Escrito por Cronos el lunes, 19 de octubre de 2009
El señor del tiempo.
El volcán escupió su carga de fuego hacia el cielo. Miles de gotas rojizas, luminosas y cargadas con la furia de la tierra se esparcían por el aire, mezcladas con los retorcidos jirones de humo que salían del cráter de la montaña. Todos ellos se elevaban hacia el cielo, formando la más alta columna de fuego y humo que pudiese ser contemplada. Inmerso en la orgía de llamas, suspendido en medio del caos, flotaba un hombre. Estaba cubierto por una túnica y una capa negras y de aspecto pesado que le llegaban a los pies. Como si nada de lo que ocurría a su alrededor pudiese afectarle, contemplaba el espectáculo girando lentamente sobre sí mismo en el aire. Era completamente calvo, y su rostro, ancho y de piel curtida, poseía una mirada y una sonrisa serenas, profundas y tranquilizantes que le daban un aspecto benévolo. Sus manos, hábiles y de dedos largos, sostenían distraídamente una pequeña esfera de cristal, con la que jugueteaba tranquilamente mientras miraba a su alrededor, embelesado por el espectáculo que le rodeaba.
La tierra estaba de mal humor, pero la belleza del momento, visto desde su mismo centro, era imposible de equiparar. Nunca había dos erupciones iguales, ni siquiera lejanamente comparables. La trayectoria de millones de gotas, de billones de partículas era siempre distinta. Eso era lo maravilloso de Isvar, casi nada allí se repetía, no había dos hombres iguales, no había dos dioses iguales. Todo, siempre, era distinto a cuanto había ocurrido antes. Y por eso él, Cronos, el Observador, amaba tanto la creación de sus Hermanos. Cada hombre, cada ser, cada dios que poblaba el gran mundo, el sueño de Isvar el Durmiente, era distinto, era nuevo, siempre cambiante. Y el mundo no dejaba de crecer, cada vez era más y más lo nuevo que allí nacía, y cada cosa nueva que veía le hacia amar más aún el sueño de Isvar. Pero a él, a Isvar, a quien no podía agradecer su obra, era a quien más gratitud le debía por su existencia. Su sueño era lo más bello que jamás podrían llegar a crear, su don el más grande de los que Los Hermanos poseían. Todos ellos habían puesto una parte de su poder en el Sueño del Durmiente, pero era su don el que hacía que de lo que ya conocían naciese algo nuevo. El don de Isvar no era nada y lo era todo. Isvar tenía el don de la creación, y había sacrificado su propia existencia por satisfacer su destino, por crear.
Ahora algunos de los Hermanos querían despertarle de su sueño, acabar con su creación, porque temían que el esfuerzo fuese vano. Habían descubierto que algunos de los seres que habían nacido del sueño de Isvar se hacían muy poderosos. Dioses entre los demás seres, incluso dioses para los dioses. Su poder era ínfimo en comparación al poder de cualquiera de los Hermanos, pero era perceptible por ellos. No sabían si, con el paso del tiempo, no llegaría alguno de esos seres a ser tan poderoso como ellos, o incluso más. Algunos de Los Hermanos temían que ese momento llegase, y otros dudaban sobre si podía llegar o no, o sobre la utilidad del sacrificio que habían hecho y que continuaban haciendo. Sus temores les hacían creer que lo mejor sería despertar a Isvar. Nunca habían llegado a tomar una decisión unánime, pero algunos querían hacerle despertar influyendo en lo que ocurría en el mundo, utilizando a los seres que les pertenecían para conseguir despertar a Isvar desde su propio sueño.
Cronos casi agradecía el esfuerzo de esos Hermanos que intentaban despertar a Isvar. Grandes historias habían sido originadas por aquellos intentos, grandes héroes habían nacido entre los mortales a causa de sus esfuerzos. Y la historia que estaba a punto de empezar era solo otra, tan bella como cualquiera de las anteriores, pero otro grandioso ejemplo de los frutos que estaba dando el sueño de Isvar. Y todo comenzaba de la manera más sencilla.
Con un encuentro, un prisionero, y un deseo…
El volcán escupió su carga de fuego hacia el cielo. Miles de gotas rojizas, luminosas y cargadas con la furia de la tierra se esparcían por el aire, mezcladas con los retorcidos jirones de humo que salían del cráter de la montaña. Todos ellos se elevaban hacia el cielo, formando la más alta columna de fuego y humo que pudiese ser contemplada. Inmerso en la orgía de llamas, suspendido en medio del caos, flotaba un hombre. Estaba cubierto por una túnica y una capa negras y de aspecto pesado que le llegaban a los pies. Como si nada de lo que ocurría a su alrededor pudiese afectarle, contemplaba el espectáculo girando lentamente sobre sí mismo en el aire. Era completamente calvo, y su rostro, ancho y de piel curtida, poseía una mirada y una sonrisa serenas, profundas y tranquilizantes que le daban un aspecto benévolo. Sus manos, hábiles y de dedos largos, sostenían distraídamente una pequeña esfera de cristal, con la que jugueteaba tranquilamente mientras miraba a su alrededor, embelesado por el espectáculo que le rodeaba.
La tierra estaba de mal humor, pero la belleza del momento, visto desde su mismo centro, era imposible de equiparar. Nunca había dos erupciones iguales, ni siquiera lejanamente comparables. La trayectoria de millones de gotas, de billones de partículas era siempre distinta. Eso era lo maravilloso de Isvar, casi nada allí se repetía, no había dos hombres iguales, no había dos dioses iguales. Todo, siempre, era distinto a cuanto había ocurrido antes. Y por eso él, Cronos, el Observador, amaba tanto la creación de sus Hermanos. Cada hombre, cada ser, cada dios que poblaba el gran mundo, el sueño de Isvar el Durmiente, era distinto, era nuevo, siempre cambiante. Y el mundo no dejaba de crecer, cada vez era más y más lo nuevo que allí nacía, y cada cosa nueva que veía le hacia amar más aún el sueño de Isvar. Pero a él, a Isvar, a quien no podía agradecer su obra, era a quien más gratitud le debía por su existencia. Su sueño era lo más bello que jamás podrían llegar a crear, su don el más grande de los que Los Hermanos poseían. Todos ellos habían puesto una parte de su poder en el Sueño del Durmiente, pero era su don el que hacía que de lo que ya conocían naciese algo nuevo. El don de Isvar no era nada y lo era todo. Isvar tenía el don de la creación, y había sacrificado su propia existencia por satisfacer su destino, por crear.
Ahora algunos de los Hermanos querían despertarle de su sueño, acabar con su creación, porque temían que el esfuerzo fuese vano. Habían descubierto que algunos de los seres que habían nacido del sueño de Isvar se hacían muy poderosos. Dioses entre los demás seres, incluso dioses para los dioses. Su poder era ínfimo en comparación al poder de cualquiera de los Hermanos, pero era perceptible por ellos. No sabían si, con el paso del tiempo, no llegaría alguno de esos seres a ser tan poderoso como ellos, o incluso más. Algunos de Los Hermanos temían que ese momento llegase, y otros dudaban sobre si podía llegar o no, o sobre la utilidad del sacrificio que habían hecho y que continuaban haciendo. Sus temores les hacían creer que lo mejor sería despertar a Isvar. Nunca habían llegado a tomar una decisión unánime, pero algunos querían hacerle despertar influyendo en lo que ocurría en el mundo, utilizando a los seres que les pertenecían para conseguir despertar a Isvar desde su propio sueño.
Cronos casi agradecía el esfuerzo de esos Hermanos que intentaban despertar a Isvar. Grandes historias habían sido originadas por aquellos intentos, grandes héroes habían nacido entre los mortales a causa de sus esfuerzos. Y la historia que estaba a punto de empezar era solo otra, tan bella como cualquiera de las anteriores, pero otro grandioso ejemplo de los frutos que estaba dando el sueño de Isvar. Y todo comenzaba de la manera más sencilla.
Con un encuentro, un prisionero, y un deseo…
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