Escrito por Slagator el domingo, 6 de diciembre de 2009
Capítulo 5
El estilo del bar mezcla rústico y moderno de una manera resuelta y elegante, de apariencia increíblemente natural. Los grandes mesones de madera de roble recién lustrado y las paredes, cuyos materiales imitan piedra, pizarra y ladrillo en una armónica gama de grises, no desentonan junto a las lámparas de diseño, las amplias alfombras de fieltro de colores lisos sobre un suelo de cerámica clara y otros motivos modernos en tonos cálidos. Las gruesas cortinas granates resaltan no sin acierto, y una vasta chimenea que no termina de decidirse entre metálica y clásica, parece presidir la sala desde la esquina oriental del fondo.
Tiene un aire progresista y nostálgico al mismo tiempo. O tal vez los toques antiguos sean sólo reflejo de una de tantas modas vanguardistas.
La única camarera tras la barra lleva un corte de pelo juvenil, más o menos acorde con su edad, totalmente negro, liso, y con un flequillo recto que cae sobre las cejas y las semi-cubre haciéndolas confundirse con el cabello. Luce unas gafas con montura negra de pasta que bien podría pensarse que no llevan graduación alguna. Tiene un rostro sencillo y agradable, y una expresión risueña nada artificial, probablemente debido a los años de experiencia cara al público. Recorre segura y ligera la parte del bar que le ha sido asignada, la barra al completo, y una zona contigua con mesas de no más de cuatro plazas, perteneciente al mismo sector.
Acude repentinamente a preparar un té con limón que nadie ha pedido, y casi de inmediato sale de la cocina para dirigirse a la mesa en la que acaba de tomar asiento su más veterana clienta, una mujer de unos 50 años, lánguida y taciturna, que lleva la palabra "ex-alcohóloca" inscrita en la frente, y el prefijo sólo gracias a la consumición que invariablemente pide en la mesa de siempre, a la hora de siempre, día sí, día también.
Saluda simpática a la mujer del pelo acartonado, como la apodan en el bar sin ánimo de ofensa, y sin esperar respuesta, coloca el platito encima de la mesa y regresa a la butaca que estaba calentando antes frente a la barra. Apoya el antebrazo izquierdo sobre el mármol y con un suspiro deja caer el cuerpo hacia abajo. Revuelve su café con una cucharita entre soplo y soplo, y ojea la sección de necrológicas de un diario local, con un subrayador naranja destapado entre el periódico y la taza de café.
Advierte entonces la presencia de otro cliente frente a ella, y hace ademán de levantarse cuando desde el otro lado de la barra, el cliente se adelanta a hacerle un gesto con la mano para que no se lance a ofrecerle nada todavía. Aún necesita tiempo para tomar aliento.
Ella se relaja y vuelve a instalarse en su confortable butaca de cuero acolchada. Luego lo observa durante unos segundos, con la cabeza inclinada aún hacia el periódico.
- No me suena tu cara - observa la chica fijando su profunda mirada, algo difuminada tras las brillantes lentes, en el rostro del nuevo cliente, y añade con la gramática correspondiente a una pregunta pero con el tono exacto de una acusación - no eres de por aquí, ¿no?.
Iker tarda en reaccionar. Termina de echar un último vistazo a la carretera que roza el restaurante para abandonarlo en la parte trasera del edificio y se da de bruces con la pregunta:
- ¿Eh? No, no... de Pamplona. Estoy de paso - y vuelve por última vez la cabeza hacia atrás por su izquierda, disimuladamente, para confirmarlo.
- ¿De paso a dónde? - increpa la chica, seria y atenta.
Él tarda en encontrar la ficción más adecuada a su excusa:
- Perdona si me estoy entrometiendo. Soy demasiado descarada, ¿verdad? Dilo, anda - dice riendo, en tono de concordia.
- Tranquila, nada... pensaba ir a pasar unos días al pueblo de mi familia materna. Odieta - añade adelantándose a la siguiente impertinencia, y tratando de cerrar un tema potencialmente peligroso agrega- no creo que me falte mucho, pero he preferido pararme aquí a respostar. Es éste un lugar muy acogedor, se agradece, en medio de este temporal.
- ¿Odieta? Si está aquí al lado - observa ella emocionada - estás en Ciaurriz, si tienes familia en Odieta tengo que conocerla. ¿Cuál es el apellido?
Vaya. No existe ninguna familia materna en Odieta, no tiene un sólo pariente en 20 kilómetros a la redonda. Así que trata de encontrar un apellido relativamente frecuente por aquella zona, y sólo consigue recordar el de un compañero de clase cuando cursaba FP.
- ... Santesteban.
La muchacha trata de hacer memoria, pero se rinde decepcionada.
- Vaya... pues no, conozco a un Santesteban en el valle del Baztán, pero en Odieta...
- Bueno, tampoco puedes exigirte conocer a todo un pueblo, es lógico que se te escape alguna familia - contesta simpático, intentando enmendar el error y enterrarlo definitivamente.
- Bueno, en cualquier caso, cuando estés con ellos, pregúntales por los Saralegi de Ciaurriz, los del restaurante, seguramente conozcan a algún pariente mío. ¿Te acordarás?
- No te prometo nada - responde con una risa nerviosa.
Una preciosa chica algo más joven, embutida en un sinfín de telas superpuestas, todas ellas perfectamente colocadas acentuando sus curvas donde dictan las modas estéticas, engalanado el atuendo con colores vistosos e imágenes fantásticas, pasa veloz por la barra camino de la cocina cargando sobre su antebrazo derecho dos platos sucios y uno más sobre el izquierdo. Lleva un mechón de pelo morado entre mechas rubias y castañas, sujeto con una orquilla de mil colores y detalles brillantes más propia de una niña de 6 años. Sus rizos poco pornunciados le invaden la mejilla y parte de la frente rebeldes, y sopla y agita la cabeza molesta tratando de retirarlos de su campo de visión. Permanece medio minuto en el interior de la cocina, lo justo para recibir una broma por parte de algún cocinero, gracias a la cual sale riendo a carcajadas portando esta vez, dos y dos platos repletos de suntuosa comida. Luce unos preciosos y marcados oyuelos en las mejillas, que dan la sensación de no abandonarla nunca. Saluda a Iker con un gesto de cabeza sabiéndose observada y continúa su labor por su sector específico del local, una de las dos salas correspondientes al restaurante propiamente dicho.
Iker se ayuda de una de las velitas que decoran la estantería falsamente arcaica, en fila horizontal según los colores del arcoiris, para encender el cigarro de la victoria, y solicita una mesa en la sala de fumadores.
- No tenemos sala de fumadores - contesta la señorita con una mueca de disculpa - no te queda más remedio que terminártelo aquí - no está realmente apenada, agradece la compañía en días de poco trabajo, más aún tratándose de una compañía tan agradable.
- ¿Y por qué el restaurante está dividido en dos salas? - pregunta él premeditadamente, antes de replantearse su posiblemente errónea interpretación de la disposición del recinto. Y le echa un segundo vistazo intentando darle un sentido diferente al que considera más razonable.
Efectivamente, la zona en la que trabaja la muchacha de vestimenta hippie está separada de otra por dos poderosas paredes de cemento con estética de muro medieval, entre las cuales, unas escaleras dicen desembocar en el lavabo de caballeros, y a la entrada de cada una de ellas, cuelga un cartelito metálico en el que está tallada la inscripción "sala 1" y "sala 2" respectivamente.
- No, hombre, están divididas en sala vegetariana y sala carnívora.
- Ah, ¿pero tenéis sala vegetariana? - pregunta Iker visiblemente admirado por la capacidad de adaptación del restaurante a las nuevas demandas de la sociedad.
- ¡Claro! - ríe la chica asombrada - ¿no te has parado siquiera a leer el nombre del local en la puerta antes de entrar?
Calla avergonzado.
- Bar-restaurante vegetariano Saralegi. Es muy conocido por la zona. ¿Nunca has oído hablar a tu familia de este sitio?
Iker cambia de tema evitando futuras meteduras de pata.
- ¿Vegetariano? ¿No se puede considerar mixto, más que vegetariano?
- No exactamente - se pone cómoda en su butaca - la filosofía del restaurante es vegetariana. Tanto socios como empleados, todos somos vegetarianos.
- Ah... - suelta Iker algo desconcertado - ¿y qué pinta aquí una sala carnívora?
- Es que nosotros no somos como ellos - responde ella dejando al descuibierto cierto resentimiento al pronunciar remarcadamente el "nosotros" y el "ellos" - somos fieles a nuestra filosofía de vida, pero respetando también la de los demás. ¿Entiendes?
- Claro... - la sonríe afectuoso.
- ¿Que quieren comer carne? Pues nosotros les damos carne. No podemos negar otras formas de alimentación aunque no las compartamos. Que es lo que hacen ellos - se molesta en precisar. - Nosotros les estamos dando una lección de civilización, lo que deberían hacer es tomar ejemplo. Que podamos ir nosotros a sus restaurantes y poder tener una opción acorde a nuestros principios. ¿No? - viendo que recibe la aceptación deseada continúa - Así que, en lugar de convertir esto en una guerra, nos parece más positivo luchar contra esa intolerancia de esta manera.
Está notablemente orgullosa de sí misma y de los suyos. Mantiene la frente alta y la barbilla avanzada, con una plácida sonrisa de autocomplacencia. Queda patente que no es Iker el primero que escucha este mismo sermón.
- Vaya... - dice el chico sonriendo ampliamente, casi conteniéndose para no aplaudir ante el admirable alegato en favor de la tolerancia que acaba de presenciar. Ella prosigue con su discurso:
- Los acojemos en nuestro local con los brazos abiertos, porque aquí todo el mundo tiene un sitio, independientemente de su modo de vivir - ahora su cara presenta una expresión diplomática y amigable.
Permanece un rato pensativo, dándole vueltas a todo ese discurso sobre el respeto a las actitudes de vida ajenas, olvidando por momentos el peligro que sigue acechando en el exterior del bar, no muy lejos de allá, es lo más probable, y vuelve a mirar a la chica a los ojos con serenidad.
- Oye, ni siquiera te he preguntado tu nombre.
- Laura - la chica le ofrece su mano - Laura Saralegi - completa, y con un gesto le invita a decirle el suyo, como manda el protocolo.
- Soy Iker - y, rectificando a última hora antes de formular su verdadero apellido, y en pos de la coherencia de su nueva vida ficticia, añade - Iker Santesteban, ya sabes... - y ríe con complicidad.
- ¿Santesteban no era el apellido de tu madre? - inquiere ella desconcertada.
Iker siente un repentino calor, y pasan lentos los segundos hasta que resuelve:
- Ya, jaja, bueno. El apellido de mi padre es Martínez, es demasiado común. Uso el de mi madre para ser más facilmente reconocible. Grita "Iker Martínez" por la calle y verás cuántos se vuelven.
Laura ríe con él, lo que revela que la excusa ha colado, a pesar del temblor de voz del farsante y lo pastosa que parece tener la boca de repente. E Iker Álvez Larralde respira tranquilo, aunque a la espera de un nuevo error del que no poder salir airoso.
Laura le habla sobre su madre, una mujer francesa de carácter fuerte y audaz que viajó por media Europa como activista en diferentes organizaciones ecologistas, y acabó en Ciaurriz al enamorarse de un biólogo navarro que estudiaba un máster en Munich, al que conoció en un congreso de Greenpeace en la ciudad.
Habla de cómo en aquella época, poco después de la dictadura, los movimientos sociales reivindicativos, fueran del carácter que fueran, estaban mal vistos en el mejor de los casos, perseguidos en el peor. De las manifestaciones antitaurinas en plena década de los ochenta, que a un navarro se le perdonaban, no así a una extrangera. De cómo mamó esa cultura respetuosa con los animales desde la más tierna infancia, y cómo ya, jubilados los padres, heredó el negocio familiar con orgullo y una gran disposición a continuar la empresa que con tanto sudor habían levantado y mantenido sus progenitores en sus años de juventud.
Iker escucha el relato completamente cautivado. Lo más fascinante que le ha ocurrido a su familia en los últimos 30 años, es que al hijo mayor lo persiguen dos desequilibrados con botas de punta y flecos en las cazadoras de cuero, en un Ford Torino del 75. Y ni siquiera logra encontrarle sentido a esta surrealista aventura en la que está ineludiblemente embarcado.
Media cajetilla de Lucky después, con cuatro o cinco pacharanes - obsequio de la casa - haciendo mella en el estómago poco habituado a bebidas alcohólicas, "y en el hígado a la larga, ya lo verás", comenta el padre en todas las comidas familiares en las que ve a su primogénito con una copa en la mano, decide que va llegando la hora de vacíar la vejiga, pregunta educadamente por la dirección de los servicios, y obedece en la medida de lo posible a las indicaciones de la simpática camarera. Tras un desafortunado intento, abre la verdadera puerta del lavabo riéndose aún de la que preparó René en el último congreso del FMI en Viena, mientras Laura lo sigue con la mirada por precaución, agitando la cabeza divertida y preocupada al mismo tiempo.
No ha terminado de desabrocharse el cinturón cuando cree oir lo que parece ser alguien vomitando en el espacio contiguo, violentas arcadas seguidas de una masa semi-líquida y pedazos filtrados de material orgánico golpeando el mármol. Y, tan solidario como se encuentra hoy, da un torpe empujón a la puerta para entrar heroicamente en ayuda del pobre indispuesto. La puerta no cede. La golpea varias veces antes de llegar a comprender que no es una puerta lo que aporrea, sino una pared. Mira a su alrededor y no ve más puertas que la que da directamente al bar, todos los urinarios se encuentran en el mismo espacio. Ni siquiera el lavabo de señoras limita con éste, está situado a unos 20 metros, atravesando la sala para carnívoros que los separa. Pero las insistentes arcadas no cesan. Incluso parece oírlas cada vez más intensas, tal vez acompañadas de sollozos, lo cual lo hace más dramático si cabe. Un suave mareo lo empuja levemente de lado contra una pared. No se hace daño, más bien se siente como una bola de algodón al chocar contra el frío azulejo, y se gira muy despacio debido a la falta de equilibrio, hasta acabar apoyando la otra mejilla. Se detiene un rato observando cómo las cuatro paredes se acercan y se vuelven a alejar en movimientos lentos y desorganizados, como burlándose despiadadamente de él. Se apoya en el lavabo y se humedece la cara con tal ineptitud que termina calándose la camisa, aunque tampoco le desagrada la sensación fresca de la ropa pegada a su piel ardiente. Finalmente procede a hacer lo que lo dirigió allí desde un primer momento y, antes de salir, aún consternado por los turbios sonidos procedentes de alguna parte fronteriza con el lugar en el que se encuentra, vuelve a aprehenderse a la pared en la que creyó oírlos. Ahí están, evolucionando en intensidad. Es posible, de hecho, que una voz más grave se haya sumado a los gemidos. No, no... sería una locura. Concentrado en el misterio de las voces sollozantes, no ve llegar el estruendo que termina por aturdirlo del todo. De pronto, una música caótica, a una potencia increíblemente insana, hace vibrar la pared que lo sostiene de forma violenta, en rítmicas oleadas de furia, y los gritos desesperados de antes son sustituídos por alaridos guturales que recitan algo sobre un gato en un sepulcro. Suficiente, no quiere oír más.
Abandona el servicio con la rigidez y la compostura de quien no ha probado un trago desde el día anterior.
Vuelve a la barra donde Laura lo reprende por haberle ocultado el motivo real de su visita al servicio que, según opina, en tono jocoso, ha sido el de encontrar un alijo de droga en el interior de wc, como el protagonista de Trainspotting, a juzgar por su desastrosa apariencia.
Él sonríe por compromiso e inmediatamente, desvía el tema hacia el misterioso suceso del que acaba de ser testigo... o algo así.
- ¿Es posible que haya oído a alguien llorar y gemir en la zona de carnívoros? - espera intrigado a la información que su nueva amiga pueda aportarle.
Laura queda muda durante un instante, pestañeando inquieta y moviendo los labios en mil amagos de formular una respuesta razonable que se quedan en meros aspavientos sin contenido.
Acaba lanzando una risita nerviosa:
- ¿Qué? ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué puedo saber yo, que llevo aquí desde que has entrado por esa puerta? - y vuelve a entonar una sonrisa sarcástica, intentando hacerlo sentir estúpido.
- Ya... pues, no sé, estoy preocupado. Seguramente será una tontería, pero igual me acerco a asegurarme de que todo está en orden y me quedo así más tranquilo.
Laura se avalanza sobre él amarrándole el brazo con su mano helada. Y vuelve de nuevo, a fingir sosiego, formulando en un tono artificialmente tenue:
- Tranquilo, joder... tranquilo. Seguramente no será nada. Tenemos un camarero particular atendiendo esa zona. No te voy a hacer ir hasta allá teniendo a un empleado para hacerlo - le giña el ojo cómplice.
Y cuando consigue separar su mirada del chico, con la confianza de que éste dejará esto en manos del camarero al que corresponde la tarea, se dirige a la cocina y tarda un tiempo en salir.
- Ya está, solucionado - dictamina frotándose simbólicamente las manos.
Se ve salir de la cocina, resoplando, a un hombre vestido con un delantal que debería ser blanco, y las mangas de la camiseta de algodón fino remangadas por los codos. Va con gesto serio, manifiestamente molesto, frotándose las manos en el delantal, y mira a Iker con una mueca de reproche, sacudiendo la cabeza hacia los lados. Es un hombre de unos 50 años, medio calvo, con expresión ruda y malhumorada, nariz aguileña, mirada cansada, labios prietos, y brazos fuertes con las venas y tendones acentuados en el codo y la muñeca.
- ¡Gracias, Eleuterio, eres un amor! - le grita Laura con una media sonrisa de culpabilidad, como rindiendo las cuentas de su amigo.
- ¿Ese es el camarero del que hablabas? - increpa Iker incrédulo.
- Ah, jajaja, no, él está abajo, en la sala. Atendiendo a la clientela. Eleuterio se ha ofrecido a bajar a echar un vistazo. Es el cocinero.
Después de un breve silencio, se inclina hacia él, animada con una sonrisa picarona, y le dice:
- Bueno, ¿qué? ¿Hace otro?
- ¿Eh? ¿Otro qué? Ah, no, no. Yo ya estoy servido. Entre los cinco de antes y el material que he encontrado en el retrete...
Los dos vuelven a reírse más relajados, superados ya los anteriores apuros, al menos en apariencia.
Iker sigue inspeccionando esporádicamente las escaleras que bajan a la zona de los carnívoros, carnacas, como los llamaría Laura. Esperando a ver si sale de allí alguien cuya expresión o aspecto físico pueda indicarle algo que satisfaga por completo su curiosidad.
Charlan durante otro rato en el tono amistoso que perdieron tras el incidente en los servicios, hasta que ven llegar de nuevo, sonriente y saltarina, tarareando algo con una vocecilla asombrosamente melódica, a la camarera de los 6 años mentales y la vestimenta llamativa. Les guiña un ojo simpática y entra en la cocina para deshacerse de los platos que lleva colocados en ambos brazos, y sale suspirando hacia la barra, donde toma un taburete y lo acerca al de la compañera colocándose encima mientras se allana la falda delicadamente.
- Creo que por hoy ha pasado lo peor. Esta hora ya no es muy dura.
Se recoje los pedazos de cabello que se han ido soltando durante la jornada, y se sirve un baso de agua con hielo.
- Bueno... ¿Nos presentas? - le pregunta a la amiga dándole un suave codazo, intentando transmitirle un mensaje oculto a través de su mirada.
Laura se ríe:
- Pues este chico es Iker, un nuevo amigo. Es una pena que no haya venido a quedarse, está de paso. - Y dirigiéndose a Iker - ella es Haizea, una empleada.
- ¡Ei! - protesta ella en broma - ¿cómo que empleada? Compañera. Eres tú la que siempre lo recalca. ¿A qué vienen esas jerarquías después de casi dos años? ¿O te las intentas dar de algo en presencia del chico? - Y enarca las cejas arriba y abajo, ofreciendo una insinuación poco sutil a estas alturas.
Laura se ruboriza, a pesar de no sentirse aludida. La compañera no ha acertado, ni espera haberlo hecho.
Durante un rato el estruendo procedente, supuestamente, de la sala carnívora, se abre paso por las escaleras y llega, aunque con una intensidad mucho menor, a la zona en la que se encuentran ellos. No dura más de tres segundo, poco más tarde se ve aparecer a Eleuterio escupiendo impaciente:
- Ala, ningún problema, caballero. ¿Más tranquilo?
- ¡Eh, tú! ¿Qué es ese tonito? - grita Haizea con esa entonación simpática y alegre que le es imposible eliminar. Salta del taburete y corre hacia él dando brincos. Luego lo empuja repetidas veces simulando un torneo de boxeo, esperando que el cocinero tenga el tiempo y las ganas de jugar con ella.
- Que sí, que vale - contesta él resignado, y se la aparta de encima con un pequeño empujón que, si bien no la traumatiza lo suficiente como para ser el definitivo, al menos le concede el tiempo necesario para cerrarle las portezuelas de la cocina en la cara.
Ella da media vuelta, y sin variar un ápice la expresión alegre y risueña de su cara, vuelve a acomodarse en el taburete y saca una botella del frigorífico que tiene frente a ella.
- ¿Un whisky? - ofrece, y sin darles tiempo a negarse, saca tres vasos del armario y los coloca en fila muy pegados entre sí para no tener que incorporar la botella una sola vez.
- No, no, de verdad - dice Iker reconociéndolo inútil. Así que opta por abandonar el escenario con la mejor excusa posible.
- Vaya, si son ya casi las 23:00. Y no me he dado ni cuenta. Tendré que cenar, no quiero llegar a casa de mis tíos de madrugada.
- ¿Cenas aquí? - pregunta Laura indiferente a una respuesta que conoce de antemano.
- Sí, claro, a eso he venido, aunque al ritmo que llevo no lo parezca.
Se sonríen el uno al otro.
Laura le arranca la botella de la mano a su empleada y le da un cachete en el culo diciendo:
- Ala, ya tienes trabajo, va a haber que posponer el whisky.
Iker entiende que ha habido una equivocación, aunque no se explica cómo ha podido surgir.
- Ah, no, yo soy carnívoro - y las mira disculpándose, sin saber por qué.
Es entonces cuando se produce una extraña escena. Las dos camareras cambian subitamente de expresión. La de Haizea parece más bien sorprendida, no se atisba manifestación de ningún otro sentimiento. La de Laura expresa muchas cosas. Sorpresa sí, pero también decepción, y, aunque dé miedo pensarlo, parece que rabia.
Iker se propone terminar con ese incómodo e inquietante silencio:
- ¿Hay... algún problema? - formula, reparando justo después en la estupidez de la pregunta, ¿qué problema iba a haber?
Laura sigue tal cual, con sus ojos clavados en los del cliente, la boca medianamente abierta, el rostro asombrosamente serio, prieta los labios un segundo, y acto seguido responde:
- No, ¿qué problema iba a haber?
Iker sonríe y suspira no del todo aliviado, espectante todavía, a la siguiente reacción de su misteriosa amiga. Le mantiene la mirada durante unos segundos, y siente un incomprensible escalofrío. Arquea las cejas y sin dejar de mirarla, inclina la cabeza ligeramente hacia abajo, invitándola a tomar algún tipo de decisión, por extravagante que sea. Todo menos ese silencio, menos esa incertidumbre.
Haizea mantiene la cabeza agachada fingiendo abrir otra botella de whisky, con la anterior sin estrenar abierta sobre la repisa, con un abrelatas. De vez en cuando mira de reojo a la jefa, esta vez como empleada, y echa un pequeño vistazo al muchacho que tiembla ante ella, como tantos otros lo han hecho antes. Pero eso no es asunto suyo. Continúa con el abrelatas.
Laura repite:
- ¿Qué problema iba a haber? ¿Eh? - esta segunda pregunta retórica tiene una extraña apariencia de reproche.
Y sin desinyectar la mirada de sus ojos, ni un segundo, gira levemente la cabeza hacia la izquierda y chilla:
- ¡Bélcefer! - y dedica a Iker una media sonrisa que nada tiene ya de inocente y amistosa -. Y vuelve a chillar dirigiéndose de nuevo al misterioso aludido - ¡Tienes un cliente!
A Iker se le corta la respiración por momentos. Si lo piensa detenidamente, se encuentra en una situación perfectamente cotidiana. Ha ido a un restaurante, y ha pedido amablemente una mesa para cenar en una de sus salas. No hay nada que temer. Sería de estúpidos encontrar algo siniestro en una escena tan inocente como aquella.
Laura sigue inmóvil, suspira con una mezcla de tristeza y desprecio, y agacha un momento la cabeza con los ojos cerrados. Cuando vuelve a mirar al frente, ha adoptado una expresión de desafío. Ya no puede reconocer en ella la complicidad que han compartido durante las dos horas transcurridas desde su llegada. No parece la misma mujer.
En ese momento el suelo retumba bajo sus pies, poco menos que como lo hizo la pared tras su espalda durante su visita al servicio. Esta vez sólo son sonidos monótonos, cada medio segundo, sin una base de alaridos desgarradores de fondo, son pasos, o debería decir zancadas. Haizea resopla inquieta porque no consigue abrir la botella de ginebra. Al final se resigna y la deja sobre la barra, y vuelve a bajar la cabeza.
Frente a ellos aparece una figura de dimensiones desproporcionadas. Un hombre enorme, en definitiva, pero cuya anchura supera con bastante a lo que debería ser normal en consonancia con su altura. La mandíbula inferior sobresale notablemente en el conjunto de su cara, y una barba negra y recia bordea su rostro oscuro. Los ojos están ocultos bajo unas frondosas cejas y sobre la nariz, una cicatriz de aspecto horrible que debió dejarle marca más allá de la cara.
Iker se atraganta solo, empieza a toser de manera irrebocable. Una tos nerviosa, incontrolable, que crece hasta hacerlo llorar.
- ¿Alguien ha pedido carne? - una vez articula palabra, su apariencia no es tan fiera. Tiene un tono de voz relativamente grave pero corriente, en definitiva, y no hace gala de ningún acento extrangero como se pudiera preveer por su nombre y aspecto. Su cara ni siquiera es tan espantosa vista a la luz. En cualquier caso, no está Iker en disposición de quitar ningún hierro al asunto, quisiera poder interpretar los acontecimientos de otra manera, pero le resulta absolutamente imposible.
Laura suelta una breve carcajada, dirigida aún hacia el cliente:
- Sí, este chico de aquí, quiere probar nuestro menú carnívoro - y volviéndose hacia el empleado - a ver qué le parece la degustación - ahora está sonriente y relajada, y ha adquirido una expresión cándida que a estas alturas no engaña a nadie.
Advierte:
- ¡Eh!... es un amigo. Trátalo bien - y ladea la cabeza con aire de inocencia.
Bélceber ríe con arrogancia:
- Veré qué puedo hacer.
Rompen los tres empleados a carcajadas, Haizea con la cabeza gacha, los otros dos de forma grosera y sin ningún tipo de pudor. Y Laura, aún con la los labios arqueados mostrando unos preciosos dientes blancos, recalca pretendiendo ser tomada en serio:
- Ei, con cariño, ¿eh?
Capítulo 6
Tan pronto acude a su mente, tímida pero suplicante, la idea de escapar, la deshecha de un plumazo negándose siquiera a considerarla.
El siniestro camarero le invita irónicame educado a pasar por delante de él a la sala en la que no va a quedarle más remedio que cenar. Él aprieta los dientes para impedir vibrar a su mandíbula. Contra el temblor de sus hombros no puede hacer nada. Obedece a Bélcefer y mirando a Laura por última vez, sin tratar de pedir clemencia, sólo por pura incredulidad, procede a bajar los viejos escalones que conducen a quién sabe dónde.
La música va llegando hasta él paso a paso, un golpe de baqueta a cada escalón pisado, crijiendo deteriorado bajo sus zapatos. Se concentra en la letra del nuevo tema musical con que va a ser psicológicamente torturado. Habla sobre 12 hombres atravesados por estacas de madera a orilla del Amazonas. Hace tiempo que no tiene hambre.
Abre la puerta y el ruido lo golpea como una avalancha, haciéndolo inclinar a un lado la cara, como si acabar de recibir un bofetón. Entra en la sala con paso firme para no tener que ser ayudado por su acompañante. Todo está increíblemente oscuro. Las pocas luces que alumbran insuficientemente la habitación son de un color amarillo pálido, fluorescente, y las paredes están pintadas de negro, y decoradas con imágenes de procesos de obtención de carne nada agradables en ningún momento del día, menos aún en éste.
En uno de los cuadros, bordeados con un refinado marco dorado, un cerdo adulto es ejecutado en cuatro doloros pasos bien detallados gráficamente. A su izquierda, un pato está suministrando foie contra su voluntad. No es necesario seguir contemplando esas repugnantes imágenes para deducir el patrón común a todas ellas.
Un olor a carne quemada invade el lugar, y las mesas brillan bajo la grasa pegada.
No está acondicionada por ninguna clase de ventana ni aparato especializado. El ambiente está demasiado cargado, abominable.
Una chica está sentada en el suelo, con las manos inquietas y temblorosas sobre las rodillas y la cabeza entre éstas, enjugándose las lágrimas mientras se balancea suavemente de atrás hacia delante y viceversa, de forma acompasada. Tiene el cabello pegado a la cara por culpa de las lágrimas y los mocos, y las facciones de su rostro están en completa tensión. Ya no llora, sólo se limpia con la manga de la chaqueta estirada sobre su mano, los restos de su dolor. Mira luego hacia delante, con la mirada absolutamente perdida, inmersos sus pensamientos en acontecimientos pasados o quién sabe, posibles acontecimientos futuros.
Frente a ella, de espaldas, en una pequeña mesa especial para parejas, hay un muchacho sereno, llevándose un pedazo de carne a la boca. La mastica con mucho cuidado, y bebe un sorbo de agua para hacerla más digerible. A cada lento pestañeo, deja correr una lágrima por su mejilla. Cree atragantarse durante un segundo, e inclina hacia abajo la cabeza, con la mano derecha extendida sobre el pecho. Un carraspeo de garganta y todo parece volver a su sitio. Hay un plato a su derecha, con un chuletón intacto a un lado y un hueco al otro donde debieron ir las patatas fritas, o algún otro aperitivo de acompañamiento.
Bélcefer mira a la chica un momento, y luego se dirige a su acompañante:
- ¿Sigue sin tener apetito? - pregunta elevando la voz para hacerse oír en medio de aquel bullicio.
El chico, que no ha advertido su llegada, sufre un pequeño sobresalto que derrama otra lágrima, y empieza de nuevo a toser, con la cabeza rígida, sin inclinarse a la izquierda, de donde procede la voz.
Agita la cabeza en señal de negación y vuelve a cortar otro trozo de carne, quemada por fuera, y completamente cruda por dentro.
Bélcefer se acerca a Iker, y comenta bajando la voz, como en confidencia:
- Es que tiene tela, la cosa... encima de que los matamos para ellos, los dejan en el plato.
Iker traga saliva.
- ¿No te parece una insensatez? - continúa el camarero enormemente indignado - si han tenido que morir para llenaros el estómago, por lo menos que os lo llenen, no jodamos - y lo mira esperando aprobación. El chico afirma mirando al suelo, evitando sus penetrantes ojos.
El rostro de por sí amarillento de Iker empieza a palidecer de manera preocupante, y su cuerpo se debilita, haciendo vencer de vez en cuando a una de sus piernas, durante medio mísero segundo, hasta que consigue someterla y permanecer allí inflexible, negándose a dar a su asesino el gusto de verlo suplicar.
Bélcefer guía a su nuevo cliente hacia una mesa libre, apartada en un oscuro rincón, muy cerca de la de ellos, y le ofrece la carta educadamente. La lee detalladamente, por no tener a disposición mejores opciones, y se percata de que en la descripción de los platos, no indica la carne concreta en oferta. Sólo "chuleta", "pata", "cuello", "muslo", "pechuga", "rabo". Prefiere no hacer preguntas, y selecciona una pechuga al pil pil con ensalada. El camarero recoge la carta y desaparece escaleras arriba. Tiene la tentación de mirar a sus espaldas, donde se encuentran sus dos compañeros de suplicio, y obtener algún tipo de información, pero desestima la idea considerándola inútil, vistas las circunstancias, y el estado anímico de los dos desgraciados. Y pone toda su atención en la música que está sonando, imperceptiblemente diferente a la anterior, salvo por la letra, que en este caso pasa por alto la matanza y se centra en las vísceras y órganos que componen un cuerpo cualquiera.
En el exterior, dos hombres apuran una copa ya pagada, y salen del bar despidiéndose cortésmente. Laura está sentada ahora, en una silla perteneciente a una de las mesas de la zona del bar, con los codos apollados sobre ésta, y las manos una a cada lado de su frente, ahora casi por completo despejada. Resopla de vez en cuando. Las gafas sin graduar están extendidas sobre la mesa.
Haizea está inclinada sobre ella, rodeándola con el brazo derecho, acariciando cariñosamente su hombro izquierdo con los dedos. Se acerca lentamente a ella por ese lado, y roza con su mejilla la mejilla de la amiga.
- Nos tienes a nosotros - susurra consoladora, mirándola con aire de verdadera preocupación.
A continuación coge otra silla y se sienta a su la posando la mano sobre su brazo.
Laura la mira de reojo, seria. Asiente poco convencida y mientras separa los labios hasta ahora comprimidos para inspirar profundamente, echa hacia atrás la cabeza sorbiéndose y apartándose la última lágrima de la comisura del ojo.
- Sí. Me quedáis vosotros - y sonríe a su compañera brevemente antes de volver a deprimirse:
- Pero él parecía...
Haizea le termina la frase convencida:
- ... diferente.
- Ya - vuelve a sonreír avergonzada -, digo siempre lo mismo, ¿no?
- Confías demasiado en las personas. Si sigues así sólo vas a conseguir hacerte más daño.
Ella a penas la escucha.
- ¿Crees que era convertible? - pregunta más para sí misma, con cierta esperanza.
- No, venga, no pienses en eso. No podíamos correr el riesgo, has hecho lo que tenías que hacer. Dejemos eso de lado.
- Ya, porque... ahora ya es tarde, ¿no?
- Ei... - gira su cara hacia sí sujetándola por la barbilla, y la mira entornando los ojos - ¿Qué quieres hacer?
Una pareja irrumpe en el bar en ese instante. Laura gira la cabeza hacia ellos haciéndosela girar también a Haizea.
Se saludan. Los observan durante un rato detenidamente. Parecen extranjeros. Americanos, si nos atrevemos a concretar tanto, en base sólo a una primera impresión. El hombre lleva un curioso sombrero gris sobre la cabeza, y su cazadora de auténtico cuero granate y sus enormes y estilosas gafas de sol a las 23:15 de la noche, le dan una apariencia de policía americano, un Starsky o un Hutch que pasarían perfectamente desapercibidos en un bar texano de carretera.
Haizea se adelanta a la orden de su jefa, completamente inepta para los idiomas, levantándose de su silla en dirección a los dos desconocidos.
- Hello - entona con un simpático acento inglés, desconociendo el americano. - Did you come for dinner?
Ellos la miran perplejos. No habrían imaginado encontrar un bar inglés en pleno Ciaurriz. Alfredo se gira hacia su acompañante esperando que sepa defenderse en inglés, pero ella le devuelve la mirada extrañada negando con la cabeza.
- Eh... bueno... - balbucea el policía, haciendo tiempo hasta encontrar alguna sencilla expresión con la que salir del paso.
La camarera descubre su error y rectifica disculpándose avergonzada.
- Ah, que son ustedes de aquí... - sonríe pidiendo comprensión.
- Sí, sí - contesta Alfredo avergonzado también por su nulo dominio del inglés. - Veníamos a... - y viendo que no queda nadie en la zona del restaurante en la que se encuentran concluye: - cenar.
Perfecto - sonríe más tranquila la camarera. Tenemos dos salas a elegir, a gusto del consumidor - bromea -. Tienen a su izquierda la sala para carnívoros, y la sala para vegetarianos a la derecha.
Alfredo se encoje de hombros y toma entonces Nerea la palabra:
- Tomaremos un menú vegetariano - determina, creyendo ilusa que una dieta vegetariana ocupa menos en el estómago que una carnívora. Aún así, no se siente capaz de terminar un sólo plato, después de la cantidad de comida y bebida que ha ingerido durante su retención ilegal en casa de Alfredo.
- Excelente elección - juzga Haizea emocionada, y girándose para acompañar a los clientes a su mesa, giña un ojo a la jefa devolviéndole la ilusión.
Camina la guapa camarera elegante y estilosa por delante sacando partido a sus bonitas caderas acentuadas bajo la ropa, y canta una alegre cancioncilla de Rosana, mientras les abre la puerta dejándoles pasar primero. Hay una mujer en el interior, sacando brillo a su plato con un pedazo de pan. Oye abrirse la puerta y se gira sonriente, a saludar a la camarera, y a los recién llegados.
- Me tienes que pasar esta receta, cariño.
Haizea ríe orgullosa:
- Tendré que consultarlo con Jacinta, es la autora indiscutible de esa fórmula. Sabes que si de mí dependiera te lo escribía ahora mismo en una servilleta.
Alfredo y Nerea se adentran en la sala maravillados por el gusto con que ha sido decorada. Por cada delicado y elegante detalle sobre las mesas. Macetas con coloridas flores sobre las estanterías. Hermosas fotografías de paisajes de ensueño enmarcadas en las paredes, manteles de azules y verdes suaves y agradables...
Una musiquilla increíblemente relajante, compuesta seguramente por Ennio Morricone para alguna película que le debe a él todo su ser, y la mitad de su éxito, acompaña las comidas endulzando su sabor. Y unas velitas de colores desprenden un olor cautivador, y hasta afrodisíaco.
- Que aproveche - dice Alfredo viendo disfrutar a la mujer con un plato de estofado de tofu. Mientras, Nerea no quita ojo a las paredes crema de la sala, y a las preciosas vistas a través de los ventanales. Alfredo regresa entonces a la realidad y recuerda qué es lo que están haciendo allí. No buscan a una mujer pelirroja teñida de unos 40 años, sino a un chaval moreno y delgado, que rondará los 25. Y allí no hay ni rastro de él. Tal vez en la otra sala. Tarde.
Nerea pide un plato de ensalada de pasta con poca salsa, Alfredo un filete de algas rebozado con guarnición. Se acomodan, y el policía se acerca con la silla a su acompañante e inspecciona la sala asegurándose de que nadie les está prestando la menor atención.
- Éste tiene que estar en la otra sala.
- ¡No! - la muchacha finge sorpresa sarcásticamente.
- Es que... menuda idea la tuya de meternos aquí. ¿Cuántos carnívoros hay por cada vegetariano? Estadística, guapa, estadística - declara con arrogancia, mientas se coloca la servilleta en el cuello de la camisa.
- Podía habérsete ocurrido a ti en el momento. Te has quedado mudo, y algo tenía que decir- mientras lo dice, ha subido inconscientemente la voz. Alfredo le hace un gesto con la mano para que lo atenúe, amonestándole con la mirada, y cambia de tema:
- Bueno, mira. Ahora esperamos a que nos traigan el primer plato, al minuto/minuto y medio salgo en dirección al baño, y echo un vistazo en la otra sala.
- Desde el bar las dos salas están a la vista, no te sirve de nada fingir si cuando salgas te vas a delatar.
Él entorna los ojos, los achica mirando al vacío, mientras se pasa la mano derecha por la barbilla y hace una artificial mueca de reflexión, característica de cualquier película policiaca hollywoodiense.
- ¿Te has fijado en qué hay al otro lado del lavabo de caballeros? - pregunta pensativo.
- Um... yo diría que limita directamente con la otra sala - y se vuelve hacia él sonriente.
- No pierdo nada por intentarlo. Plan A en ejecución.
Esperan a que la camarera les sirva el primer plato y los embriague con esa paz que destila a cada paso, y esa sonrisa que no debería borrar nunca. Después, hacen lo acordado. Alfredo se levanta de la silla, se excusa, y sale al exterior.
Allí están Laura y Eleuterio echando una partida de cartas tras la barra. Laura lo avista, y saluda amable. Él le devuelve el saludo y entra en el servicio. Sin necesidad de colocarse directamente sobre la pared, ya puede oír el estruendo procedente de la otra sala. Es imposible distinguir ninguna voz en medio de aquel bullicio.
- ¡Maldición! - grita desilusionado, y golpea la pared en un arrebato de furia. Trata de relajarse antes de salir por la puerta con la misma sonrisa con la que entró, y una vez fuera, busca la mirada de Laura para volver a saludarla, pero ella está demasiado ocupada celebrando una victoria con un baile infantil que Eleuterio recibe como una dolorosa muestra de desprecio. Arroja éste sus cartas a la repisa y se apresura a encenderse un cigarro.
Alfredo aprovecha la ocasión para correr escaleras abajo hacia la sala en la que seguramente estará cenando su principal sospechoso. Los escalones crujen más de lo esperado. Se para en seco al advertirlo, e intenta averiguar si sus zancadas lo han denunciado. No oye nada fuera de lo común, sólo las risas emocionadas de Laura y las murmullos blasfemos del cocinero, y sigue descendiendo hasta llegar a la puerta.
Repentinamente, escucha el estruendo de unos pies que seguramente dupliquen en tamaño los suyos, bajando por las mismas escaleras por las que él ha bajado. Se queda inmóvil un segundo, deliberando qué idea se antoja más apropiada en circunstancias como éstas, y para cuando escoje entrar en la sala, Bélcefer ya se encuentra a sus espaldas golpeando su hombro para hacer que se vuelva. Él se gira mordiéndose el labio con mirada de culpabilidad. Ahora frente a él, hay un hombre que está convencido de no haber visto antes al entrar. De esto concluye, que el espeluznante individuo desconoce por completo que él está cenando en la otra sala con su acompañante.
- ¿Quieres cenar? - pregunta el hombre totalmente serio.
Sin saber muy bien por qué, entona un inocente "sí" y obedece al gesto del camarero que le indica la puerta. Los dos entran en la sala, primero el policía, después el camarero. Alfredo es víctima de un verdadero shock al descubrir las infrahumanas condiciones del lugar, y los rostros de desesperación de los clientes, dos sentados a la mesa, una contra la pared. Uno de los hombres a la mesa, es precisamente su anhelado sospechoso nº 1, que conforme lo ve, va dibujando en su cara una expresión de agotamiento que supera todas las demás. Ladea la cabeza en señal de negación, no hacia él, sino hacia sí mismo, o hacia Dios o al destino caprichoso y cruel que la ha tomado con él cuando cualquier otro lo habría merecido más. Suspira y sigue a lo suyo. La carne tiene que desaparecer del plato como sea. Por mucho que su estómago se cierre en banda y se niegue a recibir más pedazos de esa materia cruda y seguramente cancerígena que va descendiendo por el esófago. La música no ayuda, la decoración, desde luego no ayuda. Pero una cosa está clara. No le queda más remedio.
Alfredo se sienta en la mesa que Bélcefer le ha señalado, y pide algo sin prestar demasiada atención al menú, ocupado en asimilar todo lo que acontece en el interior de ese antro, y especialmente, en la parte concerniente a su "amigo". Pronto se arrepiente de haber pedido un chuletón, e intenta cambiar su pedido por algo más ligero, al conocer las normas de la casa sobre dejar la comida en el plato. Pero el camarero le hace saber que ya es demasiado tarde. Eleuterio y Jacinta enrrojecerían de rabia si el plato que han cocinado con tanto mimo hubiera sido preparado en valde. Alfredo no quiere hacer enfadar a Eleuterio y a Jacinta. Ha ingerido dos trozos, aproximadamente un 10% del plato completo, cuando Iker hace una señal a Bélcefer para que venga a revisar su plato impecable. El chico que comía tras él terminó hace tiempo, pero lo tienen retenido hasta que su novia se digne a terminarse el suyo, no ha servido de nada ofrecerse a hacerlo él, cada uno debe cumplir con sus obligaciones. El camarero hace un gesto de aprobación y con una palmada amistosa en la espalda, deja marchar al nuevo amigo de la jefa. El policía golpea la mesa con rabia, y acto seguido se arrepiente, y disimula como puede llevándose otro cacho a la boca. Mastica despacio, intentando deshacer la carne como puede, mientras de reojo observa al camarero esperando no haberlo molestado. Siente una inesperada arcada al toparse con un ternero abierto en canal en la pared de enfrente, y escupe la comida al plato hasta que ha conseguido borrar, o al menos difuminar, esa imagen de su cabeza.
Iker abre la puerta y respira por fin vencedor. La cierra tras de sí dejando al tipo de voz cavernosa y desgarrada con la palabra "intestino" en la boca. Al verlo, Laura abandona la barra y corre a su encuentro.
- ¿Qué tal la comida? - pregunta algo tímida, y sonriente, esperando una respuesta afirmativa.
Iker duda un segundo. Intenta entender lo que allí está ocurriendo, en la cabeza de esa chica, en las de todos los empleados del local, en la suya misma, que tal vez sea al fin y al cabo la única que realmente funciona mal. Tiene más sentido que sea él el que se está volviendo loco, que creer locas a 4 o 5 personas. A 6 o 7, si contamos a los recién llegados.
- Bi... bien - balbucea desconcertado - gracias.
Se queda mirándola perplejo. Haizea pasa por su lado y le revuelve el pelo con simpatía.
- ¿Todo rico?
- Muy rico, sí.
Y la chica hace un gesto de precaución a su amiga, que está volviendo a intimar con el enemigo.
Laura lo hace aguardar un segundo, y corre tras ella.
- Es recuperable - le dice, algo molesta por su incomprensión.
- Tú misma - y va hacia la cocina, sonriente y segura.
Laura vuelve junto a Iker, que espera quieto donde interrumpieron la conversación, por no encontrar otro modo de afrontar la situación.
- Oye, estaba pensando... te he visto antes interesado en la filosofía del local. Aunque es posible que te haya malinterpretado - y espera amablemente la confirmación.
- Sí, bueno, me ha parecido interesante vuestro punto de vista... - no quiere disgustarla de ningún modo.
- Ah, bien - sonríe abiertamente feliz - si te parece, podríamos mantener contacto por teléfono, o algo... y te voy pasando folletos y más información.
El chico acepta, e inexplicablemente, todo ocurre demasiado rápido, le da su verdadero número.
La deja feliz, confiando de nuevo en la raza humana, y abandona el local, suspirando, andando a duras penas debido al temblor en las rodillas.
Busca con la mirada el coche de Alfredo y Nerea, y espera encontrarla a ella esperando en el asiento del copiloto. Afortunadamente, lo encuentra vacío, y respira aliviado.
- Joder con los comeflores estos, de los... - murmura mientras entra al coche.
Capítulo 7
2 horas antes:
Suena en el coche la sintonía de un programa de radio sobre fenómenos paranormales. La música es extravagante acorde con el contenido del programa. Con el presentador y, por supuesto, con los colaboradores. Nerea obliga a Alfredo a dejarlo hasta que acabe la canción, que a ella, por lo visto, le resulta agradable y pegadiza. Al policía no consigue sino distraerlo de su objetivo. Hace unos minutos que perdieron de vista al presunto psicópata que comparte portal y garaje con él. Casa, y garaje, nada menos. Maldita sea, ha estado todo el tiempo delante de sus narices. ¿Cómo no lo vio?
La luna se ha asentado ya en lo alto, y por más que lo intente, si es que lo intenta, no logra iluminarlos todo lo que fuera necesario para poder moverse con cierta comodidad por la carretera. Va ojeando de manera imprudente un mapa de la región y no consigue reconocer uno sólo de los lugares por los que han pasado. Busca insistente en el papel un dibujo que le recuerde, aunque sea vagamente, a la zona en la que se encuentran, pero no hay suerte.
Aún han de pasar 40 minutos hasta que Alfredo sienta la temible sospecha de que se han metido por el sendero equivocado. El coche está subiendo por una interminable cuesta curva hacia lo alto de una montaña. A penas hay casas por esa zona. Alguna gasolinera, alguna granja de cerdos... las probabilidades de que el sospechoso busque refugio por allí son verdaderamente escasas.
Nerea yace a su lado completamente dormida, con el asiento reclinado hacia atrás y su cazadora a modo de manta cubriendo desde sus hombros hasta su cintura. Tiene la boca entreabierta y cae de ella un hilo fino de saliva que gotea sobre la tela y parece traspasarla. Él la zarandea durante un breve momento y vuelve rapidamente la mano al volante y la vista a la carretera. Segundos más tarde se vuelve a girar hacia ella para ver que no ha surgido efecto. Esta vez la empuja más fuerte, y muy a su pesar, y murmurando molesta, ella se despierta y mira al chófer sobresaltada. Tarda unos instantes en asimilarlo todo de nuevo, y relajarse un poco. El conductor le pasa el mapa y le exige algo de ayuda. Ella se frota los ojos con desgana, se incorpora, y enciende la luz sobre su cabeza. Extiende bien el mapa y trata de reconocer carreteras, estaciones, lo que sea.
- La has cagado - sentencia la chica.
- ¿La he? La hemos, ¿no? - inquiere él ofendido.
- ¿Y yo qué he hecho?
- Nada, precisamente por eso.
Ella desiste, dando por imposible una discusión medianamente razonable con ese hombre.
Finalmente, arroja el mapa contra el asiento trasero y alza las piernas apoyando los talones sobre el asiento.
Alfredo le golpea los tobillos perdiendo de vista la carretera no más de un par de segundos, y volviéndose al frente, grita malhumorado:
- ¡Quita ahora mismo los pies de la tapicería de cuero!
Ella le atiza en la mano que termina de nuevo enganchada al volante, y sin plantearse la posibilidad de obedecer al chófer, y empezar así con él desde cero, una relación más amigable, reposa el brazo derecho sobre sus rodillas aún en alto, y resopla mirando a su secuestrador por el espejo retrovisor.
- Tengo que hablar con mi madre.
- Vaya. Ahora tienes que hablar con tu madre - ríe él irónico.
- Sí - responde ella cortante.
- Eso haberlo pensado antes - contesta con expresión seria y profesional.
- ¿Antes cuándo?
- Ya sabes cuándo. Cuando malgastaste tu única llamada.
- ¡Joder, es imposible! - exclama la chica totalmente irritada.
- ¿Imposible qué?
- Razonar contigo.
- No, perdona. Eres tú la que no entra en razón. ¿Tanto te cuesta entender que tengas derecho a una sola llamada? Te lo he avisado desde el principio. La decisión de llamar a tu noviete de la semana en lugar de a la mujer que te dio la vida ha sido solamente tuya.
Ella ríe casi histérica, agitando la cabeza en señal de desconcierto. Por no llorar, debe estar pensando, por no llorar.
Es entonces cuando Alfredo divisa un caserón, alumbrado por lámparas de estilo arcaico colgando en el porche, y unas cuantas luces más en el interior. Es demasiado grande para albergar a una sola familia. Tiene que ser un refugio, piensa, y lo pone en común con su compañera, que asiente. Aparcan el coche en el jardín delantero, al lado de un árbol algo encorvado, y salen firmes y decididos con dirección a la entrada. La puerta está abierta, y cerca de ella, justo en frente, hay un gran mostrador y una mujer detrás, leyendo una revista rosa con unas gafas que le caen hasta casi la punta de la nariz. Ha visto los faros del coche acercarse y apagarse en la entrada, y ahora finge acabar de verlos y se gira hacia ellos conteniendo la emoción. No parece recibir muchas visitas. Tampoco la zona es propicia para ello, debe saberlo.
- Buenas tardes.
- Agente Velaz - comienza Alfredo, mostrando su placa falsa con un gesto altanero y fuera de lugar - buenas tardes, señora. Estoy siguiendo la pista de un sospechoso y usted podría serme de gran ayuda.
La decepción de la mujer por no recibir nuevos clientes, queda compensada en cierto modo por la satisfacción de poder ayudar a resolver una investigación policial. Se muestra dispuesta y colaboradora y sonríe a la señorita que va a su lado ofreciéndole algo de beber. Ella se niega agradecida.
Alfredo saca del bolsillo interior de su cazadora una fotografía, en la que puede verse a dos hombres en posición amistosa, sentados en el banco de un parque. Uno tiene al otro sujeto con un brazo por el cuello, y dirige una mano peligrosamente hacia su cabeza con la intención, al menos es eso lo que se aprecia en la foto, de frotar los nudillos contra ella. El otro ríe con la cara colorada intentando liberarse. La mujer observa los rostros de esos dos jóvenes, y reconoce en uno de ellos al hombre que tiene frente a ella, y lo mira sin saber muy bien qué se supone que ha de decir.
- Ese es usted... - comenta.
- Ya, sí - repara el policía - no, no se trata de nosotros. El tipo al que estoy buscando es éste de aquí.
Señala con el dedo el margen derecho de la fotografía, en el que aparece, de fondo, diminuto y muy borroso, un chico con una correa en la mano que debe sujetar a un perro que la cámara no llegó a captar. La cara del muchacho es irreconocible. De ella sólo se puede extraer que es moreno, de pelo negro, menudo, y algo pálido. Una descripción muy poco útil.
- ¿Ha visto usted a este hombre? - pregunta con firmeza en inspector - y añade con total seguridad - ahora tiene exactamente 8 años más.
La mujer duda. La tarea se le antoja imposible.
- No lo sé... supongo que no.
- ¿Supone? ¿Y cómo tengo que entender yo eso, señora?
Lo mira confusa.
- Es que no lo sé...
Alfredo se acerca a ella, poco a poco, y apoya sus manos sobre el mostrador para tomar impulso hacia adelante. La mira con fijación, intentando ponerla nerviosa, conseguir que baje la guardia.
Nerea trata de calmarlo pero sólo recibe un desdeñoso empujón.
- ¿Qué saca usted de todo esto? - pregunta finalmente amenazante.
- ¿...Qué? - la mujer no entiende nada.
- Pregunto - y aquí hace una pausa intencionada - que qué gana usted encubriendo a un criminal.
Ella se dispone a responder pero él la interrumpe:
- A parte de entorpecer una investigación criminal, claro.
Y añade, exaltándose cada vez más:
- ¿O es ese el motivo? ¿Lo hace por gusto? ¿Le complace tocar los huevos a la policía?
Nerea vuelve a intentar hacer entrar en razón a su amigo:
- Alfredo, hombre... esto no tiene sentido. Vamos a seguir buscando, que estamos perdiendo el tiempo.
La mujer empieza alterarse. Quiere defenderse pero no encuentra las palabras. La acusación del policía la está paralizando de miedo. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué ha visto en ella ese hombre para implicarla en un crimen del cual ni siquiera tenía noticia?
- Escuche... yo no puedo ofrecerle nada. No puedo ofrecerle dinero, ni protección... de momento. Sólo la garantía de que si colabora, se habrá ganado el aplauso y el agradecimiento de todo el cuerpo de policía nacional. Pero si no colabora...
Ella traga saliva, y siente un escalofrío que la hace agitarse.
- ... puede ser acusada de cómplice y condenada a unos cuantos años en prisión.
- ¡Venga, ya, por favor! - grita Nerea saturada de excesos y sinsentidos. Alfredo la mira serio y enfadado. La odia por haberlo contradicho en pleno interrogatorio. Por haberse atrevido a faltar al respeto a un agente de la ley, a una figura de autoridad. Ella respira profundamente, y con mucha calma, va hacia él y lo coge del brazo.
- Venga, anda... vamos a seguir buscando. Aquí no hay nadie salvo nosotros, ni siquiera había coches aparcados a la entrada.
La inquilina del hostal entra en la conversación:
- Bueno, la verdad es que los coches aparcan en la parte trasera, en un descapado a pocos metros de aquí. Si ese hombre estuviera aquí, seguramente tendría su coche aparcado en el descampado.
- Claro - Alfredo sonríe satisfecho y agradece a la señora su colaboración. Luego, al salir, reprocha a la compañera su insolencia al haberlo interrumpido en público de ese modo.
Dan la vuelta al caserón y encuentran el descampado, con tres coches aparcados de los cuales, ninguno es el del sospechoso. Se dan por vencidos y suben al coche. Alfredo se quita las gafas de sol con un gesto rápido y estiloso y las mete en la guantera.
- Dirás lo que quieras. Pero esa mujer esconde algo.
- Claro... como yo - replica ella mirándolo con reproche.
- Eso aún no lo sé - dice totalmente serio - tu inocencia todavía está por probar.
Ella hace un aspaviento, resopla ofendida, y decide dejarlo estar.
Antes de retomar el viaje, estudian el mapa con detenimiento y concluyen que, efectivamente, hace ya casi una hora que se salieron de la carretera por la que durante todo el tiempo han creído estar circulando. Seguramente ya sea demasiado tarde para alcanzar al criminal, pero aún no todo está perdido. Arrancan el coche camino del lugar donde perdieron estupidamente a su objetivo, y tardan menos de lo que creían en dar con su coche, aparcado cerca del bar-restaurante vegetariano Saralegi, oculto inutilmente entre unos arbustos.
Acuerdan ir de incógnito esta vez. Alfredo no está dispuesto a dar a los dueños del bar la oportunidad de esconder al psicópata, como se la sirvió en bandeja a esa misteriosa mujer, que probablemente ahora esté riéndose a carcajadas del ingenuo policía que no ha sido capaz de sacarle la información como es debido.
Vuelve a sacar las gafas de la guantera y se coloca la cazadora. Camina con pasos lentos y estudiados, con cada uno de los cuales pretende dejar una huella eterna allá por donde va. Su acompañante lo agarra del brazo con ternura y le sonríe con orgullo, emocionada por la aventura en la que ya están inmersos.
El estilo del bar mezcla rústico y moderno de una manera resuelta y elegante, de apariencia increíblemente natural. Los grandes mesones de madera de roble recién lustrado y las paredes, cuyos materiales imitan piedra, pizarra y ladrillo en una armónica gama de grises, no desentonan junto a las lámparas de diseño, las amplias alfombras de fieltro de colores lisos sobre un suelo de cerámica clara y otros motivos modernos en tonos cálidos. Las gruesas cortinas granates resaltan no sin acierto, y una vasta chimenea que no termina de decidirse entre metálica y clásica, parece presidir la sala desde la esquina oriental del fondo.
Tiene un aire progresista y nostálgico al mismo tiempo. O tal vez los toques antiguos sean sólo reflejo de una de tantas modas vanguardistas.
La única camarera tras la barra lleva un corte de pelo juvenil, más o menos acorde con su edad, totalmente negro, liso, y con un flequillo recto que cae sobre las cejas y las semi-cubre haciéndolas confundirse con el cabello. Luce unas gafas con montura negra de pasta que bien podría pensarse que no llevan graduación alguna. Tiene un rostro sencillo y agradable, y una expresión risueña nada artificial, probablemente debido a los años de experiencia cara al público. Recorre segura y ligera la parte del bar que le ha sido asignada, la barra al completo, y una zona contigua con mesas de no más de cuatro plazas, perteneciente al mismo sector.
Acude repentinamente a preparar un té con limón que nadie ha pedido, y casi de inmediato sale de la cocina para dirigirse a la mesa en la que acaba de tomar asiento su más veterana clienta, una mujer de unos 50 años, lánguida y taciturna, que lleva la palabra "ex-alcohóloca" inscrita en la frente, y el prefijo sólo gracias a la consumición que invariablemente pide en la mesa de siempre, a la hora de siempre, día sí, día también.
Saluda simpática a la mujer del pelo acartonado, como la apodan en el bar sin ánimo de ofensa, y sin esperar respuesta, coloca el platito encima de la mesa y regresa a la butaca que estaba calentando antes frente a la barra. Apoya el antebrazo izquierdo sobre el mármol y con un suspiro deja caer el cuerpo hacia abajo. Revuelve su café con una cucharita entre soplo y soplo, y ojea la sección de necrológicas de un diario local, con un subrayador naranja destapado entre el periódico y la taza de café.
Advierte entonces la presencia de otro cliente frente a ella, y hace ademán de levantarse cuando desde el otro lado de la barra, el cliente se adelanta a hacerle un gesto con la mano para que no se lance a ofrecerle nada todavía. Aún necesita tiempo para tomar aliento.
Ella se relaja y vuelve a instalarse en su confortable butaca de cuero acolchada. Luego lo observa durante unos segundos, con la cabeza inclinada aún hacia el periódico.
- No me suena tu cara - observa la chica fijando su profunda mirada, algo difuminada tras las brillantes lentes, en el rostro del nuevo cliente, y añade con la gramática correspondiente a una pregunta pero con el tono exacto de una acusación - no eres de por aquí, ¿no?.
Iker tarda en reaccionar. Termina de echar un último vistazo a la carretera que roza el restaurante para abandonarlo en la parte trasera del edificio y se da de bruces con la pregunta:
- ¿Eh? No, no... de Pamplona. Estoy de paso - y vuelve por última vez la cabeza hacia atrás por su izquierda, disimuladamente, para confirmarlo.
- ¿De paso a dónde? - increpa la chica, seria y atenta.
Él tarda en encontrar la ficción más adecuada a su excusa:
- Perdona si me estoy entrometiendo. Soy demasiado descarada, ¿verdad? Dilo, anda - dice riendo, en tono de concordia.
- Tranquila, nada... pensaba ir a pasar unos días al pueblo de mi familia materna. Odieta - añade adelantándose a la siguiente impertinencia, y tratando de cerrar un tema potencialmente peligroso agrega- no creo que me falte mucho, pero he preferido pararme aquí a respostar. Es éste un lugar muy acogedor, se agradece, en medio de este temporal.
- ¿Odieta? Si está aquí al lado - observa ella emocionada - estás en Ciaurriz, si tienes familia en Odieta tengo que conocerla. ¿Cuál es el apellido?
Vaya. No existe ninguna familia materna en Odieta, no tiene un sólo pariente en 20 kilómetros a la redonda. Así que trata de encontrar un apellido relativamente frecuente por aquella zona, y sólo consigue recordar el de un compañero de clase cuando cursaba FP.
- ... Santesteban.
La muchacha trata de hacer memoria, pero se rinde decepcionada.
- Vaya... pues no, conozco a un Santesteban en el valle del Baztán, pero en Odieta...
- Bueno, tampoco puedes exigirte conocer a todo un pueblo, es lógico que se te escape alguna familia - contesta simpático, intentando enmendar el error y enterrarlo definitivamente.
- Bueno, en cualquier caso, cuando estés con ellos, pregúntales por los Saralegi de Ciaurriz, los del restaurante, seguramente conozcan a algún pariente mío. ¿Te acordarás?
- No te prometo nada - responde con una risa nerviosa.
Una preciosa chica algo más joven, embutida en un sinfín de telas superpuestas, todas ellas perfectamente colocadas acentuando sus curvas donde dictan las modas estéticas, engalanado el atuendo con colores vistosos e imágenes fantásticas, pasa veloz por la barra camino de la cocina cargando sobre su antebrazo derecho dos platos sucios y uno más sobre el izquierdo. Lleva un mechón de pelo morado entre mechas rubias y castañas, sujeto con una orquilla de mil colores y detalles brillantes más propia de una niña de 6 años. Sus rizos poco pornunciados le invaden la mejilla y parte de la frente rebeldes, y sopla y agita la cabeza molesta tratando de retirarlos de su campo de visión. Permanece medio minuto en el interior de la cocina, lo justo para recibir una broma por parte de algún cocinero, gracias a la cual sale riendo a carcajadas portando esta vez, dos y dos platos repletos de suntuosa comida. Luce unos preciosos y marcados oyuelos en las mejillas, que dan la sensación de no abandonarla nunca. Saluda a Iker con un gesto de cabeza sabiéndose observada y continúa su labor por su sector específico del local, una de las dos salas correspondientes al restaurante propiamente dicho.
Iker se ayuda de una de las velitas que decoran la estantería falsamente arcaica, en fila horizontal según los colores del arcoiris, para encender el cigarro de la victoria, y solicita una mesa en la sala de fumadores.
- No tenemos sala de fumadores - contesta la señorita con una mueca de disculpa - no te queda más remedio que terminártelo aquí - no está realmente apenada, agradece la compañía en días de poco trabajo, más aún tratándose de una compañía tan agradable.
- ¿Y por qué el restaurante está dividido en dos salas? - pregunta él premeditadamente, antes de replantearse su posiblemente errónea interpretación de la disposición del recinto. Y le echa un segundo vistazo intentando darle un sentido diferente al que considera más razonable.
Efectivamente, la zona en la que trabaja la muchacha de vestimenta hippie está separada de otra por dos poderosas paredes de cemento con estética de muro medieval, entre las cuales, unas escaleras dicen desembocar en el lavabo de caballeros, y a la entrada de cada una de ellas, cuelga un cartelito metálico en el que está tallada la inscripción "sala 1" y "sala 2" respectivamente.
- No, hombre, están divididas en sala vegetariana y sala carnívora.
- Ah, ¿pero tenéis sala vegetariana? - pregunta Iker visiblemente admirado por la capacidad de adaptación del restaurante a las nuevas demandas de la sociedad.
- ¡Claro! - ríe la chica asombrada - ¿no te has parado siquiera a leer el nombre del local en la puerta antes de entrar?
Calla avergonzado.
- Bar-restaurante vegetariano Saralegi. Es muy conocido por la zona. ¿Nunca has oído hablar a tu familia de este sitio?
Iker cambia de tema evitando futuras meteduras de pata.
- ¿Vegetariano? ¿No se puede considerar mixto, más que vegetariano?
- No exactamente - se pone cómoda en su butaca - la filosofía del restaurante es vegetariana. Tanto socios como empleados, todos somos vegetarianos.
- Ah... - suelta Iker algo desconcertado - ¿y qué pinta aquí una sala carnívora?
- Es que nosotros no somos como ellos - responde ella dejando al descuibierto cierto resentimiento al pronunciar remarcadamente el "nosotros" y el "ellos" - somos fieles a nuestra filosofía de vida, pero respetando también la de los demás. ¿Entiendes?
- Claro... - la sonríe afectuoso.
- ¿Que quieren comer carne? Pues nosotros les damos carne. No podemos negar otras formas de alimentación aunque no las compartamos. Que es lo que hacen ellos - se molesta en precisar. - Nosotros les estamos dando una lección de civilización, lo que deberían hacer es tomar ejemplo. Que podamos ir nosotros a sus restaurantes y poder tener una opción acorde a nuestros principios. ¿No? - viendo que recibe la aceptación deseada continúa - Así que, en lugar de convertir esto en una guerra, nos parece más positivo luchar contra esa intolerancia de esta manera.
Está notablemente orgullosa de sí misma y de los suyos. Mantiene la frente alta y la barbilla avanzada, con una plácida sonrisa de autocomplacencia. Queda patente que no es Iker el primero que escucha este mismo sermón.
- Vaya... - dice el chico sonriendo ampliamente, casi conteniéndose para no aplaudir ante el admirable alegato en favor de la tolerancia que acaba de presenciar. Ella prosigue con su discurso:
- Los acojemos en nuestro local con los brazos abiertos, porque aquí todo el mundo tiene un sitio, independientemente de su modo de vivir - ahora su cara presenta una expresión diplomática y amigable.
Permanece un rato pensativo, dándole vueltas a todo ese discurso sobre el respeto a las actitudes de vida ajenas, olvidando por momentos el peligro que sigue acechando en el exterior del bar, no muy lejos de allá, es lo más probable, y vuelve a mirar a la chica a los ojos con serenidad.
- Oye, ni siquiera te he preguntado tu nombre.
- Laura - la chica le ofrece su mano - Laura Saralegi - completa, y con un gesto le invita a decirle el suyo, como manda el protocolo.
- Soy Iker - y, rectificando a última hora antes de formular su verdadero apellido, y en pos de la coherencia de su nueva vida ficticia, añade - Iker Santesteban, ya sabes... - y ríe con complicidad.
- ¿Santesteban no era el apellido de tu madre? - inquiere ella desconcertada.
Iker siente un repentino calor, y pasan lentos los segundos hasta que resuelve:
- Ya, jaja, bueno. El apellido de mi padre es Martínez, es demasiado común. Uso el de mi madre para ser más facilmente reconocible. Grita "Iker Martínez" por la calle y verás cuántos se vuelven.
Laura ríe con él, lo que revela que la excusa ha colado, a pesar del temblor de voz del farsante y lo pastosa que parece tener la boca de repente. E Iker Álvez Larralde respira tranquilo, aunque a la espera de un nuevo error del que no poder salir airoso.
Laura le habla sobre su madre, una mujer francesa de carácter fuerte y audaz que viajó por media Europa como activista en diferentes organizaciones ecologistas, y acabó en Ciaurriz al enamorarse de un biólogo navarro que estudiaba un máster en Munich, al que conoció en un congreso de Greenpeace en la ciudad.
Habla de cómo en aquella época, poco después de la dictadura, los movimientos sociales reivindicativos, fueran del carácter que fueran, estaban mal vistos en el mejor de los casos, perseguidos en el peor. De las manifestaciones antitaurinas en plena década de los ochenta, que a un navarro se le perdonaban, no así a una extrangera. De cómo mamó esa cultura respetuosa con los animales desde la más tierna infancia, y cómo ya, jubilados los padres, heredó el negocio familiar con orgullo y una gran disposición a continuar la empresa que con tanto sudor habían levantado y mantenido sus progenitores en sus años de juventud.
Iker escucha el relato completamente cautivado. Lo más fascinante que le ha ocurrido a su familia en los últimos 30 años, es que al hijo mayor lo persiguen dos desequilibrados con botas de punta y flecos en las cazadoras de cuero, en un Ford Torino del 75. Y ni siquiera logra encontrarle sentido a esta surrealista aventura en la que está ineludiblemente embarcado.
Media cajetilla de Lucky después, con cuatro o cinco pacharanes - obsequio de la casa - haciendo mella en el estómago poco habituado a bebidas alcohólicas, "y en el hígado a la larga, ya lo verás", comenta el padre en todas las comidas familiares en las que ve a su primogénito con una copa en la mano, decide que va llegando la hora de vacíar la vejiga, pregunta educadamente por la dirección de los servicios, y obedece en la medida de lo posible a las indicaciones de la simpática camarera. Tras un desafortunado intento, abre la verdadera puerta del lavabo riéndose aún de la que preparó René en el último congreso del FMI en Viena, mientras Laura lo sigue con la mirada por precaución, agitando la cabeza divertida y preocupada al mismo tiempo.
No ha terminado de desabrocharse el cinturón cuando cree oir lo que parece ser alguien vomitando en el espacio contiguo, violentas arcadas seguidas de una masa semi-líquida y pedazos filtrados de material orgánico golpeando el mármol. Y, tan solidario como se encuentra hoy, da un torpe empujón a la puerta para entrar heroicamente en ayuda del pobre indispuesto. La puerta no cede. La golpea varias veces antes de llegar a comprender que no es una puerta lo que aporrea, sino una pared. Mira a su alrededor y no ve más puertas que la que da directamente al bar, todos los urinarios se encuentran en el mismo espacio. Ni siquiera el lavabo de señoras limita con éste, está situado a unos 20 metros, atravesando la sala para carnívoros que los separa. Pero las insistentes arcadas no cesan. Incluso parece oírlas cada vez más intensas, tal vez acompañadas de sollozos, lo cual lo hace más dramático si cabe. Un suave mareo lo empuja levemente de lado contra una pared. No se hace daño, más bien se siente como una bola de algodón al chocar contra el frío azulejo, y se gira muy despacio debido a la falta de equilibrio, hasta acabar apoyando la otra mejilla. Se detiene un rato observando cómo las cuatro paredes se acercan y se vuelven a alejar en movimientos lentos y desorganizados, como burlándose despiadadamente de él. Se apoya en el lavabo y se humedece la cara con tal ineptitud que termina calándose la camisa, aunque tampoco le desagrada la sensación fresca de la ropa pegada a su piel ardiente. Finalmente procede a hacer lo que lo dirigió allí desde un primer momento y, antes de salir, aún consternado por los turbios sonidos procedentes de alguna parte fronteriza con el lugar en el que se encuentra, vuelve a aprehenderse a la pared en la que creyó oírlos. Ahí están, evolucionando en intensidad. Es posible, de hecho, que una voz más grave se haya sumado a los gemidos. No, no... sería una locura. Concentrado en el misterio de las voces sollozantes, no ve llegar el estruendo que termina por aturdirlo del todo. De pronto, una música caótica, a una potencia increíblemente insana, hace vibrar la pared que lo sostiene de forma violenta, en rítmicas oleadas de furia, y los gritos desesperados de antes son sustituídos por alaridos guturales que recitan algo sobre un gato en un sepulcro. Suficiente, no quiere oír más.
Abandona el servicio con la rigidez y la compostura de quien no ha probado un trago desde el día anterior.
Vuelve a la barra donde Laura lo reprende por haberle ocultado el motivo real de su visita al servicio que, según opina, en tono jocoso, ha sido el de encontrar un alijo de droga en el interior de wc, como el protagonista de Trainspotting, a juzgar por su desastrosa apariencia.
Él sonríe por compromiso e inmediatamente, desvía el tema hacia el misterioso suceso del que acaba de ser testigo... o algo así.
- ¿Es posible que haya oído a alguien llorar y gemir en la zona de carnívoros? - espera intrigado a la información que su nueva amiga pueda aportarle.
Laura queda muda durante un instante, pestañeando inquieta y moviendo los labios en mil amagos de formular una respuesta razonable que se quedan en meros aspavientos sin contenido.
Acaba lanzando una risita nerviosa:
- ¿Qué? ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué puedo saber yo, que llevo aquí desde que has entrado por esa puerta? - y vuelve a entonar una sonrisa sarcástica, intentando hacerlo sentir estúpido.
- Ya... pues, no sé, estoy preocupado. Seguramente será una tontería, pero igual me acerco a asegurarme de que todo está en orden y me quedo así más tranquilo.
Laura se avalanza sobre él amarrándole el brazo con su mano helada. Y vuelve de nuevo, a fingir sosiego, formulando en un tono artificialmente tenue:
- Tranquilo, joder... tranquilo. Seguramente no será nada. Tenemos un camarero particular atendiendo esa zona. No te voy a hacer ir hasta allá teniendo a un empleado para hacerlo - le giña el ojo cómplice.
Y cuando consigue separar su mirada del chico, con la confianza de que éste dejará esto en manos del camarero al que corresponde la tarea, se dirige a la cocina y tarda un tiempo en salir.
- Ya está, solucionado - dictamina frotándose simbólicamente las manos.
Se ve salir de la cocina, resoplando, a un hombre vestido con un delantal que debería ser blanco, y las mangas de la camiseta de algodón fino remangadas por los codos. Va con gesto serio, manifiestamente molesto, frotándose las manos en el delantal, y mira a Iker con una mueca de reproche, sacudiendo la cabeza hacia los lados. Es un hombre de unos 50 años, medio calvo, con expresión ruda y malhumorada, nariz aguileña, mirada cansada, labios prietos, y brazos fuertes con las venas y tendones acentuados en el codo y la muñeca.
- ¡Gracias, Eleuterio, eres un amor! - le grita Laura con una media sonrisa de culpabilidad, como rindiendo las cuentas de su amigo.
- ¿Ese es el camarero del que hablabas? - increpa Iker incrédulo.
- Ah, jajaja, no, él está abajo, en la sala. Atendiendo a la clientela. Eleuterio se ha ofrecido a bajar a echar un vistazo. Es el cocinero.
Después de un breve silencio, se inclina hacia él, animada con una sonrisa picarona, y le dice:
- Bueno, ¿qué? ¿Hace otro?
- ¿Eh? ¿Otro qué? Ah, no, no. Yo ya estoy servido. Entre los cinco de antes y el material que he encontrado en el retrete...
Los dos vuelven a reírse más relajados, superados ya los anteriores apuros, al menos en apariencia.
Iker sigue inspeccionando esporádicamente las escaleras que bajan a la zona de los carnívoros, carnacas, como los llamaría Laura. Esperando a ver si sale de allí alguien cuya expresión o aspecto físico pueda indicarle algo que satisfaga por completo su curiosidad.
Charlan durante otro rato en el tono amistoso que perdieron tras el incidente en los servicios, hasta que ven llegar de nuevo, sonriente y saltarina, tarareando algo con una vocecilla asombrosamente melódica, a la camarera de los 6 años mentales y la vestimenta llamativa. Les guiña un ojo simpática y entra en la cocina para deshacerse de los platos que lleva colocados en ambos brazos, y sale suspirando hacia la barra, donde toma un taburete y lo acerca al de la compañera colocándose encima mientras se allana la falda delicadamente.
- Creo que por hoy ha pasado lo peor. Esta hora ya no es muy dura.
Se recoje los pedazos de cabello que se han ido soltando durante la jornada, y se sirve un baso de agua con hielo.
- Bueno... ¿Nos presentas? - le pregunta a la amiga dándole un suave codazo, intentando transmitirle un mensaje oculto a través de su mirada.
Laura se ríe:
- Pues este chico es Iker, un nuevo amigo. Es una pena que no haya venido a quedarse, está de paso. - Y dirigiéndose a Iker - ella es Haizea, una empleada.
- ¡Ei! - protesta ella en broma - ¿cómo que empleada? Compañera. Eres tú la que siempre lo recalca. ¿A qué vienen esas jerarquías después de casi dos años? ¿O te las intentas dar de algo en presencia del chico? - Y enarca las cejas arriba y abajo, ofreciendo una insinuación poco sutil a estas alturas.
Laura se ruboriza, a pesar de no sentirse aludida. La compañera no ha acertado, ni espera haberlo hecho.
Durante un rato el estruendo procedente, supuestamente, de la sala carnívora, se abre paso por las escaleras y llega, aunque con una intensidad mucho menor, a la zona en la que se encuentran ellos. No dura más de tres segundo, poco más tarde se ve aparecer a Eleuterio escupiendo impaciente:
- Ala, ningún problema, caballero. ¿Más tranquilo?
- ¡Eh, tú! ¿Qué es ese tonito? - grita Haizea con esa entonación simpática y alegre que le es imposible eliminar. Salta del taburete y corre hacia él dando brincos. Luego lo empuja repetidas veces simulando un torneo de boxeo, esperando que el cocinero tenga el tiempo y las ganas de jugar con ella.
- Que sí, que vale - contesta él resignado, y se la aparta de encima con un pequeño empujón que, si bien no la traumatiza lo suficiente como para ser el definitivo, al menos le concede el tiempo necesario para cerrarle las portezuelas de la cocina en la cara.
Ella da media vuelta, y sin variar un ápice la expresión alegre y risueña de su cara, vuelve a acomodarse en el taburete y saca una botella del frigorífico que tiene frente a ella.
- ¿Un whisky? - ofrece, y sin darles tiempo a negarse, saca tres vasos del armario y los coloca en fila muy pegados entre sí para no tener que incorporar la botella una sola vez.
- No, no, de verdad - dice Iker reconociéndolo inútil. Así que opta por abandonar el escenario con la mejor excusa posible.
- Vaya, si son ya casi las 23:00. Y no me he dado ni cuenta. Tendré que cenar, no quiero llegar a casa de mis tíos de madrugada.
- ¿Cenas aquí? - pregunta Laura indiferente a una respuesta que conoce de antemano.
- Sí, claro, a eso he venido, aunque al ritmo que llevo no lo parezca.
Se sonríen el uno al otro.
Laura le arranca la botella de la mano a su empleada y le da un cachete en el culo diciendo:
- Ala, ya tienes trabajo, va a haber que posponer el whisky.
Iker entiende que ha habido una equivocación, aunque no se explica cómo ha podido surgir.
- Ah, no, yo soy carnívoro - y las mira disculpándose, sin saber por qué.
Es entonces cuando se produce una extraña escena. Las dos camareras cambian subitamente de expresión. La de Haizea parece más bien sorprendida, no se atisba manifestación de ningún otro sentimiento. La de Laura expresa muchas cosas. Sorpresa sí, pero también decepción, y, aunque dé miedo pensarlo, parece que rabia.
Iker se propone terminar con ese incómodo e inquietante silencio:
- ¿Hay... algún problema? - formula, reparando justo después en la estupidez de la pregunta, ¿qué problema iba a haber?
Laura sigue tal cual, con sus ojos clavados en los del cliente, la boca medianamente abierta, el rostro asombrosamente serio, prieta los labios un segundo, y acto seguido responde:
- No, ¿qué problema iba a haber?
Iker sonríe y suspira no del todo aliviado, espectante todavía, a la siguiente reacción de su misteriosa amiga. Le mantiene la mirada durante unos segundos, y siente un incomprensible escalofrío. Arquea las cejas y sin dejar de mirarla, inclina la cabeza ligeramente hacia abajo, invitándola a tomar algún tipo de decisión, por extravagante que sea. Todo menos ese silencio, menos esa incertidumbre.
Haizea mantiene la cabeza agachada fingiendo abrir otra botella de whisky, con la anterior sin estrenar abierta sobre la repisa, con un abrelatas. De vez en cuando mira de reojo a la jefa, esta vez como empleada, y echa un pequeño vistazo al muchacho que tiembla ante ella, como tantos otros lo han hecho antes. Pero eso no es asunto suyo. Continúa con el abrelatas.
Laura repite:
- ¿Qué problema iba a haber? ¿Eh? - esta segunda pregunta retórica tiene una extraña apariencia de reproche.
Y sin desinyectar la mirada de sus ojos, ni un segundo, gira levemente la cabeza hacia la izquierda y chilla:
- ¡Bélcefer! - y dedica a Iker una media sonrisa que nada tiene ya de inocente y amistosa -. Y vuelve a chillar dirigiéndose de nuevo al misterioso aludido - ¡Tienes un cliente!
A Iker se le corta la respiración por momentos. Si lo piensa detenidamente, se encuentra en una situación perfectamente cotidiana. Ha ido a un restaurante, y ha pedido amablemente una mesa para cenar en una de sus salas. No hay nada que temer. Sería de estúpidos encontrar algo siniestro en una escena tan inocente como aquella.
Laura sigue inmóvil, suspira con una mezcla de tristeza y desprecio, y agacha un momento la cabeza con los ojos cerrados. Cuando vuelve a mirar al frente, ha adoptado una expresión de desafío. Ya no puede reconocer en ella la complicidad que han compartido durante las dos horas transcurridas desde su llegada. No parece la misma mujer.
En ese momento el suelo retumba bajo sus pies, poco menos que como lo hizo la pared tras su espalda durante su visita al servicio. Esta vez sólo son sonidos monótonos, cada medio segundo, sin una base de alaridos desgarradores de fondo, son pasos, o debería decir zancadas. Haizea resopla inquieta porque no consigue abrir la botella de ginebra. Al final se resigna y la deja sobre la barra, y vuelve a bajar la cabeza.
Frente a ellos aparece una figura de dimensiones desproporcionadas. Un hombre enorme, en definitiva, pero cuya anchura supera con bastante a lo que debería ser normal en consonancia con su altura. La mandíbula inferior sobresale notablemente en el conjunto de su cara, y una barba negra y recia bordea su rostro oscuro. Los ojos están ocultos bajo unas frondosas cejas y sobre la nariz, una cicatriz de aspecto horrible que debió dejarle marca más allá de la cara.
Iker se atraganta solo, empieza a toser de manera irrebocable. Una tos nerviosa, incontrolable, que crece hasta hacerlo llorar.
- ¿Alguien ha pedido carne? - una vez articula palabra, su apariencia no es tan fiera. Tiene un tono de voz relativamente grave pero corriente, en definitiva, y no hace gala de ningún acento extrangero como se pudiera preveer por su nombre y aspecto. Su cara ni siquiera es tan espantosa vista a la luz. En cualquier caso, no está Iker en disposición de quitar ningún hierro al asunto, quisiera poder interpretar los acontecimientos de otra manera, pero le resulta absolutamente imposible.
Laura suelta una breve carcajada, dirigida aún hacia el cliente:
- Sí, este chico de aquí, quiere probar nuestro menú carnívoro - y volviéndose hacia el empleado - a ver qué le parece la degustación - ahora está sonriente y relajada, y ha adquirido una expresión cándida que a estas alturas no engaña a nadie.
Advierte:
- ¡Eh!... es un amigo. Trátalo bien - y ladea la cabeza con aire de inocencia.
Bélceber ríe con arrogancia:
- Veré qué puedo hacer.
Rompen los tres empleados a carcajadas, Haizea con la cabeza gacha, los otros dos de forma grosera y sin ningún tipo de pudor. Y Laura, aún con la los labios arqueados mostrando unos preciosos dientes blancos, recalca pretendiendo ser tomada en serio:
- Ei, con cariño, ¿eh?
Capítulo 6
Tan pronto acude a su mente, tímida pero suplicante, la idea de escapar, la deshecha de un plumazo negándose siquiera a considerarla.
El siniestro camarero le invita irónicame educado a pasar por delante de él a la sala en la que no va a quedarle más remedio que cenar. Él aprieta los dientes para impedir vibrar a su mandíbula. Contra el temblor de sus hombros no puede hacer nada. Obedece a Bélcefer y mirando a Laura por última vez, sin tratar de pedir clemencia, sólo por pura incredulidad, procede a bajar los viejos escalones que conducen a quién sabe dónde.
La música va llegando hasta él paso a paso, un golpe de baqueta a cada escalón pisado, crijiendo deteriorado bajo sus zapatos. Se concentra en la letra del nuevo tema musical con que va a ser psicológicamente torturado. Habla sobre 12 hombres atravesados por estacas de madera a orilla del Amazonas. Hace tiempo que no tiene hambre.
Abre la puerta y el ruido lo golpea como una avalancha, haciéndolo inclinar a un lado la cara, como si acabar de recibir un bofetón. Entra en la sala con paso firme para no tener que ser ayudado por su acompañante. Todo está increíblemente oscuro. Las pocas luces que alumbran insuficientemente la habitación son de un color amarillo pálido, fluorescente, y las paredes están pintadas de negro, y decoradas con imágenes de procesos de obtención de carne nada agradables en ningún momento del día, menos aún en éste.
En uno de los cuadros, bordeados con un refinado marco dorado, un cerdo adulto es ejecutado en cuatro doloros pasos bien detallados gráficamente. A su izquierda, un pato está suministrando foie contra su voluntad. No es necesario seguir contemplando esas repugnantes imágenes para deducir el patrón común a todas ellas.
Un olor a carne quemada invade el lugar, y las mesas brillan bajo la grasa pegada.
No está acondicionada por ninguna clase de ventana ni aparato especializado. El ambiente está demasiado cargado, abominable.
Una chica está sentada en el suelo, con las manos inquietas y temblorosas sobre las rodillas y la cabeza entre éstas, enjugándose las lágrimas mientras se balancea suavemente de atrás hacia delante y viceversa, de forma acompasada. Tiene el cabello pegado a la cara por culpa de las lágrimas y los mocos, y las facciones de su rostro están en completa tensión. Ya no llora, sólo se limpia con la manga de la chaqueta estirada sobre su mano, los restos de su dolor. Mira luego hacia delante, con la mirada absolutamente perdida, inmersos sus pensamientos en acontecimientos pasados o quién sabe, posibles acontecimientos futuros.
Frente a ella, de espaldas, en una pequeña mesa especial para parejas, hay un muchacho sereno, llevándose un pedazo de carne a la boca. La mastica con mucho cuidado, y bebe un sorbo de agua para hacerla más digerible. A cada lento pestañeo, deja correr una lágrima por su mejilla. Cree atragantarse durante un segundo, e inclina hacia abajo la cabeza, con la mano derecha extendida sobre el pecho. Un carraspeo de garganta y todo parece volver a su sitio. Hay un plato a su derecha, con un chuletón intacto a un lado y un hueco al otro donde debieron ir las patatas fritas, o algún otro aperitivo de acompañamiento.
Bélcefer mira a la chica un momento, y luego se dirige a su acompañante:
- ¿Sigue sin tener apetito? - pregunta elevando la voz para hacerse oír en medio de aquel bullicio.
El chico, que no ha advertido su llegada, sufre un pequeño sobresalto que derrama otra lágrima, y empieza de nuevo a toser, con la cabeza rígida, sin inclinarse a la izquierda, de donde procede la voz.
Agita la cabeza en señal de negación y vuelve a cortar otro trozo de carne, quemada por fuera, y completamente cruda por dentro.
Bélcefer se acerca a Iker, y comenta bajando la voz, como en confidencia:
- Es que tiene tela, la cosa... encima de que los matamos para ellos, los dejan en el plato.
Iker traga saliva.
- ¿No te parece una insensatez? - continúa el camarero enormemente indignado - si han tenido que morir para llenaros el estómago, por lo menos que os lo llenen, no jodamos - y lo mira esperando aprobación. El chico afirma mirando al suelo, evitando sus penetrantes ojos.
El rostro de por sí amarillento de Iker empieza a palidecer de manera preocupante, y su cuerpo se debilita, haciendo vencer de vez en cuando a una de sus piernas, durante medio mísero segundo, hasta que consigue someterla y permanecer allí inflexible, negándose a dar a su asesino el gusto de verlo suplicar.
Bélcefer guía a su nuevo cliente hacia una mesa libre, apartada en un oscuro rincón, muy cerca de la de ellos, y le ofrece la carta educadamente. La lee detalladamente, por no tener a disposición mejores opciones, y se percata de que en la descripción de los platos, no indica la carne concreta en oferta. Sólo "chuleta", "pata", "cuello", "muslo", "pechuga", "rabo". Prefiere no hacer preguntas, y selecciona una pechuga al pil pil con ensalada. El camarero recoge la carta y desaparece escaleras arriba. Tiene la tentación de mirar a sus espaldas, donde se encuentran sus dos compañeros de suplicio, y obtener algún tipo de información, pero desestima la idea considerándola inútil, vistas las circunstancias, y el estado anímico de los dos desgraciados. Y pone toda su atención en la música que está sonando, imperceptiblemente diferente a la anterior, salvo por la letra, que en este caso pasa por alto la matanza y se centra en las vísceras y órganos que componen un cuerpo cualquiera.
En el exterior, dos hombres apuran una copa ya pagada, y salen del bar despidiéndose cortésmente. Laura está sentada ahora, en una silla perteneciente a una de las mesas de la zona del bar, con los codos apollados sobre ésta, y las manos una a cada lado de su frente, ahora casi por completo despejada. Resopla de vez en cuando. Las gafas sin graduar están extendidas sobre la mesa.
Haizea está inclinada sobre ella, rodeándola con el brazo derecho, acariciando cariñosamente su hombro izquierdo con los dedos. Se acerca lentamente a ella por ese lado, y roza con su mejilla la mejilla de la amiga.
- Nos tienes a nosotros - susurra consoladora, mirándola con aire de verdadera preocupación.
A continuación coge otra silla y se sienta a su la posando la mano sobre su brazo.
Laura la mira de reojo, seria. Asiente poco convencida y mientras separa los labios hasta ahora comprimidos para inspirar profundamente, echa hacia atrás la cabeza sorbiéndose y apartándose la última lágrima de la comisura del ojo.
- Sí. Me quedáis vosotros - y sonríe a su compañera brevemente antes de volver a deprimirse:
- Pero él parecía...
Haizea le termina la frase convencida:
- ... diferente.
- Ya - vuelve a sonreír avergonzada -, digo siempre lo mismo, ¿no?
- Confías demasiado en las personas. Si sigues así sólo vas a conseguir hacerte más daño.
Ella a penas la escucha.
- ¿Crees que era convertible? - pregunta más para sí misma, con cierta esperanza.
- No, venga, no pienses en eso. No podíamos correr el riesgo, has hecho lo que tenías que hacer. Dejemos eso de lado.
- Ya, porque... ahora ya es tarde, ¿no?
- Ei... - gira su cara hacia sí sujetándola por la barbilla, y la mira entornando los ojos - ¿Qué quieres hacer?
Una pareja irrumpe en el bar en ese instante. Laura gira la cabeza hacia ellos haciéndosela girar también a Haizea.
Se saludan. Los observan durante un rato detenidamente. Parecen extranjeros. Americanos, si nos atrevemos a concretar tanto, en base sólo a una primera impresión. El hombre lleva un curioso sombrero gris sobre la cabeza, y su cazadora de auténtico cuero granate y sus enormes y estilosas gafas de sol a las 23:15 de la noche, le dan una apariencia de policía americano, un Starsky o un Hutch que pasarían perfectamente desapercibidos en un bar texano de carretera.
Haizea se adelanta a la orden de su jefa, completamente inepta para los idiomas, levantándose de su silla en dirección a los dos desconocidos.
- Hello - entona con un simpático acento inglés, desconociendo el americano. - Did you come for dinner?
Ellos la miran perplejos. No habrían imaginado encontrar un bar inglés en pleno Ciaurriz. Alfredo se gira hacia su acompañante esperando que sepa defenderse en inglés, pero ella le devuelve la mirada extrañada negando con la cabeza.
- Eh... bueno... - balbucea el policía, haciendo tiempo hasta encontrar alguna sencilla expresión con la que salir del paso.
La camarera descubre su error y rectifica disculpándose avergonzada.
- Ah, que son ustedes de aquí... - sonríe pidiendo comprensión.
- Sí, sí - contesta Alfredo avergonzado también por su nulo dominio del inglés. - Veníamos a... - y viendo que no queda nadie en la zona del restaurante en la que se encuentran concluye: - cenar.
Perfecto - sonríe más tranquila la camarera. Tenemos dos salas a elegir, a gusto del consumidor - bromea -. Tienen a su izquierda la sala para carnívoros, y la sala para vegetarianos a la derecha.
Alfredo se encoje de hombros y toma entonces Nerea la palabra:
- Tomaremos un menú vegetariano - determina, creyendo ilusa que una dieta vegetariana ocupa menos en el estómago que una carnívora. Aún así, no se siente capaz de terminar un sólo plato, después de la cantidad de comida y bebida que ha ingerido durante su retención ilegal en casa de Alfredo.
- Excelente elección - juzga Haizea emocionada, y girándose para acompañar a los clientes a su mesa, giña un ojo a la jefa devolviéndole la ilusión.
Camina la guapa camarera elegante y estilosa por delante sacando partido a sus bonitas caderas acentuadas bajo la ropa, y canta una alegre cancioncilla de Rosana, mientras les abre la puerta dejándoles pasar primero. Hay una mujer en el interior, sacando brillo a su plato con un pedazo de pan. Oye abrirse la puerta y se gira sonriente, a saludar a la camarera, y a los recién llegados.
- Me tienes que pasar esta receta, cariño.
Haizea ríe orgullosa:
- Tendré que consultarlo con Jacinta, es la autora indiscutible de esa fórmula. Sabes que si de mí dependiera te lo escribía ahora mismo en una servilleta.
Alfredo y Nerea se adentran en la sala maravillados por el gusto con que ha sido decorada. Por cada delicado y elegante detalle sobre las mesas. Macetas con coloridas flores sobre las estanterías. Hermosas fotografías de paisajes de ensueño enmarcadas en las paredes, manteles de azules y verdes suaves y agradables...
Una musiquilla increíblemente relajante, compuesta seguramente por Ennio Morricone para alguna película que le debe a él todo su ser, y la mitad de su éxito, acompaña las comidas endulzando su sabor. Y unas velitas de colores desprenden un olor cautivador, y hasta afrodisíaco.
- Que aproveche - dice Alfredo viendo disfrutar a la mujer con un plato de estofado de tofu. Mientras, Nerea no quita ojo a las paredes crema de la sala, y a las preciosas vistas a través de los ventanales. Alfredo regresa entonces a la realidad y recuerda qué es lo que están haciendo allí. No buscan a una mujer pelirroja teñida de unos 40 años, sino a un chaval moreno y delgado, que rondará los 25. Y allí no hay ni rastro de él. Tal vez en la otra sala. Tarde.
Nerea pide un plato de ensalada de pasta con poca salsa, Alfredo un filete de algas rebozado con guarnición. Se acomodan, y el policía se acerca con la silla a su acompañante e inspecciona la sala asegurándose de que nadie les está prestando la menor atención.
- Éste tiene que estar en la otra sala.
- ¡No! - la muchacha finge sorpresa sarcásticamente.
- Es que... menuda idea la tuya de meternos aquí. ¿Cuántos carnívoros hay por cada vegetariano? Estadística, guapa, estadística - declara con arrogancia, mientas se coloca la servilleta en el cuello de la camisa.
- Podía habérsete ocurrido a ti en el momento. Te has quedado mudo, y algo tenía que decir- mientras lo dice, ha subido inconscientemente la voz. Alfredo le hace un gesto con la mano para que lo atenúe, amonestándole con la mirada, y cambia de tema:
- Bueno, mira. Ahora esperamos a que nos traigan el primer plato, al minuto/minuto y medio salgo en dirección al baño, y echo un vistazo en la otra sala.
- Desde el bar las dos salas están a la vista, no te sirve de nada fingir si cuando salgas te vas a delatar.
Él entorna los ojos, los achica mirando al vacío, mientras se pasa la mano derecha por la barbilla y hace una artificial mueca de reflexión, característica de cualquier película policiaca hollywoodiense.
- ¿Te has fijado en qué hay al otro lado del lavabo de caballeros? - pregunta pensativo.
- Um... yo diría que limita directamente con la otra sala - y se vuelve hacia él sonriente.
- No pierdo nada por intentarlo. Plan A en ejecución.
Esperan a que la camarera les sirva el primer plato y los embriague con esa paz que destila a cada paso, y esa sonrisa que no debería borrar nunca. Después, hacen lo acordado. Alfredo se levanta de la silla, se excusa, y sale al exterior.
Allí están Laura y Eleuterio echando una partida de cartas tras la barra. Laura lo avista, y saluda amable. Él le devuelve el saludo y entra en el servicio. Sin necesidad de colocarse directamente sobre la pared, ya puede oír el estruendo procedente de la otra sala. Es imposible distinguir ninguna voz en medio de aquel bullicio.
- ¡Maldición! - grita desilusionado, y golpea la pared en un arrebato de furia. Trata de relajarse antes de salir por la puerta con la misma sonrisa con la que entró, y una vez fuera, busca la mirada de Laura para volver a saludarla, pero ella está demasiado ocupada celebrando una victoria con un baile infantil que Eleuterio recibe como una dolorosa muestra de desprecio. Arroja éste sus cartas a la repisa y se apresura a encenderse un cigarro.
Alfredo aprovecha la ocasión para correr escaleras abajo hacia la sala en la que seguramente estará cenando su principal sospechoso. Los escalones crujen más de lo esperado. Se para en seco al advertirlo, e intenta averiguar si sus zancadas lo han denunciado. No oye nada fuera de lo común, sólo las risas emocionadas de Laura y las murmullos blasfemos del cocinero, y sigue descendiendo hasta llegar a la puerta.
Repentinamente, escucha el estruendo de unos pies que seguramente dupliquen en tamaño los suyos, bajando por las mismas escaleras por las que él ha bajado. Se queda inmóvil un segundo, deliberando qué idea se antoja más apropiada en circunstancias como éstas, y para cuando escoje entrar en la sala, Bélcefer ya se encuentra a sus espaldas golpeando su hombro para hacer que se vuelva. Él se gira mordiéndose el labio con mirada de culpabilidad. Ahora frente a él, hay un hombre que está convencido de no haber visto antes al entrar. De esto concluye, que el espeluznante individuo desconoce por completo que él está cenando en la otra sala con su acompañante.
- ¿Quieres cenar? - pregunta el hombre totalmente serio.
Sin saber muy bien por qué, entona un inocente "sí" y obedece al gesto del camarero que le indica la puerta. Los dos entran en la sala, primero el policía, después el camarero. Alfredo es víctima de un verdadero shock al descubrir las infrahumanas condiciones del lugar, y los rostros de desesperación de los clientes, dos sentados a la mesa, una contra la pared. Uno de los hombres a la mesa, es precisamente su anhelado sospechoso nº 1, que conforme lo ve, va dibujando en su cara una expresión de agotamiento que supera todas las demás. Ladea la cabeza en señal de negación, no hacia él, sino hacia sí mismo, o hacia Dios o al destino caprichoso y cruel que la ha tomado con él cuando cualquier otro lo habría merecido más. Suspira y sigue a lo suyo. La carne tiene que desaparecer del plato como sea. Por mucho que su estómago se cierre en banda y se niegue a recibir más pedazos de esa materia cruda y seguramente cancerígena que va descendiendo por el esófago. La música no ayuda, la decoración, desde luego no ayuda. Pero una cosa está clara. No le queda más remedio.
Alfredo se sienta en la mesa que Bélcefer le ha señalado, y pide algo sin prestar demasiada atención al menú, ocupado en asimilar todo lo que acontece en el interior de ese antro, y especialmente, en la parte concerniente a su "amigo". Pronto se arrepiente de haber pedido un chuletón, e intenta cambiar su pedido por algo más ligero, al conocer las normas de la casa sobre dejar la comida en el plato. Pero el camarero le hace saber que ya es demasiado tarde. Eleuterio y Jacinta enrrojecerían de rabia si el plato que han cocinado con tanto mimo hubiera sido preparado en valde. Alfredo no quiere hacer enfadar a Eleuterio y a Jacinta. Ha ingerido dos trozos, aproximadamente un 10% del plato completo, cuando Iker hace una señal a Bélcefer para que venga a revisar su plato impecable. El chico que comía tras él terminó hace tiempo, pero lo tienen retenido hasta que su novia se digne a terminarse el suyo, no ha servido de nada ofrecerse a hacerlo él, cada uno debe cumplir con sus obligaciones. El camarero hace un gesto de aprobación y con una palmada amistosa en la espalda, deja marchar al nuevo amigo de la jefa. El policía golpea la mesa con rabia, y acto seguido se arrepiente, y disimula como puede llevándose otro cacho a la boca. Mastica despacio, intentando deshacer la carne como puede, mientras de reojo observa al camarero esperando no haberlo molestado. Siente una inesperada arcada al toparse con un ternero abierto en canal en la pared de enfrente, y escupe la comida al plato hasta que ha conseguido borrar, o al menos difuminar, esa imagen de su cabeza.
Iker abre la puerta y respira por fin vencedor. La cierra tras de sí dejando al tipo de voz cavernosa y desgarrada con la palabra "intestino" en la boca. Al verlo, Laura abandona la barra y corre a su encuentro.
- ¿Qué tal la comida? - pregunta algo tímida, y sonriente, esperando una respuesta afirmativa.
Iker duda un segundo. Intenta entender lo que allí está ocurriendo, en la cabeza de esa chica, en las de todos los empleados del local, en la suya misma, que tal vez sea al fin y al cabo la única que realmente funciona mal. Tiene más sentido que sea él el que se está volviendo loco, que creer locas a 4 o 5 personas. A 6 o 7, si contamos a los recién llegados.
- Bi... bien - balbucea desconcertado - gracias.
Se queda mirándola perplejo. Haizea pasa por su lado y le revuelve el pelo con simpatía.
- ¿Todo rico?
- Muy rico, sí.
Y la chica hace un gesto de precaución a su amiga, que está volviendo a intimar con el enemigo.
Laura lo hace aguardar un segundo, y corre tras ella.
- Es recuperable - le dice, algo molesta por su incomprensión.
- Tú misma - y va hacia la cocina, sonriente y segura.
Laura vuelve junto a Iker, que espera quieto donde interrumpieron la conversación, por no encontrar otro modo de afrontar la situación.
- Oye, estaba pensando... te he visto antes interesado en la filosofía del local. Aunque es posible que te haya malinterpretado - y espera amablemente la confirmación.
- Sí, bueno, me ha parecido interesante vuestro punto de vista... - no quiere disgustarla de ningún modo.
- Ah, bien - sonríe abiertamente feliz - si te parece, podríamos mantener contacto por teléfono, o algo... y te voy pasando folletos y más información.
El chico acepta, e inexplicablemente, todo ocurre demasiado rápido, le da su verdadero número.
La deja feliz, confiando de nuevo en la raza humana, y abandona el local, suspirando, andando a duras penas debido al temblor en las rodillas.
Busca con la mirada el coche de Alfredo y Nerea, y espera encontrarla a ella esperando en el asiento del copiloto. Afortunadamente, lo encuentra vacío, y respira aliviado.
- Joder con los comeflores estos, de los... - murmura mientras entra al coche.
Capítulo 7
2 horas antes:
Suena en el coche la sintonía de un programa de radio sobre fenómenos paranormales. La música es extravagante acorde con el contenido del programa. Con el presentador y, por supuesto, con los colaboradores. Nerea obliga a Alfredo a dejarlo hasta que acabe la canción, que a ella, por lo visto, le resulta agradable y pegadiza. Al policía no consigue sino distraerlo de su objetivo. Hace unos minutos que perdieron de vista al presunto psicópata que comparte portal y garaje con él. Casa, y garaje, nada menos. Maldita sea, ha estado todo el tiempo delante de sus narices. ¿Cómo no lo vio?
La luna se ha asentado ya en lo alto, y por más que lo intente, si es que lo intenta, no logra iluminarlos todo lo que fuera necesario para poder moverse con cierta comodidad por la carretera. Va ojeando de manera imprudente un mapa de la región y no consigue reconocer uno sólo de los lugares por los que han pasado. Busca insistente en el papel un dibujo que le recuerde, aunque sea vagamente, a la zona en la que se encuentran, pero no hay suerte.
Aún han de pasar 40 minutos hasta que Alfredo sienta la temible sospecha de que se han metido por el sendero equivocado. El coche está subiendo por una interminable cuesta curva hacia lo alto de una montaña. A penas hay casas por esa zona. Alguna gasolinera, alguna granja de cerdos... las probabilidades de que el sospechoso busque refugio por allí son verdaderamente escasas.
Nerea yace a su lado completamente dormida, con el asiento reclinado hacia atrás y su cazadora a modo de manta cubriendo desde sus hombros hasta su cintura. Tiene la boca entreabierta y cae de ella un hilo fino de saliva que gotea sobre la tela y parece traspasarla. Él la zarandea durante un breve momento y vuelve rapidamente la mano al volante y la vista a la carretera. Segundos más tarde se vuelve a girar hacia ella para ver que no ha surgido efecto. Esta vez la empuja más fuerte, y muy a su pesar, y murmurando molesta, ella se despierta y mira al chófer sobresaltada. Tarda unos instantes en asimilarlo todo de nuevo, y relajarse un poco. El conductor le pasa el mapa y le exige algo de ayuda. Ella se frota los ojos con desgana, se incorpora, y enciende la luz sobre su cabeza. Extiende bien el mapa y trata de reconocer carreteras, estaciones, lo que sea.
- La has cagado - sentencia la chica.
- ¿La he? La hemos, ¿no? - inquiere él ofendido.
- ¿Y yo qué he hecho?
- Nada, precisamente por eso.
Ella desiste, dando por imposible una discusión medianamente razonable con ese hombre.
Finalmente, arroja el mapa contra el asiento trasero y alza las piernas apoyando los talones sobre el asiento.
Alfredo le golpea los tobillos perdiendo de vista la carretera no más de un par de segundos, y volviéndose al frente, grita malhumorado:
- ¡Quita ahora mismo los pies de la tapicería de cuero!
Ella le atiza en la mano que termina de nuevo enganchada al volante, y sin plantearse la posibilidad de obedecer al chófer, y empezar así con él desde cero, una relación más amigable, reposa el brazo derecho sobre sus rodillas aún en alto, y resopla mirando a su secuestrador por el espejo retrovisor.
- Tengo que hablar con mi madre.
- Vaya. Ahora tienes que hablar con tu madre - ríe él irónico.
- Sí - responde ella cortante.
- Eso haberlo pensado antes - contesta con expresión seria y profesional.
- ¿Antes cuándo?
- Ya sabes cuándo. Cuando malgastaste tu única llamada.
- ¡Joder, es imposible! - exclama la chica totalmente irritada.
- ¿Imposible qué?
- Razonar contigo.
- No, perdona. Eres tú la que no entra en razón. ¿Tanto te cuesta entender que tengas derecho a una sola llamada? Te lo he avisado desde el principio. La decisión de llamar a tu noviete de la semana en lugar de a la mujer que te dio la vida ha sido solamente tuya.
Ella ríe casi histérica, agitando la cabeza en señal de desconcierto. Por no llorar, debe estar pensando, por no llorar.
Es entonces cuando Alfredo divisa un caserón, alumbrado por lámparas de estilo arcaico colgando en el porche, y unas cuantas luces más en el interior. Es demasiado grande para albergar a una sola familia. Tiene que ser un refugio, piensa, y lo pone en común con su compañera, que asiente. Aparcan el coche en el jardín delantero, al lado de un árbol algo encorvado, y salen firmes y decididos con dirección a la entrada. La puerta está abierta, y cerca de ella, justo en frente, hay un gran mostrador y una mujer detrás, leyendo una revista rosa con unas gafas que le caen hasta casi la punta de la nariz. Ha visto los faros del coche acercarse y apagarse en la entrada, y ahora finge acabar de verlos y se gira hacia ellos conteniendo la emoción. No parece recibir muchas visitas. Tampoco la zona es propicia para ello, debe saberlo.
- Buenas tardes.
- Agente Velaz - comienza Alfredo, mostrando su placa falsa con un gesto altanero y fuera de lugar - buenas tardes, señora. Estoy siguiendo la pista de un sospechoso y usted podría serme de gran ayuda.
La decepción de la mujer por no recibir nuevos clientes, queda compensada en cierto modo por la satisfacción de poder ayudar a resolver una investigación policial. Se muestra dispuesta y colaboradora y sonríe a la señorita que va a su lado ofreciéndole algo de beber. Ella se niega agradecida.
Alfredo saca del bolsillo interior de su cazadora una fotografía, en la que puede verse a dos hombres en posición amistosa, sentados en el banco de un parque. Uno tiene al otro sujeto con un brazo por el cuello, y dirige una mano peligrosamente hacia su cabeza con la intención, al menos es eso lo que se aprecia en la foto, de frotar los nudillos contra ella. El otro ríe con la cara colorada intentando liberarse. La mujer observa los rostros de esos dos jóvenes, y reconoce en uno de ellos al hombre que tiene frente a ella, y lo mira sin saber muy bien qué se supone que ha de decir.
- Ese es usted... - comenta.
- Ya, sí - repara el policía - no, no se trata de nosotros. El tipo al que estoy buscando es éste de aquí.
Señala con el dedo el margen derecho de la fotografía, en el que aparece, de fondo, diminuto y muy borroso, un chico con una correa en la mano que debe sujetar a un perro que la cámara no llegó a captar. La cara del muchacho es irreconocible. De ella sólo se puede extraer que es moreno, de pelo negro, menudo, y algo pálido. Una descripción muy poco útil.
- ¿Ha visto usted a este hombre? - pregunta con firmeza en inspector - y añade con total seguridad - ahora tiene exactamente 8 años más.
La mujer duda. La tarea se le antoja imposible.
- No lo sé... supongo que no.
- ¿Supone? ¿Y cómo tengo que entender yo eso, señora?
Lo mira confusa.
- Es que no lo sé...
Alfredo se acerca a ella, poco a poco, y apoya sus manos sobre el mostrador para tomar impulso hacia adelante. La mira con fijación, intentando ponerla nerviosa, conseguir que baje la guardia.
Nerea trata de calmarlo pero sólo recibe un desdeñoso empujón.
- ¿Qué saca usted de todo esto? - pregunta finalmente amenazante.
- ¿...Qué? - la mujer no entiende nada.
- Pregunto - y aquí hace una pausa intencionada - que qué gana usted encubriendo a un criminal.
Ella se dispone a responder pero él la interrumpe:
- A parte de entorpecer una investigación criminal, claro.
Y añade, exaltándose cada vez más:
- ¿O es ese el motivo? ¿Lo hace por gusto? ¿Le complace tocar los huevos a la policía?
Nerea vuelve a intentar hacer entrar en razón a su amigo:
- Alfredo, hombre... esto no tiene sentido. Vamos a seguir buscando, que estamos perdiendo el tiempo.
La mujer empieza alterarse. Quiere defenderse pero no encuentra las palabras. La acusación del policía la está paralizando de miedo. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué ha visto en ella ese hombre para implicarla en un crimen del cual ni siquiera tenía noticia?
- Escuche... yo no puedo ofrecerle nada. No puedo ofrecerle dinero, ni protección... de momento. Sólo la garantía de que si colabora, se habrá ganado el aplauso y el agradecimiento de todo el cuerpo de policía nacional. Pero si no colabora...
Ella traga saliva, y siente un escalofrío que la hace agitarse.
- ... puede ser acusada de cómplice y condenada a unos cuantos años en prisión.
- ¡Venga, ya, por favor! - grita Nerea saturada de excesos y sinsentidos. Alfredo la mira serio y enfadado. La odia por haberlo contradicho en pleno interrogatorio. Por haberse atrevido a faltar al respeto a un agente de la ley, a una figura de autoridad. Ella respira profundamente, y con mucha calma, va hacia él y lo coge del brazo.
- Venga, anda... vamos a seguir buscando. Aquí no hay nadie salvo nosotros, ni siquiera había coches aparcados a la entrada.
La inquilina del hostal entra en la conversación:
- Bueno, la verdad es que los coches aparcan en la parte trasera, en un descapado a pocos metros de aquí. Si ese hombre estuviera aquí, seguramente tendría su coche aparcado en el descampado.
- Claro - Alfredo sonríe satisfecho y agradece a la señora su colaboración. Luego, al salir, reprocha a la compañera su insolencia al haberlo interrumpido en público de ese modo.
Dan la vuelta al caserón y encuentran el descampado, con tres coches aparcados de los cuales, ninguno es el del sospechoso. Se dan por vencidos y suben al coche. Alfredo se quita las gafas de sol con un gesto rápido y estiloso y las mete en la guantera.
- Dirás lo que quieras. Pero esa mujer esconde algo.
- Claro... como yo - replica ella mirándolo con reproche.
- Eso aún no lo sé - dice totalmente serio - tu inocencia todavía está por probar.
Ella hace un aspaviento, resopla ofendida, y decide dejarlo estar.
Antes de retomar el viaje, estudian el mapa con detenimiento y concluyen que, efectivamente, hace ya casi una hora que se salieron de la carretera por la que durante todo el tiempo han creído estar circulando. Seguramente ya sea demasiado tarde para alcanzar al criminal, pero aún no todo está perdido. Arrancan el coche camino del lugar donde perdieron estupidamente a su objetivo, y tardan menos de lo que creían en dar con su coche, aparcado cerca del bar-restaurante vegetariano Saralegi, oculto inutilmente entre unos arbustos.
Acuerdan ir de incógnito esta vez. Alfredo no está dispuesto a dar a los dueños del bar la oportunidad de esconder al psicópata, como se la sirvió en bandeja a esa misteriosa mujer, que probablemente ahora esté riéndose a carcajadas del ingenuo policía que no ha sido capaz de sacarle la información como es debido.
Vuelve a sacar las gafas de la guantera y se coloca la cazadora. Camina con pasos lentos y estudiados, con cada uno de los cuales pretende dejar una huella eterna allá por donde va. Su acompañante lo agarra del brazo con ternura y le sonríe con orgullo, emocionada por la aventura en la que ya están inmersos.
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