Escrito por Cronos el jueves, 26 de noviembre de 2009
Nido de misterios.
Comenzaba a hacer frío. Un manto de oscuras nubes cubría el cielo y una brisa helada proveniente de las colinas del norte atravesaba la llanura. Parecía que iba a llover, y estaba oscureciendo muy rápido para la altura de la tarde en la que estaban. Vanya, segura ya de que estaba en el lugar que buscaba, bajó de su caballo. Un buen animal, sin duda. Pequeño, ligero y rápido, el caballo ideal para un elfo.
Miró a su alrededor. Al norte, a medio día de camino a caballo estaban las estribaciones de las colinas de Senarel, que separaban las amplias llanuras del vasto Desierto de Sendar, en cuyo límite nororiental estaba la colonia de los elfos de Iniriel, de la que provenía Adrash. No pudo evitar sentir cierta rabia cuando recordó al Caballero del Fénix. Al sur, a casi otro día de camino a caballo, al menos en ese caballo, se podían ver, a pesar de la falta de luz, el comienzo del gran bosque en el que se hallaba Arbórea. Al este y al oeste, la llanura continuaba hasta el límite de su vista. En medio de todo esto, nada. Sólo hierba, una enorme extensión casi plana de hierba que cubría días y días de camino de este a oeste.
En este lugar se encontraba hasta hacía unos meses el principal enclave de los lezzars. Pero poco quedaba de dicho enclave. Ahora, lo único que se podía observar que indicase que habían estado aquí durante años, o quién sabe si siglos, eran los senderos marcados en la hierba dura y semiseca del suelo, los huecos dejados por multitud de hogueras, y los restos de un par de chozas quemadas hacía ya semanas. De los hombres lagarto, nada. Ni uno solo, ni un movimiento, ni un ruido que rompiese la monotonía de la brisa. Tan sólo el silbar del aire al atravesar la hierba.
Sin embargo, estaba intranquila. Algo le decía que había peligro cerca, más cerca de lo que quería creer. Parecía que aquellos seres repugnantes hubiesen desaparecido en medio de la nada, sin dejar ningún rastro. No habían ido al norte ni al sur, y sus espías y vigilantes al este y al oeste no habían visto nada de ellos. Un grupo tan grande de lezzars no pasaba desapercibido fácilmente. Y menos en aquella estéril llanura. Tenían que estar en algún sitio, pero no se le ocurría dónde.
Acarició un par de veces a su caballo para que estuviese tranquilo. Ajustó el enganche de su espada y afirmó su arco sobre el hombro. Comprobó que el carcaj estaba en su posición exacta y, sin alejar la mano derecha de la empuñadura de su espada, se dispuso a acercarse a los restos de las chozas, procurando hacer el menor ruido posible, sin sacar ojo de los pocos lugares en los que alguien pudiera estar oculto. Su corazón latía bastante acelerado. Estaba segura de que allí había algo, sentía un peligro latente.
Avanzó lentamente hasta que estuvo cerca de la entrada chamuscada de una de las chozas. Era circular, de cinco o seis pasos de ancho, construida con madera y pieles curtidas, y estaba casi completamente derrumbada en el suelo. Nadie podía estar allí. Echó un vistazo al suelo, en busca de alguna pista sobre el paradero de aquellos seres. Nada. Sólo trozos de madera quemada y de cuero. Ni una sola inscripción en el cuero, nada que llamase su atención. Tendría que acercarse a la otra choza.
Comenzó a caminar poniendo su atención en no hacer ruido, y en escuchar los sonidos que le llegaban. Sólo el viento. La otra choza estaba más entera. Las paredes de pieles curtidas se mantenían en pie en parte, y el techo, del mismo material, estaba caído sobre el suelo. No podía estar segura de que allí no hubiese nadie oculto. Descolgó lentamente el arco de su hombro y sacó una flecha del carcaj. Tras colocarla en la cuerda del arco, agarró ambos con la mano izquierda, dispuesta para disparar si algo ocurría. Avanzó unos pasos más rodeando la choza, hasta que estuvo segura de que todo su interior había estado al alcance de sus ojos. Entonces avanzó hacia ella. No había nadie allí. Sin embargo su corazón seguía acelerado, seguía tensa. Cuando estuvo a unos pasos de la choza, más grande que la otra, aunque de construcción similar, volvió a colocar el arco en su lugar, y desenvainó su arma. Continuó avanzando, espada en mano y comenzó a examinar los restos en busca de cualquier cosa que le aportase información.
Caminaba sobre las pieles curtidas que habían formado el techo. Al dar un paso, el suelo a sus pies falló, y se vio engullida por la tierra.
Se golpeó con el suelo en un nivel inferior. Estaba rodeada de una tupida oscuridad que sus ojos de elfa sólo podían penetrar a duras penas. Rodó sobre si misma en el suelo, hasta que notó el impacto de una pared contra su hombro. Se quedó en cuclillas, pegada contra la pared, intentando acallar el sonido de su respiración, sin dejar de agarrar fuertemente su espada, lista ante cualquier ataque. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada? Poco a poco, fue controlando su respiración y sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz.
Estaba en una cueva estrecha, sin duda de origen natural. No era demasiado alta, aunque podría caminar erguida por ella cómodamente. La cueva continuaba hacia los lados, sinuosa, hasta que desaparecía de su vista en la penumbra. Trozos de piel curtida colgaban sobre ella del hueco en el techo. Se incorporó y tiró de los jirones de piel para asegurarse de que tenía una salida. Estaban firmes. Con el estruendo que había hecho al caer, si había alguien allí dentro, ya sabría de su presencia, así que necesitaba una salida segura.
Miró de nuevo hacia los lados. Seguía sintiendo esa sensación de peligro, pero no había nada que le indicase el motivo. Se mantuvo en silencio unos instantes, aguantando la respiración, y le pareció oír un sonido, similar a un latido lejano, a su derecha. Ninguna señal que indicara actividad hostil. Decidió avanzar hacia aquel extraño latido. Las paredes de la cueva eran irregulares y estaban húmedas. El latido era cada vez más claro.
Según avanzaba, la cueva se iba iluminando tenuemente. La luz, que provenía del lugar hacia el que avanzaba, era de un tono más bien verdoso y su intensidad variaba a la vez que el sonido latente que oía, dándole a su alrededor un aspecto fantasmal.
La sensación de peligro fue a más mientras avanzaba por el pasillo. Las variaciones de la luz hacían que viese peligro en cada saliente de la roca, en cada hueco. Sin embargo seguía sin oír nada. Su corazón latía cada vez más fuerte y su cabeza le pedía cada vez más insistentemente que diese la vuelta y volviese con refuerzos. Hizo caso omiso de ambos y siguió caminando. Aquella misión se la habían encomendado a ella, y la llevaría a cabo.
La cueva se ensanchaba algo más allá de donde estaba. La luz parecía provenir de allí, al igual que el sonido de los latidos, que cada vez confundía más con los suyos. Desenvainó de nuevo la espada y se acercó lentamente. Sólo podía oír latidos, nada más. No parecía que hubiese nadie allí, sin embargo aquella luz tenía que tener un origen. Se acercó pegada a la pared al borde de la zona que se ensanchaba. Escuchó unos segundos y, en cuanto tuvo arrestos, asomó la cabeza y echó un vistazo al interior.
El espectáculo era sumamente desagradable. Pegadas a las paredes de la cueva había lo que parecían varias crisálidas que casi llegaban al techo, de piel semitransparente, pegadas con lo que parecían mucosidades al suelo. Dentro de las bolsas había seres vivos inmersos en un extraño líquido de color verdoso y transparente. Casi todos parecían humanos, pero había algo raro en ellos. La luz verdosa provenía de esas crisálidas, igual que los sonidos de latidos.
Volvió a asomar la cabeza para comprobar que no hubiese nadie en la zona. Esta vez permaneció unos segundos esperando algún movimiento extraño. Ninguno. Salió de la protección que le ofrecía el recodo en la cueva y, antes de examinar las crisálidas, comprobó las entradas de la habitación. La cueva se cerraba al final, y había unas escaleras labradas en el suelo, que quedaban sumidas en la más completa oscuridad unos pocos escalones más abajo.
Se situó de manera que las escaleras quedasen dentro de su ángulo de visión y comenzó a examinar las crisálidas. La visión era repugnante. Tuvo que contener las náuseas por momentos. La sensación de peligro era ahora enorme. Dentro de cada crisálida, envuelta en una especie de piel gruesa transparente y recorrida por lo que parecían venas, había la figura de un hombre. Daban la impresión de estar sufriendo algún tipo de metamorfosis. Varios de ellos tenían facciones similares a las de los lezzars. Sus manos tenían dedos arqueados y uñas largas, y la forma del cráneo recordaba a las de esos seres. Su piel tenía aún restos de escamas, pero parecía que se estuviesen transformando en algo mucho más humano, o, por el contrario, que un hombre se estuviese convirtiendo en un lagarto. Una de las figuras era especialmente humana. No quedaba ni rastro de las escamas en su piel, y sus facciones eran las de un hombre. Especialmente familiares, además, aunque el líquido en el que estaban sumergidos dentro de esas bolsas deformaba el aspecto de su rostro.
Arriesgándose a que alguien llegase por las escaleras y la sorprendiera, se acercó a aquella crisálida. Los demás cuerpos estaban totalmente inmóviles, como muertos, pero éste no. Sus manos se abrían y se cerraban de vez en cuando, y sus brazos parecían moverse lentamente. Se fijó de nuevo en su rostro. Había una expresión de sufrimiento en él, y la cara le resultaba conocida. Ni un solo pelo cubría su piel, quizá por eso, pensó, no era capaz de reconocerlo.
De pronto cayó en la cuenta. ¡Saryon! ¿Qué estaba ocurriendo? Saryon había salido en dirección contraria a la suya, no era posible que le hubiesen traído hasta ese lugar. ¿Qué hacia allí entonces? Fuera lo que fuese, no parecía muy contento de su presencia en aquella bolsa. Con la punta de la espada, rajó la parte baja de la crisálida. El liquido, espeso y grumoso comenzó a esparcirse a sus pies. Saryon, o lo que fuera aquello, comenzó a mover los brazos y a romper la bolsa con sus manos. Al poco rato estaba completamente libre. Vanya le hizo una seña para que se mantuviese en silencio. Entonces el ser, con un movimiento demasiado lento, como aletargado, pero aún así realizado con fuerza, intentó golpear la cabeza de Vanya con su puño derecho. Vanya, sorprendida, esquivó el golpe a duras penas. Con el mismo giro empleado para esquivar, en un acto instintivo, Vanya abrió el vientre de aquel ser con el filo de su espada como si fuera mantequilla, haciendo que los intestinos de lo que parecía ser el caballero cayesen por la herida, desprendiendo un olor fétido.
Aquella cosa soltó un grito agudo, absolutamente inhumano, que se clavó profundamente en sus oídos. Vanya miró el cuerpo derribado y vio que su sangre, que manaba en abundancia por la herida abierta, era de color verde y de aspecto viscoso. Se alegró de que aquello no fuese quien parecía ser, y, a la vez, comprendió muchas cosas que parecían un misterio hasta hacía poco. Debía hablar con Saryon, con el verdadero Saryon, cuanto antes. Él y los suyos serían los principales afectados por lo que había descubierto.
Oyó pasos en las escaleras. Parecían bastantes, y bien armados. Espada en mano, comenzó a correr hacia la salida, rezando porque no viniesen más por el otro lado. Cuando llegó a la parte de la cueva en donde estaba la salida, a duras penas vio a cuatro lezzars de escamas grandes, brillantes y casi completamente negras, avanzando hacia ella. Eran más grandes de lo normal, y el color de sus escamas era muy extraño. La salida estaba casi a medio camino entre ella y aquellos seres. Los que venían por detrás estaban cerca. Sólo le quedaba una opción.
Corrió directamente hacia los lagartos que estaban ante ella, como si estuviera cargando, vociferando el grito de guerra de los elfos de Arbórea, con la esperanza de que aquellos seres decidieran aguantar su carga y la dejasen salir. Los lezzars, lejos de amilanarse, lo que hicieron fue lanzarse al ataque con más fuerza. Las distancias iban a estar justas. Cuando tanto ella como los lagartos estaban a unos pasos del hueco en el techo de la cueva, lanzó su espada hacia ellos y dio un gran salto hacia delante y hacia arriba. Rezó por haber medido bien las distancias y por que las pieles aguantaran. Cuando sintió el contacto del cuero en sus manos, agarró con fuerza y se impulsó hacia arriba.
En un solo instante estaba en cuclillas sobre el suelo, apuntando con su arco al hueco. Se había librado por poco.
Uno de esos seres asomó la cabeza por entre las pieles. Soltó la tensa cuerda del arco y su flecha se clavó en el ojo derecho del ser, que cayó por el hueco de nuevo. Era el momento de correr. Ellos sabían que no podían salir por ahí, pero quizá hubiese otras salidas ocultas, y no le apetecía esperar a averiguarlo.
Cuando sintió por fin el calor del lomo de su caballo bajo ella, comenzó a sentirse más tranquila. Había muchas noticias que dar, y el tiempo era fundamental. Tardaría dos días en llegar a Arbórea aun cabalgando sin parar. El caballo no tenía la culpa, y quizás muriese por ello, pero aquellas noticias eran demasiado importantes. Alguien había dicho que los elfos nunca tenían prisa. Quizá por eso ella era lo que era. Y después de esto, quizá los que la despreciaban por lo que era comenzarían a apreciar su ayuda. Y si no tampoco tendría importancia.
Algún día sabrían quien era Vanya Meldarin.
Comenzaba a hacer frío. Un manto de oscuras nubes cubría el cielo y una brisa helada proveniente de las colinas del norte atravesaba la llanura. Parecía que iba a llover, y estaba oscureciendo muy rápido para la altura de la tarde en la que estaban. Vanya, segura ya de que estaba en el lugar que buscaba, bajó de su caballo. Un buen animal, sin duda. Pequeño, ligero y rápido, el caballo ideal para un elfo.
Miró a su alrededor. Al norte, a medio día de camino a caballo estaban las estribaciones de las colinas de Senarel, que separaban las amplias llanuras del vasto Desierto de Sendar, en cuyo límite nororiental estaba la colonia de los elfos de Iniriel, de la que provenía Adrash. No pudo evitar sentir cierta rabia cuando recordó al Caballero del Fénix. Al sur, a casi otro día de camino a caballo, al menos en ese caballo, se podían ver, a pesar de la falta de luz, el comienzo del gran bosque en el que se hallaba Arbórea. Al este y al oeste, la llanura continuaba hasta el límite de su vista. En medio de todo esto, nada. Sólo hierba, una enorme extensión casi plana de hierba que cubría días y días de camino de este a oeste.
En este lugar se encontraba hasta hacía unos meses el principal enclave de los lezzars. Pero poco quedaba de dicho enclave. Ahora, lo único que se podía observar que indicase que habían estado aquí durante años, o quién sabe si siglos, eran los senderos marcados en la hierba dura y semiseca del suelo, los huecos dejados por multitud de hogueras, y los restos de un par de chozas quemadas hacía ya semanas. De los hombres lagarto, nada. Ni uno solo, ni un movimiento, ni un ruido que rompiese la monotonía de la brisa. Tan sólo el silbar del aire al atravesar la hierba.
Sin embargo, estaba intranquila. Algo le decía que había peligro cerca, más cerca de lo que quería creer. Parecía que aquellos seres repugnantes hubiesen desaparecido en medio de la nada, sin dejar ningún rastro. No habían ido al norte ni al sur, y sus espías y vigilantes al este y al oeste no habían visto nada de ellos. Un grupo tan grande de lezzars no pasaba desapercibido fácilmente. Y menos en aquella estéril llanura. Tenían que estar en algún sitio, pero no se le ocurría dónde.
Acarició un par de veces a su caballo para que estuviese tranquilo. Ajustó el enganche de su espada y afirmó su arco sobre el hombro. Comprobó que el carcaj estaba en su posición exacta y, sin alejar la mano derecha de la empuñadura de su espada, se dispuso a acercarse a los restos de las chozas, procurando hacer el menor ruido posible, sin sacar ojo de los pocos lugares en los que alguien pudiera estar oculto. Su corazón latía bastante acelerado. Estaba segura de que allí había algo, sentía un peligro latente.
Avanzó lentamente hasta que estuvo cerca de la entrada chamuscada de una de las chozas. Era circular, de cinco o seis pasos de ancho, construida con madera y pieles curtidas, y estaba casi completamente derrumbada en el suelo. Nadie podía estar allí. Echó un vistazo al suelo, en busca de alguna pista sobre el paradero de aquellos seres. Nada. Sólo trozos de madera quemada y de cuero. Ni una sola inscripción en el cuero, nada que llamase su atención. Tendría que acercarse a la otra choza.
Comenzó a caminar poniendo su atención en no hacer ruido, y en escuchar los sonidos que le llegaban. Sólo el viento. La otra choza estaba más entera. Las paredes de pieles curtidas se mantenían en pie en parte, y el techo, del mismo material, estaba caído sobre el suelo. No podía estar segura de que allí no hubiese nadie oculto. Descolgó lentamente el arco de su hombro y sacó una flecha del carcaj. Tras colocarla en la cuerda del arco, agarró ambos con la mano izquierda, dispuesta para disparar si algo ocurría. Avanzó unos pasos más rodeando la choza, hasta que estuvo segura de que todo su interior había estado al alcance de sus ojos. Entonces avanzó hacia ella. No había nadie allí. Sin embargo su corazón seguía acelerado, seguía tensa. Cuando estuvo a unos pasos de la choza, más grande que la otra, aunque de construcción similar, volvió a colocar el arco en su lugar, y desenvainó su arma. Continuó avanzando, espada en mano y comenzó a examinar los restos en busca de cualquier cosa que le aportase información.
Caminaba sobre las pieles curtidas que habían formado el techo. Al dar un paso, el suelo a sus pies falló, y se vio engullida por la tierra.
Se golpeó con el suelo en un nivel inferior. Estaba rodeada de una tupida oscuridad que sus ojos de elfa sólo podían penetrar a duras penas. Rodó sobre si misma en el suelo, hasta que notó el impacto de una pared contra su hombro. Se quedó en cuclillas, pegada contra la pared, intentando acallar el sonido de su respiración, sin dejar de agarrar fuertemente su espada, lista ante cualquier ataque. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada? Poco a poco, fue controlando su respiración y sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz.
Estaba en una cueva estrecha, sin duda de origen natural. No era demasiado alta, aunque podría caminar erguida por ella cómodamente. La cueva continuaba hacia los lados, sinuosa, hasta que desaparecía de su vista en la penumbra. Trozos de piel curtida colgaban sobre ella del hueco en el techo. Se incorporó y tiró de los jirones de piel para asegurarse de que tenía una salida. Estaban firmes. Con el estruendo que había hecho al caer, si había alguien allí dentro, ya sabría de su presencia, así que necesitaba una salida segura.
Miró de nuevo hacia los lados. Seguía sintiendo esa sensación de peligro, pero no había nada que le indicase el motivo. Se mantuvo en silencio unos instantes, aguantando la respiración, y le pareció oír un sonido, similar a un latido lejano, a su derecha. Ninguna señal que indicara actividad hostil. Decidió avanzar hacia aquel extraño latido. Las paredes de la cueva eran irregulares y estaban húmedas. El latido era cada vez más claro.
Según avanzaba, la cueva se iba iluminando tenuemente. La luz, que provenía del lugar hacia el que avanzaba, era de un tono más bien verdoso y su intensidad variaba a la vez que el sonido latente que oía, dándole a su alrededor un aspecto fantasmal.
La sensación de peligro fue a más mientras avanzaba por el pasillo. Las variaciones de la luz hacían que viese peligro en cada saliente de la roca, en cada hueco. Sin embargo seguía sin oír nada. Su corazón latía cada vez más fuerte y su cabeza le pedía cada vez más insistentemente que diese la vuelta y volviese con refuerzos. Hizo caso omiso de ambos y siguió caminando. Aquella misión se la habían encomendado a ella, y la llevaría a cabo.
La cueva se ensanchaba algo más allá de donde estaba. La luz parecía provenir de allí, al igual que el sonido de los latidos, que cada vez confundía más con los suyos. Desenvainó de nuevo la espada y se acercó lentamente. Sólo podía oír latidos, nada más. No parecía que hubiese nadie allí, sin embargo aquella luz tenía que tener un origen. Se acercó pegada a la pared al borde de la zona que se ensanchaba. Escuchó unos segundos y, en cuanto tuvo arrestos, asomó la cabeza y echó un vistazo al interior.
El espectáculo era sumamente desagradable. Pegadas a las paredes de la cueva había lo que parecían varias crisálidas que casi llegaban al techo, de piel semitransparente, pegadas con lo que parecían mucosidades al suelo. Dentro de las bolsas había seres vivos inmersos en un extraño líquido de color verdoso y transparente. Casi todos parecían humanos, pero había algo raro en ellos. La luz verdosa provenía de esas crisálidas, igual que los sonidos de latidos.
Volvió a asomar la cabeza para comprobar que no hubiese nadie en la zona. Esta vez permaneció unos segundos esperando algún movimiento extraño. Ninguno. Salió de la protección que le ofrecía el recodo en la cueva y, antes de examinar las crisálidas, comprobó las entradas de la habitación. La cueva se cerraba al final, y había unas escaleras labradas en el suelo, que quedaban sumidas en la más completa oscuridad unos pocos escalones más abajo.
Se situó de manera que las escaleras quedasen dentro de su ángulo de visión y comenzó a examinar las crisálidas. La visión era repugnante. Tuvo que contener las náuseas por momentos. La sensación de peligro era ahora enorme. Dentro de cada crisálida, envuelta en una especie de piel gruesa transparente y recorrida por lo que parecían venas, había la figura de un hombre. Daban la impresión de estar sufriendo algún tipo de metamorfosis. Varios de ellos tenían facciones similares a las de los lezzars. Sus manos tenían dedos arqueados y uñas largas, y la forma del cráneo recordaba a las de esos seres. Su piel tenía aún restos de escamas, pero parecía que se estuviesen transformando en algo mucho más humano, o, por el contrario, que un hombre se estuviese convirtiendo en un lagarto. Una de las figuras era especialmente humana. No quedaba ni rastro de las escamas en su piel, y sus facciones eran las de un hombre. Especialmente familiares, además, aunque el líquido en el que estaban sumergidos dentro de esas bolsas deformaba el aspecto de su rostro.
Arriesgándose a que alguien llegase por las escaleras y la sorprendiera, se acercó a aquella crisálida. Los demás cuerpos estaban totalmente inmóviles, como muertos, pero éste no. Sus manos se abrían y se cerraban de vez en cuando, y sus brazos parecían moverse lentamente. Se fijó de nuevo en su rostro. Había una expresión de sufrimiento en él, y la cara le resultaba conocida. Ni un solo pelo cubría su piel, quizá por eso, pensó, no era capaz de reconocerlo.
De pronto cayó en la cuenta. ¡Saryon! ¿Qué estaba ocurriendo? Saryon había salido en dirección contraria a la suya, no era posible que le hubiesen traído hasta ese lugar. ¿Qué hacia allí entonces? Fuera lo que fuese, no parecía muy contento de su presencia en aquella bolsa. Con la punta de la espada, rajó la parte baja de la crisálida. El liquido, espeso y grumoso comenzó a esparcirse a sus pies. Saryon, o lo que fuera aquello, comenzó a mover los brazos y a romper la bolsa con sus manos. Al poco rato estaba completamente libre. Vanya le hizo una seña para que se mantuviese en silencio. Entonces el ser, con un movimiento demasiado lento, como aletargado, pero aún así realizado con fuerza, intentó golpear la cabeza de Vanya con su puño derecho. Vanya, sorprendida, esquivó el golpe a duras penas. Con el mismo giro empleado para esquivar, en un acto instintivo, Vanya abrió el vientre de aquel ser con el filo de su espada como si fuera mantequilla, haciendo que los intestinos de lo que parecía ser el caballero cayesen por la herida, desprendiendo un olor fétido.
Aquella cosa soltó un grito agudo, absolutamente inhumano, que se clavó profundamente en sus oídos. Vanya miró el cuerpo derribado y vio que su sangre, que manaba en abundancia por la herida abierta, era de color verde y de aspecto viscoso. Se alegró de que aquello no fuese quien parecía ser, y, a la vez, comprendió muchas cosas que parecían un misterio hasta hacía poco. Debía hablar con Saryon, con el verdadero Saryon, cuanto antes. Él y los suyos serían los principales afectados por lo que había descubierto.
Oyó pasos en las escaleras. Parecían bastantes, y bien armados. Espada en mano, comenzó a correr hacia la salida, rezando porque no viniesen más por el otro lado. Cuando llegó a la parte de la cueva en donde estaba la salida, a duras penas vio a cuatro lezzars de escamas grandes, brillantes y casi completamente negras, avanzando hacia ella. Eran más grandes de lo normal, y el color de sus escamas era muy extraño. La salida estaba casi a medio camino entre ella y aquellos seres. Los que venían por detrás estaban cerca. Sólo le quedaba una opción.
Corrió directamente hacia los lagartos que estaban ante ella, como si estuviera cargando, vociferando el grito de guerra de los elfos de Arbórea, con la esperanza de que aquellos seres decidieran aguantar su carga y la dejasen salir. Los lezzars, lejos de amilanarse, lo que hicieron fue lanzarse al ataque con más fuerza. Las distancias iban a estar justas. Cuando tanto ella como los lagartos estaban a unos pasos del hueco en el techo de la cueva, lanzó su espada hacia ellos y dio un gran salto hacia delante y hacia arriba. Rezó por haber medido bien las distancias y por que las pieles aguantaran. Cuando sintió el contacto del cuero en sus manos, agarró con fuerza y se impulsó hacia arriba.
En un solo instante estaba en cuclillas sobre el suelo, apuntando con su arco al hueco. Se había librado por poco.
Uno de esos seres asomó la cabeza por entre las pieles. Soltó la tensa cuerda del arco y su flecha se clavó en el ojo derecho del ser, que cayó por el hueco de nuevo. Era el momento de correr. Ellos sabían que no podían salir por ahí, pero quizá hubiese otras salidas ocultas, y no le apetecía esperar a averiguarlo.
Cuando sintió por fin el calor del lomo de su caballo bajo ella, comenzó a sentirse más tranquila. Había muchas noticias que dar, y el tiempo era fundamental. Tardaría dos días en llegar a Arbórea aun cabalgando sin parar. El caballo no tenía la culpa, y quizás muriese por ello, pero aquellas noticias eran demasiado importantes. Alguien había dicho que los elfos nunca tenían prisa. Quizá por eso ella era lo que era. Y después de esto, quizá los que la despreciaban por lo que era comenzarían a apreciar su ayuda. Y si no tampoco tendría importancia.
Algún día sabrían quien era Vanya Meldarin.
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