Escrito por Cronos el lunes, 9 de agosto de 2010
La ley del Mar
Igram caminaba en la oscuridad por una de las avenidas que conducen hasta el puerto de Zalama. Aunque las calles estaban desiertas a esas horas, salvo por algún grupo de borrachos en las tabernas cercanas al puerto, miró una vez más hacia atrás para comprobar que nadie le siguiera. A pesar de lo improbable que era tal cosa dada la situación en Zalama, temía que Sanazar tuviese más espías o colaboradores entre los zalameños de lo que los consejeros del rey pensaban. Subestimar a un enemigo es de estúpidos, arrogantes o temerarios, y él no se tenía por ninguna de las tres cosas. Hoy era uno de esos días en los que las fuerzas de ambos bandos debían medirse, y le había tocado ser el protagonista. Tendría que desplegar sus mejores dotes como actor, aunque actuaría como su mejor personaje: él mismo.
Repasó mentalmente los planes y las contingencias previstas y no previstas. Habían debatido mucho sobre todas las posibilidades, y los riesgos habían sido reducidos en lo posible. Estaban arriesgando mucho, pero el tamaño del premio era lo suficientemente tentador como para intentarlo. Tras mucho debatir en la taberna con Jack y Johan, habían decidido actuar. Se lo debían a un par de amigos.
Cerca de los muelles, entró por uno de los callejones. El Martín Pescador, que había sido el primer barco de Sonen, estaba anclado aún a bastante distancia de allí, pero la zona de los muelles por la que tendría que pasar estaba atestada a todas horas, o de marineros trabajando, o de marineros gastando su jornal en las tabernas que dan directamente a los muelles. Hacía un tiempo que no se había avistado ninguno de los engendros del imperio, y los capitanes de las naves más pequeñas habían comenzado a aventurarse a salir a la mar, lo cual había reducido algo el número de barcos refugiados en el puerto. De todos modos, todavía quedaban muchísimos marineros desocupados, y todo el mundo sabía en que solían gastar el tiempo y el dinero los marineros cuando estaban en tierra. En realidad no eran los marineros los que le preocupaban, puesto que tendían a medir muy bien sus lealtades con los capitanes, dado que quien hoy es tu patrón, mañana puede ser tu enemigo en el mar. Eran los capitanes y los oficiales los que le preocupaban. Lo que iban a hacer podía ser muy mal entendido por ojos indiscretos, así que era mejor evitarlos.
La calle paralela al muelle era como un patio trasero de las tabernas del puerto. Por las mañanas solía estar repleta de gente trabajando. Primero, los mozos de las tabernas recogían la basura de la noche anterior. Después los proveedores comenzaban a pasar entregando sus pedidos a los posaderos y taberneros. Por las tardes, la basura que salía de las tabernas era acumulada allí, para ser recogida al día siguiente. Por las noches el olor de los desperdicios acumulados al sol era tan fuerte que nadie pasaba por allí. Únicamente podría ser visto por algún posadero o un mozo que saliesen a echar más basura, pero eso tampoco le preocupaba demasiado, puesto que los taberneros de Zalama eran conocidos por su discreción. Había un dicho entre los oficiales y los marineros que decía que si un tabernero de Zalama te vendía información, sólo te daría una décima parte de la que tuviese, y además esa décima parte sería la que menos te convenía saber. En realidad, el motivo era práctico. Zalama siempre había sido un puerto muy transitado, y ganarte la enemistad de una tripulación, sirviese a quien sirviese, podía suponer una gran pérdida en el futuro. Mucho más si la voz se corría. A la gente de mar le gusta estar tranquila en tierra.
Llegó a la altura de los muelles que buscaba. El ruido de la juerga de los marineros ya solo era un murmullo lejano. Esta zona de los muelles estaba tranquila, tal y como era de esperar. Se echó algo de perfume para disimular el olor del callejón, se alegró de que su aclimatación ya le permitiese dejar de sudar por las noches, y buscó la señal en el lugar convenido. La luz de la ventana del almacén estaba encendida, lo que significaba que todo iba como habían planeado. Ahora llegaba la parte difícil. Tras taparse con la capucha de la larga túnica, salió del callejón, recorrió la calle que bajaba hasta los muelles, y se acercó a la pasarela del Martín Pescador. No parecía haber llamado la atención de nadie más que de los dos marineros que hacían guardia tras la pasarela.
- ¿Quién va? – El marinero sostenía un farol en alto ante el mientras miraba nervioso hacia Igram, como si intentase reconocerle. - ¿Quién eres y qué quieres?
- Mi nombre es Igram, y deseo ver al capitán. – El tono de Igram sonó seco, casi despectivo.
- ¿Igram? – El marinero que sostenía el farol parecía haberle reconocido. Al otro no podía verle la cara con claridad. – El… el capitán no está en el barco.
- Mientes. – El marinero dio un respingo, y comenzaron a temblarle levemente las rodillas. El otro marinero echó la mano a la empuñadura del sable.- Dile a Sonen que estoy aquí y que quiero hablar de negocios con él. Llévale esto. – Igram lanzó una bolsa entre los dos, que al chocar en el suelo sonó con un tintineo. – Son quinientas piezas de oro, esas son suyas ya. Pero hay mucho más.
Los dos marineros charlaron un momento al oído. Tras una breve discusión, uno de ellos colgó el farol en su lugar, y se dirigió hacia el castillo de popa. El otro continuó mirando hacia Igram sin apartar la mano de la empuñadura de su arma. Al poco, el marinero volvió, acompañado por otros tres. Estaba pálido y las piernas le temblaban mucho más que antes.
- Capitán… - El marinero tragó saliva y carraspeó. Poco a poco parecía recuperarse de lo que fuera que le había asustado tanto.
- Ya no soy capitán. – Igram sonrió malévolamente. – Te ha tocado revisar la bolsa, ¿eh? – El marinero clavó su mirada en Igram, enfurecido.- Tranquilo, soy un hombre de palabra. Y conozco a Sonen lo suficiente como para saber que no caería en una trampa tan burda. Vengo a hablar de negocios. Eso es sagrado.
- Pues si no eres capitán, lo que seas. Igram, el capitán ha dicho que debes jurar ante nosotros que ya no rindes lealtad al grupo de Hoja Afilada.
Igram sonrió y levantó su mano derecha.
- Juro solemnemente que el único hombre al que debo lealtad es a mí mismo, y que ningún vínculo de honor me une ya a Eidon Hoja Afilada ni a ninguno de los capitanes que le siguen. ¿Es suficiente?
Los marineros asintieron, y el que había hablado todo el tiempo le hizo un gesto para que les entregase la daga larga que colgaba de su cinto. Igram se la entregó de inmediato.
Era evidente que Sonen tenía un gusto pésimo para la decoración. La cantidad de tapices, jarrones, esculturas, figurillas y adornos de todo tipo que había en ese camarote era tal que era casi imposible recordar detalles de cualquiera de ellos. Sonen estaba sentado tras una mesa amplia, de madera noble, en una silla amplia y acolchada. Su aspecto era el normal, salvo que parecía ir vestido únicamente con una bata larga de seda blanca, con motivos orientales. Tenía el pelo suelto y bastante revuelto. O había interrumpido algo, o Sonen había abandonado parte de sus dilatadas costumbres. Estaba casi seguro de que era lo primero. La bolsa de oro que le había entregado al marinero continuaba sobre la mesa, aunque la cinta de cuero que antes la cerraba ya no estaba.
-Justo a quien quería ver. – Sonen sonreía confiado. – Me ha encantado oír tu juramento de infidelidad.
Igram se acercó a la mesa y tomó asiento en una de las dos sillas que había de su lado. A ambos lados de la puerta había dos guardias, mercenarios del Puño de Hierro, sin duda. Según Igram tomó asiento, Sonen les hizo un gesto para que salieran.
-Ahora podemos hablar tranquilos.- Hizo un gesto hacia el dormitorio.- A quien me espera ahí no le interesan mis negocios. Guapas y tontas, son las mejores. – Sonen volvió a mostrar su perfecta dentadura con una ancha sonrisa.
-Me sorprende que me esperases. Suponía que serías más precavido.
-Lo que tenemos que hablar solo podemos hablarlo tu y yo, personalmente. Además, quería verte la cara para estar seguro de que no me engañas.
-Sabes que en el fondo estamos hechos de la misma madera. Ninguna lealtad es tan fuerte como la lealtad a uno mismo.
-Ese es uno de mis lemas… -Sonen se atusaba la perilla mientras hablaba. – Bien, vayamos al grano. Yo tengo hierro, y tú tienes oro. ¿O debería decir administras?
-Eso no te interesa mientras pueda pagarte. Soy un intermediario, no debería importarte a quien voy a vender lo que te compre. – Igram echó la mano al interior de su túnica, sacó dos bolsas de cuero similares a la que ya estaba encima de la mesa, y cuidadosamente, las puso junto a la otra. – Esto por el primer quintal. Las primeras quinientas puedes quedártelas en concepto de establecimiento de la ruta. Nos da igual como hagas llegar el hierro, mientras lo traigas. Tus proveedores, como ocultes los cargamentos y tu relación con Sanazar es cosa tuya.
Sonen se levantó de la silla y caminó por la habitación, observando varios de los adornos mientras parecía pensar. Igram se puso de pie, y se apoyó de espaldas en la mesa. Tenía las tres bolsas tras él.
-Esto es demasiado fácil. Me hace sospechar.
-Los buenos negocios siempre parecen sospechosos. Yo sé lo que pretendes hacer, y tú sabes quien me ha pedido que establezca el trato. Son muchos beneficios para ambos. El riesgo es claro. Tú te arriesgas a que tus nuevos amigos te cojan haciendo contrabando, y yo me arriesgo a que Sanazar se fije en mí y decida eliminarme. – Igram cruzó los brazos tras la espalda. -Pero también es cierto que te has dedicado al contrabando durante demasiado tiempo como para dejar pasar la oportunidad o como para pensar que el yugo de Sanazar será realmente duradero, sobre todo en las islas. Y tú sabes muy bien que una de mis virtudes es pasar desapercibido salvo que desee ser encontrado, lo cual hace que me sienta bastante seguro a pesar de que, tarde o temprano, los informadores de Sanazar sabrán que soy yo quien está importando ese hierro. La cuestión es que, al precio al que paga mi comprador, y al precio al que vende su sobreexplotación tu vendedor, el negocio es demasiado grande y demasiado bueno. ¿Cuánto crees que iban a tardar en llegar otros? Tenemos posición de ventaja, usémosla.
-¿Y la cuestión de la confianza?-Sonen estaba ahora cerca de la puerta, mirando a Igram socarrón.
Igram caminó y se puso frente a él, a dos o tres pasos de distancia, y le miró fijamente a los ojos.
- Sonen, confío menos en ti que en una bandada de cachalotes hambrientos, y si cerramos el trato espero no tener que ver tu cara en mucho tiempo. Sé que eres un embustero y un traidor, pero tambien sé que te gusta incluso más el dinero y el poder que la mujeres hermosas. – Igram echó una leve mirada hacia la puerta entreabierta que conducía al dormitorio, y por la que se podía ver una cama ocupada y revuelta. – Lo cual se demuestra por el hecho de que hayas parado tu pequeña fiesta para charlar conmigo. El negocio es demasiado bueno, y lo sabes.
Sonen asintió, y le tendió la mano. Igram se la estrechó sin demasiada efusividad, casi como si le molestara el contacto. Acto seguido, sacó un rollo de pergamino del interior de su túnica y se lo tendió a Sonen.
-Aquí tienes una lista de almacenes, contactos y señales. Si hay algo con lo que no estés de acuerdo, usa los cauces habituales.
Sonen sonrió pícaro e hizo un gesto con la cabeza a Igram.
- Ponlo encima de la mesa. Yo voy a continuar con mi fiesta. Espero no volver a verte vivo.
- Lo mismo digo.
Igram bajó del barco, y, por el mismo camino por el que había llegado, y tomando las mismas precauciones para no ser seguido, caminó hasta La Taberna de Jack. Todo había ido perfectamente.
Un par de horas antes del amanecer, uno de sus espías llegó con noticias. Se había formado un gran revuelo en el Martín Pescador, y unos minutos después habían comenzado a preparar todo para partir. Varios marineros habían ido a por los que estaban en tierra, y tan pronto como habían tenido tripulación suficiente, habían salido del puerto a toda vela. Nadie había visto a Sonen en cubierta.
Igram sonrió al oír las noticias. Findanar le había sugerido la táctica de las tres bolsas contándole una historia hacía unas semanas. Fiona le había hablado de esos pequeños insectos de la selva, las hormigas escorpión. Odian la luz, y siempre que pueden se ponen en la parte inferior de las hojas o las piedras. Cuando algo les molesta, atacan. Y son muy venenosos. En un antiguo volumen dedicado a los venenos había leído que la picadura de una sola es muy dolorosa, y puede provocar la parálisis permanente de una o varias extremidades. Si te pica más de una, y no posees el antídoto o la ayuda de un hechicero, solo cabe esperar la muerte. Lo que no podían saber aún era el resultado de su plan. Si Sonen había metido la mano en la bolsa equivocada o no. El hecho de que hubieran zarpado así, y el revuelo previo en cubierta, hacía pensar que alguien había recibido su trampa, ahora solo les faltaba saber si había sido sonen, y cuantos de los veinte insectos le habían picado, o si disponía de alguien que pudiese hacer algo mediante la magia.
En realidad, lo que más le importaba era saber si esa maldita rata de mar había leído el pergamino que estaba dentro de la bolsa, y en el que decía:
Sólo la muerte redime la traición.
Era una de las frases preferidas de Jacob.
Igram caminaba en la oscuridad por una de las avenidas que conducen hasta el puerto de Zalama. Aunque las calles estaban desiertas a esas horas, salvo por algún grupo de borrachos en las tabernas cercanas al puerto, miró una vez más hacia atrás para comprobar que nadie le siguiera. A pesar de lo improbable que era tal cosa dada la situación en Zalama, temía que Sanazar tuviese más espías o colaboradores entre los zalameños de lo que los consejeros del rey pensaban. Subestimar a un enemigo es de estúpidos, arrogantes o temerarios, y él no se tenía por ninguna de las tres cosas. Hoy era uno de esos días en los que las fuerzas de ambos bandos debían medirse, y le había tocado ser el protagonista. Tendría que desplegar sus mejores dotes como actor, aunque actuaría como su mejor personaje: él mismo.
Repasó mentalmente los planes y las contingencias previstas y no previstas. Habían debatido mucho sobre todas las posibilidades, y los riesgos habían sido reducidos en lo posible. Estaban arriesgando mucho, pero el tamaño del premio era lo suficientemente tentador como para intentarlo. Tras mucho debatir en la taberna con Jack y Johan, habían decidido actuar. Se lo debían a un par de amigos.
Cerca de los muelles, entró por uno de los callejones. El Martín Pescador, que había sido el primer barco de Sonen, estaba anclado aún a bastante distancia de allí, pero la zona de los muelles por la que tendría que pasar estaba atestada a todas horas, o de marineros trabajando, o de marineros gastando su jornal en las tabernas que dan directamente a los muelles. Hacía un tiempo que no se había avistado ninguno de los engendros del imperio, y los capitanes de las naves más pequeñas habían comenzado a aventurarse a salir a la mar, lo cual había reducido algo el número de barcos refugiados en el puerto. De todos modos, todavía quedaban muchísimos marineros desocupados, y todo el mundo sabía en que solían gastar el tiempo y el dinero los marineros cuando estaban en tierra. En realidad no eran los marineros los que le preocupaban, puesto que tendían a medir muy bien sus lealtades con los capitanes, dado que quien hoy es tu patrón, mañana puede ser tu enemigo en el mar. Eran los capitanes y los oficiales los que le preocupaban. Lo que iban a hacer podía ser muy mal entendido por ojos indiscretos, así que era mejor evitarlos.
La calle paralela al muelle era como un patio trasero de las tabernas del puerto. Por las mañanas solía estar repleta de gente trabajando. Primero, los mozos de las tabernas recogían la basura de la noche anterior. Después los proveedores comenzaban a pasar entregando sus pedidos a los posaderos y taberneros. Por las tardes, la basura que salía de las tabernas era acumulada allí, para ser recogida al día siguiente. Por las noches el olor de los desperdicios acumulados al sol era tan fuerte que nadie pasaba por allí. Únicamente podría ser visto por algún posadero o un mozo que saliesen a echar más basura, pero eso tampoco le preocupaba demasiado, puesto que los taberneros de Zalama eran conocidos por su discreción. Había un dicho entre los oficiales y los marineros que decía que si un tabernero de Zalama te vendía información, sólo te daría una décima parte de la que tuviese, y además esa décima parte sería la que menos te convenía saber. En realidad, el motivo era práctico. Zalama siempre había sido un puerto muy transitado, y ganarte la enemistad de una tripulación, sirviese a quien sirviese, podía suponer una gran pérdida en el futuro. Mucho más si la voz se corría. A la gente de mar le gusta estar tranquila en tierra.
Llegó a la altura de los muelles que buscaba. El ruido de la juerga de los marineros ya solo era un murmullo lejano. Esta zona de los muelles estaba tranquila, tal y como era de esperar. Se echó algo de perfume para disimular el olor del callejón, se alegró de que su aclimatación ya le permitiese dejar de sudar por las noches, y buscó la señal en el lugar convenido. La luz de la ventana del almacén estaba encendida, lo que significaba que todo iba como habían planeado. Ahora llegaba la parte difícil. Tras taparse con la capucha de la larga túnica, salió del callejón, recorrió la calle que bajaba hasta los muelles, y se acercó a la pasarela del Martín Pescador. No parecía haber llamado la atención de nadie más que de los dos marineros que hacían guardia tras la pasarela.
- ¿Quién va? – El marinero sostenía un farol en alto ante el mientras miraba nervioso hacia Igram, como si intentase reconocerle. - ¿Quién eres y qué quieres?
- Mi nombre es Igram, y deseo ver al capitán. – El tono de Igram sonó seco, casi despectivo.
- ¿Igram? – El marinero que sostenía el farol parecía haberle reconocido. Al otro no podía verle la cara con claridad. – El… el capitán no está en el barco.
- Mientes. – El marinero dio un respingo, y comenzaron a temblarle levemente las rodillas. El otro marinero echó la mano a la empuñadura del sable.- Dile a Sonen que estoy aquí y que quiero hablar de negocios con él. Llévale esto. – Igram lanzó una bolsa entre los dos, que al chocar en el suelo sonó con un tintineo. – Son quinientas piezas de oro, esas son suyas ya. Pero hay mucho más.
Los dos marineros charlaron un momento al oído. Tras una breve discusión, uno de ellos colgó el farol en su lugar, y se dirigió hacia el castillo de popa. El otro continuó mirando hacia Igram sin apartar la mano de la empuñadura de su arma. Al poco, el marinero volvió, acompañado por otros tres. Estaba pálido y las piernas le temblaban mucho más que antes.
- Capitán… - El marinero tragó saliva y carraspeó. Poco a poco parecía recuperarse de lo que fuera que le había asustado tanto.
- Ya no soy capitán. – Igram sonrió malévolamente. – Te ha tocado revisar la bolsa, ¿eh? – El marinero clavó su mirada en Igram, enfurecido.- Tranquilo, soy un hombre de palabra. Y conozco a Sonen lo suficiente como para saber que no caería en una trampa tan burda. Vengo a hablar de negocios. Eso es sagrado.
- Pues si no eres capitán, lo que seas. Igram, el capitán ha dicho que debes jurar ante nosotros que ya no rindes lealtad al grupo de Hoja Afilada.
Igram sonrió y levantó su mano derecha.
- Juro solemnemente que el único hombre al que debo lealtad es a mí mismo, y que ningún vínculo de honor me une ya a Eidon Hoja Afilada ni a ninguno de los capitanes que le siguen. ¿Es suficiente?
Los marineros asintieron, y el que había hablado todo el tiempo le hizo un gesto para que les entregase la daga larga que colgaba de su cinto. Igram se la entregó de inmediato.
Era evidente que Sonen tenía un gusto pésimo para la decoración. La cantidad de tapices, jarrones, esculturas, figurillas y adornos de todo tipo que había en ese camarote era tal que era casi imposible recordar detalles de cualquiera de ellos. Sonen estaba sentado tras una mesa amplia, de madera noble, en una silla amplia y acolchada. Su aspecto era el normal, salvo que parecía ir vestido únicamente con una bata larga de seda blanca, con motivos orientales. Tenía el pelo suelto y bastante revuelto. O había interrumpido algo, o Sonen había abandonado parte de sus dilatadas costumbres. Estaba casi seguro de que era lo primero. La bolsa de oro que le había entregado al marinero continuaba sobre la mesa, aunque la cinta de cuero que antes la cerraba ya no estaba.
-Justo a quien quería ver. – Sonen sonreía confiado. – Me ha encantado oír tu juramento de infidelidad.
Igram se acercó a la mesa y tomó asiento en una de las dos sillas que había de su lado. A ambos lados de la puerta había dos guardias, mercenarios del Puño de Hierro, sin duda. Según Igram tomó asiento, Sonen les hizo un gesto para que salieran.
-Ahora podemos hablar tranquilos.- Hizo un gesto hacia el dormitorio.- A quien me espera ahí no le interesan mis negocios. Guapas y tontas, son las mejores. – Sonen volvió a mostrar su perfecta dentadura con una ancha sonrisa.
-Me sorprende que me esperases. Suponía que serías más precavido.
-Lo que tenemos que hablar solo podemos hablarlo tu y yo, personalmente. Además, quería verte la cara para estar seguro de que no me engañas.
-Sabes que en el fondo estamos hechos de la misma madera. Ninguna lealtad es tan fuerte como la lealtad a uno mismo.
-Ese es uno de mis lemas… -Sonen se atusaba la perilla mientras hablaba. – Bien, vayamos al grano. Yo tengo hierro, y tú tienes oro. ¿O debería decir administras?
-Eso no te interesa mientras pueda pagarte. Soy un intermediario, no debería importarte a quien voy a vender lo que te compre. – Igram echó la mano al interior de su túnica, sacó dos bolsas de cuero similares a la que ya estaba encima de la mesa, y cuidadosamente, las puso junto a la otra. – Esto por el primer quintal. Las primeras quinientas puedes quedártelas en concepto de establecimiento de la ruta. Nos da igual como hagas llegar el hierro, mientras lo traigas. Tus proveedores, como ocultes los cargamentos y tu relación con Sanazar es cosa tuya.
Sonen se levantó de la silla y caminó por la habitación, observando varios de los adornos mientras parecía pensar. Igram se puso de pie, y se apoyó de espaldas en la mesa. Tenía las tres bolsas tras él.
-Esto es demasiado fácil. Me hace sospechar.
-Los buenos negocios siempre parecen sospechosos. Yo sé lo que pretendes hacer, y tú sabes quien me ha pedido que establezca el trato. Son muchos beneficios para ambos. El riesgo es claro. Tú te arriesgas a que tus nuevos amigos te cojan haciendo contrabando, y yo me arriesgo a que Sanazar se fije en mí y decida eliminarme. – Igram cruzó los brazos tras la espalda. -Pero también es cierto que te has dedicado al contrabando durante demasiado tiempo como para dejar pasar la oportunidad o como para pensar que el yugo de Sanazar será realmente duradero, sobre todo en las islas. Y tú sabes muy bien que una de mis virtudes es pasar desapercibido salvo que desee ser encontrado, lo cual hace que me sienta bastante seguro a pesar de que, tarde o temprano, los informadores de Sanazar sabrán que soy yo quien está importando ese hierro. La cuestión es que, al precio al que paga mi comprador, y al precio al que vende su sobreexplotación tu vendedor, el negocio es demasiado grande y demasiado bueno. ¿Cuánto crees que iban a tardar en llegar otros? Tenemos posición de ventaja, usémosla.
-¿Y la cuestión de la confianza?-Sonen estaba ahora cerca de la puerta, mirando a Igram socarrón.
Igram caminó y se puso frente a él, a dos o tres pasos de distancia, y le miró fijamente a los ojos.
- Sonen, confío menos en ti que en una bandada de cachalotes hambrientos, y si cerramos el trato espero no tener que ver tu cara en mucho tiempo. Sé que eres un embustero y un traidor, pero tambien sé que te gusta incluso más el dinero y el poder que la mujeres hermosas. – Igram echó una leve mirada hacia la puerta entreabierta que conducía al dormitorio, y por la que se podía ver una cama ocupada y revuelta. – Lo cual se demuestra por el hecho de que hayas parado tu pequeña fiesta para charlar conmigo. El negocio es demasiado bueno, y lo sabes.
Sonen asintió, y le tendió la mano. Igram se la estrechó sin demasiada efusividad, casi como si le molestara el contacto. Acto seguido, sacó un rollo de pergamino del interior de su túnica y se lo tendió a Sonen.
-Aquí tienes una lista de almacenes, contactos y señales. Si hay algo con lo que no estés de acuerdo, usa los cauces habituales.
Sonen sonrió pícaro e hizo un gesto con la cabeza a Igram.
- Ponlo encima de la mesa. Yo voy a continuar con mi fiesta. Espero no volver a verte vivo.
- Lo mismo digo.
Igram bajó del barco, y, por el mismo camino por el que había llegado, y tomando las mismas precauciones para no ser seguido, caminó hasta La Taberna de Jack. Todo había ido perfectamente.
Un par de horas antes del amanecer, uno de sus espías llegó con noticias. Se había formado un gran revuelo en el Martín Pescador, y unos minutos después habían comenzado a preparar todo para partir. Varios marineros habían ido a por los que estaban en tierra, y tan pronto como habían tenido tripulación suficiente, habían salido del puerto a toda vela. Nadie había visto a Sonen en cubierta.
Igram sonrió al oír las noticias. Findanar le había sugerido la táctica de las tres bolsas contándole una historia hacía unas semanas. Fiona le había hablado de esos pequeños insectos de la selva, las hormigas escorpión. Odian la luz, y siempre que pueden se ponen en la parte inferior de las hojas o las piedras. Cuando algo les molesta, atacan. Y son muy venenosos. En un antiguo volumen dedicado a los venenos había leído que la picadura de una sola es muy dolorosa, y puede provocar la parálisis permanente de una o varias extremidades. Si te pica más de una, y no posees el antídoto o la ayuda de un hechicero, solo cabe esperar la muerte. Lo que no podían saber aún era el resultado de su plan. Si Sonen había metido la mano en la bolsa equivocada o no. El hecho de que hubieran zarpado así, y el revuelo previo en cubierta, hacía pensar que alguien había recibido su trampa, ahora solo les faltaba saber si había sido sonen, y cuantos de los veinte insectos le habían picado, o si disponía de alguien que pudiese hacer algo mediante la magia.
En realidad, lo que más le importaba era saber si esa maldita rata de mar había leído el pergamino que estaba dentro de la bolsa, y en el que decía:
Sólo la muerte redime la traición.
Era una de las frases preferidas de Jacob.
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