familia acertaron a mantener bien alta la frente de su estirpe.
Pues bien un cierto día llegó a Altamira el chivatazo de que la pestañí iba a efectuar un registro en todas las barracas para requisar las armas que hubiese.
Hace apenas unos días me desternillaba de risa de oír del barrio de Las Vegas en Sevilla que "allí no se atreve a entrar ni la policía" ¡cuantas veces no habré escuchado yo esa milonga refiriéndose a La Celsa!.
Bueno pues el caso es que antes de empezar el registro, los tejados se cubrieron de objetos inconvenientes y los que arrastraban mayor peligro fueron arrojados al río Manzanares. En aquella superficie, una densa y cálida niebla de metro y medio de altura con aspecto de leche condensada. Desde dispersos puntos invisibles, silbidos cruzados fueron guiando a los chiquillos hasta donde los hombres se hallaban reunidos en tomo a una hoguera, celebrando tal vez la conclusión de aquel susto rutinario.
Me demoré en este relato pintoresco porque los adultos solemos dar por supuesto que nos corresponde enseñar a los niños; y en principio eso no está mal, lo malo es que también lo damos por supuesto en avatares de los que no tenemos ni la menor idea y todavía menor experiencia, ¿qué pueden saber un ilustrado profesor o un psicólogo o incluso un trabajador social, de las vivencias de cualquier niño habituado a refugiarse en las brumas de un vertedero? ¿qué experiencia tenemos los presuntos especialistas, en calamidades y persecuciones ajenas? ¿no tendremos que iniciarnos en el alma de estos niños, con la humildad y la diligencia de un simple aprendiz?.
Desde su llegada a nuestra casa el buen Josele siempre fue un mocetón laborioso y responsable. Y conste que no era nada fácil ser compañero de los otros cuatro, tiernos trastos turbulentos, maleados por el hospicio. Pero en el colegio le adoraban porque era dócil y buen estudiante. Ya entonces despuntaba en él su vocación de maestro.
Cuando Miguel Angel, después profesor en Deusto y ahora misionero en la isla de Cebú, Filipinas, abrió también su casa como nosotros la nuestra, para atender a otros chiquillos, Josele siendo todavía estudiante de magisterio se le ofreció como ayudante, y cuantas veces fue necesario le reemplazó como un veterano.
Llegó a ser muy experto en pedagogía, sí, hasta que determinadas experiencias traumáticas le hicieron sentir toda la crueldad del rechazo a su origen étnico. No pudo soportar aquel rechazo y abandonó el mundo payo para siempre. Se volvió con su hermano a revender calzado en las ferias, por los pueblos de Alicante.
Os contaré un detalle sobre este regreso, que me provocó sorpresa y curiosidad: Josele, que siendo estudiante gozaba ya de una bellísima caligrafia y de un más que notable nivel cultural y literario, a los pocos meses de marchar nos enviaba unas cartas con grafia casi ininteligible: es decir, lo que con los payos funciona sin los payos pierde interés y consistencia, dentro de un determinado marco, es cultura, es un valor, al margen de ese marco, es ganga, es lastre; elocuente detalle sobre la unidad interna que nos constituye, biológica, psicológica, social, ética y estética, por más que la divulgación científica se empecine en trocearla.
En la actualidad Josele tiene una entrañable mujer, gitana ella, que posee la prestancia de una matrona romana y que me quiere muchísimo por las cosas que Josele le ha contado de mí. Tiene cuatro hijas como pimpollos de olivo y una vara, varón, como anticipo de solera. ¡Ah! y les acaba de nacer una nietita, que me hace a mí bisabuelo.
¡En mi casa siempre fuiste piedra angular, chabó!, yo te recuerdo con la ternura que se siente hacia un hijo y el respeto que se tiene hacia un maestro.
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