Escrito por Cronos el jueves, 26 de noviembre de 2009
El dios perdido.
Benybeck comenzó a echar un vistazo por el camarote con gesto distraído, mientras silbaba una inconexa tonadilla. El camarote del capitán del mercante estaba decorado con bastante mal gusto, y muy recargado. Tapices por paredes y suelos, cuadros, unos cuantos jarrones, una mesa grande y una silla que parecía muy cómoda aunque era demasiado grande para él. En un lateral había una cama que también parecía muy cómoda, al menos en comparación con los sucios catres en los que dormían los marineros. Desde luego, nada de tamaño lo suficientemente pequeño como para llamar su interés.
Tenía que buscar compartimentos secretos... pues vaya. De lo que sabía sobre compartimentos secretos, lo más destacable era que solían estar muy ocultos, y en ese camarote había demasiados sitios en los que mirar. Paseó de un lado a otro observando las imágenes representadas en los tapices, la mayoría de ellas relativas a batallas navales o con retratos de hombres con aspecto de capitanes de barco. Ninguno tenía un aspecto tan impresionante como el Hoja Afilada éste... es más, casi todos parecían gorditos ricachones... Benybeck se sintió orgulloso por momentos de su capitán... era un hombre muy extraño, siempre con ese aire melancólico y frío a la vez.
Ya llevaba dos días en el barco, sin contar el tiempo que había pasado en el barril y, salvo el asalto al primer mercante, todo había sido bastante aburrido… hasta ahora. La escena había sido muy parecida. El combate había sido rápido y realmente poco sangriento, al contrario que la persecución, que les había llevado toda una tarde. El capitán del mercante se rindió al poco de comenzar la lucha y ahora le tocaba a él buscar en los camarotes donde suponían que había lo que realmente buscaban, oro, pues el mercante iba casi vacío y no llevaba nada de valor en sus bodegas.
Se fijó en la cara de uno de los retratos, el que estaba justo detrás de la gran mesa del capitán, sobre la que había varios libros, un mapa grande que dobló y guardó cuidadosamente en un bolsillo interior lo bastante amplio, y varias plumas que tardaron poco en seguir el camino del mapa. La cara del tipo con aspecto de capitán era redondeada, pero había algo extraño, el rostro le recordaba al de un orco. Era esa mandíbula tan prominente. Se acercó al tapiz y, viéndolo desde abajo, pues la cara de la imagen estaba bastante más alta que la suya, se dio cuenta de que tras él había algo que sobresalía.
Acercó la silla al tapiz y se subió sobre ella, de manera que su cara y la del capitán representado estaban ya a la misma altura. Palpó el tejido con cuidado y sus sospechas se confirmaron inmediatamente. No era una punta... mas bien parecía algo así como una cerradura. Con su daga recortó la cara del tipo gordito, y, tras guardar el pedazo de tela como recuerdo, se fijó en el hueco que había dejado. Si había algo que merecía ser llamado compartimento secreto, era aquello. Y la cerradura era realmente buena, podía verse a simple vista, casi seguro la había fabricado un cerrajero enano o incluso gnomo. Era todo un reto. Y probablemente, carísima.
Buscó un buen rato por los bolsillos, reuniendo su equipo de cerrajero. Finalmente sacó varias ganzúas de tamaños distintos y un par de dedales. Recordó las palabras que siempre le repetía su padre, una de las personas más sensatas del mundo, casi tanto como el mismísimo Ragnar, cuando le enseñaba el arte de abrir cerraduras. Por supuesto ese arte no servía para robar, que eso estaba muy feo, sino como una manera de mostrarles a "esos enanos tan gruñones y a esos gnomos tan parlanchines" que su trabajo presuntamente insuperable era sólo una manera de divertirlos a ellos. Su padre siempre le decía que si un humano era capaz de pagar a un enano una cerradura, probablemente también seria capaz de pagar por una buena dosis de veneno mortal a alguien, así que, si tratabas con una de estas cerraduras, los dedales eran realmente necesarios si no querías acabar muerto delante de tu diversión. Se puso los dedales y comenzó a hurgar con sus ganzúas. Al poco de comenzar, activó un mecanismo que podía ser el de apertura de la cerradura. Pero no lo era. ¡Cuánta razón tenía su padre! Una aguja hueca y perfectamente afilada golpeó su dedal del dedo índice, vertiendo su letal contenido en el metal. Benybeck sonrió. Si creías que con esto podías vencerme, estabas muy equivocado, enano gruñón. Se imaginó a un ser barbudo trabajando concienzudamente en lo que creía que sería su obra maestra, la cerradura más segura de todo el mundo, de toda la historia, y no pudo evitar compadecerle.
Siguió hurgando en la cerradura, buscando la combinación exacta con la que abrirla. De pronto, oyó un sonido hueco bajo él. El tapiz estaba agujereado a la altura de sus rodillas, y un dardo, con todo el aspecto de estar envenenado, estaba clavado varios centímetros en el respaldo de la silla. De nuevo, Benybeck sonrió. Ese gruñón no había pensado en que un miuven fuese a intentar reventar su cerradura. El dardo le había pasado entre las piernas sin siquiera rozarle. Imaginó de nuevo al enano, pero esta vez no tuvo lástima de él. Incluso le odió un poquito. Eso era jugar sucio.
Volvió al trabajo, casi seguro de que no habría más trampas. Forcejeó durante un largo rato con la cerradura, hasta que por fin, escuchó el leve clic que le informaba de su más que merecido éxito. Sonrió, orgulloso, y abrió lo que parecía la puerta de un pequeño armario hábilmente oculta en la pared.
El compartimento era realmente pequeño, pues todo su interior estaba acolchado. Pegado al fondo del hueco, y ocupando prácticamente todo el espacio, había un pequeño cofre de madera, reforzado con metal. No tenía cerradura. Vaya, qué aburrido.
Sacó el cofre del compartimento y le dio la vuelta. No sería el primero en morir por un dardo envenenado que salía de un inocente cofre sin cerradura. Lo abrió cuidadosamente con sus pulgares. No había ninguna trampa. Le dio de nuevo la vuelta y observó maravillado lo que contenía. Gemas. De un enorme valor, apostaría. Diamantes, rubíes, esmeraldas... Valía más lo que había en aquel cofre que el barco entero. El capitán estaría muy contento, y seguro que no echaría de menos una de esas preciosas piedras.
Le llamó la atención algo que asomaba en medio de las gemas. Parecía un trozo de metal adornado con filigranas de aspecto extraño. Lo sacó del cofre. Era una especie de estrella de tres puntas, decorada con tal profusión que rondaba el mal gusto. ¿Qué sería aquello? Decidió meterlo, junto con una de las hermosas piedras, en uno de sus bolsillos.
-Quédate la gema si quieres, pero déjame ver lo otro.- Benybeck dio un respingo al escuchar la fría voz del capitán Eidon Hoja Afilada.
-Yo.... no pretendía quedármelo... mmm... supuse que era importante y decidí guardarlo para enseñártelo más...
-Conozco a los miuvii, y cuando te ofrecí que te unieses a mi tripulación sabía que recibirías un buen pago por tus servicios. Es obvio que mereció la pena. Ninguno de mis hombres hubiese sido capaz de encontrar ni abrir ese compartimento. Ahora déjame ver esa joya.
Benybeck se bajó de la silla y se acercó a la puerta, donde estaba el capitán. Se sentía un poco humillado por no haberle oído llegar. Le tendió el medallón y éste lo tomó. El capitán lo observó por un rato, pensativo. Parecía recordar algo y, poco a poco, en su rostro se fue acentuando aquella expresión de tristeza que siempre tenía, hasta que ésta, de pronto, se tornó en furia.
-¡Traedme al capitán!-Benybeck dio de nuevo un respingo ante el inesperado grito.
El capitán salió al exterior y el miuven observó la escena desde la puerta. Los antiguos ocupantes del mercante estaban todos alrededor del palo mayor, sobre la cubierta, desarmados. A su alrededor estaba parte de la tripulación del Intrépido, vigilándolos. El contramaestre, el hombre al que había visto gritar y dar órdenes cuando salió de las cocinas por primera vez, cogió a un hombre gordo y alto, entrado en años ya, pero con aspecto de haber sido bastante fuerte en el pasado y lo empujó hasta que estuvo ante el capitán Hoja Afilada. Aquel hombre vestía una casaca celeste de bastante calidad, bajo la que llevaba una buena camisa, y unos pantalones negros de cuero, además de unas botas del mismo color. Aunque ya no tenía pelo en la coronilla, llevaba el poco cabello que le quedaba largo y recogido en una coleta, al más típico estilo de los hombres de mar de cierto rango. Benybeck se imaginó que con un sombrero, esa coleta tendría un aspecto bastante menos ridículo.
El capitán Hoja Afilada tiró aquella extraña cruz a los pies del infortunado hombre de mar y, sin perder el tono de furia y rencor en la voz, preguntó:
-Explícame qué es esto, y qué hacía en tu camarote.
-No... No lo sé... estaba... en el cofre que teníamos que transportar- Parecía muerto de miedo, como si estuviese ante un demonio.
-Mientes. Y sabes que puedo averiguar si me dices la verdad.- Había muerte en las palabras de Hoja Afilada.
-¡Es la verdad!-Aquel hombre comenzó a temblar, como si estuviera seguro de lo que le iba a suceder.- Yo no...
El capitán cogió al prisionero por la coleta y le dio la vuelta de un firme tirón. El hombre soltó un quejido lastimero. Benybeck pudo ver desde la puerta lo que Eidon buscaba en la nuca del capitán capturado. Una cruz, similar a la figura de metal que había encontrado en el cofre, de un par de dedos de ancho, marcada a fuego en la piel de aquel desgraciado.
-Tienes la marca- Sin mediar un instante, el capitán zancadilleó al prisionero sin soltarle la coleta, hasta que cayó al suelo.- ¡Tiene la marca!- Aquel grito sonó sobre toda la cubierta. Como una señal de lo que iba a ocurrir, se hizo el silencio. Sólo se oían los sollozos del hombre que estaba derribado en el suelo.- ¡Todos... todos los que llevéis la marca de ese dios maldito, sabed que vais a correr la misma suerte que éste!- El grito rompió el silencio, sólo perturbado por el rumor del mar golpeando el casco de los dos barcos que flotaban unidos sobre las aguas. El capitán Hoja Afilada desenvainó su sable con la mano que le quedaba libre. Se inclinó hasta que su boca estuvo cerca del oído del hombre derribado en el suelo, que estaba sollozando como un niño. Sólo el miuven pudo oír las palabras del capitán.
-Créeme, buen hombre, que lo que voy a hacer lo hago por ti y por tu alma.
El hombre comenzó a reír a carcajadas. Aquella risa estaba llena de maldad y de locura.
-¡Estúpidos!- No parecía la misma voz de antes, era más suave y parecía más decidida, aunque el tono de histerismo y locura seguían allí.- ¡No podréis vencerme jamás! ¡Todos vais a morir!
-Aquí sólo va a morir tu siervo. Siente a qué le has condenado- Las palabras del capitán, aunque dichas casi en susurros, sonaron en toda la cubierta mientras levantaba el sable sobre el cuello del condenado.
De nuevo esa terrible carcajada resonó en el aire, hasta que se convirtió en un grito de agonía cuando el capitán Hoja Afilada golpeó con su sable. En un solo instante, la cabeza de aquel hombre rodó por la cubierta, dejando un reguero de sangre sobre ella. Hoja Afilada limpió el filo de su sable en la casaca del muerto, y tras ello lo envainó. Mirando al contramaestre, dijo:
-Ya sabes lo que tenéis que hacer. Voy a descansar, no me molestéis.- De nuevo, la furia había desaparecido, y aquella melancolía volvió a su voz y su rostro. Con paso cansino, cruzó la cubierta y pasó al otro barco, hasta que entró en su camarote, bajo el castillo de proa del Intrépido.
El contramaestre hizo un gesto a sus hombres, que comenzaron a examinar, uno por uno, a los marineros del mercante, en busca de la señal de aquel dios maldito. Benybeck cruzó al Intrépido, sin poder evitar oír los gritos de terror de los hombres cuyo destino estaba marcado en su nuca. Trepó al palo mayor, al puesto de vigía y se quedo allí, pensativo, mirando al horizonte.
Al poco tiempo, seis cuerpos y seis cabezas flotaban sobre el mar, esperando a ser devorados por los tiburones.
Benybeck comenzó a echar un vistazo por el camarote con gesto distraído, mientras silbaba una inconexa tonadilla. El camarote del capitán del mercante estaba decorado con bastante mal gusto, y muy recargado. Tapices por paredes y suelos, cuadros, unos cuantos jarrones, una mesa grande y una silla que parecía muy cómoda aunque era demasiado grande para él. En un lateral había una cama que también parecía muy cómoda, al menos en comparación con los sucios catres en los que dormían los marineros. Desde luego, nada de tamaño lo suficientemente pequeño como para llamar su interés.
Tenía que buscar compartimentos secretos... pues vaya. De lo que sabía sobre compartimentos secretos, lo más destacable era que solían estar muy ocultos, y en ese camarote había demasiados sitios en los que mirar. Paseó de un lado a otro observando las imágenes representadas en los tapices, la mayoría de ellas relativas a batallas navales o con retratos de hombres con aspecto de capitanes de barco. Ninguno tenía un aspecto tan impresionante como el Hoja Afilada éste... es más, casi todos parecían gorditos ricachones... Benybeck se sintió orgulloso por momentos de su capitán... era un hombre muy extraño, siempre con ese aire melancólico y frío a la vez.
Ya llevaba dos días en el barco, sin contar el tiempo que había pasado en el barril y, salvo el asalto al primer mercante, todo había sido bastante aburrido… hasta ahora. La escena había sido muy parecida. El combate había sido rápido y realmente poco sangriento, al contrario que la persecución, que les había llevado toda una tarde. El capitán del mercante se rindió al poco de comenzar la lucha y ahora le tocaba a él buscar en los camarotes donde suponían que había lo que realmente buscaban, oro, pues el mercante iba casi vacío y no llevaba nada de valor en sus bodegas.
Se fijó en la cara de uno de los retratos, el que estaba justo detrás de la gran mesa del capitán, sobre la que había varios libros, un mapa grande que dobló y guardó cuidadosamente en un bolsillo interior lo bastante amplio, y varias plumas que tardaron poco en seguir el camino del mapa. La cara del tipo con aspecto de capitán era redondeada, pero había algo extraño, el rostro le recordaba al de un orco. Era esa mandíbula tan prominente. Se acercó al tapiz y, viéndolo desde abajo, pues la cara de la imagen estaba bastante más alta que la suya, se dio cuenta de que tras él había algo que sobresalía.
Acercó la silla al tapiz y se subió sobre ella, de manera que su cara y la del capitán representado estaban ya a la misma altura. Palpó el tejido con cuidado y sus sospechas se confirmaron inmediatamente. No era una punta... mas bien parecía algo así como una cerradura. Con su daga recortó la cara del tipo gordito, y, tras guardar el pedazo de tela como recuerdo, se fijó en el hueco que había dejado. Si había algo que merecía ser llamado compartimento secreto, era aquello. Y la cerradura era realmente buena, podía verse a simple vista, casi seguro la había fabricado un cerrajero enano o incluso gnomo. Era todo un reto. Y probablemente, carísima.
Buscó un buen rato por los bolsillos, reuniendo su equipo de cerrajero. Finalmente sacó varias ganzúas de tamaños distintos y un par de dedales. Recordó las palabras que siempre le repetía su padre, una de las personas más sensatas del mundo, casi tanto como el mismísimo Ragnar, cuando le enseñaba el arte de abrir cerraduras. Por supuesto ese arte no servía para robar, que eso estaba muy feo, sino como una manera de mostrarles a "esos enanos tan gruñones y a esos gnomos tan parlanchines" que su trabajo presuntamente insuperable era sólo una manera de divertirlos a ellos. Su padre siempre le decía que si un humano era capaz de pagar a un enano una cerradura, probablemente también seria capaz de pagar por una buena dosis de veneno mortal a alguien, así que, si tratabas con una de estas cerraduras, los dedales eran realmente necesarios si no querías acabar muerto delante de tu diversión. Se puso los dedales y comenzó a hurgar con sus ganzúas. Al poco de comenzar, activó un mecanismo que podía ser el de apertura de la cerradura. Pero no lo era. ¡Cuánta razón tenía su padre! Una aguja hueca y perfectamente afilada golpeó su dedal del dedo índice, vertiendo su letal contenido en el metal. Benybeck sonrió. Si creías que con esto podías vencerme, estabas muy equivocado, enano gruñón. Se imaginó a un ser barbudo trabajando concienzudamente en lo que creía que sería su obra maestra, la cerradura más segura de todo el mundo, de toda la historia, y no pudo evitar compadecerle.
Siguió hurgando en la cerradura, buscando la combinación exacta con la que abrirla. De pronto, oyó un sonido hueco bajo él. El tapiz estaba agujereado a la altura de sus rodillas, y un dardo, con todo el aspecto de estar envenenado, estaba clavado varios centímetros en el respaldo de la silla. De nuevo, Benybeck sonrió. Ese gruñón no había pensado en que un miuven fuese a intentar reventar su cerradura. El dardo le había pasado entre las piernas sin siquiera rozarle. Imaginó de nuevo al enano, pero esta vez no tuvo lástima de él. Incluso le odió un poquito. Eso era jugar sucio.
Volvió al trabajo, casi seguro de que no habría más trampas. Forcejeó durante un largo rato con la cerradura, hasta que por fin, escuchó el leve clic que le informaba de su más que merecido éxito. Sonrió, orgulloso, y abrió lo que parecía la puerta de un pequeño armario hábilmente oculta en la pared.
El compartimento era realmente pequeño, pues todo su interior estaba acolchado. Pegado al fondo del hueco, y ocupando prácticamente todo el espacio, había un pequeño cofre de madera, reforzado con metal. No tenía cerradura. Vaya, qué aburrido.
Sacó el cofre del compartimento y le dio la vuelta. No sería el primero en morir por un dardo envenenado que salía de un inocente cofre sin cerradura. Lo abrió cuidadosamente con sus pulgares. No había ninguna trampa. Le dio de nuevo la vuelta y observó maravillado lo que contenía. Gemas. De un enorme valor, apostaría. Diamantes, rubíes, esmeraldas... Valía más lo que había en aquel cofre que el barco entero. El capitán estaría muy contento, y seguro que no echaría de menos una de esas preciosas piedras.
Le llamó la atención algo que asomaba en medio de las gemas. Parecía un trozo de metal adornado con filigranas de aspecto extraño. Lo sacó del cofre. Era una especie de estrella de tres puntas, decorada con tal profusión que rondaba el mal gusto. ¿Qué sería aquello? Decidió meterlo, junto con una de las hermosas piedras, en uno de sus bolsillos.
-Quédate la gema si quieres, pero déjame ver lo otro.- Benybeck dio un respingo al escuchar la fría voz del capitán Eidon Hoja Afilada.
-Yo.... no pretendía quedármelo... mmm... supuse que era importante y decidí guardarlo para enseñártelo más...
-Conozco a los miuvii, y cuando te ofrecí que te unieses a mi tripulación sabía que recibirías un buen pago por tus servicios. Es obvio que mereció la pena. Ninguno de mis hombres hubiese sido capaz de encontrar ni abrir ese compartimento. Ahora déjame ver esa joya.
Benybeck se bajó de la silla y se acercó a la puerta, donde estaba el capitán. Se sentía un poco humillado por no haberle oído llegar. Le tendió el medallón y éste lo tomó. El capitán lo observó por un rato, pensativo. Parecía recordar algo y, poco a poco, en su rostro se fue acentuando aquella expresión de tristeza que siempre tenía, hasta que ésta, de pronto, se tornó en furia.
-¡Traedme al capitán!-Benybeck dio de nuevo un respingo ante el inesperado grito.
El capitán salió al exterior y el miuven observó la escena desde la puerta. Los antiguos ocupantes del mercante estaban todos alrededor del palo mayor, sobre la cubierta, desarmados. A su alrededor estaba parte de la tripulación del Intrépido, vigilándolos. El contramaestre, el hombre al que había visto gritar y dar órdenes cuando salió de las cocinas por primera vez, cogió a un hombre gordo y alto, entrado en años ya, pero con aspecto de haber sido bastante fuerte en el pasado y lo empujó hasta que estuvo ante el capitán Hoja Afilada. Aquel hombre vestía una casaca celeste de bastante calidad, bajo la que llevaba una buena camisa, y unos pantalones negros de cuero, además de unas botas del mismo color. Aunque ya no tenía pelo en la coronilla, llevaba el poco cabello que le quedaba largo y recogido en una coleta, al más típico estilo de los hombres de mar de cierto rango. Benybeck se imaginó que con un sombrero, esa coleta tendría un aspecto bastante menos ridículo.
El capitán Hoja Afilada tiró aquella extraña cruz a los pies del infortunado hombre de mar y, sin perder el tono de furia y rencor en la voz, preguntó:
-Explícame qué es esto, y qué hacía en tu camarote.
-No... No lo sé... estaba... en el cofre que teníamos que transportar- Parecía muerto de miedo, como si estuviese ante un demonio.
-Mientes. Y sabes que puedo averiguar si me dices la verdad.- Había muerte en las palabras de Hoja Afilada.
-¡Es la verdad!-Aquel hombre comenzó a temblar, como si estuviera seguro de lo que le iba a suceder.- Yo no...
El capitán cogió al prisionero por la coleta y le dio la vuelta de un firme tirón. El hombre soltó un quejido lastimero. Benybeck pudo ver desde la puerta lo que Eidon buscaba en la nuca del capitán capturado. Una cruz, similar a la figura de metal que había encontrado en el cofre, de un par de dedos de ancho, marcada a fuego en la piel de aquel desgraciado.
-Tienes la marca- Sin mediar un instante, el capitán zancadilleó al prisionero sin soltarle la coleta, hasta que cayó al suelo.- ¡Tiene la marca!- Aquel grito sonó sobre toda la cubierta. Como una señal de lo que iba a ocurrir, se hizo el silencio. Sólo se oían los sollozos del hombre que estaba derribado en el suelo.- ¡Todos... todos los que llevéis la marca de ese dios maldito, sabed que vais a correr la misma suerte que éste!- El grito rompió el silencio, sólo perturbado por el rumor del mar golpeando el casco de los dos barcos que flotaban unidos sobre las aguas. El capitán Hoja Afilada desenvainó su sable con la mano que le quedaba libre. Se inclinó hasta que su boca estuvo cerca del oído del hombre derribado en el suelo, que estaba sollozando como un niño. Sólo el miuven pudo oír las palabras del capitán.
-Créeme, buen hombre, que lo que voy a hacer lo hago por ti y por tu alma.
El hombre comenzó a reír a carcajadas. Aquella risa estaba llena de maldad y de locura.
-¡Estúpidos!- No parecía la misma voz de antes, era más suave y parecía más decidida, aunque el tono de histerismo y locura seguían allí.- ¡No podréis vencerme jamás! ¡Todos vais a morir!
-Aquí sólo va a morir tu siervo. Siente a qué le has condenado- Las palabras del capitán, aunque dichas casi en susurros, sonaron en toda la cubierta mientras levantaba el sable sobre el cuello del condenado.
De nuevo esa terrible carcajada resonó en el aire, hasta que se convirtió en un grito de agonía cuando el capitán Hoja Afilada golpeó con su sable. En un solo instante, la cabeza de aquel hombre rodó por la cubierta, dejando un reguero de sangre sobre ella. Hoja Afilada limpió el filo de su sable en la casaca del muerto, y tras ello lo envainó. Mirando al contramaestre, dijo:
-Ya sabes lo que tenéis que hacer. Voy a descansar, no me molestéis.- De nuevo, la furia había desaparecido, y aquella melancolía volvió a su voz y su rostro. Con paso cansino, cruzó la cubierta y pasó al otro barco, hasta que entró en su camarote, bajo el castillo de proa del Intrépido.
El contramaestre hizo un gesto a sus hombres, que comenzaron a examinar, uno por uno, a los marineros del mercante, en busca de la señal de aquel dios maldito. Benybeck cruzó al Intrépido, sin poder evitar oír los gritos de terror de los hombres cuyo destino estaba marcado en su nuca. Trepó al palo mayor, al puesto de vigía y se quedo allí, pensativo, mirando al horizonte.
Al poco tiempo, seis cuerpos y seis cabezas flotaban sobre el mar, esperando a ser devorados por los tiburones.
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