Escrito por 1984 el jueves, 7 de febrero de 2008
En la segunda remesa de niños las instituciones tutelares y de reforma comenzaron a enviar os lo que más les perturbaba: chiquillos con trastornos del comportamiento u homosexuales o violentos y agresivos...
Parece ser que a José Angel y a su hermano nos les enviaron por arrojar a la calle colchones ardiendo, desde las ventanas de un dormitorio en donde les habían recluido como castigo, en el centro que hoy llaman Chamberí y entonces llamaban Sagrada Familia. Fue la gota que les colmó el vaso.
La Safa era un criadero de rencores y venganzas en donde cualquier adulto le podía propinar una paliza a un chiquillo, porque los niños eran inquietos y sus encargados estaban muy resentidos con la institución. Me contó mi chaval que apenas con diez años le atizaron varias tundas de solemnidad, en cierta ocasión le tiraron al suelo y le molieron a patadas; en otra, porque estaba jugando con el chorrito de agua de una fuente, le dejaron castigado el fin de semana impidiéndole visitar a su madre que estaba en un hospital, crueldades de hondo calado que se cometen como al descuido, y el diminuto prisionero se pasó la tarde de asueto bajando sillas al sótano con el propósito de prenderles fuego, porque deseaba inmolarse en la pira.
Es lo que tenía la dictadura, que era muy franca en el manejo de la estaca, incluso con los niños. Para niños, aun no se habían inventado procedimientos tan sofisticados como las celdas de catarsis que se aplican hoy, ni el barrido que inmoviliza contra el suelo, ni la técnica de extinción; se les cubría de contusiones y desgarros y ya está; no como ahora, que también lo hacen pero para evitar que se autolesionen. Es lo que tienen las democracias cuando traicionan su vocación.
En todo caso ¿nosotros?, encantados de que nos enviaran a los protagonistas de cualquier fechoría, precisamente nos habíamos ofrecido para los más difíciles, tal cual. Útiles e incautos, peligro redondo.
De este chaval nos dijeron las cosas más descabelladas y atroces que se pueden decir de un chiquillo, nos dijeron que se trataba de un psicópata, amoral e irrecuperable. Se ve que el perito de turno oficiaba de psiquiatra, moralista y futurólogo.
Lo que realmente le ocurría a José Ángel era el ser un niño muy lúcido, muy resuelto, con una acometividad impetuosa, y arrebatado de rabia.
Rabia por los desprecios y penurias de que habría sido objeto su madre en el pueblo, cuando él era muy chiquito, rabia de que las instituciones le hubiesen recluido en un orfanato, la propia rabia que cría el orfanato, rabia de que luego le echaran a nosotros y rabia contra nosotros, como verdaderos cómplices, por haber encajado tanto desatino sin rechistar; ¡qué razón tenías chaval! pero entonces yo era tan candoroso que me imaginaba en territorio neutral y como un cuerno de la abundancia rebosante de bondades. Rabia pues, por todo y contra todo.
Certera rabia contra mí especialmente, por no haber entendido desde el primer instante que cuando la rabia ahoga la garganta de un niño, por algún lado le habrá de salir y es bueno que le salga y le salga hasta que se le restablezcan el aliento y el sosiego. Contra mí, naturalmente, a quien, como en alguna otra ocasión ya os habré dicho, habían educado los frailes, con su cordialidad tan contenida, su laboriosidad tan disciplinada, su hierática clemencia; condiciones que yo tenía tan bien aprendidas y desde las que estaba convencido que habría de poder remediarlo todo. Al menos así lo interpreto yo: que el chaval todo lo hacía como quien descarga rabia y con tal acometividad e improvisación que apenas nos daba tiempo de reaccionar ni de recuperarnos.
Quién nos lo habría de decir, de tanta rabia tanto cariño.
Para que José Ángel y yo nos llegáramos a querer como nos queremos, tuvimos que echarnos un pulso que duró doce años y que nunca se acabó del todo.
Doce años día a día sin desmayo, sosteniendo cada uno el bíceps de su amable contrincante: fue uno de los chavales a los que por impericia más hice enrabietar y desde luego uno de los que mejor acrisolaron mi paciencia, de los que lograron ponerme en sazón.
A veces se trataba de simples chiquilladas, ésta especialmente sé que le divierte recordarla:
Llevaba un tiempo viviendo entre nosotros cuando desapareció sin dejar ni rastro. Durante una semana le buscamos, primero con inquietud, luego con irritación, finalmente con desespero.
Cierto día de vuelta a casa noté unos roces casi imperceptibles sobre la pared de la escalera, como si alguien se hubiese descolgado desde una claraboya. Esa huella nos condujo hasta un desván que jamás se había abierto desde la construcción del edificio. Y justo encima de nuestra vivienda encontramos los restos de una hoguera, tebeos, colillas, algún machete, rastros de haber preparado café. Sólo entonces nos contó lo bien que se lo había pasado espiando de nuestros propios labios, apenas a dos metros sobre nuestras cabezas, cada uno de nuestros comentarios ora irritados ora preocupados, convertido en invisible fantasma omnipresente, dueño de la situación por un momento.
En otras ocasiones, al contrario, las chiquilladas pudieron costarle la vida: con doce años correteaba sobre uno de los puentes de Entrevías cuando le asaltó la curiosidad de ver qué ocurriría si echaba un cabo sobre el tendido eléctrico del ferrocarril, y salió disparado a varios metros de distancia con una quemadura que le alcanzó el hueso. En el hospital nos advirtieron que si en vez de hacerlo con un precinto de latón que se fundió al instante, hubiera sido con un cable, se habría electrocutado. Con él no ganábamos para sustos.
Siendo aún muy chiquito, vaya usted a saber por qué, le incomodaban los perros con pedigrí pero en cambio le encantaban los chuchos callejeros. En cierta ocasión me propuso el que le diéramos asilo a uno. El asunto era delicado porque en ochenta y cinco metros cuadrados habitábamos al menos siete personas, cuando no más, cinco de ellas impetuosos adolescentes. Se lo acepté pensando sólo en el niño y a la semana siguiente ya teníamos tres o cuatro chuchos correteando entre nuestras piernas. La cuestión se complicó en exceso como era previsible, y entonces nos aceptó no sin bronca el aplicarse al cuidado de pájaros en vez de canes. Lo malo fue que al poco tiempo en su dormitorio, además de tres niños, había no sé cuántos revoloteos enjaulados en veintidós pajareras. Y el día en que también se lo reproché, montó una airada orgía libertaria dando suelta a los animalillos y machacando sus jaulas hasta dejar tras de sí un inextricable laberinto de alambres.
Siempre le entusiasmaron los bichos, leyó mucho sobre ellos, ve cuanto documental pasen en la tele, cuidó perros, crió caballos, yo le considero un gran naturalista, un excepcional conocedor de las especies, incluida la humana.
Hoy a los chavales que dan tanta matraca les etiquetan como hiperactivos. Y punto. Y a tomar pastillas. Estoy seguro que a José Ángel le hubieran colgado ese apelativo. Y es que hay dolencias que se ponen de moda porque sirven de cajón de sastre en donde meter todo lo que no estamos dispuestos a digerir de otra manera.
Por increíble que parezca hace unos años lo que estaba de moda era la dislexia, ¿que un niño tenía dificultades en el estudio? ¿que cualquier otro molestaba en clase?, pues ya está, es que eran disléxicos, la dislexia real o imaginada servía de explicación para todo, funcionaba como un talismán. Ocuparían un tiempo jugueteando con las letras y los números y vuelta a empezar. Hoy la dislexia ya no está de moda pero en cambio ha tomado el relevo un nuevo talismán, mucho más fino, servicial e impactante, ¡la hiperactividad!. A cualquier niño que no pare de moverse, que nos preste muy poca atención y sobre todo que cometa trastadas o se escape a nuestro control, se le aplica el sambenito.
No estoy diciendo que no exista semejante trastorno, que por cierto es un trastorno de relación en el que intervienen al menos dos personas, pero ¿cuántos niños en infinidad de clínicas, hogares, colegios no están siendo tachados de hiperactivos sin la más mínima cautela científica?. Y lo que es peor atiborrándoles de pastillas que no vienen a cuento, para engorde y regodeo de los laboratorios del ramo.
Por suerte para él, cuando José Ángel era tan sólo un chaval, semejante talismán o amuleto todavía no habían hecho fortuna y entonces recurrieron a lo de psicópata, que si no tiene efectos curativos para otros intereses no es manco el apelativo.
Cuando llegó a entrever que junto a sus hermanos nosotros éramos lo más duradero que tenía en su vida, y que aún queriéndonos estaba haciéndonos sufrir sin tregua, cambió su dinámica peleona y en vez de desfogarse contra nosotros comenzó a agredirse a sí mismo. Recuerdo un día en que le insistí para que saliera del baño, en donde se había encerrado, y al abrir la puerta vimos un charco de sangre porque se había pegado hondos tajos en los brazos y piernas con una cuchilla de afeitar.
Temo que al narrar estas cosas los más desavisados imaginen que se trata de muchachos trastornados o enloquecidos. Nada más ajeno a la realidad, ¡de lucidez que no de locura suelen estar aquejados!, pero ¿quién ha dicho que la lucidez no pueda llegar a ser un peligroso padecimiento?.
Primero fueron las enfermedades somáticas, luego tornaron auge las psicológicas ¿por qué ahora no habrían de estar ocupando su lugar los trastornos ambientales? ¿por qué no habrían de ser las relaciones las que se encuentran enfermas? ¿seré excesivo si me atrevo a aventurar que estén brotando infinidad de enfermedades de la relación, enfermedades sociales?, decidme si no qué otra cosa es la anorexia.
Cuando los poderes fácticos decidieron abrir las puertas traseras de nuestro país al trafico internacional de drogas, los chavalillos más peleones de nuestros barrios comenzaron a revolotear en torno a ese candil, hasta quemarse.
Cierto día nos llegó José Ángel del boulevard de Vallecas con un colocón de anfetaminas, rompiendo a puñetazos los cristales de la escalera y salpicando con sus brazos las paredes como un molino de viento. Ahí comenzó ese interminable baño de sangre que ya nunca habría de acabar. Anfetas, tripis, pegamento, caballo, cocaína ¿cuántos coleguillas, chaval, no nos fumigaron con ese insecticida?. Pero quién podría quejarse de esa complicidad institucional con el crimen organizado, viendo zigzaguear tan torpemente la complicidad de las propias víctimas.
Como a veces el carácter de José Ángel nos resultaba agotador, decidimos entre varios amigos repartimos la fatiga, y cuando le notábamos nervioso y nos notábamos más flojos le proponíamos pasar un tiempo en casa de Juan y Angelines o con Lola, o con quien en aquel momento tuviese liquidez suficiente de cariño y coraje para atenderle.
Es curioso, cuando un chaval te molesta hasta el punto de que ya no le soportas, esgrimes el poder y le expulsas. Con lo fácil que resultaría el aplicarle lo que aprendimos entonces, en vez de una expulsión, procurarle unas vacaciones: también te lo quitas de delante pero hacen sufrir mucho menos y tienen mejor arreglo: con lo fácil que resulta luego el reencuentro, con lo relajados que nos sentimos todos después de unas mutuas vacaciones.
¡Lo bien que se aprendió el truquillo! porque luego ya era él mismo quien al sentirte alterado cogía su bicicleta de montaña, su tienda y su mochila y se tiraba al monte como un maquis de sí mismo, hasta sentirse recuperado. Así está de capaz en supervivencia y en alta montaña y en lo que se le engalle por delante.
Debía tener dieciséis años cuando conoció a los de un campo de trabajo que habían restaurado alguna casa de un pueblo abandonado, junto a Sieso de Jaca en las montañas de Huesca, pero cuya casa y pueblo seguían sin habitar. Nos pidió que le dejásemos irse allí en solitario. Aquel lugar en invierno podía quedar varios días aislado por la nieve. En un primer momento le acompañaron Angelito y Esteban, otros dos valientes de nuestra casa. Mi amigo Juan les compró un caballo. Al cabo de unas semanas José Angel prefirió quedarse absolutamente sólo, con el caballo.
Cuando pasadas las nieves le anunciamos que iríamos a visitarle, nos advirtió que tuviésemos buen cuidado porque había sembrado el monte de trampas y cepos. Y cuando llegamos nos mostró un jabato que había cazado a mano. Viendo de lo que son capaces nuestros chavales en situaciones extremas, siempre se me viene a la mente el mismo pensamiento: lástima de sociedad que desperdicia sus aguas más torrenciales.
- Si me estaré volviendo loco -nos comentaba nuestro chaval por aquel entonces- porque cuando descargo con furia el hacha o el azadón, hablo solo y a veces grito barbaridades, no veas cómo me desahoga.
Ciertamente su impetuoso talante no ha cambiado hasta hoy mismo en lo esencial, pero primero nos hostigaba, luego se autoagredía finalmente se desahogaba desmochando terrones cortando leños. Como para que cuatro petimetros de la ciencia nos auguren de ciertos muchachos que son irrecuperables.
O como para que nos vengan con monserga de que la disciplina endereza los espíritus: disciplina de cabo a rabo fue el paso de José Angel por el cuartel, mejor ni recordarlo. Durante el tiempo en que estuvo cumpliendo servicio militar obligatorio visitó casi todos los penales, y hubiera concluido en probable tragedia de no ser por un alto mando de marina que le cogio gran afecto pese a su impulsividad o más bien causa de ella.
Durante muchos años trabajó como agricultor en Almería, y como es tan laborioso y tan mañoso estuvo además colaborando en un camping, que estaba repleto todo el año de viejecitos alemanes jubilados. Me encantó saber la atención, ternura y cuidados que les prodigaba.
Lo dicho por el oráculo: psicópata, amoral e irrecuperable ¡todo un vaticinio!.
Parece ser que a José Angel y a su hermano nos les enviaron por arrojar a la calle colchones ardiendo, desde las ventanas de un dormitorio en donde les habían recluido como castigo, en el centro que hoy llaman Chamberí y entonces llamaban Sagrada Familia. Fue la gota que les colmó el vaso.
La Safa era un criadero de rencores y venganzas en donde cualquier adulto le podía propinar una paliza a un chiquillo, porque los niños eran inquietos y sus encargados estaban muy resentidos con la institución. Me contó mi chaval que apenas con diez años le atizaron varias tundas de solemnidad, en cierta ocasión le tiraron al suelo y le molieron a patadas; en otra, porque estaba jugando con el chorrito de agua de una fuente, le dejaron castigado el fin de semana impidiéndole visitar a su madre que estaba en un hospital, crueldades de hondo calado que se cometen como al descuido, y el diminuto prisionero se pasó la tarde de asueto bajando sillas al sótano con el propósito de prenderles fuego, porque deseaba inmolarse en la pira.
Es lo que tenía la dictadura, que era muy franca en el manejo de la estaca, incluso con los niños. Para niños, aun no se habían inventado procedimientos tan sofisticados como las celdas de catarsis que se aplican hoy, ni el barrido que inmoviliza contra el suelo, ni la técnica de extinción; se les cubría de contusiones y desgarros y ya está; no como ahora, que también lo hacen pero para evitar que se autolesionen. Es lo que tienen las democracias cuando traicionan su vocación.
En todo caso ¿nosotros?, encantados de que nos enviaran a los protagonistas de cualquier fechoría, precisamente nos habíamos ofrecido para los más difíciles, tal cual. Útiles e incautos, peligro redondo.
De este chaval nos dijeron las cosas más descabelladas y atroces que se pueden decir de un chiquillo, nos dijeron que se trataba de un psicópata, amoral e irrecuperable. Se ve que el perito de turno oficiaba de psiquiatra, moralista y futurólogo.
Lo que realmente le ocurría a José Ángel era el ser un niño muy lúcido, muy resuelto, con una acometividad impetuosa, y arrebatado de rabia.
Rabia por los desprecios y penurias de que habría sido objeto su madre en el pueblo, cuando él era muy chiquito, rabia de que las instituciones le hubiesen recluido en un orfanato, la propia rabia que cría el orfanato, rabia de que luego le echaran a nosotros y rabia contra nosotros, como verdaderos cómplices, por haber encajado tanto desatino sin rechistar; ¡qué razón tenías chaval! pero entonces yo era tan candoroso que me imaginaba en territorio neutral y como un cuerno de la abundancia rebosante de bondades. Rabia pues, por todo y contra todo.
Certera rabia contra mí especialmente, por no haber entendido desde el primer instante que cuando la rabia ahoga la garganta de un niño, por algún lado le habrá de salir y es bueno que le salga y le salga hasta que se le restablezcan el aliento y el sosiego. Contra mí, naturalmente, a quien, como en alguna otra ocasión ya os habré dicho, habían educado los frailes, con su cordialidad tan contenida, su laboriosidad tan disciplinada, su hierática clemencia; condiciones que yo tenía tan bien aprendidas y desde las que estaba convencido que habría de poder remediarlo todo. Al menos así lo interpreto yo: que el chaval todo lo hacía como quien descarga rabia y con tal acometividad e improvisación que apenas nos daba tiempo de reaccionar ni de recuperarnos.
Quién nos lo habría de decir, de tanta rabia tanto cariño.
Para que José Ángel y yo nos llegáramos a querer como nos queremos, tuvimos que echarnos un pulso que duró doce años y que nunca se acabó del todo.
Doce años día a día sin desmayo, sosteniendo cada uno el bíceps de su amable contrincante: fue uno de los chavales a los que por impericia más hice enrabietar y desde luego uno de los que mejor acrisolaron mi paciencia, de los que lograron ponerme en sazón.
A veces se trataba de simples chiquilladas, ésta especialmente sé que le divierte recordarla:
Llevaba un tiempo viviendo entre nosotros cuando desapareció sin dejar ni rastro. Durante una semana le buscamos, primero con inquietud, luego con irritación, finalmente con desespero.
Cierto día de vuelta a casa noté unos roces casi imperceptibles sobre la pared de la escalera, como si alguien se hubiese descolgado desde una claraboya. Esa huella nos condujo hasta un desván que jamás se había abierto desde la construcción del edificio. Y justo encima de nuestra vivienda encontramos los restos de una hoguera, tebeos, colillas, algún machete, rastros de haber preparado café. Sólo entonces nos contó lo bien que se lo había pasado espiando de nuestros propios labios, apenas a dos metros sobre nuestras cabezas, cada uno de nuestros comentarios ora irritados ora preocupados, convertido en invisible fantasma omnipresente, dueño de la situación por un momento.
En otras ocasiones, al contrario, las chiquilladas pudieron costarle la vida: con doce años correteaba sobre uno de los puentes de Entrevías cuando le asaltó la curiosidad de ver qué ocurriría si echaba un cabo sobre el tendido eléctrico del ferrocarril, y salió disparado a varios metros de distancia con una quemadura que le alcanzó el hueso. En el hospital nos advirtieron que si en vez de hacerlo con un precinto de latón que se fundió al instante, hubiera sido con un cable, se habría electrocutado. Con él no ganábamos para sustos.
Siendo aún muy chiquito, vaya usted a saber por qué, le incomodaban los perros con pedigrí pero en cambio le encantaban los chuchos callejeros. En cierta ocasión me propuso el que le diéramos asilo a uno. El asunto era delicado porque en ochenta y cinco metros cuadrados habitábamos al menos siete personas, cuando no más, cinco de ellas impetuosos adolescentes. Se lo acepté pensando sólo en el niño y a la semana siguiente ya teníamos tres o cuatro chuchos correteando entre nuestras piernas. La cuestión se complicó en exceso como era previsible, y entonces nos aceptó no sin bronca el aplicarse al cuidado de pájaros en vez de canes. Lo malo fue que al poco tiempo en su dormitorio, además de tres niños, había no sé cuántos revoloteos enjaulados en veintidós pajareras. Y el día en que también se lo reproché, montó una airada orgía libertaria dando suelta a los animalillos y machacando sus jaulas hasta dejar tras de sí un inextricable laberinto de alambres.
Siempre le entusiasmaron los bichos, leyó mucho sobre ellos, ve cuanto documental pasen en la tele, cuidó perros, crió caballos, yo le considero un gran naturalista, un excepcional conocedor de las especies, incluida la humana.
Hoy a los chavales que dan tanta matraca les etiquetan como hiperactivos. Y punto. Y a tomar pastillas. Estoy seguro que a José Ángel le hubieran colgado ese apelativo. Y es que hay dolencias que se ponen de moda porque sirven de cajón de sastre en donde meter todo lo que no estamos dispuestos a digerir de otra manera.
Por increíble que parezca hace unos años lo que estaba de moda era la dislexia, ¿que un niño tenía dificultades en el estudio? ¿que cualquier otro molestaba en clase?, pues ya está, es que eran disléxicos, la dislexia real o imaginada servía de explicación para todo, funcionaba como un talismán. Ocuparían un tiempo jugueteando con las letras y los números y vuelta a empezar. Hoy la dislexia ya no está de moda pero en cambio ha tomado el relevo un nuevo talismán, mucho más fino, servicial e impactante, ¡la hiperactividad!. A cualquier niño que no pare de moverse, que nos preste muy poca atención y sobre todo que cometa trastadas o se escape a nuestro control, se le aplica el sambenito.
No estoy diciendo que no exista semejante trastorno, que por cierto es un trastorno de relación en el que intervienen al menos dos personas, pero ¿cuántos niños en infinidad de clínicas, hogares, colegios no están siendo tachados de hiperactivos sin la más mínima cautela científica?. Y lo que es peor atiborrándoles de pastillas que no vienen a cuento, para engorde y regodeo de los laboratorios del ramo.
Por suerte para él, cuando José Ángel era tan sólo un chaval, semejante talismán o amuleto todavía no habían hecho fortuna y entonces recurrieron a lo de psicópata, que si no tiene efectos curativos para otros intereses no es manco el apelativo.
Cuando llegó a entrever que junto a sus hermanos nosotros éramos lo más duradero que tenía en su vida, y que aún queriéndonos estaba haciéndonos sufrir sin tregua, cambió su dinámica peleona y en vez de desfogarse contra nosotros comenzó a agredirse a sí mismo. Recuerdo un día en que le insistí para que saliera del baño, en donde se había encerrado, y al abrir la puerta vimos un charco de sangre porque se había pegado hondos tajos en los brazos y piernas con una cuchilla de afeitar.
Temo que al narrar estas cosas los más desavisados imaginen que se trata de muchachos trastornados o enloquecidos. Nada más ajeno a la realidad, ¡de lucidez que no de locura suelen estar aquejados!, pero ¿quién ha dicho que la lucidez no pueda llegar a ser un peligroso padecimiento?.
Primero fueron las enfermedades somáticas, luego tornaron auge las psicológicas ¿por qué ahora no habrían de estar ocupando su lugar los trastornos ambientales? ¿por qué no habrían de ser las relaciones las que se encuentran enfermas? ¿seré excesivo si me atrevo a aventurar que estén brotando infinidad de enfermedades de la relación, enfermedades sociales?, decidme si no qué otra cosa es la anorexia.
Cuando los poderes fácticos decidieron abrir las puertas traseras de nuestro país al trafico internacional de drogas, los chavalillos más peleones de nuestros barrios comenzaron a revolotear en torno a ese candil, hasta quemarse.
Cierto día nos llegó José Ángel del boulevard de Vallecas con un colocón de anfetaminas, rompiendo a puñetazos los cristales de la escalera y salpicando con sus brazos las paredes como un molino de viento. Ahí comenzó ese interminable baño de sangre que ya nunca habría de acabar. Anfetas, tripis, pegamento, caballo, cocaína ¿cuántos coleguillas, chaval, no nos fumigaron con ese insecticida?. Pero quién podría quejarse de esa complicidad institucional con el crimen organizado, viendo zigzaguear tan torpemente la complicidad de las propias víctimas.
Como a veces el carácter de José Ángel nos resultaba agotador, decidimos entre varios amigos repartimos la fatiga, y cuando le notábamos nervioso y nos notábamos más flojos le proponíamos pasar un tiempo en casa de Juan y Angelines o con Lola, o con quien en aquel momento tuviese liquidez suficiente de cariño y coraje para atenderle.
Es curioso, cuando un chaval te molesta hasta el punto de que ya no le soportas, esgrimes el poder y le expulsas. Con lo fácil que resultaría el aplicarle lo que aprendimos entonces, en vez de una expulsión, procurarle unas vacaciones: también te lo quitas de delante pero hacen sufrir mucho menos y tienen mejor arreglo: con lo fácil que resulta luego el reencuentro, con lo relajados que nos sentimos todos después de unas mutuas vacaciones.
¡Lo bien que se aprendió el truquillo! porque luego ya era él mismo quien al sentirte alterado cogía su bicicleta de montaña, su tienda y su mochila y se tiraba al monte como un maquis de sí mismo, hasta sentirse recuperado. Así está de capaz en supervivencia y en alta montaña y en lo que se le engalle por delante.
Debía tener dieciséis años cuando conoció a los de un campo de trabajo que habían restaurado alguna casa de un pueblo abandonado, junto a Sieso de Jaca en las montañas de Huesca, pero cuya casa y pueblo seguían sin habitar. Nos pidió que le dejásemos irse allí en solitario. Aquel lugar en invierno podía quedar varios días aislado por la nieve. En un primer momento le acompañaron Angelito y Esteban, otros dos valientes de nuestra casa. Mi amigo Juan les compró un caballo. Al cabo de unas semanas José Angel prefirió quedarse absolutamente sólo, con el caballo.
Cuando pasadas las nieves le anunciamos que iríamos a visitarle, nos advirtió que tuviésemos buen cuidado porque había sembrado el monte de trampas y cepos. Y cuando llegamos nos mostró un jabato que había cazado a mano. Viendo de lo que son capaces nuestros chavales en situaciones extremas, siempre se me viene a la mente el mismo pensamiento: lástima de sociedad que desperdicia sus aguas más torrenciales.
- Si me estaré volviendo loco -nos comentaba nuestro chaval por aquel entonces- porque cuando descargo con furia el hacha o el azadón, hablo solo y a veces grito barbaridades, no veas cómo me desahoga.
Ciertamente su impetuoso talante no ha cambiado hasta hoy mismo en lo esencial, pero primero nos hostigaba, luego se autoagredía finalmente se desahogaba desmochando terrones cortando leños. Como para que cuatro petimetros de la ciencia nos auguren de ciertos muchachos que son irrecuperables.
O como para que nos vengan con monserga de que la disciplina endereza los espíritus: disciplina de cabo a rabo fue el paso de José Angel por el cuartel, mejor ni recordarlo. Durante el tiempo en que estuvo cumpliendo servicio militar obligatorio visitó casi todos los penales, y hubiera concluido en probable tragedia de no ser por un alto mando de marina que le cogio gran afecto pese a su impulsividad o más bien causa de ella.
Durante muchos años trabajó como agricultor en Almería, y como es tan laborioso y tan mañoso estuvo además colaborando en un camping, que estaba repleto todo el año de viejecitos alemanes jubilados. Me encantó saber la atención, ternura y cuidados que les prodigaba.
Lo dicho por el oráculo: psicópata, amoral e irrecuperable ¡todo un vaticinio!.
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