Escrito por 1984 el miércoles, 2 de abril de 2008
Llamaron a la puerta, era una mujer de Getafe. No sé cómo, había oído decir que en Vallecas, en mi casa, reciclábamos niños destartalados. Y allá se nos vino con aquel negrito que procedía de Guinea y que por entonces tenía doce años.
- ¿No me lo va a recoger usted? vive en la calle, duerme en una cabina de teléfono y sólo a veces cuando se tercia sube a mi casa para comer; no sabemos si tiene familia.
- ¿Por qué no le acogen ustedes mismos en la suya?, su familia seguro que no es peor que la nuestra, nosotros podríamos orientarles, ayudarles.
- Pero mire usted es que le he traído con mucha fiebre, está malo, no me lo puedo llevar así, necesita calor, una cama.
- Y ¿cómo no le dieron cama ustedes mismos, cómo nos le traen en esas condiciones?.
Imaginé que lo de la fiebre era sólo un pretexto para forzarnos y con aire desafiante le puse el termómetro ¡venía con casi cuarenta grados de temperatura!.
Le acostamos, y tres o cuatro días después, cuando se puso bueno, ya nadie estaba dispuesto a desprenderse de aquella criatura entrañable. Leo siempre fue un remanso de paz y cariño en nuestra casa, toda la afabilidad vegetal que yo le atribuyo al alma subsahariana rezumaba en cada uno de sus gestos.
Primero fue lograr que se hiciera a nosotros, pero eso resultó de lo más fácil, luego:
- ¿No te gustaría ir al cole como los otros niños?.
- ¿Al cole yo?, yo nunca fui al cole, al cole sólo van los niños pijos.
- Pero es que tú no sabes que yo conozco un cole muy distinto, que no se parece en nada a cualquier otro que tú hayas conocido, y además el director es amigo mío. Escúchame, yo no te voy a obligar, pero me gustaría que al menos le conocieras, no sabes lo que te pierdes. Si no vas, te aburrirás mucho mientras los otros chavales estén en clase.
El colegio de los Pacos, o Palomeras Bajas, es una de esas experiencias que merecen ser recordadas toda la vida. Durante quince años me aceptaron sin rechistar, sin estigmatizar, sin derivarles a otro sitio, a cuantos diablillos me venían rebotados, incluso de reformatorios; y hay que ver qué sentido de la vida, qué conciencia de la propia dignidad, qué talante les inculcaron. Afortunadamente siempre quedará alguien así que demuestre que las cosas se pueden hacer de otra manera (ver: La Escuela como Compromiso, Francisco Lara, Editorial Popular). Durante esos años los miembros del colegio fueron una parte esencial de nuestra gran familia. Paco Lara, Paco Bastida, Alvaro, Pedro, Ana, Regina, y un largo etcétera.
Queridos amigos nunca os estaremos lo bastante agradecidos.
- Así que ¿no quieres estudiar? -le preguntó Paco a Leo- pero algo te gustará hacer, ¿no? ¿qué es lo que más te gustaría maquinar en los espacios de un colegio?.
- Leer tebeos y jugar al fútbol -dijo el chaval desafiante-
- Pues si algún día te atreves a pasar un rato con nosotros, te prometo que no vas a hacer otra cosa que jugar al fútbol y leer tebeos.
Prefirió aburrirse algunos días pero capituló muy pronto. La primera jornada en que acudió a las clases Paco le sentó sobre una montaña de tebeos.
Y a la hora de comer, ese mismo día, nos dijo que la experiencia le había gustado. Pocos días después, ya les estaba reclamando:
- Los demás dibujan mapas, ¿por qué yo no puedo?.
Y le pusieron a dibujar mapas.
Cuando se supo que habíamos acogido a Leo en nuestra casa, no recuerdo qué gafe agorero nos advirtió que se trataba de un chiquillo muy deteriorado que incluso podría ser peligroso para los demás niños de la casa: "hace cosas muy raras, a veces se pone a cuatro patas como un animal y parece que gruñe". Como el chaval llevaba conmigo ya dos meses y no habíamos notado nada fuera de lo normal, le pregunté a su maestra si había advertido algún síntoma raro en el niño, pero ella lo negó; le había visto, sí, alguna vez bajo los pupitres, como si fuera un animalito, pero le pareció que se trataría de un simple juego.
Pasó algún tiempo y un cierto día en el que estaba yo trabajando en mi despacho con la puerta entreabierta se colé mi Leo, gruñendo y agachado como si en efecto se tratase de un animalito.
Intuitivamente preferí resolver la situación a modo de juego y me puse yo mismo en esa postura acercándome a él como lo hacen los perros cuando se olisquean. Y después de jugar así apenas unos minutos lo tomé por los hombros con ambas manos y nos enderezamos, diciéndole: ahora vamos a jugar a ser personas a lo que accedió sin resistencia; aquel día acabó ahí todo y ese juego no volvió a repetirse.
Un par de años después cuando el niño estaba ya muy vinculado a nosotros, sin que hubiésemos notado en todo ese tiempo ninguna conducta sospechosa, aprovechando cierto clima de intimidad con ocasión de un viaje que hicimos juntos, le pregunté por aquella rareza:
- Sí. De pequeño me gustaba imaginar que yo era un animal.
- ¿Un león?
- ¡Qué va!, un gato
- ¿Y por qué precisamente un gato?
- Toma, porque tiene siete vidas.
Psiquiatras, jueces, profesores, trabajadores sociales van registrando en sus papeles con inquietante frecuencia rumores sobre supuestas anormalidades de los chiquillos, sin que conste diagnóstico alguno, tal vez porque consideren inocuo ese modo de proceder. Pero los niños no son de piedra.
A nadie en cambio parece preocuparle el que algunos chavales puedan estar necesitando de siete vidas como un gato.
Recuerdo que un día fui a visitar a amiga Adela que también trabajaba con chiquillos y me acompañó nuestro Leo. Adela tenía sobre la cama un peluche enorme, una pantera rosa.
- ¿Me la regalas? -le dijo Leo en cuanto la vio.
Durante años, tiernamente, durmió abrazado al muñeco nuestro crío tan peligroso.
Cierto día, al atravesar la Avenida de Albufera junto al Puente de Vallecas, el chaval se agarró a mi brazo y comenzó a temblar con fuerza, como si fuera a darle un ataque de nervios. Cuando llegamos a casa ya se le había pasado. Varias semanas después en el mismo lugar volvió a sufrir la misma crisis, los temblores, el ansia de huir allí, el aferrarse a mi brazo. Me pareció significativa esa coincidencia en el lugar y en los síntomas y traté de indagar qué le pasaba, pero apenas obtuve respuesta alguna.
Sólo muchos meses después se atrevió a desahogar: Próximo a los doce años había huido de su familia; el padre bebía demasiado y cuando lo hacía así, se revolvía celoso contra su mujer, entonces la emprendía a golpes contra el diciendo que aquel crío no era suyo. Creo que le metía bajo la ducha fría para que no se notáran los golpes que le arreaba con la goma del butano. El el caso es que el padre seguía viviendo muy cerca de Puente de Vallecas.
Me juré y le juré con la más firme convicción que jamás volvería a pegarle nadie mientras estuviese viviendo conmigo.
Hoy es doctrina incuestionable la conveniencia de alejar de sus padres a los hijos maltratados. En mi opinión las cosas no son tan sencillas. Por supuesto que no debemos tolerar ¡en absoluto! semejante abuso. Insisto, ni en un ápice. Pero aún así el simple alejamiento no resuelve lo más hondo del problema, al contrario, permite eludirlo. La distancia impuesta no cauteriza ni menos restaura la memoria dolorosa de un padre que maltrata. A los hijos de padres violentos o borrachos les sobra sin duda el alcoholismo y la violencia de sus padres, pero está por ver el que le sobren también los padres. Y una amputación podrá ser un mal menor, pero jamás será lo mismo que una curación; ni el que te amputen un brazo es tan esencial corno el que te arranquen de tus propias raíces. La imagen destruida o amputada de los padres suele pesar demasiado el resto de la vida sobre la propia imagen; luego se quejarán de que de padres violentos salgan hijos violentos, cómo no habría de ser así cuando se eluden los problemas en vez de resolverlos. Que no nos digan que lo hacen por el bien del niño; sino más bien para encubrir con escarmiento lo que no saben sanear de otra manera. E insisto en que las cosas se pueden hacer bien sin tolerar el más mínimo abuso.
Cuando pasaron varios años y en el niño ya no quedaban ni pavesas de aquel temor:
- Tú antes eras pequeñito y para ti tu padre era descomunal, pero el tiempo cambia las cosas, de aquí a unos años tú estarás enorme -mi Leo es como el coloso de Rodas- y tu padre se habrá vuelto endeble y arrugado. Es bueno odiar la violencia de cualquiera, pero no es bueno odiar al padre, porque ningún ser humano se agota en sus errores por brutales que sean.
Supongo que no se lo expliqué con estas mismas palabras pero el meollo se le quedó.
A punto de cumplir los dieciocho años, cuadrado como estaba, nos dijo Leo durante una comida:
- ¿A que no sabéis a dónde he ido hoy?:
- ..
- A Getafe; y ¿a que no sabéis a que fui a Getafe? no os lo podéis ni imaginar.
- ..
- Fui a visitar a mi padre.
- ¿Y eso? ¿cómo se te ocurrió? -le pregunté acongojado- ¿cómo te fue en la visita?
- Cuando me vio aparecer en su puerta pensó que iba para hacerle algún daño, o al menos me pareció notar su recelo. Sabes que mi padre trabaja en un Ministerio, allí tiene relación con algún General del ejército, le deben favores. Pues yo le dije que no quería hacer la mili. Y él me aseguró que no me preocupara, que me lo arreglaría. No os lo podréis creer, pero le noté deseoso de hacerme el favor.
Ignoro si habrá sido por eso pero nuestro Leo no hizo la mili, que por aquel entonces era obligatoria.
Hoy las relaciones de Leo con su padre son bastante normales, no puedo decir que se quieran, no, pero probablemente ninguno de los dos arrastre sentimientos excesivamente dolorosos. Y Leo se podrá sentir muy orgulloso ante sus hijos de poder trasmitirles ese legado de calidad humana.
Otros preferirían mimar el huerto de los rencores y las venganzas.
Leo y Conchita se han casado y tienen dos hijos, Aitor, firme y noble como un cedro y Soraya, vehemente y linda como una orquídea. No sabenestos chiquillos la categoría del padre que tienen, de donde partió y a donde ha llegado.
Que el cielo les bendiga.
- ¿No me lo va a recoger usted? vive en la calle, duerme en una cabina de teléfono y sólo a veces cuando se tercia sube a mi casa para comer; no sabemos si tiene familia.
- ¿Por qué no le acogen ustedes mismos en la suya?, su familia seguro que no es peor que la nuestra, nosotros podríamos orientarles, ayudarles.
- Pero mire usted es que le he traído con mucha fiebre, está malo, no me lo puedo llevar así, necesita calor, una cama.
- Y ¿cómo no le dieron cama ustedes mismos, cómo nos le traen en esas condiciones?.
Imaginé que lo de la fiebre era sólo un pretexto para forzarnos y con aire desafiante le puse el termómetro ¡venía con casi cuarenta grados de temperatura!.
Le acostamos, y tres o cuatro días después, cuando se puso bueno, ya nadie estaba dispuesto a desprenderse de aquella criatura entrañable. Leo siempre fue un remanso de paz y cariño en nuestra casa, toda la afabilidad vegetal que yo le atribuyo al alma subsahariana rezumaba en cada uno de sus gestos.
Primero fue lograr que se hiciera a nosotros, pero eso resultó de lo más fácil, luego:
- ¿No te gustaría ir al cole como los otros niños?.
- ¿Al cole yo?, yo nunca fui al cole, al cole sólo van los niños pijos.
- Pero es que tú no sabes que yo conozco un cole muy distinto, que no se parece en nada a cualquier otro que tú hayas conocido, y además el director es amigo mío. Escúchame, yo no te voy a obligar, pero me gustaría que al menos le conocieras, no sabes lo que te pierdes. Si no vas, te aburrirás mucho mientras los otros chavales estén en clase.
El colegio de los Pacos, o Palomeras Bajas, es una de esas experiencias que merecen ser recordadas toda la vida. Durante quince años me aceptaron sin rechistar, sin estigmatizar, sin derivarles a otro sitio, a cuantos diablillos me venían rebotados, incluso de reformatorios; y hay que ver qué sentido de la vida, qué conciencia de la propia dignidad, qué talante les inculcaron. Afortunadamente siempre quedará alguien así que demuestre que las cosas se pueden hacer de otra manera (ver: La Escuela como Compromiso, Francisco Lara, Editorial Popular). Durante esos años los miembros del colegio fueron una parte esencial de nuestra gran familia. Paco Lara, Paco Bastida, Alvaro, Pedro, Ana, Regina, y un largo etcétera.
Queridos amigos nunca os estaremos lo bastante agradecidos.
- Así que ¿no quieres estudiar? -le preguntó Paco a Leo- pero algo te gustará hacer, ¿no? ¿qué es lo que más te gustaría maquinar en los espacios de un colegio?.
- Leer tebeos y jugar al fútbol -dijo el chaval desafiante-
- Pues si algún día te atreves a pasar un rato con nosotros, te prometo que no vas a hacer otra cosa que jugar al fútbol y leer tebeos.
Prefirió aburrirse algunos días pero capituló muy pronto. La primera jornada en que acudió a las clases Paco le sentó sobre una montaña de tebeos.
Y a la hora de comer, ese mismo día, nos dijo que la experiencia le había gustado. Pocos días después, ya les estaba reclamando:
- Los demás dibujan mapas, ¿por qué yo no puedo?.
Y le pusieron a dibujar mapas.
Cuando se supo que habíamos acogido a Leo en nuestra casa, no recuerdo qué gafe agorero nos advirtió que se trataba de un chiquillo muy deteriorado que incluso podría ser peligroso para los demás niños de la casa: "hace cosas muy raras, a veces se pone a cuatro patas como un animal y parece que gruñe". Como el chaval llevaba conmigo ya dos meses y no habíamos notado nada fuera de lo normal, le pregunté a su maestra si había advertido algún síntoma raro en el niño, pero ella lo negó; le había visto, sí, alguna vez bajo los pupitres, como si fuera un animalito, pero le pareció que se trataría de un simple juego.
Pasó algún tiempo y un cierto día en el que estaba yo trabajando en mi despacho con la puerta entreabierta se colé mi Leo, gruñendo y agachado como si en efecto se tratase de un animalito.
Intuitivamente preferí resolver la situación a modo de juego y me puse yo mismo en esa postura acercándome a él como lo hacen los perros cuando se olisquean. Y después de jugar así apenas unos minutos lo tomé por los hombros con ambas manos y nos enderezamos, diciéndole: ahora vamos a jugar a ser personas a lo que accedió sin resistencia; aquel día acabó ahí todo y ese juego no volvió a repetirse.
Un par de años después cuando el niño estaba ya muy vinculado a nosotros, sin que hubiésemos notado en todo ese tiempo ninguna conducta sospechosa, aprovechando cierto clima de intimidad con ocasión de un viaje que hicimos juntos, le pregunté por aquella rareza:
- Sí. De pequeño me gustaba imaginar que yo era un animal.
- ¿Un león?
- ¡Qué va!, un gato
- ¿Y por qué precisamente un gato?
- Toma, porque tiene siete vidas.
Psiquiatras, jueces, profesores, trabajadores sociales van registrando en sus papeles con inquietante frecuencia rumores sobre supuestas anormalidades de los chiquillos, sin que conste diagnóstico alguno, tal vez porque consideren inocuo ese modo de proceder. Pero los niños no son de piedra.
A nadie en cambio parece preocuparle el que algunos chavales puedan estar necesitando de siete vidas como un gato.
Recuerdo que un día fui a visitar a amiga Adela que también trabajaba con chiquillos y me acompañó nuestro Leo. Adela tenía sobre la cama un peluche enorme, una pantera rosa.
- ¿Me la regalas? -le dijo Leo en cuanto la vio.
Durante años, tiernamente, durmió abrazado al muñeco nuestro crío tan peligroso.
Cierto día, al atravesar la Avenida de Albufera junto al Puente de Vallecas, el chaval se agarró a mi brazo y comenzó a temblar con fuerza, como si fuera a darle un ataque de nervios. Cuando llegamos a casa ya se le había pasado. Varias semanas después en el mismo lugar volvió a sufrir la misma crisis, los temblores, el ansia de huir allí, el aferrarse a mi brazo. Me pareció significativa esa coincidencia en el lugar y en los síntomas y traté de indagar qué le pasaba, pero apenas obtuve respuesta alguna.
Sólo muchos meses después se atrevió a desahogar: Próximo a los doce años había huido de su familia; el padre bebía demasiado y cuando lo hacía así, se revolvía celoso contra su mujer, entonces la emprendía a golpes contra el diciendo que aquel crío no era suyo. Creo que le metía bajo la ducha fría para que no se notáran los golpes que le arreaba con la goma del butano. El el caso es que el padre seguía viviendo muy cerca de Puente de Vallecas.
Me juré y le juré con la más firme convicción que jamás volvería a pegarle nadie mientras estuviese viviendo conmigo.
Hoy es doctrina incuestionable la conveniencia de alejar de sus padres a los hijos maltratados. En mi opinión las cosas no son tan sencillas. Por supuesto que no debemos tolerar ¡en absoluto! semejante abuso. Insisto, ni en un ápice. Pero aún así el simple alejamiento no resuelve lo más hondo del problema, al contrario, permite eludirlo. La distancia impuesta no cauteriza ni menos restaura la memoria dolorosa de un padre que maltrata. A los hijos de padres violentos o borrachos les sobra sin duda el alcoholismo y la violencia de sus padres, pero está por ver el que le sobren también los padres. Y una amputación podrá ser un mal menor, pero jamás será lo mismo que una curación; ni el que te amputen un brazo es tan esencial corno el que te arranquen de tus propias raíces. La imagen destruida o amputada de los padres suele pesar demasiado el resto de la vida sobre la propia imagen; luego se quejarán de que de padres violentos salgan hijos violentos, cómo no habría de ser así cuando se eluden los problemas en vez de resolverlos. Que no nos digan que lo hacen por el bien del niño; sino más bien para encubrir con escarmiento lo que no saben sanear de otra manera. E insisto en que las cosas se pueden hacer bien sin tolerar el más mínimo abuso.
Cuando pasaron varios años y en el niño ya no quedaban ni pavesas de aquel temor:
- Tú antes eras pequeñito y para ti tu padre era descomunal, pero el tiempo cambia las cosas, de aquí a unos años tú estarás enorme -mi Leo es como el coloso de Rodas- y tu padre se habrá vuelto endeble y arrugado. Es bueno odiar la violencia de cualquiera, pero no es bueno odiar al padre, porque ningún ser humano se agota en sus errores por brutales que sean.
Supongo que no se lo expliqué con estas mismas palabras pero el meollo se le quedó.
A punto de cumplir los dieciocho años, cuadrado como estaba, nos dijo Leo durante una comida:
- ¿A que no sabéis a dónde he ido hoy?:
- ..
- A Getafe; y ¿a que no sabéis a que fui a Getafe? no os lo podéis ni imaginar.
- ..
- Fui a visitar a mi padre.
- ¿Y eso? ¿cómo se te ocurrió? -le pregunté acongojado- ¿cómo te fue en la visita?
- Cuando me vio aparecer en su puerta pensó que iba para hacerle algún daño, o al menos me pareció notar su recelo. Sabes que mi padre trabaja en un Ministerio, allí tiene relación con algún General del ejército, le deben favores. Pues yo le dije que no quería hacer la mili. Y él me aseguró que no me preocupara, que me lo arreglaría. No os lo podréis creer, pero le noté deseoso de hacerme el favor.
Ignoro si habrá sido por eso pero nuestro Leo no hizo la mili, que por aquel entonces era obligatoria.
Hoy las relaciones de Leo con su padre son bastante normales, no puedo decir que se quieran, no, pero probablemente ninguno de los dos arrastre sentimientos excesivamente dolorosos. Y Leo se podrá sentir muy orgulloso ante sus hijos de poder trasmitirles ese legado de calidad humana.
Otros preferirían mimar el huerto de los rencores y las venganzas.
Leo y Conchita se han casado y tienen dos hijos, Aitor, firme y noble como un cedro y Soraya, vehemente y linda como una orquídea. No sabenestos chiquillos la categoría del padre que tienen, de donde partió y a donde ha llegado.
Que el cielo les bendiga.
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