Escrito por Cronos el jueves, 17 de diciembre de 2009
Fuego sobre el agua.
Saryon llegó a la que sabía era la última colina antes del gran valle costero en el que se encontraba la ciudad de Vallefértil. El sol brillaba a su espalda, ya comenzando a ensombrecer su presencia en aquellas fértiles tierras para dejar su sitio a la noche. No hacía frío, y la temperatura era agradable. Cada vez que llegaba a ese punto en el camino recordaba la primera vez que había visto la ciudad. Grande, extensa, hermosa y robusta, ésa era la imagen que daba Vallefértil vista desde la distancia. En aquella ocasión, sus murallas estaban rodeadas por el ejército de Oriente, formado por hombres y varios tipos de bestias terribles, que esperaban la hora del asalto final. Ellos venían como mensajeros, y a colaborar en la defensa de la ciudad. Clover, Willowith, Nada, Beart, y varios compañeros más, todos se dirigían a la ciudad con la intención de advertir a los mandos de que recibirían refuerzos pronto. Cuánto tiempo había pasado ya desde aquello... Aquel día, Nada había estado a punto de morir a causa de un conjuro lanzado por un hechicero enemigo. Por eso ahora tenía el aspecto que tenía. Un estallido de fuego había quemado gran parte de su piel, y las marcas aún perduraban en él. A pesar de aquello, Nada aún lucharía mucho más en la guerra, y después su ayuda había sido vital para entrenar a sus nuevos caballeros de Isvar en las artes del combate.
Todos habían cambiado mucho. Clover era rey, Willowith, como él mismo, era general de los ejércitos de Isvar, de Beart poco o nada sabía, pues su estilo de vida nunca había sido sedentario. Todos habían cambiado, pero aún seguían manteniendo su mayor tesoro, lo que había conseguido que sobrevivieran entonces, la amistad. Siempre le asaltaba la nostalgia al poco de entrar en el valle.
Y la ciudad seguía allí. Sus murallas de piedra indicaban a los enemigos que no lo tendrían fácil para tomarla. Al fondo, el puerto, sobre el que podía ver un gran barco y varios más de menor calado, utilizados por comerciantes y pescadores para los trayectos cortos. Sus calles, exceptuando las dos grandes vías que cruzaban la ciudad en paralelo y en perpendicular al mar, se volvían más estrechas cuanto más cerca del puerto o de las murallas estaban, siempre distribuidas sobre un terreno prácticamente plano. Serpenteaban entre las casas, la mayoría construidas con una base de piedra y un primer piso de madera, de tejados altos y angulosos. La parte central de la ciudad era la más amplia de todas. Allí estaba la plaza de Aneathar, cruce de las dos grandes vías que dividían la ciudad en cuatro partes, y lugar en el que se celebraba uno de los mercados más transitados de Isvar, dedicada por ello al dios de los comerciantes. En esa plaza Saryon tenía su casa, a la que nunca había podido llamar plenamente hogar. Cerca de esa plaza estaba también el gran caserón que se había convertido en cuartel-monasterio de la orden de los Caballeros de Isvar, de la que él era ahora líder, pues la había refundado con la esperanza de que volviese a tener el esplendor que había poseído tiempo atrás. En esa plaza era donde se solía reunir el consejo de Isvar cuando lo hacía en Vallefértil, para mostrar a los ciudadanos la limpieza en su funcionamiento. La ciudad que tenía ante su vista era, sin duda alguna, uno de los principales centros de Isvar, a nivel político, comercial y militar.
Según fue bajando la ladera de la colina, que llevaba a las ricas llanuras que rodeaban la ciudad, salpicadas de pequeñas casas y granjas, el aspecto de ésta le fue extrañando más y más. En el puerto se acumulaba una multitud, probablemente la mitad de la población de Vallefértil, si no más. Eso, viendo que ningún barco realmente importante se acercaba, podía significar pocas cosas. Y una de ellas era un funeral, un funeral con honores a alguien respetado por toda la ciudadanía. Eso, una vez más, sólo podía significar una cosa: Problemas. Fuera lo que fuese, era importante. En plena primavera, cuando el cuidado a las tierras de labranza es determinante para el resultado de las cosechas, no había prácticamente ningún granjero trabajando, y la mayoría de los que quedaban estaban dejando sus herramientas para comenzar a caminar hacia la ciudad. No sabía quién podía ser el muerto, pero era probable que fuese alguno de sus amigos. Ordenó a Irwen que apurase el paso, y comenzó a bajar al trote la colina.
El primer grupo de granjeros a los que se acercó reconoció enseguida a Saryon, y se apartaron de su camino rápidamente. Cuando Saryon paró para preguntarles lo que ocurría se mostraron sorprendidos. Era una familia humilde, formada por una pareja joven y tres niños pequeños, el mayor de ellos no pasaría de los cinco años. Vestían sencillas ropas de lana, probablemente su mejor vestidura. El padre, un hombre recio, de pelo rubio descuidado y bastante largo, mandíbula ancha, ojos marrones y frente despejada, se adelantó para hablar con el caballero.
-Buen día, buenas gentes, necesito que me resuelvan una duda…- Saryon saludó con la mano, sin bajarse de su yegua- ¿Qué es lo que ocurre? ¿En honor de quién es el funeral?
-¿No lo sabe, señor? Todo el mundo lo sabe por aquí.- El hombre tenía una voz fuerte, acorde con su aspecto y su profesión.
-He estado fuera de la ciudad unos días, no he recibido ninguna noticia, y las pocas que he recibido ya eran lo suficientemente malas.
-Clover, señor. Hace dos noches que los elfos trajeron su cuerpo. Nadie sabe a ciencia cierta cómo murió.-El hombre bajó la cabeza, pues la amistad entre el caballero y el señor de los elfos del mar era más que conocida.-Créame que lo siento... pero aún hay más.
Al escuchar el nombre de uno de sus más fieles amigos, el cielo cayó sobre los hombros de Saryon. Todos los días compartidos, todas las batallas luchadas, todas las veces que se habían salvado la vida… y ya sólo quedaría el recuerdo, nunca más disfrutaría de la astucia y del talento de quien quizá había sido su mejor amigo. Los ojos de Saryon comenzaron a enrojecerse, y una lágrima, que el caballero no quiso ocultar, descendió por una de sus mejillas. Clover estaba muerto. ¿Cuántas malas noticias le quedaban por escuchar? ¿Acaso todo lo que habían construido tenía que desmoronarse y caer como un edificio en ruinas?
Aquel hombre le miraba fijamente, respetando el dolor del caballero.
-¿Os encontráis bien, señor? ¿Queréis agua?- El campesino le ofrecía una pequeña vasija.
-Sí, estoy… estoy bien. Muchas gracias.- La voz de Saryon era entrecortada.- Por favor, contadme el resto de las noticias. Dudo mucho que nada pueda afectarme tanto como esto.
-Se dice, aunque esto ya no lo puedo saber con seguridad, que las naves que fueron enviadas al norte, hace una semana, fueron atacadas en el mar, y hundidas. La mayor parte del ejército de Isvar, exceptuando las guarniciones de las ciudades, iba en esos barcos. Mucha gente está nerviosa y preocupada, algunos dicen que los orientales están preparando un nuevo ataque, pero sólo son rumores.
De nuevo, la noticia golpeó a Saryon. Isvar estaba creciendo como nación gracias a la existencia de un ejército común. Y ahora ese ejército había desaparecido. Probablemente eso tuviese mucho que ver con su extraño, inútil y arriesgado viaje hacia el norte. Alguien estaba intentando atacarles desde dentro. Él descubriría quién era. Alguien tenía que pagar por la muerte de Clover, él mismo no dejaría las cosas así de ninguna manera.
-Mil gracias, buen hombre.- Saryon hablaba casi en susurros, y mantenía la mirada baja a causa del dolor.
-No hay de qué, Senador Saryon. Ha sido un honor para nosotros.
El caballero azuzó a la cansada Irwen para llegar cuanto antes a la ciudad. Ni se fijó en el estado de su estimada compañera de viajes, cegado como estaba por la tristeza de perder a su gran amigo. Mientras se acercaba a Vallefértil, pasaron por su cabeza mil motivos por los que se pudiera haber dado una confusión, convenciéndose a sí mismo de que Clover, su amigo Clover, estaba aún vivo. Pero él mismo se daba cuenta de que cada nueva excusa que se le pasaba por la cabeza era sólo eso, una excusa. Tenía una sensación de intemporalidad, como si estuviese soñando. Miraba al frente, con una única idea en su mente. Tenía que despedirse de él, verle, decirle que le agradecía todo lo que habían compartido, decirle que todo su trabajo no había sido en vano, que él se quedaba allí, que todos seguirían allí para seguir luchando por sus sueños. Y que su memoria sería guardada y respetada como lo que había sido, un héroe. Y que si había algún culpable de su muerte, la justicia descargaría sobre él todo su peso. Clover, Rey del Mar, había partido para siempre de Isvar. Muy pocos sabían lo grande de la pérdida.
Saryon sentía un agujero en el pecho que sabía que nadie podría jamás llenar. Había perdido amigos antes, incluso un hermano. Pero Clover era alguien demasiado especial. Clover no podía morir. No podía haber muerto. Él no.
Cuando entró en la ciudad, ni siquiera dirigió una mirada a los guardias, que le abrieron paso enseguida. La gente se apartaba de su camino en la calle principal de la ciudad, que la atravesaba hasta el puerto. Pudo ver la columna de humo de la pira de Clover. Estaba seguro de que había dejado escrito o dicho a gente de confianza que se le despidiese según el rito de Iduwan, dios del mar. El cadáver se incineraría sobre una balsa y se enviaría hacia el mar, donde finalmente se reuniría con su dios.
Cada vez había más gente en su camino. Cada persona que le veía le reconocía, y la noticia de su llegada se extendió rápidamente. Un pasillo se abrió hasta el lugar donde se estaba realizando la ceremonia. Un respetuoso silencio llenó el aire mientras Saryon, que mantenía la vista fija en un punto, avanzaba sin descabalgar. La balsa ardiente estaba en el agua, alejándose lentamente sobre las tranquilas aguas del puerto de Vallefértil, como si el mismo recuerdo del medio elfo se estuviese yendo, poco a poco. Saryon sólo podía mirar hacia allí, a la pira de fuego sobre el agua, al punto del que nacía la humareda, cada vez más distante, cada vez más pequeño. El viento empujaba la pequeña embarcación mar adentro y avivaba las llamas que consumían el cuerpo de su amigo. De pronto, sin más, como si alguien hubiese soplado a la llama de una vela, el fuego se apagó, dejando una pequeña columna de humo blanco. Las aguas se cerraron sobre lo que quedaba de la balsa, y el mar quedó tranquilo y quieto como la misma muerte. Clover se había reunido con su dios. El caballero deseó una y mil veces despertar de la pesadilla, pero sabía que no era un sueño, que no iba a despertar, que lo que estaba viendo era real. Nunca más hablaría con su amigo. Nunca jamás lucharían hombro con hombro. Nunca más harían planes para salvar a su gente.
-Ni siquiera pude mirarte a los ojos para despedirme de ti, amigo. Ojalá seas feliz junto a tu dios. Algún día nos veremos en el paraíso, si es que existe alguno.
Saryon se dio cuenta de que estaba llorando.
Saryon llegó a la que sabía era la última colina antes del gran valle costero en el que se encontraba la ciudad de Vallefértil. El sol brillaba a su espalda, ya comenzando a ensombrecer su presencia en aquellas fértiles tierras para dejar su sitio a la noche. No hacía frío, y la temperatura era agradable. Cada vez que llegaba a ese punto en el camino recordaba la primera vez que había visto la ciudad. Grande, extensa, hermosa y robusta, ésa era la imagen que daba Vallefértil vista desde la distancia. En aquella ocasión, sus murallas estaban rodeadas por el ejército de Oriente, formado por hombres y varios tipos de bestias terribles, que esperaban la hora del asalto final. Ellos venían como mensajeros, y a colaborar en la defensa de la ciudad. Clover, Willowith, Nada, Beart, y varios compañeros más, todos se dirigían a la ciudad con la intención de advertir a los mandos de que recibirían refuerzos pronto. Cuánto tiempo había pasado ya desde aquello... Aquel día, Nada había estado a punto de morir a causa de un conjuro lanzado por un hechicero enemigo. Por eso ahora tenía el aspecto que tenía. Un estallido de fuego había quemado gran parte de su piel, y las marcas aún perduraban en él. A pesar de aquello, Nada aún lucharía mucho más en la guerra, y después su ayuda había sido vital para entrenar a sus nuevos caballeros de Isvar en las artes del combate.
Todos habían cambiado mucho. Clover era rey, Willowith, como él mismo, era general de los ejércitos de Isvar, de Beart poco o nada sabía, pues su estilo de vida nunca había sido sedentario. Todos habían cambiado, pero aún seguían manteniendo su mayor tesoro, lo que había conseguido que sobrevivieran entonces, la amistad. Siempre le asaltaba la nostalgia al poco de entrar en el valle.
Y la ciudad seguía allí. Sus murallas de piedra indicaban a los enemigos que no lo tendrían fácil para tomarla. Al fondo, el puerto, sobre el que podía ver un gran barco y varios más de menor calado, utilizados por comerciantes y pescadores para los trayectos cortos. Sus calles, exceptuando las dos grandes vías que cruzaban la ciudad en paralelo y en perpendicular al mar, se volvían más estrechas cuanto más cerca del puerto o de las murallas estaban, siempre distribuidas sobre un terreno prácticamente plano. Serpenteaban entre las casas, la mayoría construidas con una base de piedra y un primer piso de madera, de tejados altos y angulosos. La parte central de la ciudad era la más amplia de todas. Allí estaba la plaza de Aneathar, cruce de las dos grandes vías que dividían la ciudad en cuatro partes, y lugar en el que se celebraba uno de los mercados más transitados de Isvar, dedicada por ello al dios de los comerciantes. En esa plaza Saryon tenía su casa, a la que nunca había podido llamar plenamente hogar. Cerca de esa plaza estaba también el gran caserón que se había convertido en cuartel-monasterio de la orden de los Caballeros de Isvar, de la que él era ahora líder, pues la había refundado con la esperanza de que volviese a tener el esplendor que había poseído tiempo atrás. En esa plaza era donde se solía reunir el consejo de Isvar cuando lo hacía en Vallefértil, para mostrar a los ciudadanos la limpieza en su funcionamiento. La ciudad que tenía ante su vista era, sin duda alguna, uno de los principales centros de Isvar, a nivel político, comercial y militar.
Según fue bajando la ladera de la colina, que llevaba a las ricas llanuras que rodeaban la ciudad, salpicadas de pequeñas casas y granjas, el aspecto de ésta le fue extrañando más y más. En el puerto se acumulaba una multitud, probablemente la mitad de la población de Vallefértil, si no más. Eso, viendo que ningún barco realmente importante se acercaba, podía significar pocas cosas. Y una de ellas era un funeral, un funeral con honores a alguien respetado por toda la ciudadanía. Eso, una vez más, sólo podía significar una cosa: Problemas. Fuera lo que fuese, era importante. En plena primavera, cuando el cuidado a las tierras de labranza es determinante para el resultado de las cosechas, no había prácticamente ningún granjero trabajando, y la mayoría de los que quedaban estaban dejando sus herramientas para comenzar a caminar hacia la ciudad. No sabía quién podía ser el muerto, pero era probable que fuese alguno de sus amigos. Ordenó a Irwen que apurase el paso, y comenzó a bajar al trote la colina.
El primer grupo de granjeros a los que se acercó reconoció enseguida a Saryon, y se apartaron de su camino rápidamente. Cuando Saryon paró para preguntarles lo que ocurría se mostraron sorprendidos. Era una familia humilde, formada por una pareja joven y tres niños pequeños, el mayor de ellos no pasaría de los cinco años. Vestían sencillas ropas de lana, probablemente su mejor vestidura. El padre, un hombre recio, de pelo rubio descuidado y bastante largo, mandíbula ancha, ojos marrones y frente despejada, se adelantó para hablar con el caballero.
-Buen día, buenas gentes, necesito que me resuelvan una duda…- Saryon saludó con la mano, sin bajarse de su yegua- ¿Qué es lo que ocurre? ¿En honor de quién es el funeral?
-¿No lo sabe, señor? Todo el mundo lo sabe por aquí.- El hombre tenía una voz fuerte, acorde con su aspecto y su profesión.
-He estado fuera de la ciudad unos días, no he recibido ninguna noticia, y las pocas que he recibido ya eran lo suficientemente malas.
-Clover, señor. Hace dos noches que los elfos trajeron su cuerpo. Nadie sabe a ciencia cierta cómo murió.-El hombre bajó la cabeza, pues la amistad entre el caballero y el señor de los elfos del mar era más que conocida.-Créame que lo siento... pero aún hay más.
Al escuchar el nombre de uno de sus más fieles amigos, el cielo cayó sobre los hombros de Saryon. Todos los días compartidos, todas las batallas luchadas, todas las veces que se habían salvado la vida… y ya sólo quedaría el recuerdo, nunca más disfrutaría de la astucia y del talento de quien quizá había sido su mejor amigo. Los ojos de Saryon comenzaron a enrojecerse, y una lágrima, que el caballero no quiso ocultar, descendió por una de sus mejillas. Clover estaba muerto. ¿Cuántas malas noticias le quedaban por escuchar? ¿Acaso todo lo que habían construido tenía que desmoronarse y caer como un edificio en ruinas?
Aquel hombre le miraba fijamente, respetando el dolor del caballero.
-¿Os encontráis bien, señor? ¿Queréis agua?- El campesino le ofrecía una pequeña vasija.
-Sí, estoy… estoy bien. Muchas gracias.- La voz de Saryon era entrecortada.- Por favor, contadme el resto de las noticias. Dudo mucho que nada pueda afectarme tanto como esto.
-Se dice, aunque esto ya no lo puedo saber con seguridad, que las naves que fueron enviadas al norte, hace una semana, fueron atacadas en el mar, y hundidas. La mayor parte del ejército de Isvar, exceptuando las guarniciones de las ciudades, iba en esos barcos. Mucha gente está nerviosa y preocupada, algunos dicen que los orientales están preparando un nuevo ataque, pero sólo son rumores.
De nuevo, la noticia golpeó a Saryon. Isvar estaba creciendo como nación gracias a la existencia de un ejército común. Y ahora ese ejército había desaparecido. Probablemente eso tuviese mucho que ver con su extraño, inútil y arriesgado viaje hacia el norte. Alguien estaba intentando atacarles desde dentro. Él descubriría quién era. Alguien tenía que pagar por la muerte de Clover, él mismo no dejaría las cosas así de ninguna manera.
-Mil gracias, buen hombre.- Saryon hablaba casi en susurros, y mantenía la mirada baja a causa del dolor.
-No hay de qué, Senador Saryon. Ha sido un honor para nosotros.
El caballero azuzó a la cansada Irwen para llegar cuanto antes a la ciudad. Ni se fijó en el estado de su estimada compañera de viajes, cegado como estaba por la tristeza de perder a su gran amigo. Mientras se acercaba a Vallefértil, pasaron por su cabeza mil motivos por los que se pudiera haber dado una confusión, convenciéndose a sí mismo de que Clover, su amigo Clover, estaba aún vivo. Pero él mismo se daba cuenta de que cada nueva excusa que se le pasaba por la cabeza era sólo eso, una excusa. Tenía una sensación de intemporalidad, como si estuviese soñando. Miraba al frente, con una única idea en su mente. Tenía que despedirse de él, verle, decirle que le agradecía todo lo que habían compartido, decirle que todo su trabajo no había sido en vano, que él se quedaba allí, que todos seguirían allí para seguir luchando por sus sueños. Y que su memoria sería guardada y respetada como lo que había sido, un héroe. Y que si había algún culpable de su muerte, la justicia descargaría sobre él todo su peso. Clover, Rey del Mar, había partido para siempre de Isvar. Muy pocos sabían lo grande de la pérdida.
Saryon sentía un agujero en el pecho que sabía que nadie podría jamás llenar. Había perdido amigos antes, incluso un hermano. Pero Clover era alguien demasiado especial. Clover no podía morir. No podía haber muerto. Él no.
Cuando entró en la ciudad, ni siquiera dirigió una mirada a los guardias, que le abrieron paso enseguida. La gente se apartaba de su camino en la calle principal de la ciudad, que la atravesaba hasta el puerto. Pudo ver la columna de humo de la pira de Clover. Estaba seguro de que había dejado escrito o dicho a gente de confianza que se le despidiese según el rito de Iduwan, dios del mar. El cadáver se incineraría sobre una balsa y se enviaría hacia el mar, donde finalmente se reuniría con su dios.
Cada vez había más gente en su camino. Cada persona que le veía le reconocía, y la noticia de su llegada se extendió rápidamente. Un pasillo se abrió hasta el lugar donde se estaba realizando la ceremonia. Un respetuoso silencio llenó el aire mientras Saryon, que mantenía la vista fija en un punto, avanzaba sin descabalgar. La balsa ardiente estaba en el agua, alejándose lentamente sobre las tranquilas aguas del puerto de Vallefértil, como si el mismo recuerdo del medio elfo se estuviese yendo, poco a poco. Saryon sólo podía mirar hacia allí, a la pira de fuego sobre el agua, al punto del que nacía la humareda, cada vez más distante, cada vez más pequeño. El viento empujaba la pequeña embarcación mar adentro y avivaba las llamas que consumían el cuerpo de su amigo. De pronto, sin más, como si alguien hubiese soplado a la llama de una vela, el fuego se apagó, dejando una pequeña columna de humo blanco. Las aguas se cerraron sobre lo que quedaba de la balsa, y el mar quedó tranquilo y quieto como la misma muerte. Clover se había reunido con su dios. El caballero deseó una y mil veces despertar de la pesadilla, pero sabía que no era un sueño, que no iba a despertar, que lo que estaba viendo era real. Nunca más hablaría con su amigo. Nunca jamás lucharían hombro con hombro. Nunca más harían planes para salvar a su gente.
-Ni siquiera pude mirarte a los ojos para despedirme de ti, amigo. Ojalá seas feliz junto a tu dios. Algún día nos veremos en el paraíso, si es que existe alguno.
Saryon se dio cuenta de que estaba llorando.
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