Escrito por Cronos el lunes, 19 de octubre de 2009
Encuentro.
Saryon se despojó lentamente de su armadura. Los pocos rayos de sol que pasaban a través de las copas de los árboles golpeaban su piel, produciéndole una sensación reconfortante. El pequeño claro estaba dominado por el río, no muy ancho pero caudaloso y de aguas claras y rápidas. El lugar era perfecto para dejar atrás una parte del cansancio del largo camino. Irwen, la gran yegua blanca, pacía y bebía del agua fresca, manteniéndose en silencio.
Se acercó al borde del riachuelo y se dispuso a lavarse y a beber. "Me estoy haciendo mayor", pensó al ver su reflejo en el agua. Y ciertamente ya no era el joven que había luchado con todas sus fuerzas durante la guerra contra El Imperio de Oriente. Ni mucho menos el adolescente que se había marchado de casa para ingresar en el monasterio, unos veinte años atrás. Ahora su pelo, aunque aún liso, largo y firme, ya no era totalmente negro, algunos cabellos grises asomaban, y cada vez eran más. La piel de su rostro estaba surcada por bastantes arrugas, muchas de ellas alrededor de sus ojos verdes, en los que la gente siempre encontraba serenidad. Y si no fuera por su largo mostacho, que caía a ambos lados de su boca, probablemente también serían muy visibles las arrugas que flanqueaban sus labios. Como siempre, estaba bien afeitado, lo cual hacía que se le viese un poco más joven.
Metió los pies en el riachuelo y, tras despojarse del largo guante de cuero que cubría su mano derecha, comenzó a mojar su cuerpo. Aunque ancho de hombros y bastante fuerte, alrededor de su abdomen comenzaba a aparecer una capa de grasa, que hacía que desapareciese parte de su aspecto atlético. Continuó refrescándose la cara y los brazos, evitando mojar su brazo izquierdo, aún cubierto con el guante, y tras unos instantes, se acercó al centro del claro y se sentó junto a su yegua a comer y a descansar.
Aún no había acabado de sacar la comida de las alforjas de Irwen, cuando ésta comenzó a mostrarse intranquila. Acariciando el poderoso cuello de la yegua y musitando palabras tranquilizadoras, comenzó a mirar a su alrededor. Aunque le habían informado de que el río era seguro, conocía a Irwen como a una hija, pues había sido su montura durante muchos años, y no solía ponerse nerviosa sin motivo. Comenzó a ponerse la pesada cota de mallas, que le cubría desde los hombros hasta la cintura y los brazos hasta los codos. Una vez hubo asegurado todas las correas como tantas veces había hecho antes, se puso el blasón de color marfil con el símbolo de La Orden de Isvar, una espada apuntando hacia abajo cuyo mango forma una balanza, bordado en plata. Dejó su espada y su escudo cerca de él. Se fijó en el ya gastado símbolo del escudo, también una espada con la punta hacia abajo, alrededor de la cual había doce esferas. Había adoptado esa enseña muchos años atrás, durante la guerra de Oriente. Entonces, él y sus compañeros habían buscado ciertos artefactos mágicos de gran poder y cuyo verdadero origen les era desconocido. Durante aquella búsqueda, había hecho dibujar una esfera en su escudo por cada uno de los artefactos que habían recuperado. Su espada era uno de aquellos objetos, y hasta ahora le había sido siempre fiel y útil, y estaba indudablemente encantada, pues pronunciando el verdadero nombre de la espada, su hoja se cubría de llamas. Nunca había necesitado afilarla, y si la limpiaba era por respeto al antiguo poder contenido en el objeto, pues parecía consumir cualquier rastro de suciedad en el mismo momento en el que se guardaba en su vaina. La había empuñado en numerosas batallas y escaramuzas contra los soldados de Oriente, y muchos habían caído por el filo de su hoja. Hacía mucho tiempo de aquello, y sin embargo le parecía tan próximo...
Se dispuso a continuar con su comida, pero algo se movió en el agua del río. Irwen resoplaba y miraba a su alrededor, cada vez más inquieta. Saryon se acercó espada en mano al borde del riachuelo, al mismo lugar en el que antes había estado refrescándose. El río, aunque no era muy ancho, era bastante profundo hacia el centro, y las aguas corrían bastante turbias por la zona más profunda. Permaneció unos instantes observando el fluir de la corriente, esperando algún movimiento extraño. Cuando ya estaba prácticamente convencido de que no ocurría nada, tres figuras surgieron del agua, cerca del centro del río, a unos cinco o seis pasos de él. Ninguna superaba el metro setenta, y estaban cubiertos de escamas, todavía brillantes por el agua. Sus rostros, de ojos pequeños, recordaban a la faz de un reptil. Eran Lezzars. Movían sus lenguas bífidas constantemente fuera de la boca y entre sus afilados dientes. Los tres portaban lanzas de madera, con punta de metal y de tosca factura. Sin tiempo a mediar palabra, corrieron hacia él, moviéndose con inusitada velocidad a través de las aguas.
Saryon dio dos pasos atrás esquivando y desviando las acometidas de los hombres lagarto como pudo. Cuando notó el lecho más firme del claro bajo sus pies, afirmó su posición, empuñando la espada con ambas manos, pues no había tomado la precaución de coger su escudo cuando se acercó al río, y ahora no podía arriesgarse a tomarlo del suelo.
- Lezzars, no deberíais haber salido de donde estabais… - La voz del caballero se convirtió en un susurro.- Sanatrap. - A su voz de mando, la hoja de la espada se incendió, haciendo retroceder a los hombres lagarto.
Sus oponentes estaban abriéndose a su alrededor, con la intención de tomar sus flancos para golpear con más facilidad al caballero, mientras lanzaban estocadas hacia él, que en ningún momento llegaban a suponer una verdadera amenaza. Aprovechando un mal movimiento del hombre lagarto de su izquierda, envió un fuerte golpe dirigido a la tosca lanza de su rival. El golpe hizo impacto, rompiendo el arma en dos partes, chamuscadas en sus extremos. El lezzar se quedó mirando a los restos de su arma, sorprendido y asustado a la vez. Saryon aprovechó la ocasión, y, tras desviar el envite de otro de sus rivales, lanzó una estocada de arriba abajo que golpeó al reptil en un hombro, cercenando su brazo, y quemándole el hombro y la cara. Tras el brazo, el hombre lagarto cayó al suelo, inconsciente.
En el momento en el que derribó al primero de sus rivales, Saryon sintió una punzada en su costado derecho, y un fuerte dolor que le bajaba hacia la pierna, haciéndole temer que perdería la sensibilidad y la movilidad en la zona. Hizo un gran esfuerzo para recuperar el equilibrio perdido entre el golpe enviado y el recibido, pero le costaba mantenerse en pie. Apartó su cabeza de la lanza de uno de sus oponentes y desvió el golpe enviado por el otro. Aun con la profunda herida, Saryon era un magnífico rival, y las estocadas y los mandobles se alternaron con gran furia.
Sabía que estaba perdiendo sangre, y que el tiempo jugaba en su contra. Los lezzars también lo sabían y comenzaron a luchar de manera más reservada, intentando cansar al caballero, que lanzaba sus golpes de manera cada vez más predecible y lenta. Saryon bajó aún más el ritmo de sus mandobles, decidido a cambiar de táctica. Mientras mantenía a los hombres lagarto lo más lejos posible, comenzó a musitar una oración, cuyos versículos en un extraño leguaje contenían la fuerza de sus dioses. De pronto, una luz de gran intensidad partió de las manos del caballero, llenándolo todo. Decidido a aprovechar la ventaja, se lanzó hacia delante, en un intento desesperado por vencer a sus oponentes. Cuando el primero de ellos, que tenía la punta de su lanza aún ensangrentada, fue capaz de ver algo, sólo pudo adivinar el filo de una espada envuelta en llamas dirigiéndose al centro de su faz. Fue la imagen que sus ojos llevaron al infierno.
Saryon esquivó el golpe lanzado a ciegas por el último de sus enemigos. Ahora el combate parecía girar a su favor, pero sabía que en estos casos es cuando más peligro se corría. Recordó las palabras de su mentor, repetidas una y mil veces mientras practicaban en el patio del monasterio. La confianza es el peor enemigo de un espadachín. Si subestimas a tu oponente subestimas tu vida. Se concentró en defenderse, tomando su tiempo y haciendo ver que su herida le había afectado más de lo que realmente había hecho. Pensó que el lezzar debería estar aterrorizado, pues nunca los había visto así. Aquellos seres eran cobardes, y normalmente huían en cuanto no estaban en una situación de superioridad, pero aquel seguía luchando con intensidad, a pesar de que su rival era mucho mejor espadachín que él.
Ahora que el combate y el intercambio de golpes se habían vuelto más parsimoniosos, se dio cuenta de varios detalles extraños en el cuerpo de aquel ser. Sus dedos estaban prácticamente unidos por una especie de membrana, como si estuviese preparado para nadar, y hubiera jurado que los pequeños rasguños que le había hecho se cerraban lentamente, aunque no podía estar seguro.
El baile de golpes y contragolpes continuó. Saryon lanzaba sus mandobles cada vez más lentamente, esperando a que su oponente se precipitara. Eligió el momento apropiado para acabar con su plan. El hombre lagarto se lanzó a la ofensiva, pensando que Saryon no podría resistir su envite a causa de la herida. El caballero retrocedió, jadeando como si le costara respirar, y entonces dejó un hueco en el lado izquierdo de su defensa. El hombre reptil lanzó un ataque justo al lugar donde Saryon esperaba que lo hiciese. Entonces, para sorpresa del lezzar, bloqueó el golpe con su mano izquierda. En lugar de atravesar la mano como aquel ser hubiera esperado, la lanza golpeó contra algo duro, rígido, que sonó como si hubiera intentado clavar su lanza en un árbol, y que detuvo el golpe casi por completo. El caballero apartó la lanza del reptil con un golpe de su espada, y en el mismo giro se dispuso a terminar con su rival, con un golpe dirigido a su pecho.
Entonces oyó más chapoteos en el agua. Cuatro figuras más estaban saliendo del río. El lezzar aprovechó el instante que perdió Saryon, y evitó el mortal golpe dirigido a su corazón, dando un paso hacia atrás. Las tres figuras que ahora se aproximaban, lanza en mano, eran prácticamente idénticas a sus otros oponentes, pero la figura que se estaba quedando atrás medía cerca de los tres metros, y su anchura y peso parecían proporcionados con respecto a su altura. Sus escamas eran mucho más gruesas y su faz mucho más ancha que las de sus compañeros. Lo más inquietante era el aire humano que poseía en la forma y la expresión de su rostro. Sus ojos eran más grandes y su mandíbula era menos prominente que la de los otros, y su lengua bífida mucho más corta y gruesa. Saryon había visto, combatido y vencido a jefes de los hombres lagarto antes, pero ninguno como ése. En sus manos portaba un enorme tridente de metal, sin duda capaz de ensartar a un hombre de un solo golpe, incluso con armadura.
Los tres lezzars recién llegados se abalanzaron sobre él. Ahora Saryon maldecía su descuido mientras retrocedía, evitando los golpes como buenamente podía. De tres zancadas, el que parecía el jefe de aquellos seres se puso tras los cuatro más pequeños, enarbolando el tridente, listo para asestar un golpe por encima de las cabezas de sus compañeros. Si había de morir allí, se llevaría a unos cuantos con él, y si el grande era uno, mejor. Saryon cargó hacia delante, lanzando un certero mandoble que cercenó la mano derecha de uno de los lagartos. Tras girar sobre sí mismo, llevado por la fuerza del golpe, se precipitó hacia el grande, con su espada dispuesta a atravesarlo. El ataque fue detenido con un ágil golpe de la parte posterior del tridente en su cara. Aturdido por el fuerte impacto, y debilitado por la herida en el costado, el caballero trastabilló y cayó al suelo, con la vista nublada. Vio como el enorme líder de aquellos seres levantaba el tridente, dispuesto a darle el golpe definitivo. Un grito sonó en sus oídos, fuerte, pero cada vez más lejano. Alguien llamaba a la muerte.
* * *
Corrió por el bosque en la dirección de la que provenían los sonidos de combate. Enail y Tharmil, sus compañeros elfos, también corrían, aunque lo hacían mucho más hábil y silenciosamente que él, ambos con sus arcos largos en mano. En los dos últimos años había adquirido una gran habilidad para moverse por el bosque, al fin y al cabo de algo le tendría que servir tanto tiempo entre esos orejudos, pero su habilidad no era comparable con la de sus compañeros. El destino a veces era sumamente injusto. El último de sus días entre los elfos tenía que haber problemas. Los sonidos del combate eran cada vez más cercanos, por lo que comenzaron a aminorar su paso. Sin dejar de correr, Adrash indicó a sus compañeros de viaje que comenzasen a rodear el claro con el elaborado lenguaje de señas que empleaban los elfos cuando no deseaban ser oídos. Pronto perdió a los dos de vista. Continuó con su paso ágil, su oscura silueta le hacía parecer una sombra entre los árboles, aunque el tintineo metálico que producía al correr delataba que la ligera túnica no era la única protección que llevaba encima. Sin detenerse, se puso el arco a la espalda y desenvainó su espada, como siempre, listo para el combate. Comenzó a ver el borde del claro, y su furia se acrecentó a medida que distinguió las figuras de cinco lezzars, liderados por uno de esos enormes y extrañamente inteligentes jefes. En medio de ellos estaba un hombre, con todo el aspecto de ser un caballero, y claramente herido, que se defendía como podía. Vio como el hombre cercenaba la mano a uno de los lagartos y se lanzaba directamente hacia su jefe. Antes de que él pudiese hacer nada, estaba derribado en el suelo y el gigantesco lagarto se disponía a rematarle.
-¡Muerte!- El grito salió de su garganta con toda la fuerza de su odio mientras se lanzaba hacia el combate.- ¡Perros escamosos, hoy moriréis!
Aún no había acabado de lanzar su grito y el líder de los horribles humanoides ya tenía su enorme tridente levantado sobre su cabeza, dispuesto a acabar con la vida del hombre que yacía en el suelo. Dos flechas partieron del borde del claro, una de ellas atravesando el cuello a uno de los guerreros lezzars más pequeños y la otra rebotando en las duras escamas del líder. El primero de ellos, mortalmente herido, cayó hacia el cuerpo del caballero. El terrible golpe del jefe atravesó al lagarto caído, hiriendo aun así al hombre que estaba tendido en el suelo. El caballero emitió un leve quejido cuando las puntas del tridente hirieron su vientre. Todavía estaba vivo, y quizá aún tuviese alguna oportunidad. Adrash cargó hacia el claro lanzando un alarido mientras sostenía su espada bastarda con ambas manos.
La figura de Adrash Ala de Fuego, Caballero de la orden del Fénix, cargando hacia la batalla haría huir a cualquier enemigo en sus cabales. Su larga melena, negra como la noche, ondeaba con la velocidad de la carrera. Su faz pálida, de rasgos duros y penetrantes ojos negros, capaces de incomodar al más frío de los hombres denotaba ahora una furia ciega e incontenible, un odio y un ansia de muerte tan grandes que la prudencia parecía no haber existido nunca en su corazón. La larga túnica negra se movía a su alrededor, lanzando destellos rojizos al reflejarse la luz que pasaba entre los árboles en los adornos en forma de llamas. Aunque no era un hombre de gran talla, era fuerte, y sus movimientos eran rápidos y mortales como los de una serpiente.
El más cercano de los hombres lagarto intentó interponerse ante él precipitadamente. Adrash respondió dando un giro sobre sí mismo, sin dejar de avanzar, y lanzando un golpe con la parte plana de su arma hacia la parte posterior de la cabeza del ser. El lezzar, atontado por la maniobra y por el golpe, se inclinó hacia delante. Adrash volteó la espada sobre su cabeza y atravesó el tórax del monstruo, que cayó desplomado al suelo, con la espada atravesándole el pecho. Adrash dio la orden mental con la que activaba la magia contenida en su arma. Un halo de llamas la rodeó, incendiando el cuerpo del lagarto muerto. En su flanco derecho, otro lezzar se abalanzó sobre él, preparado para clavarle su lanza en el pecho. Seguro de que jamás podría esquivar ese golpe, Adrash se limitó a agacharse levemente, procurando que la lanza golpease en su rígida hombrera metálica. El impacto le desequilibró levemente, pero la hombrera resistió el golpe. Una flecha atravesó el ojo derecho del hombre lagarto, después de pasar muy cerca de Adrash. La expresión de sorpresa que tenía el reptil al caer fue la que llevó ante su dios, si es que tenía alguno. Adrash se encaró con el último de los hombres reptil, el gigantesco líder, que seguía intentando desclavar a su difunto compañero del tridente.
-Bienvenido a la hora de tu muerte.- La voz de Adrash sonó profunda y susurrante mientras clavaba sus ojos inyectados en sangre en los de aquel enorme ser. Su respiración era rápida y profunda a causa de la rabia del combate- Nunca debiste salir del lugar del que has venido.
-Puedo venssserte dessarmado, humano.- El gigantesco humanoide miraba tranquilamente hacia Adrash- Vuesstra rasssa es pequeña y débil. Te mataré como a un inssssecto.
-Antes de decir estupideces, piensa un poco, montón de escamas.- La voz de Adrash denotaba cada vez más furia, y las llamas que rodeaban el filo de su espada se acrecentaban con ella.
-Ésste mondón de escamassss te va a arrancar la cabessa.
El descomunal líder de los lezzars se lanzó hacia delante, intentando golpearle con sus garras. Adrash, consciente de la brutal fuerza de la criatura, dio dos pasos atrás, tratando de mantenerle lejos, y esperando la ayuda de sus compañeros. Otras dos flechas, separadas por unos segundos, golpearon al enorme ser en el pecho y en la parte posterior de su cabeza. La primera flecha le produjo un leve rasguño, que se cerró en un instante. La segunda rebotó en el duro cráneo y cayó al suelo, tras producir un sonido sordo.
-¡Seguid! ¡No podéis hacer nada aquí!- La voz de Adrash sonó sumamente apremiante incluso en la musical lengua élfica.- ¡Seguid adelante! ¡Ya os encontraré, sobre la tierra o en el infierno! ¡Es una orden!
Adrash hizo una finta. Tras ofrecer un blanco fácil como cebo, se apartó del esperado ataque con agilidad felina y lanzó un fuerte golpe al lado contrario, aprovechando que su oponente estaba desequilibrado a causa del engaño. La espada impactó en el vientre del reptil, haciendo un corte profundo y quemando la zona de la herida. El hombre lagarto lanzó un gruñido por el dolor, y con una rápida reacción, le atacó con la garra izquierda, conectando un fuerte golpe en su hombro y su cara. Adrash trastabilló, y tras dar dos pasos hacia atrás, cayó al suelo. Le costó unos segundos volver a enfocar la vista en su enemigo, y antes de que pudiera reaccionar, una patada le golpeó en el pecho, dejándolo prácticamente sin aire, derribado en el suelo y manteniendo la consciencia a base de pura fuerza de voluntad. Su espada salió despedida por la fuerza del golpe a varios metros de él. Las llamas que la rodeaban se disiparon al momento. El enorme ser agarró al caballero por el cuello y lo levantó del suelo, hasta que las caras de ambos estuvieron una frente a la otra. La garra del monstruo le apretaba fuertemente la garganta, impidiéndole casi por completo respirar. Notaba el fétido aliento de su horrible enemigo en su cara. Vio su sonrisa afilada y cruel. Era la sonrisa del triunfo. La gigantesca criatura le miraba a los ojos, totalmente segura de su victoria, regodeándose en la muerte de su enemigo.
-Ahora tú vasss a morirrr- Poco a poco su visión se fue nublando. Adrash forcejeó, pero sin un punto de apoyo, sus pataleos de poco sirvieron.- Mírame. Mira el rossstro de la muerte, insssignificante humano...- Las facciones del lezzar, cargadas de presunción, se fueron haciendo más y más borrosas en la mente de Adrash.
Adrash intentó un último truco. ‘Si quieres ver mi último aliento, eso es lo que verás’. Varias veces intentó evocar su magia, pero la falta de aire le impedía concentrarse. Poco a poco, Adrash Ala de Fuego, Caballero del Fénix, disminuyó el ritmo de sus movimientos.
Hasta que se quedó prácticamente inmóvil.
* * *
Se revolvió, consiguiendo a duras penas sacarse aquel peso de encima. Notó un fuerte dolor en su vientre, junto con otro, más agudo y latente en su costado. Tenía una pierna adormecida, y le costaba moverse sin sentir dolor. Se forzó a sí mismo a fijar la vista y vio como a pocos metros de él se desarrollaba un combate. Un hombre, cubierto completamente con una túnica negra y con una espada envuelta en llamas sujeta con ambas manos, luchaba con el enorme lezzar que le había atacado. Notó el fuerte olor de la carne quemada. A su alrededor había varios cadáveres de hombres lagarto. Uno de ellos estaba ardiendo, y otro estaba atravesado por el tridente de la enorme criatura. Saryon comprendió lo que había ocurrido al momento.
El combate entre el líder de los reptiles y aquel extraño hombre avanzaba sin ningún golpe definitivo. Finalmente, el hombre de negro tomó la ofensiva, y con una arriesgada maniobra, casi suicida, aunque demoledora si funcionaba, consiguió herir al lezzar con un golpe que habría partido en dos a un troll. Sin embargo, aquella cosa resistió. Reaccionó inmediatamente, y en pocos segundos, el hombre estaba derribado en el suelo sin respiración, y con graves problemas para mantener la consciencia. El hombre lagarto lo levantó del suelo y lo sostuvo en vilo, agarrándole por el cuello. El hombre se debatía mientras que el reptil se regodeaba de la irremisible muerte que esperaba a su presa. Saryon comenzó a arrastrarse por el suelo, avanzando hacia los dos contendientes por la espalda del lezzar. Concentró toda su voluntad en avanzar y en invocar su magia. Aun sabiendo que las probabilidades de éxito, en su estado, eran prácticamente inexistentes, Saryon continuó avanzando hacia los dos rivales. El hombre pataleaba cada vez con menos fuerza, hasta que, poco a poco, dejó de moverse. En ese instante, Saryon, aún derribado en el suelo, agarró la pierna del formidable reptil, y, utilizando las pocas energías que le quedaban, intentó con su magia bloquear todos los músculos de la horrible criatura, paralizar todos sus movimientos. Notó como el poder penetraba en el cuerpo de aquel ser, como llegaba a cada músculo y como intentaba agarrotarlos, bloquearlos, hacerles perder toda capacidad de movimiento. Por un momento creyó que había vencido, pero la fuerza del líder de los lagartos era demasiada para el poder mágico que Saryon había utilizado. En un solo instante, el lezzar se había liberado de su conjuro rompiendo las barreras que deberían haberlo retenido.
Pero ese instante fue suficiente. En el momento en el que el hombre lagarto fue afectado por el conjuro, tuvo que dedicar todas sus fuerzas a vencer el poder mágico que intentaba inmovilizarle. Por un instante, la presión sobre la garganta de Adrash disminuyó. De pronto, Adrash notó como el aire volvía a sus pulmones. Sus ojos se abrieron, y se fijaron en los del hombre reptil.
Si quieres mi último aliento, lo tendrás.- Adrash llamó de nuevo al poder de su magia, la magia que aprendían los caballeros del Fénix, y, al exhalar el aire que a duras penas había podido hacer llegar a sus pulmones, éste se incendió, rodeando la cabeza de aquel ser. El reptil se llevó las manos a la cara, lanzando profundos gruñidos de dolor y soltando a Adrash, que cayó al suelo como un fardo.
Saryon se incorporó pesadamente sobre sus rodillas y, manteniendo el equilibrio a duras penas, lanzó un golpe con su espada a las piernas de la criatura. Aquel ser, que no dejaba de moverse buscando el río, desorientado y ciego, cayó con gran estruendo cuando Saryon le hizo un profunda herida en la parte posterior de la rodilla. La criatura parecía totalmente enloquecida por el dolor y la ceguera, y su cabeza humeaba como si el fuego hubiese prendido en su piel. Entonces, desplazándose casi a gatas, se aproximó al lugar donde el enorme lezzar se debatía contra el intenso dolor, levantó su espada, y utilizando todo su peso, la clavó en el vientre del extraño ser. Las llamas que la envolvían comenzaron a quemar la carne, extendiéndose por todo el cuerpo, que se convulsionaba a causa del dolor. Finalmente, el hombre lagarto dejó de moverse. Saryon soltó la espada, que continuó quemando el descomunal cuerpo, y comenzó a arrastrarse hacia el lugar donde estaba el hombre de la túnica negra. Cuando al fin llegó a su lado, Saryon comprobó que estaba vivo, aunque muy malherido. Utilizando el poco poder mágico que aún no había empleado, comenzó a invocar la magia curativa que los dioses del Bien le concedían. Pronto, la cara de aquel hombre, pálido ya por naturaleza, recuperó parte de su color. Si recibían ayuda, sobreviviría.
Acusando el esfuerzo y la cantidad de sangre perdida, el caballero perdió la consciencia.
Irwen, la yegua, se situó sobre ambos, protegiéndoles de todo mal de la mejor manera que conocía.
Saryon se despojó lentamente de su armadura. Los pocos rayos de sol que pasaban a través de las copas de los árboles golpeaban su piel, produciéndole una sensación reconfortante. El pequeño claro estaba dominado por el río, no muy ancho pero caudaloso y de aguas claras y rápidas. El lugar era perfecto para dejar atrás una parte del cansancio del largo camino. Irwen, la gran yegua blanca, pacía y bebía del agua fresca, manteniéndose en silencio.
Se acercó al borde del riachuelo y se dispuso a lavarse y a beber. "Me estoy haciendo mayor", pensó al ver su reflejo en el agua. Y ciertamente ya no era el joven que había luchado con todas sus fuerzas durante la guerra contra El Imperio de Oriente. Ni mucho menos el adolescente que se había marchado de casa para ingresar en el monasterio, unos veinte años atrás. Ahora su pelo, aunque aún liso, largo y firme, ya no era totalmente negro, algunos cabellos grises asomaban, y cada vez eran más. La piel de su rostro estaba surcada por bastantes arrugas, muchas de ellas alrededor de sus ojos verdes, en los que la gente siempre encontraba serenidad. Y si no fuera por su largo mostacho, que caía a ambos lados de su boca, probablemente también serían muy visibles las arrugas que flanqueaban sus labios. Como siempre, estaba bien afeitado, lo cual hacía que se le viese un poco más joven.
Metió los pies en el riachuelo y, tras despojarse del largo guante de cuero que cubría su mano derecha, comenzó a mojar su cuerpo. Aunque ancho de hombros y bastante fuerte, alrededor de su abdomen comenzaba a aparecer una capa de grasa, que hacía que desapareciese parte de su aspecto atlético. Continuó refrescándose la cara y los brazos, evitando mojar su brazo izquierdo, aún cubierto con el guante, y tras unos instantes, se acercó al centro del claro y se sentó junto a su yegua a comer y a descansar.
Aún no había acabado de sacar la comida de las alforjas de Irwen, cuando ésta comenzó a mostrarse intranquila. Acariciando el poderoso cuello de la yegua y musitando palabras tranquilizadoras, comenzó a mirar a su alrededor. Aunque le habían informado de que el río era seguro, conocía a Irwen como a una hija, pues había sido su montura durante muchos años, y no solía ponerse nerviosa sin motivo. Comenzó a ponerse la pesada cota de mallas, que le cubría desde los hombros hasta la cintura y los brazos hasta los codos. Una vez hubo asegurado todas las correas como tantas veces había hecho antes, se puso el blasón de color marfil con el símbolo de La Orden de Isvar, una espada apuntando hacia abajo cuyo mango forma una balanza, bordado en plata. Dejó su espada y su escudo cerca de él. Se fijó en el ya gastado símbolo del escudo, también una espada con la punta hacia abajo, alrededor de la cual había doce esferas. Había adoptado esa enseña muchos años atrás, durante la guerra de Oriente. Entonces, él y sus compañeros habían buscado ciertos artefactos mágicos de gran poder y cuyo verdadero origen les era desconocido. Durante aquella búsqueda, había hecho dibujar una esfera en su escudo por cada uno de los artefactos que habían recuperado. Su espada era uno de aquellos objetos, y hasta ahora le había sido siempre fiel y útil, y estaba indudablemente encantada, pues pronunciando el verdadero nombre de la espada, su hoja se cubría de llamas. Nunca había necesitado afilarla, y si la limpiaba era por respeto al antiguo poder contenido en el objeto, pues parecía consumir cualquier rastro de suciedad en el mismo momento en el que se guardaba en su vaina. La había empuñado en numerosas batallas y escaramuzas contra los soldados de Oriente, y muchos habían caído por el filo de su hoja. Hacía mucho tiempo de aquello, y sin embargo le parecía tan próximo...
Se dispuso a continuar con su comida, pero algo se movió en el agua del río. Irwen resoplaba y miraba a su alrededor, cada vez más inquieta. Saryon se acercó espada en mano al borde del riachuelo, al mismo lugar en el que antes había estado refrescándose. El río, aunque no era muy ancho, era bastante profundo hacia el centro, y las aguas corrían bastante turbias por la zona más profunda. Permaneció unos instantes observando el fluir de la corriente, esperando algún movimiento extraño. Cuando ya estaba prácticamente convencido de que no ocurría nada, tres figuras surgieron del agua, cerca del centro del río, a unos cinco o seis pasos de él. Ninguna superaba el metro setenta, y estaban cubiertos de escamas, todavía brillantes por el agua. Sus rostros, de ojos pequeños, recordaban a la faz de un reptil. Eran Lezzars. Movían sus lenguas bífidas constantemente fuera de la boca y entre sus afilados dientes. Los tres portaban lanzas de madera, con punta de metal y de tosca factura. Sin tiempo a mediar palabra, corrieron hacia él, moviéndose con inusitada velocidad a través de las aguas.
Saryon dio dos pasos atrás esquivando y desviando las acometidas de los hombres lagarto como pudo. Cuando notó el lecho más firme del claro bajo sus pies, afirmó su posición, empuñando la espada con ambas manos, pues no había tomado la precaución de coger su escudo cuando se acercó al río, y ahora no podía arriesgarse a tomarlo del suelo.
- Lezzars, no deberíais haber salido de donde estabais… - La voz del caballero se convirtió en un susurro.- Sanatrap. - A su voz de mando, la hoja de la espada se incendió, haciendo retroceder a los hombres lagarto.
Sus oponentes estaban abriéndose a su alrededor, con la intención de tomar sus flancos para golpear con más facilidad al caballero, mientras lanzaban estocadas hacia él, que en ningún momento llegaban a suponer una verdadera amenaza. Aprovechando un mal movimiento del hombre lagarto de su izquierda, envió un fuerte golpe dirigido a la tosca lanza de su rival. El golpe hizo impacto, rompiendo el arma en dos partes, chamuscadas en sus extremos. El lezzar se quedó mirando a los restos de su arma, sorprendido y asustado a la vez. Saryon aprovechó la ocasión, y, tras desviar el envite de otro de sus rivales, lanzó una estocada de arriba abajo que golpeó al reptil en un hombro, cercenando su brazo, y quemándole el hombro y la cara. Tras el brazo, el hombre lagarto cayó al suelo, inconsciente.
En el momento en el que derribó al primero de sus rivales, Saryon sintió una punzada en su costado derecho, y un fuerte dolor que le bajaba hacia la pierna, haciéndole temer que perdería la sensibilidad y la movilidad en la zona. Hizo un gran esfuerzo para recuperar el equilibrio perdido entre el golpe enviado y el recibido, pero le costaba mantenerse en pie. Apartó su cabeza de la lanza de uno de sus oponentes y desvió el golpe enviado por el otro. Aun con la profunda herida, Saryon era un magnífico rival, y las estocadas y los mandobles se alternaron con gran furia.
Sabía que estaba perdiendo sangre, y que el tiempo jugaba en su contra. Los lezzars también lo sabían y comenzaron a luchar de manera más reservada, intentando cansar al caballero, que lanzaba sus golpes de manera cada vez más predecible y lenta. Saryon bajó aún más el ritmo de sus mandobles, decidido a cambiar de táctica. Mientras mantenía a los hombres lagarto lo más lejos posible, comenzó a musitar una oración, cuyos versículos en un extraño leguaje contenían la fuerza de sus dioses. De pronto, una luz de gran intensidad partió de las manos del caballero, llenándolo todo. Decidido a aprovechar la ventaja, se lanzó hacia delante, en un intento desesperado por vencer a sus oponentes. Cuando el primero de ellos, que tenía la punta de su lanza aún ensangrentada, fue capaz de ver algo, sólo pudo adivinar el filo de una espada envuelta en llamas dirigiéndose al centro de su faz. Fue la imagen que sus ojos llevaron al infierno.
Saryon esquivó el golpe lanzado a ciegas por el último de sus enemigos. Ahora el combate parecía girar a su favor, pero sabía que en estos casos es cuando más peligro se corría. Recordó las palabras de su mentor, repetidas una y mil veces mientras practicaban en el patio del monasterio. La confianza es el peor enemigo de un espadachín. Si subestimas a tu oponente subestimas tu vida. Se concentró en defenderse, tomando su tiempo y haciendo ver que su herida le había afectado más de lo que realmente había hecho. Pensó que el lezzar debería estar aterrorizado, pues nunca los había visto así. Aquellos seres eran cobardes, y normalmente huían en cuanto no estaban en una situación de superioridad, pero aquel seguía luchando con intensidad, a pesar de que su rival era mucho mejor espadachín que él.
Ahora que el combate y el intercambio de golpes se habían vuelto más parsimoniosos, se dio cuenta de varios detalles extraños en el cuerpo de aquel ser. Sus dedos estaban prácticamente unidos por una especie de membrana, como si estuviese preparado para nadar, y hubiera jurado que los pequeños rasguños que le había hecho se cerraban lentamente, aunque no podía estar seguro.
El baile de golpes y contragolpes continuó. Saryon lanzaba sus mandobles cada vez más lentamente, esperando a que su oponente se precipitara. Eligió el momento apropiado para acabar con su plan. El hombre lagarto se lanzó a la ofensiva, pensando que Saryon no podría resistir su envite a causa de la herida. El caballero retrocedió, jadeando como si le costara respirar, y entonces dejó un hueco en el lado izquierdo de su defensa. El hombre reptil lanzó un ataque justo al lugar donde Saryon esperaba que lo hiciese. Entonces, para sorpresa del lezzar, bloqueó el golpe con su mano izquierda. En lugar de atravesar la mano como aquel ser hubiera esperado, la lanza golpeó contra algo duro, rígido, que sonó como si hubiera intentado clavar su lanza en un árbol, y que detuvo el golpe casi por completo. El caballero apartó la lanza del reptil con un golpe de su espada, y en el mismo giro se dispuso a terminar con su rival, con un golpe dirigido a su pecho.
Entonces oyó más chapoteos en el agua. Cuatro figuras más estaban saliendo del río. El lezzar aprovechó el instante que perdió Saryon, y evitó el mortal golpe dirigido a su corazón, dando un paso hacia atrás. Las tres figuras que ahora se aproximaban, lanza en mano, eran prácticamente idénticas a sus otros oponentes, pero la figura que se estaba quedando atrás medía cerca de los tres metros, y su anchura y peso parecían proporcionados con respecto a su altura. Sus escamas eran mucho más gruesas y su faz mucho más ancha que las de sus compañeros. Lo más inquietante era el aire humano que poseía en la forma y la expresión de su rostro. Sus ojos eran más grandes y su mandíbula era menos prominente que la de los otros, y su lengua bífida mucho más corta y gruesa. Saryon había visto, combatido y vencido a jefes de los hombres lagarto antes, pero ninguno como ése. En sus manos portaba un enorme tridente de metal, sin duda capaz de ensartar a un hombre de un solo golpe, incluso con armadura.
Los tres lezzars recién llegados se abalanzaron sobre él. Ahora Saryon maldecía su descuido mientras retrocedía, evitando los golpes como buenamente podía. De tres zancadas, el que parecía el jefe de aquellos seres se puso tras los cuatro más pequeños, enarbolando el tridente, listo para asestar un golpe por encima de las cabezas de sus compañeros. Si había de morir allí, se llevaría a unos cuantos con él, y si el grande era uno, mejor. Saryon cargó hacia delante, lanzando un certero mandoble que cercenó la mano derecha de uno de los lagartos. Tras girar sobre sí mismo, llevado por la fuerza del golpe, se precipitó hacia el grande, con su espada dispuesta a atravesarlo. El ataque fue detenido con un ágil golpe de la parte posterior del tridente en su cara. Aturdido por el fuerte impacto, y debilitado por la herida en el costado, el caballero trastabilló y cayó al suelo, con la vista nublada. Vio como el enorme líder de aquellos seres levantaba el tridente, dispuesto a darle el golpe definitivo. Un grito sonó en sus oídos, fuerte, pero cada vez más lejano. Alguien llamaba a la muerte.
* * *
Corrió por el bosque en la dirección de la que provenían los sonidos de combate. Enail y Tharmil, sus compañeros elfos, también corrían, aunque lo hacían mucho más hábil y silenciosamente que él, ambos con sus arcos largos en mano. En los dos últimos años había adquirido una gran habilidad para moverse por el bosque, al fin y al cabo de algo le tendría que servir tanto tiempo entre esos orejudos, pero su habilidad no era comparable con la de sus compañeros. El destino a veces era sumamente injusto. El último de sus días entre los elfos tenía que haber problemas. Los sonidos del combate eran cada vez más cercanos, por lo que comenzaron a aminorar su paso. Sin dejar de correr, Adrash indicó a sus compañeros de viaje que comenzasen a rodear el claro con el elaborado lenguaje de señas que empleaban los elfos cuando no deseaban ser oídos. Pronto perdió a los dos de vista. Continuó con su paso ágil, su oscura silueta le hacía parecer una sombra entre los árboles, aunque el tintineo metálico que producía al correr delataba que la ligera túnica no era la única protección que llevaba encima. Sin detenerse, se puso el arco a la espalda y desenvainó su espada, como siempre, listo para el combate. Comenzó a ver el borde del claro, y su furia se acrecentó a medida que distinguió las figuras de cinco lezzars, liderados por uno de esos enormes y extrañamente inteligentes jefes. En medio de ellos estaba un hombre, con todo el aspecto de ser un caballero, y claramente herido, que se defendía como podía. Vio como el hombre cercenaba la mano a uno de los lagartos y se lanzaba directamente hacia su jefe. Antes de que él pudiese hacer nada, estaba derribado en el suelo y el gigantesco lagarto se disponía a rematarle.
-¡Muerte!- El grito salió de su garganta con toda la fuerza de su odio mientras se lanzaba hacia el combate.- ¡Perros escamosos, hoy moriréis!
Aún no había acabado de lanzar su grito y el líder de los horribles humanoides ya tenía su enorme tridente levantado sobre su cabeza, dispuesto a acabar con la vida del hombre que yacía en el suelo. Dos flechas partieron del borde del claro, una de ellas atravesando el cuello a uno de los guerreros lezzars más pequeños y la otra rebotando en las duras escamas del líder. El primero de ellos, mortalmente herido, cayó hacia el cuerpo del caballero. El terrible golpe del jefe atravesó al lagarto caído, hiriendo aun así al hombre que estaba tendido en el suelo. El caballero emitió un leve quejido cuando las puntas del tridente hirieron su vientre. Todavía estaba vivo, y quizá aún tuviese alguna oportunidad. Adrash cargó hacia el claro lanzando un alarido mientras sostenía su espada bastarda con ambas manos.
La figura de Adrash Ala de Fuego, Caballero de la orden del Fénix, cargando hacia la batalla haría huir a cualquier enemigo en sus cabales. Su larga melena, negra como la noche, ondeaba con la velocidad de la carrera. Su faz pálida, de rasgos duros y penetrantes ojos negros, capaces de incomodar al más frío de los hombres denotaba ahora una furia ciega e incontenible, un odio y un ansia de muerte tan grandes que la prudencia parecía no haber existido nunca en su corazón. La larga túnica negra se movía a su alrededor, lanzando destellos rojizos al reflejarse la luz que pasaba entre los árboles en los adornos en forma de llamas. Aunque no era un hombre de gran talla, era fuerte, y sus movimientos eran rápidos y mortales como los de una serpiente.
El más cercano de los hombres lagarto intentó interponerse ante él precipitadamente. Adrash respondió dando un giro sobre sí mismo, sin dejar de avanzar, y lanzando un golpe con la parte plana de su arma hacia la parte posterior de la cabeza del ser. El lezzar, atontado por la maniobra y por el golpe, se inclinó hacia delante. Adrash volteó la espada sobre su cabeza y atravesó el tórax del monstruo, que cayó desplomado al suelo, con la espada atravesándole el pecho. Adrash dio la orden mental con la que activaba la magia contenida en su arma. Un halo de llamas la rodeó, incendiando el cuerpo del lagarto muerto. En su flanco derecho, otro lezzar se abalanzó sobre él, preparado para clavarle su lanza en el pecho. Seguro de que jamás podría esquivar ese golpe, Adrash se limitó a agacharse levemente, procurando que la lanza golpease en su rígida hombrera metálica. El impacto le desequilibró levemente, pero la hombrera resistió el golpe. Una flecha atravesó el ojo derecho del hombre lagarto, después de pasar muy cerca de Adrash. La expresión de sorpresa que tenía el reptil al caer fue la que llevó ante su dios, si es que tenía alguno. Adrash se encaró con el último de los hombres reptil, el gigantesco líder, que seguía intentando desclavar a su difunto compañero del tridente.
-Bienvenido a la hora de tu muerte.- La voz de Adrash sonó profunda y susurrante mientras clavaba sus ojos inyectados en sangre en los de aquel enorme ser. Su respiración era rápida y profunda a causa de la rabia del combate- Nunca debiste salir del lugar del que has venido.
-Puedo venssserte dessarmado, humano.- El gigantesco humanoide miraba tranquilamente hacia Adrash- Vuesstra rasssa es pequeña y débil. Te mataré como a un inssssecto.
-Antes de decir estupideces, piensa un poco, montón de escamas.- La voz de Adrash denotaba cada vez más furia, y las llamas que rodeaban el filo de su espada se acrecentaban con ella.
-Ésste mondón de escamassss te va a arrancar la cabessa.
El descomunal líder de los lezzars se lanzó hacia delante, intentando golpearle con sus garras. Adrash, consciente de la brutal fuerza de la criatura, dio dos pasos atrás, tratando de mantenerle lejos, y esperando la ayuda de sus compañeros. Otras dos flechas, separadas por unos segundos, golpearon al enorme ser en el pecho y en la parte posterior de su cabeza. La primera flecha le produjo un leve rasguño, que se cerró en un instante. La segunda rebotó en el duro cráneo y cayó al suelo, tras producir un sonido sordo.
-¡Seguid! ¡No podéis hacer nada aquí!- La voz de Adrash sonó sumamente apremiante incluso en la musical lengua élfica.- ¡Seguid adelante! ¡Ya os encontraré, sobre la tierra o en el infierno! ¡Es una orden!
Adrash hizo una finta. Tras ofrecer un blanco fácil como cebo, se apartó del esperado ataque con agilidad felina y lanzó un fuerte golpe al lado contrario, aprovechando que su oponente estaba desequilibrado a causa del engaño. La espada impactó en el vientre del reptil, haciendo un corte profundo y quemando la zona de la herida. El hombre lagarto lanzó un gruñido por el dolor, y con una rápida reacción, le atacó con la garra izquierda, conectando un fuerte golpe en su hombro y su cara. Adrash trastabilló, y tras dar dos pasos hacia atrás, cayó al suelo. Le costó unos segundos volver a enfocar la vista en su enemigo, y antes de que pudiera reaccionar, una patada le golpeó en el pecho, dejándolo prácticamente sin aire, derribado en el suelo y manteniendo la consciencia a base de pura fuerza de voluntad. Su espada salió despedida por la fuerza del golpe a varios metros de él. Las llamas que la rodeaban se disiparon al momento. El enorme ser agarró al caballero por el cuello y lo levantó del suelo, hasta que las caras de ambos estuvieron una frente a la otra. La garra del monstruo le apretaba fuertemente la garganta, impidiéndole casi por completo respirar. Notaba el fétido aliento de su horrible enemigo en su cara. Vio su sonrisa afilada y cruel. Era la sonrisa del triunfo. La gigantesca criatura le miraba a los ojos, totalmente segura de su victoria, regodeándose en la muerte de su enemigo.
-Ahora tú vasss a morirrr- Poco a poco su visión se fue nublando. Adrash forcejeó, pero sin un punto de apoyo, sus pataleos de poco sirvieron.- Mírame. Mira el rossstro de la muerte, insssignificante humano...- Las facciones del lezzar, cargadas de presunción, se fueron haciendo más y más borrosas en la mente de Adrash.
Adrash intentó un último truco. ‘Si quieres ver mi último aliento, eso es lo que verás’. Varias veces intentó evocar su magia, pero la falta de aire le impedía concentrarse. Poco a poco, Adrash Ala de Fuego, Caballero del Fénix, disminuyó el ritmo de sus movimientos.
Hasta que se quedó prácticamente inmóvil.
* * *
Se revolvió, consiguiendo a duras penas sacarse aquel peso de encima. Notó un fuerte dolor en su vientre, junto con otro, más agudo y latente en su costado. Tenía una pierna adormecida, y le costaba moverse sin sentir dolor. Se forzó a sí mismo a fijar la vista y vio como a pocos metros de él se desarrollaba un combate. Un hombre, cubierto completamente con una túnica negra y con una espada envuelta en llamas sujeta con ambas manos, luchaba con el enorme lezzar que le había atacado. Notó el fuerte olor de la carne quemada. A su alrededor había varios cadáveres de hombres lagarto. Uno de ellos estaba ardiendo, y otro estaba atravesado por el tridente de la enorme criatura. Saryon comprendió lo que había ocurrido al momento.
El combate entre el líder de los reptiles y aquel extraño hombre avanzaba sin ningún golpe definitivo. Finalmente, el hombre de negro tomó la ofensiva, y con una arriesgada maniobra, casi suicida, aunque demoledora si funcionaba, consiguió herir al lezzar con un golpe que habría partido en dos a un troll. Sin embargo, aquella cosa resistió. Reaccionó inmediatamente, y en pocos segundos, el hombre estaba derribado en el suelo sin respiración, y con graves problemas para mantener la consciencia. El hombre lagarto lo levantó del suelo y lo sostuvo en vilo, agarrándole por el cuello. El hombre se debatía mientras que el reptil se regodeaba de la irremisible muerte que esperaba a su presa. Saryon comenzó a arrastrarse por el suelo, avanzando hacia los dos contendientes por la espalda del lezzar. Concentró toda su voluntad en avanzar y en invocar su magia. Aun sabiendo que las probabilidades de éxito, en su estado, eran prácticamente inexistentes, Saryon continuó avanzando hacia los dos rivales. El hombre pataleaba cada vez con menos fuerza, hasta que, poco a poco, dejó de moverse. En ese instante, Saryon, aún derribado en el suelo, agarró la pierna del formidable reptil, y, utilizando las pocas energías que le quedaban, intentó con su magia bloquear todos los músculos de la horrible criatura, paralizar todos sus movimientos. Notó como el poder penetraba en el cuerpo de aquel ser, como llegaba a cada músculo y como intentaba agarrotarlos, bloquearlos, hacerles perder toda capacidad de movimiento. Por un momento creyó que había vencido, pero la fuerza del líder de los lagartos era demasiada para el poder mágico que Saryon había utilizado. En un solo instante, el lezzar se había liberado de su conjuro rompiendo las barreras que deberían haberlo retenido.
Pero ese instante fue suficiente. En el momento en el que el hombre lagarto fue afectado por el conjuro, tuvo que dedicar todas sus fuerzas a vencer el poder mágico que intentaba inmovilizarle. Por un instante, la presión sobre la garganta de Adrash disminuyó. De pronto, Adrash notó como el aire volvía a sus pulmones. Sus ojos se abrieron, y se fijaron en los del hombre reptil.
Si quieres mi último aliento, lo tendrás.- Adrash llamó de nuevo al poder de su magia, la magia que aprendían los caballeros del Fénix, y, al exhalar el aire que a duras penas había podido hacer llegar a sus pulmones, éste se incendió, rodeando la cabeza de aquel ser. El reptil se llevó las manos a la cara, lanzando profundos gruñidos de dolor y soltando a Adrash, que cayó al suelo como un fardo.
Saryon se incorporó pesadamente sobre sus rodillas y, manteniendo el equilibrio a duras penas, lanzó un golpe con su espada a las piernas de la criatura. Aquel ser, que no dejaba de moverse buscando el río, desorientado y ciego, cayó con gran estruendo cuando Saryon le hizo un profunda herida en la parte posterior de la rodilla. La criatura parecía totalmente enloquecida por el dolor y la ceguera, y su cabeza humeaba como si el fuego hubiese prendido en su piel. Entonces, desplazándose casi a gatas, se aproximó al lugar donde el enorme lezzar se debatía contra el intenso dolor, levantó su espada, y utilizando todo su peso, la clavó en el vientre del extraño ser. Las llamas que la envolvían comenzaron a quemar la carne, extendiéndose por todo el cuerpo, que se convulsionaba a causa del dolor. Finalmente, el hombre lagarto dejó de moverse. Saryon soltó la espada, que continuó quemando el descomunal cuerpo, y comenzó a arrastrarse hacia el lugar donde estaba el hombre de la túnica negra. Cuando al fin llegó a su lado, Saryon comprobó que estaba vivo, aunque muy malherido. Utilizando el poco poder mágico que aún no había empleado, comenzó a invocar la magia curativa que los dioses del Bien le concedían. Pronto, la cara de aquel hombre, pálido ya por naturaleza, recuperó parte de su color. Si recibían ayuda, sobreviviría.
Acusando el esfuerzo y la cantidad de sangre perdida, el caballero perdió la consciencia.
Irwen, la yegua, se situó sobre ambos, protegiéndoles de todo mal de la mejor manera que conocía.
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