Escrito por Slagator el viernes, 17 de abril de 2009
Esto ya no son reflexiones filosóficas personales. Es la realidad cotidiana observada, estudiada y diagnosticada, aunque por desgracia aún no sanada.
El problema ha llegado hasta semejantes extremos de evidencia, que ambiciosos científicos del cuerpo y la mente, han dedicado rigurosos estudios a analizar sus causas y consecuencias, tanto sociales como individuales.
Nadie medianamente sensato se atrevería a rechazar sus resultados. Y nadie medianamente observador requeriría sus conclusiones, para aceptar que el problema existe, se consolida, más aún, se agudiza, ejerce, hiere, mata.
Quien pretenda rebatir la idea, echará mano de casos puntuales, acudirá en busca de reafirmación a experiencias concretas propias o a las del amigo de su primo, el que una vez confirmó la regla a fuerza de desafiarla, para aliento de quienes buscan justicia debajo de las pocas piedras honradas que hoy continúan dándole sombra.
De esta manera se ahorra el bochornoso trago de ojear las estadísticas (y descubrirse a sí mismo encarnado en ellas) temiendo que las conclusiones obtenidas no admitan nuevas refutaciones.
La sociedad está emitiendo un persistente mensaje, a través de todos los canales y vías accesibles a la atención y consideración de la predispuesta masa, y a las artes sugestivas de la publicidad; un mensaje destinado en exclusiva a todos aquellos cuyos rasgos físicos no se amoldan con la exactitud mínima requerida, al canon oficial.
“No encajáis” afirma con contundencia e impasibilidad “no hay sitio para vosotros en el mundo al que creíais pertenecer”. Arremete contra ellos aludiendo a la dejadez y el abandono “personal” propios de quien no destina cada segundo de su tiempo, cada espacio de su mente, a explorar la forma de hacer de su cuerpo un monumento estético capaz por si sólo de dotar al alma que lo habita por gracia del azar, del honor de significar algo.
E incluso al de quien, a pesar de obstinados pero vanos intentos, sangre y sudor vertidos en el fango, no logra alcanzar el requisito estético que la sociedad solicita para hacerle un hueco en su morada. Algunos de ellos morirán con la expectativa todavía marcada, quizá creyeron estar un poco más cerca del objetivo último, tal vez eso bastara para alimentar la autocomplacencia que proporciona una vida bien explotada, tal vez no. Otros habrán tachado esta opción tiempo atrás, cuando tomaron conciencia de su propio valor y dieron por zanjada la persecución del canon, incansablemente reivindicado por un fantasma cómplice de las grandes empresas de moda, cosméticos y cirugía plástica.
El fantasma está configurado, custodiado y hasta fortalecido, no sólo por quienes salen beneficiados de su labor, sino incluso por sus víctimas peor sancionadas.
En los tiempos de la tolerancia, nos enorgullecemos de nuestra piedad colectiva para con los “poco agraciados” (expresión ésta, que junto con “negrito” constituye un ejemplo de caridad de la peor calaña). En otra época - pensamos - los habrían arrojado desde un acantilado.
Nos impide acoger la realidad patente (primer paso hacia cualquier progreso) la natural vergüenza que implica formar parte activa del problema, la misma que nos impide escuchar los llantos procedentes de las cloacas a las que hemos relegado a nuestros feos y feas. Que la cámara y los focos no los quieren, pero la luz del sol tampoco. Ni tampoco una alfombra roja se desplegará jamás bajo sus pies, y rara vez se descorchará una botella de champán en su honor. Ni serán aspirantes a protagonizar una romántica historia de amor, y a duras penas podrán sentirse identificados con sus protagonistas.
No obstante, muchas veces esa obcecación por encubrir (incluso rechazar con firmeza) la evidencia, para rehuir la propia culpa, esa ceguera autoinfringida que nos elude de enfrentarnos cara a cara con la enfermedad colectiva en la que estamos implicados y que voluntariamente nutrimos día a día, puede llegar a resultar espantosamente frívola dada la magnitud de la amenaza, sobre todo a nivel psicológico, para las víctimas más perjudicadas.
Según la sobrecitada máxima aristotélica, un hombre aislado es, o un dios o una bestia. Las connotaciones asignadas al concepto al que nos enfrentamos, se corresponden preferiblemente con esta última acepción. Efectivamente, los “menos agraciados” (aplicando el término misericorde inherente a lo políticamente correcto) tienen un (sustancialmente) mayor porcentaje de posibilidades de vivir excluidos de la sociedad. Una justa condecoración que demostraron merecer en el momento en el que los genomas de ambos progenitores decidieron organizarse.
Pero, por mucho que nos cueste admitirlo, la medalla al mérito no es sólo suya, nosotros mismos hemos probado ser dignos meritorios (no vayamos a pecar ahora de falsa modestia) habiendo contribuido a la consolidación de su honra. Hemos colaborado para afianzar la refutación de subespecie inevitablemente asociada a los sujetos antiestéticos.
Es indiscutible la predisposición humana al contacto con otros seres de su misma especie. El establecimiento de dicho contacto requiere ante todo la aceptación por parte del prójimo, lo que supondría su buena disposición para llevar a cabo la relación. La consciencia de ser apto para los demás, de poseer los atributos que ellos requieren para su bienestar y perfeccionamiento como seres humanos, es la mayor aspiración en la vida de cualquier persona, la motivación indispensable que alimenta su conciencia de valor. Sin esa conciencia, no somos nada.
Los pobres desdichados se arrodillan ante el ideal estético y sus máximos arquetipos, y se golpean el pecho entonando el mea culpa entre sollozos que suplican clemencia. Ni siquiera exigen perdón, porque tampoco creen merecerlo, sólo piedad, y una segunda, no, una primera oportunidad, porque jamás se les otorgó otra, y ahora mismo el canon no está dispuesto a tenderles la mano tan fácilmente, habrán de ganársela, mediante sufrimiento, sacrificios, conciencia de su particular y justa derrota, y una incesante glorificación a las proporciones oficiales, a las únicas.
Los dichosos intentan confortarlos (que no se diga que no se ponen en la piel del desgraciado) revelándoles mil y un remedios caseros y no tan caseros para sortear su naturaleza. Hay secciones en las revistas especializadas en el cosmos femenino, tales como "la famosa y sus trucos", para animar a las acomplejadas mujeres de a pie, a fantasear gratuitamente con un mundo en el que combatiendo las patas de gallo a base de aceite de oliva, leche y agua de rosas, el mundo entero caerá rendido a tus pies. Y es que sería un sacrilegio conformarse con menos, supondría menospreciar el canon, desvirtuar el ideal al que todo ser humano ha de aspirar.
La ambición de los feos no consiste pues en alcanzar la media, sino en sobrepasarla notoriamente. No se contentan con escapar de las cloacas, no, desean fervientemente desplazar a otros a su anterior estamento. No se trata de demoler la estructura jerárquica, nadie se plantea eso a día de hoy. Manteniendo los estratos bien afianzados, cada combatiente sólo tratará de despojar a otro de su título, arrojarlo sin piedad unos puestos más abajo, y acomodarse en el nuevo y merecido trono. No es difícil percatarse de las semejanzas que la jerarquía estética guarda con la económica (ya hablé de esta última hace unos meses en estos mismos términos, la manifiesta similitud así lo requiere). Y es que cuando se trata de clasificar, la estructura a seguir es idéntica. Las tácticas empleadas similares y los efectos resultantes consecuentemente los mismos.
Este nuevo Dios no es imparcial ni equitativo, como ningún otro lo fue. Los guapos y glamourosos son su pueblo elegido, y jamás se cansarán de alardear de ello. Si para hacerlo tienen que patentizar las carencias de otros no dudes de que lo harán. Les ha ordenado el Yavhé de exquisitas proporciones, que allá donde vayan difundan la buena nueva, consistente en erigirse como amos en tanto que raza superior, y privilegiada por la única divinidad a la que el mundo entero adora. Que implanten sus dogmas, afiancen su posición, y dividan categóricamente a la sociedad de forma que parezca un accidente. Y lo parece, ¡vaya si lo parece! La sociedad occidental, casi en su entera totalidad, piensa que el hecho de que los guapos tengan un considerable mayor porcentaje de posibilidades que los feos de alcanzar la felicidad es puramente accidental. Están plenamente convencidos de que si los antiestéticos tardan estadísticamente más que los agraciados en conseguir un empleo, o relación seria, debémosle esto integramente al azar. Creen que es fortuito el trato de preferencia que de forma espontánea se otorga a los guapos en detrimento de los mal proporcionados. No ven la relación entre belleza y posibilidades de éxito (ya sea en el mundo laboral, amoroso, social...).
Tampoco ven, o se niegan a ver, lo pernicioso del exhibicionismo constante de los atributos físicos ideales, para quienes no se ven reflejados en ellos. Creen que para acomplejar a alguien es preciso atacarlo directamente formulando la palabra májica, no se percatan del poder de la comparación. No advierten la sencilla ecuación que enunciaría: a es lo correcto + yo no poseo a = carezco de lo correcto --> no soy virtuoso.
Lo perverso del silencio y el carraspeo de garganta de quien escasos cinco minutos antes empleó su voz más sensual y entregada en adular a otra, y a otra, y a otra más. Una o dos veces, incluso tres y hasta cuatro, una puede autoconsolarse atribuyendo el incidente a la casualidad, a un mal día, o a la subjetividad y al gusto particular de los ojos que miran. Pero cuando esto acaba convertido en todo un esquema de vida, la afectada puede llegar a replantearse su propia visibilidad.
El término fealdad no es neutro, se mire por donde se mire. Me niego a reconocer validez a argumentos que parten de la base de que "simplemente hay gente guapa y gente fea, y que yo ponga de manifiesto la belleza de una persona específica es un comentario sencillo sobre una percepción subjetiva". Las connotaciones atribuidas al término hablan por sí solas.
Voy a ejemplificarlo con la conocida expresión "amiga fea", cuyas connotaciones son especialmente ofensivas. El término "amiga fea" hace referencia, sin necesidad de adornos ni añadiduras sobre ningún otro atributo de la citada, a la amiga pesada, la pelma, al daño colateral que has de soportar para conseguir llevarte a "la chica", porque en estas situaciones sólo hay una chica, la otra no puede ser considerada como tal. La amiga fea es el lastre, la que está de más, la que sobra, la que "está ahí" porque no tiene más remedio, porque nadie que no la conozca malgastaría unos míseros segundos de su vida prestándole atención. La amiga fea es la carga de la que te intentas deshacer intentando "encasquetársela" a un amigo desesperado, que una vez fuera del bar te llama capullo, por "el muerto que le has echado encima". El amigo ni siquiera se dignó a hablar con ella para matar el tiempo, porque ni para eso cree que valga.
Y es que si esto se limitara a una cuestión de preferencias sexuales, el problema no sería cualitativa y cuantitativamente tan extenso. La belleza física ha trascendido con creces las demarcaciones del ámbito sexual para pasar a definir a una persona en sociedad, en todos los ámbitos posibles de su vida. Ha superado a los atributos específicos de cada sector, a la hora de valorar a cada persona. Ser "desagradable a la vista" no te garantiza sólo abstinencia sexual, sino una abismal carencia de oportunidades en cada proyecto y aspiración personal. Te asegura un trato discriminatorio en las relaciones personales, una penosa condición de partida en tu carrera laboral. Una vida falta de esperanzas tangibles hasta que te dignes a pasar por un quirófano.
Con respecto al problema de la cirujía estética, me parece significativo el porcentaje de gente que no se reconoce a sí misma en el espejo una vez operada, el trastorno de personalidad llega a tal punto que muchos de los recién intervenidos quedan aturdidos respecto a su propio "yo". Pero es que lo realmente sorprendente es que dicho porcentaje es muy superior al de personas que no aceptan su nueva imagen. ¿Qué conlusión saco de esto? Que hay un importante número de pacientes que prefieren "ser otra persona" (esta es la descripción de tal sensación por parte de algunos pacientes) con rasgos físicos más permisibles, a ser ellos mismos, a sabiendas de los efectos que su naturaleza causa en la sociedad, y que recaen así mismo sobre su vida. Los hay que mantienen intacta su autoconciencia, que son capaces de dividir relativamente su aspecto de su idea de sí mismos. Pero dentro de quienes aprecian semejante cambio a raíz la operación, hasta el extremo de no reconocerse a sí mismos, hay un grupo notable de personas que estiman que ha merecido la pena renunciar a su "yo" a cambio de la aceptación social. Como vemos, el precio es muy alto. Si personas sin considerables trastornos psíquicos (considerables comparados con lo que comunmente entendemos como "normal") creen que lo merece, de ahí debemos inferir, que la enfermedad está por encima de ellos, que pertenece a un organismo más amplio.
La gente sigue opinando, desde su situación neutra o privilegiada, que "la cosa no es para tanto", quizá porque los tabúes crezcan a un ritmo vertiginoso, y el mundo se abstenga cada vez más de emplear palabras de mal gusto. Pero no es difícil percatarse de la marginalidad y el rechazo que ha acompañado a la fealdad desde que quienes estén leyendo esto y yo misma, tenemos uso de razón. La cantidad de seres humanos que se han visto desplazados por sus compañeros de trabajo, escuela, pueblo, vecindario. Sí es para tanto. Un problema que llega a tales límites de repercusión que consigue que tantas personas entren en profundas depresiones, enfermen incluso físicamente y lleguen a morir por tomar medidas extremas para erradicarlo, es un problema serio y preocupante. No veo una sola razón para quitar hierro al asunto, a no ser la potente intromisión de los medios en nuestra conciencia y el grado de filtración de los dogmas del esteticismo en nuestra forma de proceder y entender la vida.
Lo último en consuelo para feos, llega de la mano de las empresas de moda y televisión, que tratan así mismo de seguir sacando beneficios de su manipulación, esta vez dando una imagen de defensores de los desfavorecidos, limitándose a cambiar la suerte de manos. Se trata de las nuevas tendencias, siempre apreciables en los nuevos iconos de glamour de la MTV y las películas para adolescentes. Su intención parece ser invertir (determinados atributos, y con moderación) los estereotipos físicos operantes. Algo se está consiguiendo, poco a poco, como es lógico, pero sin pasos en falso, no subestimemos la capacidad de la publicidad. Si antes se llevaban rubias ahora se llevan morenas, si antes se llevaban delgadas, ahora se llevan carnosas. En vista a los cambios estéticos, siempre podemos seguir las modas vayan a donde vayan, para no desaparecer de las salas VIP de un día para otro. En este caso, sólo necesitaríamos tintes de pelo, y una buena dieta acorde con "lo más" del momento, ya sea para alimentarnos exclusivamente a base de melocotones hasta que las carencias vitamínicas nos conduzcan al hospital, ya para atiborrarnos a comida basura durante el tiempo que logremos sobrevivir, para poder lucir unas hermosas curvas y un culo a lo Jennifer López (este paso aún está por llegar, pero todo apunta a que será acogido con éxito si le dan el debido bombo a través de los medios de comunicación). Y siempre podemos contar con volver al quirófano a que nos metan la grasa que nos sacaron en la anterior corriente de moda.
Y es que esto no es abordar el problema de raíz, ni mucho menos suprimirlo. Es si acaso desviar los efectos. El mensaje es erróneo desde cualquier perspectiva. Propone un físico alternativo al que idolotrar para, en primer lugar sentirse políticamente correcto, y en segundo, fingir que se lucha contra los trastornos estéticos cuando lo único que vamos a conseguir es que el que ahora prima vaya cediendo pacientes al que está por venir. Y por supuesto, seguir otorgando valor a las personas en función de factores gratuitos. Continuar la labor aduladora hacia los afortunados, halagando sus proporciones en forma de enhorabuena, como si de un mérito personal se tratase, y reprochando a los desfavorecidos que tal vez no se estén esforzando lo suficiente.
El remedio no pasa por modificar el patrón estético a seguir. Siempre habrá personas que no se reconozcan en el perfil oficial. La única solución real y efectiva que puedo encontrar es eliminar de raíz cualquier forma de estereotipación y clasificación de la humanidad en torno a factores tan superficiales y fortuitos. Debemos combatir por todos los medios esta escala de valores que propone a los bien proporcionados como líderes indiscutibles de la sociedad, y a los "no tan" agraciados como conformes súbditos al servicio de quienes los repudian por algo tan trivial como inmerecido.
Y debemos enseñar a cada una de las personas dependientes de los moldes, no a ir reuniendo dinero para algún día poder manipularse al antojo de los cánones de moda, ni a esperar pacientemente a que llegue su turno y sea la moda la que se adecúe a sus rasgos particulares, sino a saber prescindir de dichos factores a la hora de autoevaluarse, y del mismo modo evaluar a los demás. A reconocer como primordiales valores realmente significativos. A calificar a las personas en función de características más trascendentales.
Miles de veces habremos oído expresiones como "para sentirse agusto consigo mismo", "porque se ella misma se ve mal" o "depende sólo de su propio criterio", tratando así de justificar una operación estética o una dieta llevada a límites poco saludables psicológicamente. Me resulta curioso, no obstante, que todas las personas "independientes" de Occidente estén agusto consigo mismas dentro de una talla tan similar, número arriba número abajo. Que las mujeres centroafricanas consideren "de forma autónoma" que la longitud de su cuello debe corresponder a unas determinadas medidas, sorprendentemente cercanas entre sí, aunque muy alejadas de las del resto del mundo. Se conoce que genéticamente, las mujeres brasileñas son propensas a verse más agusto así mismas luciendo voluminosos culos, y las americanas alcanzando cierta altura.
Y no deja de ser sorprendente, que cuando dos antropólogos americanos, pusieron a prueba a toda una tribu del sureste asiático descubriéndoles la MTV y otras cadenas de éxito, aumentaran alarmantemente en un corto periodo de tiempo, los índices de anorexia, bulimia y otras enfermedades provocadas por complejos físicos. También me parece chocante el hecho de que hace 300 años las mujeres evitaran el contacto con el sol por miedo a perder su tono blanco-rosado y a día de hoy se expongan a él 6 horas diarias por voluntad propia y aceptando riesgos como el cáncer de piel o la insolación, porque cada una de ellas, en su particularidad, ha decidido que una piel tostada es más bonita que una pálida.
Parece una clara muestra de la subjetividad que interviene en las opiniones particulares con respecto a los rasgos estéticos más hermosos. Parece pues, que los serios complejos que llevan a mujeres y cada vez más hombres, a arriesgar su salud de las formas más absurdas posibles, sólo son fruto de su propia soberanía. La influencia de la sociedad es pues, imperceptible. No tenemos ni un ápice de culpa en el problema ni la posibilidad de ponerle remedio. Podemos estar tranquilos.
"El Instituto de Trastornos Alimentarios arroja datos escalofriantes. Seis de cada 1.000 españoles padecen anorexia nerviosa, dos de cada 100, bulimia y tres de cada 100, algún trastorno alimentario sin especificar que acabará desarrollándose en un síndrome completo. En España 235.000 jóvenes padecen un TCA y el 20% de los adolescentes está en riesgo. De los afectados, el 44% evoluciona favorablemente, el 27% va a peor, el 24% tiende a la cronicidad y el 6% muere" (El Confidencial).
¿No es acaso esto, una forma más de clasismo? ¿Por qué hacemos la vista gorda ante tamaña injusticia? ¿Por qué quienes luchan contra la discriminación por raza, género, clase social... contribuyen a mantener vivo este otro tipo de marginalidad que afecta a un sector específico de la población porque "dios" así lo quiso? ¿Por qué no combatimos la jerarquización de la sociedad en todas sus variantes? ¿Por qué aceptamos como admisible esta otra forma de categorización?
En este asunto como en todos, el ser humano queda desconcertado ante la posibilidad de un cambio social drástico, radical. Prefiere mantener las estructuras vigentes por miedo a quedar entre los escombros una vez derribada la pirámide. Sigue rigurosamente los pasos aconsejados (incluso decretados en muchas ocasiones) porque sabe a dónde llevan. Y si empezó la carrera con desventaja sabe que tendrá que poner mucho más de su parte, deberá esmerarse el doble, triple o cuádruple que muchos de sus oponentes, pero todo es posible, o eso dicen en la tele.
El problema ha llegado hasta semejantes extremos de evidencia, que ambiciosos científicos del cuerpo y la mente, han dedicado rigurosos estudios a analizar sus causas y consecuencias, tanto sociales como individuales.
Nadie medianamente sensato se atrevería a rechazar sus resultados. Y nadie medianamente observador requeriría sus conclusiones, para aceptar que el problema existe, se consolida, más aún, se agudiza, ejerce, hiere, mata.
Quien pretenda rebatir la idea, echará mano de casos puntuales, acudirá en busca de reafirmación a experiencias concretas propias o a las del amigo de su primo, el que una vez confirmó la regla a fuerza de desafiarla, para aliento de quienes buscan justicia debajo de las pocas piedras honradas que hoy continúan dándole sombra.
De esta manera se ahorra el bochornoso trago de ojear las estadísticas (y descubrirse a sí mismo encarnado en ellas) temiendo que las conclusiones obtenidas no admitan nuevas refutaciones.
La sociedad está emitiendo un persistente mensaje, a través de todos los canales y vías accesibles a la atención y consideración de la predispuesta masa, y a las artes sugestivas de la publicidad; un mensaje destinado en exclusiva a todos aquellos cuyos rasgos físicos no se amoldan con la exactitud mínima requerida, al canon oficial.
“No encajáis” afirma con contundencia e impasibilidad “no hay sitio para vosotros en el mundo al que creíais pertenecer”. Arremete contra ellos aludiendo a la dejadez y el abandono “personal” propios de quien no destina cada segundo de su tiempo, cada espacio de su mente, a explorar la forma de hacer de su cuerpo un monumento estético capaz por si sólo de dotar al alma que lo habita por gracia del azar, del honor de significar algo.
E incluso al de quien, a pesar de obstinados pero vanos intentos, sangre y sudor vertidos en el fango, no logra alcanzar el requisito estético que la sociedad solicita para hacerle un hueco en su morada. Algunos de ellos morirán con la expectativa todavía marcada, quizá creyeron estar un poco más cerca del objetivo último, tal vez eso bastara para alimentar la autocomplacencia que proporciona una vida bien explotada, tal vez no. Otros habrán tachado esta opción tiempo atrás, cuando tomaron conciencia de su propio valor y dieron por zanjada la persecución del canon, incansablemente reivindicado por un fantasma cómplice de las grandes empresas de moda, cosméticos y cirugía plástica.
El fantasma está configurado, custodiado y hasta fortalecido, no sólo por quienes salen beneficiados de su labor, sino incluso por sus víctimas peor sancionadas.
En los tiempos de la tolerancia, nos enorgullecemos de nuestra piedad colectiva para con los “poco agraciados” (expresión ésta, que junto con “negrito” constituye un ejemplo de caridad de la peor calaña). En otra época - pensamos - los habrían arrojado desde un acantilado.
Nos impide acoger la realidad patente (primer paso hacia cualquier progreso) la natural vergüenza que implica formar parte activa del problema, la misma que nos impide escuchar los llantos procedentes de las cloacas a las que hemos relegado a nuestros feos y feas. Que la cámara y los focos no los quieren, pero la luz del sol tampoco. Ni tampoco una alfombra roja se desplegará jamás bajo sus pies, y rara vez se descorchará una botella de champán en su honor. Ni serán aspirantes a protagonizar una romántica historia de amor, y a duras penas podrán sentirse identificados con sus protagonistas.
No obstante, muchas veces esa obcecación por encubrir (incluso rechazar con firmeza) la evidencia, para rehuir la propia culpa, esa ceguera autoinfringida que nos elude de enfrentarnos cara a cara con la enfermedad colectiva en la que estamos implicados y que voluntariamente nutrimos día a día, puede llegar a resultar espantosamente frívola dada la magnitud de la amenaza, sobre todo a nivel psicológico, para las víctimas más perjudicadas.
Según la sobrecitada máxima aristotélica, un hombre aislado es, o un dios o una bestia. Las connotaciones asignadas al concepto al que nos enfrentamos, se corresponden preferiblemente con esta última acepción. Efectivamente, los “menos agraciados” (aplicando el término misericorde inherente a lo políticamente correcto) tienen un (sustancialmente) mayor porcentaje de posibilidades de vivir excluidos de la sociedad. Una justa condecoración que demostraron merecer en el momento en el que los genomas de ambos progenitores decidieron organizarse.
Pero, por mucho que nos cueste admitirlo, la medalla al mérito no es sólo suya, nosotros mismos hemos probado ser dignos meritorios (no vayamos a pecar ahora de falsa modestia) habiendo contribuido a la consolidación de su honra. Hemos colaborado para afianzar la refutación de subespecie inevitablemente asociada a los sujetos antiestéticos.
Es indiscutible la predisposición humana al contacto con otros seres de su misma especie. El establecimiento de dicho contacto requiere ante todo la aceptación por parte del prójimo, lo que supondría su buena disposición para llevar a cabo la relación. La consciencia de ser apto para los demás, de poseer los atributos que ellos requieren para su bienestar y perfeccionamiento como seres humanos, es la mayor aspiración en la vida de cualquier persona, la motivación indispensable que alimenta su conciencia de valor. Sin esa conciencia, no somos nada.
Los pobres desdichados se arrodillan ante el ideal estético y sus máximos arquetipos, y se golpean el pecho entonando el mea culpa entre sollozos que suplican clemencia. Ni siquiera exigen perdón, porque tampoco creen merecerlo, sólo piedad, y una segunda, no, una primera oportunidad, porque jamás se les otorgó otra, y ahora mismo el canon no está dispuesto a tenderles la mano tan fácilmente, habrán de ganársela, mediante sufrimiento, sacrificios, conciencia de su particular y justa derrota, y una incesante glorificación a las proporciones oficiales, a las únicas.
Los dichosos intentan confortarlos (que no se diga que no se ponen en la piel del desgraciado) revelándoles mil y un remedios caseros y no tan caseros para sortear su naturaleza. Hay secciones en las revistas especializadas en el cosmos femenino, tales como "la famosa y sus trucos", para animar a las acomplejadas mujeres de a pie, a fantasear gratuitamente con un mundo en el que combatiendo las patas de gallo a base de aceite de oliva, leche y agua de rosas, el mundo entero caerá rendido a tus pies. Y es que sería un sacrilegio conformarse con menos, supondría menospreciar el canon, desvirtuar el ideal al que todo ser humano ha de aspirar.
La ambición de los feos no consiste pues en alcanzar la media, sino en sobrepasarla notoriamente. No se contentan con escapar de las cloacas, no, desean fervientemente desplazar a otros a su anterior estamento. No se trata de demoler la estructura jerárquica, nadie se plantea eso a día de hoy. Manteniendo los estratos bien afianzados, cada combatiente sólo tratará de despojar a otro de su título, arrojarlo sin piedad unos puestos más abajo, y acomodarse en el nuevo y merecido trono. No es difícil percatarse de las semejanzas que la jerarquía estética guarda con la económica (ya hablé de esta última hace unos meses en estos mismos términos, la manifiesta similitud así lo requiere). Y es que cuando se trata de clasificar, la estructura a seguir es idéntica. Las tácticas empleadas similares y los efectos resultantes consecuentemente los mismos.
Este nuevo Dios no es imparcial ni equitativo, como ningún otro lo fue. Los guapos y glamourosos son su pueblo elegido, y jamás se cansarán de alardear de ello. Si para hacerlo tienen que patentizar las carencias de otros no dudes de que lo harán. Les ha ordenado el Yavhé de exquisitas proporciones, que allá donde vayan difundan la buena nueva, consistente en erigirse como amos en tanto que raza superior, y privilegiada por la única divinidad a la que el mundo entero adora. Que implanten sus dogmas, afiancen su posición, y dividan categóricamente a la sociedad de forma que parezca un accidente. Y lo parece, ¡vaya si lo parece! La sociedad occidental, casi en su entera totalidad, piensa que el hecho de que los guapos tengan un considerable mayor porcentaje de posibilidades que los feos de alcanzar la felicidad es puramente accidental. Están plenamente convencidos de que si los antiestéticos tardan estadísticamente más que los agraciados en conseguir un empleo, o relación seria, debémosle esto integramente al azar. Creen que es fortuito el trato de preferencia que de forma espontánea se otorga a los guapos en detrimento de los mal proporcionados. No ven la relación entre belleza y posibilidades de éxito (ya sea en el mundo laboral, amoroso, social...).
Tampoco ven, o se niegan a ver, lo pernicioso del exhibicionismo constante de los atributos físicos ideales, para quienes no se ven reflejados en ellos. Creen que para acomplejar a alguien es preciso atacarlo directamente formulando la palabra májica, no se percatan del poder de la comparación. No advierten la sencilla ecuación que enunciaría: a es lo correcto + yo no poseo a = carezco de lo correcto --> no soy virtuoso.
Lo perverso del silencio y el carraspeo de garganta de quien escasos cinco minutos antes empleó su voz más sensual y entregada en adular a otra, y a otra, y a otra más. Una o dos veces, incluso tres y hasta cuatro, una puede autoconsolarse atribuyendo el incidente a la casualidad, a un mal día, o a la subjetividad y al gusto particular de los ojos que miran. Pero cuando esto acaba convertido en todo un esquema de vida, la afectada puede llegar a replantearse su propia visibilidad.
El término fealdad no es neutro, se mire por donde se mire. Me niego a reconocer validez a argumentos que parten de la base de que "simplemente hay gente guapa y gente fea, y que yo ponga de manifiesto la belleza de una persona específica es un comentario sencillo sobre una percepción subjetiva". Las connotaciones atribuidas al término hablan por sí solas.
Voy a ejemplificarlo con la conocida expresión "amiga fea", cuyas connotaciones son especialmente ofensivas. El término "amiga fea" hace referencia, sin necesidad de adornos ni añadiduras sobre ningún otro atributo de la citada, a la amiga pesada, la pelma, al daño colateral que has de soportar para conseguir llevarte a "la chica", porque en estas situaciones sólo hay una chica, la otra no puede ser considerada como tal. La amiga fea es el lastre, la que está de más, la que sobra, la que "está ahí" porque no tiene más remedio, porque nadie que no la conozca malgastaría unos míseros segundos de su vida prestándole atención. La amiga fea es la carga de la que te intentas deshacer intentando "encasquetársela" a un amigo desesperado, que una vez fuera del bar te llama capullo, por "el muerto que le has echado encima". El amigo ni siquiera se dignó a hablar con ella para matar el tiempo, porque ni para eso cree que valga.
Y es que si esto se limitara a una cuestión de preferencias sexuales, el problema no sería cualitativa y cuantitativamente tan extenso. La belleza física ha trascendido con creces las demarcaciones del ámbito sexual para pasar a definir a una persona en sociedad, en todos los ámbitos posibles de su vida. Ha superado a los atributos específicos de cada sector, a la hora de valorar a cada persona. Ser "desagradable a la vista" no te garantiza sólo abstinencia sexual, sino una abismal carencia de oportunidades en cada proyecto y aspiración personal. Te asegura un trato discriminatorio en las relaciones personales, una penosa condición de partida en tu carrera laboral. Una vida falta de esperanzas tangibles hasta que te dignes a pasar por un quirófano.
Con respecto al problema de la cirujía estética, me parece significativo el porcentaje de gente que no se reconoce a sí misma en el espejo una vez operada, el trastorno de personalidad llega a tal punto que muchos de los recién intervenidos quedan aturdidos respecto a su propio "yo". Pero es que lo realmente sorprendente es que dicho porcentaje es muy superior al de personas que no aceptan su nueva imagen. ¿Qué conlusión saco de esto? Que hay un importante número de pacientes que prefieren "ser otra persona" (esta es la descripción de tal sensación por parte de algunos pacientes) con rasgos físicos más permisibles, a ser ellos mismos, a sabiendas de los efectos que su naturaleza causa en la sociedad, y que recaen así mismo sobre su vida. Los hay que mantienen intacta su autoconciencia, que son capaces de dividir relativamente su aspecto de su idea de sí mismos. Pero dentro de quienes aprecian semejante cambio a raíz la operación, hasta el extremo de no reconocerse a sí mismos, hay un grupo notable de personas que estiman que ha merecido la pena renunciar a su "yo" a cambio de la aceptación social. Como vemos, el precio es muy alto. Si personas sin considerables trastornos psíquicos (considerables comparados con lo que comunmente entendemos como "normal") creen que lo merece, de ahí debemos inferir, que la enfermedad está por encima de ellos, que pertenece a un organismo más amplio.
La gente sigue opinando, desde su situación neutra o privilegiada, que "la cosa no es para tanto", quizá porque los tabúes crezcan a un ritmo vertiginoso, y el mundo se abstenga cada vez más de emplear palabras de mal gusto. Pero no es difícil percatarse de la marginalidad y el rechazo que ha acompañado a la fealdad desde que quienes estén leyendo esto y yo misma, tenemos uso de razón. La cantidad de seres humanos que se han visto desplazados por sus compañeros de trabajo, escuela, pueblo, vecindario. Sí es para tanto. Un problema que llega a tales límites de repercusión que consigue que tantas personas entren en profundas depresiones, enfermen incluso físicamente y lleguen a morir por tomar medidas extremas para erradicarlo, es un problema serio y preocupante. No veo una sola razón para quitar hierro al asunto, a no ser la potente intromisión de los medios en nuestra conciencia y el grado de filtración de los dogmas del esteticismo en nuestra forma de proceder y entender la vida.
Lo último en consuelo para feos, llega de la mano de las empresas de moda y televisión, que tratan así mismo de seguir sacando beneficios de su manipulación, esta vez dando una imagen de defensores de los desfavorecidos, limitándose a cambiar la suerte de manos. Se trata de las nuevas tendencias, siempre apreciables en los nuevos iconos de glamour de la MTV y las películas para adolescentes. Su intención parece ser invertir (determinados atributos, y con moderación) los estereotipos físicos operantes. Algo se está consiguiendo, poco a poco, como es lógico, pero sin pasos en falso, no subestimemos la capacidad de la publicidad. Si antes se llevaban rubias ahora se llevan morenas, si antes se llevaban delgadas, ahora se llevan carnosas. En vista a los cambios estéticos, siempre podemos seguir las modas vayan a donde vayan, para no desaparecer de las salas VIP de un día para otro. En este caso, sólo necesitaríamos tintes de pelo, y una buena dieta acorde con "lo más" del momento, ya sea para alimentarnos exclusivamente a base de melocotones hasta que las carencias vitamínicas nos conduzcan al hospital, ya para atiborrarnos a comida basura durante el tiempo que logremos sobrevivir, para poder lucir unas hermosas curvas y un culo a lo Jennifer López (este paso aún está por llegar, pero todo apunta a que será acogido con éxito si le dan el debido bombo a través de los medios de comunicación). Y siempre podemos contar con volver al quirófano a que nos metan la grasa que nos sacaron en la anterior corriente de moda.
Y es que esto no es abordar el problema de raíz, ni mucho menos suprimirlo. Es si acaso desviar los efectos. El mensaje es erróneo desde cualquier perspectiva. Propone un físico alternativo al que idolotrar para, en primer lugar sentirse políticamente correcto, y en segundo, fingir que se lucha contra los trastornos estéticos cuando lo único que vamos a conseguir es que el que ahora prima vaya cediendo pacientes al que está por venir. Y por supuesto, seguir otorgando valor a las personas en función de factores gratuitos. Continuar la labor aduladora hacia los afortunados, halagando sus proporciones en forma de enhorabuena, como si de un mérito personal se tratase, y reprochando a los desfavorecidos que tal vez no se estén esforzando lo suficiente.
El remedio no pasa por modificar el patrón estético a seguir. Siempre habrá personas que no se reconozcan en el perfil oficial. La única solución real y efectiva que puedo encontrar es eliminar de raíz cualquier forma de estereotipación y clasificación de la humanidad en torno a factores tan superficiales y fortuitos. Debemos combatir por todos los medios esta escala de valores que propone a los bien proporcionados como líderes indiscutibles de la sociedad, y a los "no tan" agraciados como conformes súbditos al servicio de quienes los repudian por algo tan trivial como inmerecido.
Y debemos enseñar a cada una de las personas dependientes de los moldes, no a ir reuniendo dinero para algún día poder manipularse al antojo de los cánones de moda, ni a esperar pacientemente a que llegue su turno y sea la moda la que se adecúe a sus rasgos particulares, sino a saber prescindir de dichos factores a la hora de autoevaluarse, y del mismo modo evaluar a los demás. A reconocer como primordiales valores realmente significativos. A calificar a las personas en función de características más trascendentales.
Miles de veces habremos oído expresiones como "para sentirse agusto consigo mismo", "porque se ella misma se ve mal" o "depende sólo de su propio criterio", tratando así de justificar una operación estética o una dieta llevada a límites poco saludables psicológicamente. Me resulta curioso, no obstante, que todas las personas "independientes" de Occidente estén agusto consigo mismas dentro de una talla tan similar, número arriba número abajo. Que las mujeres centroafricanas consideren "de forma autónoma" que la longitud de su cuello debe corresponder a unas determinadas medidas, sorprendentemente cercanas entre sí, aunque muy alejadas de las del resto del mundo. Se conoce que genéticamente, las mujeres brasileñas son propensas a verse más agusto así mismas luciendo voluminosos culos, y las americanas alcanzando cierta altura.
Y no deja de ser sorprendente, que cuando dos antropólogos americanos, pusieron a prueba a toda una tribu del sureste asiático descubriéndoles la MTV y otras cadenas de éxito, aumentaran alarmantemente en un corto periodo de tiempo, los índices de anorexia, bulimia y otras enfermedades provocadas por complejos físicos. También me parece chocante el hecho de que hace 300 años las mujeres evitaran el contacto con el sol por miedo a perder su tono blanco-rosado y a día de hoy se expongan a él 6 horas diarias por voluntad propia y aceptando riesgos como el cáncer de piel o la insolación, porque cada una de ellas, en su particularidad, ha decidido que una piel tostada es más bonita que una pálida.
Parece una clara muestra de la subjetividad que interviene en las opiniones particulares con respecto a los rasgos estéticos más hermosos. Parece pues, que los serios complejos que llevan a mujeres y cada vez más hombres, a arriesgar su salud de las formas más absurdas posibles, sólo son fruto de su propia soberanía. La influencia de la sociedad es pues, imperceptible. No tenemos ni un ápice de culpa en el problema ni la posibilidad de ponerle remedio. Podemos estar tranquilos.
"El Instituto de Trastornos Alimentarios arroja datos escalofriantes. Seis de cada 1.000 españoles padecen anorexia nerviosa, dos de cada 100, bulimia y tres de cada 100, algún trastorno alimentario sin especificar que acabará desarrollándose en un síndrome completo. En España 235.000 jóvenes padecen un TCA y el 20% de los adolescentes está en riesgo. De los afectados, el 44% evoluciona favorablemente, el 27% va a peor, el 24% tiende a la cronicidad y el 6% muere" (El Confidencial).
¿No es acaso esto, una forma más de clasismo? ¿Por qué hacemos la vista gorda ante tamaña injusticia? ¿Por qué quienes luchan contra la discriminación por raza, género, clase social... contribuyen a mantener vivo este otro tipo de marginalidad que afecta a un sector específico de la población porque "dios" así lo quiso? ¿Por qué no combatimos la jerarquización de la sociedad en todas sus variantes? ¿Por qué aceptamos como admisible esta otra forma de categorización?
En este asunto como en todos, el ser humano queda desconcertado ante la posibilidad de un cambio social drástico, radical. Prefiere mantener las estructuras vigentes por miedo a quedar entre los escombros una vez derribada la pirámide. Sigue rigurosamente los pasos aconsejados (incluso decretados en muchas ocasiones) porque sabe a dónde llevan. Y si empezó la carrera con desventaja sabe que tendrá que poner mucho más de su parte, deberá esmerarse el doble, triple o cuádruple que muchos de sus oponentes, pero todo es posible, o eso dicen en la tele.
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