Escrito por Cronos el lunes, 16 de agosto de 2010
Más oscuro que la noche.
Ciento diez, ciento once, ciento doce, ciento trece… palpaba la pared de roca húmeda con sumo cuidado, buscando cambios en la temperatura o la textura, o alguna grieta que le indicase algún cambio, sin dejar de contar los pasos… ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés… nada, nada parecía cambiar… como el silencio y la oscuridad… ciento cuarenta y tres, ciento cuarenta y cuatro… la pared se arqueaba hacia su derecha. ¿Una nueva salida o el pasillo se ensanchaba? Estos pasadizos eran de origen natural, puesto que la roca no estaba tallada, así que resultaba difícil saber lo que había a su alrededor. Anotó mentalmente la cifra; ciento cuarenta y cuatro pasos. Decidió descansar unos momentos antes de continuar. Su cuerpo, acostumbrado a vivir sin la guía de la luz del sol, le marcaba con toda fiabilidad sus ciclos diarios. Sabía que era mediodía porque tenía hambre, sabía que llegaba la noche porque tenía sueño, y sabía que amanecía porque se despertaba. Ya llevaba dos semanas así y aun no sabía exactamente donde se encontraba. Nunca sus años entrenamiento como explorador le habían sido tan útiles, una de las pruebas que tenían que pasar era precisamente esa. En un lugar hostil, sin ninguna fuente de luz, sin idea del lugar bajo la montaña en el que estaban, los candidatos a exploradores tenían que encontrar la salida, y por supuesto, sobrevivir. Algunos de sus compañeros habían tardado meses en encontrar la salida. Otros, los menos, habían caído, víctimas de sus propios errores. Si alguno recibía ayuda, debía comenzar de nuevo la prueba, en otro lugar.
Este era el decimosexto día que llevaba solo y perdido. Había decidido no pensar demasiado en qué podría haber sucedido. Lo importante, lo prioritario ahora era salvarse, encontrar un camino que llevase a la ciudad o al exterior. Después ya habría tiempo para pensar. Revisó su mochila y su cantimplora. Tenía comida para unos cuantos días más. La verdad es que los hongos comestibles que había encontrado tenían un sabor horrible sin cocinar, pero no estaba la cosa como para andar con exquisiteces. Aun le quedaban para cuatro o cinco días. El agua era más preocupante. Si no encontraba pronto otra corriente potable, tendría que retroceder casi dos días para rellenar la cantimplora, y eso sería una pérdida de tiempo. No le gustaba perder el tiempo. Habría que encontrar otra fuente. Y tenía que haber alguna cerca de allí, la piedra no miente. El hecho de que no oyese absolutamente ningún sonido era más descorazonador. El agua, al correr, suena.
Masticó durante un buen rato los amargos hongos, hasta que solo quedó la cáscara, que escupió en una bolsa de cuero que transportaba para ello. La pulpa de aquellas setas era comestible y muy alimenticia, pero la cáscara, si se tragaba, era venenosa. No iba a dejar ninguna pista de su presencia en la zona a nadie, aunque no hubiese tenido noticia de ninguna amigo o enemigo en los días que llevaba aislado y explorando. Sabía que algo había sucedido, pues la corriente de agua que le había arrastrado hasta allí sólo podía provenir de los sistemas de defensa de Nordarr. Y si los habían activado, era que algo grave estaba ocurriendo, o había ocurrido. Sólo cabía ser prudente.
Tras frotarse la ropa, el pelo y la barba con cierta piedra bastante olorosa, cosa que hacía para evitar o al menos dificultar que le encontrasen por su olor, palpó la roca en la parte en la que se curvaba, y comprobó que, efectivamente, había una bifurcación. Continuó explorando la pared con sus manos, en busca de alguna marca de explorador, suya o de otro, pero no la había. El aire se movía algo más por allí y parecía un poco más fresco. Decidió continuar con la búsqueda metódica, y para ello, tomó el mazo, lo envolvió con un jubón sucio, e hizo unas cuantas marcas a la altura correcta de la pared. Con eso había anotado la fecha, los pasos desde la anterior bifurcación, la dirección que seguía, y que había un desvío hacia la derecha. Se tomó un tiempo en comprobar cuantas salidas partían de ese punto, y sólo podía tomar el desvío hacia la derecha o continuar hacia delante. El olor del aire parecía más prometedor en el desvío que en la cueva por la que había avanzado, y además, estaba siguiendo un método claro para explorar. Continuó por la derecha, no sin antes completar la marca para indicar que camino había tomado. Si volvía a pasar por allí, o si otro explorador enano lo hacía, sabría en que dirección había continuado.
Si sólo hubiese encontrado un veta de roca fluorescente… con esa pequeña fuente de luz ya podría haber avanzado diez veces más rápido, pero la única manera que tenía para ver algo era golpear el metal de su hacha contra ciertas piedras para provocar alguna chispa y echar un vistazo breve, cosa que no había hecho hasta ahora para evitar ser oído.
Algo se movía más adelante.
Se pegó a la pared de roca, en silencio, y esperó.
El sonido era chirriante. Provenía de bastante lejos, pero estaba seguro de lo que estaba oyendo. Podía ser una puerta o incluso la rueda de un carromato. No veía ninguna luz frente a él, y el sonido era muy mal guía en las cuevas, así que no podía determinar a que distancia estaba su origen. Comenzó a avanzar lentamente, sin separarse de la pared, y sin dejar de cuidar la longitud de los pasos, y por supuesto, su número.
Cuatrocientos diecinueve pasos después, a su izquierda, pudo ver. Lo mínimo, casi solo sombras, sin distinguir colores, pero suficiente. Todo lo que había deseado durante días. A un par de vueltas del pasadizo, habría una o varias fuentes de luz, de tono anaranjado. Antorchas de aceite, apostaría. Y se movían, como si quienes las portasen fuesen caminando. El sonido era más fuerte, parecía provenir de uno o más carros tirados por algún tipo de animal. Podía diferenciar el sonido de las patas al apoyarse en el suelo y la respiración profunda de las bestias. Decidió acercarse para averiguar algo más. Podría haber encontrado la salvación, o la muerte.
Un recodo. Más pasadizo, estrecho, nadie a la vista. La luz era allí, tal y como había esperado, un poco más fuerte, y pudo ver que el techo del pasadizo estaba bastante alto, y que la roca era granítica. El color era el que era más habitual hacia el sudeste de la montaña. Estaba más lejos de lo que había creído, la corriente de agua le había arrastrado un buen trecho. También era de suponer que había bajado más de lo que creía. Continuó avanzando, prestando toda su atención a los sonidos que le llegaban. Había alguien armado. Podía oír el tintineo del metal. Eran varios, pero no caminaban hacia el. Probablemente, estarían avanzando por una ruta perpendicular al pasadizo que seguía.
Llegó al siguiente recodo. Por la intensidad de la luz y de los sonidos, dedujo que si se asomaba, podría ver a quien estaba pasando por allí. Era muy improbable que fuesen enanos, aunque siempre existía una posibilidad. Se quedó inmóvil, en silencio, hasta que estuvo convencido de que nadie se acercaba por el pasillo. Entonces, asomó la cabeza.
La imagen que contempló, aunque solo por unos instantes, tardaría mucho tiempo en desaparecer de su mente.
Ciento diez, ciento once, ciento doce, ciento trece… palpaba la pared de roca húmeda con sumo cuidado, buscando cambios en la temperatura o la textura, o alguna grieta que le indicase algún cambio, sin dejar de contar los pasos… ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés… nada, nada parecía cambiar… como el silencio y la oscuridad… ciento cuarenta y tres, ciento cuarenta y cuatro… la pared se arqueaba hacia su derecha. ¿Una nueva salida o el pasillo se ensanchaba? Estos pasadizos eran de origen natural, puesto que la roca no estaba tallada, así que resultaba difícil saber lo que había a su alrededor. Anotó mentalmente la cifra; ciento cuarenta y cuatro pasos. Decidió descansar unos momentos antes de continuar. Su cuerpo, acostumbrado a vivir sin la guía de la luz del sol, le marcaba con toda fiabilidad sus ciclos diarios. Sabía que era mediodía porque tenía hambre, sabía que llegaba la noche porque tenía sueño, y sabía que amanecía porque se despertaba. Ya llevaba dos semanas así y aun no sabía exactamente donde se encontraba. Nunca sus años entrenamiento como explorador le habían sido tan útiles, una de las pruebas que tenían que pasar era precisamente esa. En un lugar hostil, sin ninguna fuente de luz, sin idea del lugar bajo la montaña en el que estaban, los candidatos a exploradores tenían que encontrar la salida, y por supuesto, sobrevivir. Algunos de sus compañeros habían tardado meses en encontrar la salida. Otros, los menos, habían caído, víctimas de sus propios errores. Si alguno recibía ayuda, debía comenzar de nuevo la prueba, en otro lugar.
Este era el decimosexto día que llevaba solo y perdido. Había decidido no pensar demasiado en qué podría haber sucedido. Lo importante, lo prioritario ahora era salvarse, encontrar un camino que llevase a la ciudad o al exterior. Después ya habría tiempo para pensar. Revisó su mochila y su cantimplora. Tenía comida para unos cuantos días más. La verdad es que los hongos comestibles que había encontrado tenían un sabor horrible sin cocinar, pero no estaba la cosa como para andar con exquisiteces. Aun le quedaban para cuatro o cinco días. El agua era más preocupante. Si no encontraba pronto otra corriente potable, tendría que retroceder casi dos días para rellenar la cantimplora, y eso sería una pérdida de tiempo. No le gustaba perder el tiempo. Habría que encontrar otra fuente. Y tenía que haber alguna cerca de allí, la piedra no miente. El hecho de que no oyese absolutamente ningún sonido era más descorazonador. El agua, al correr, suena.
Masticó durante un buen rato los amargos hongos, hasta que solo quedó la cáscara, que escupió en una bolsa de cuero que transportaba para ello. La pulpa de aquellas setas era comestible y muy alimenticia, pero la cáscara, si se tragaba, era venenosa. No iba a dejar ninguna pista de su presencia en la zona a nadie, aunque no hubiese tenido noticia de ninguna amigo o enemigo en los días que llevaba aislado y explorando. Sabía que algo había sucedido, pues la corriente de agua que le había arrastrado hasta allí sólo podía provenir de los sistemas de defensa de Nordarr. Y si los habían activado, era que algo grave estaba ocurriendo, o había ocurrido. Sólo cabía ser prudente.
Tras frotarse la ropa, el pelo y la barba con cierta piedra bastante olorosa, cosa que hacía para evitar o al menos dificultar que le encontrasen por su olor, palpó la roca en la parte en la que se curvaba, y comprobó que, efectivamente, había una bifurcación. Continuó explorando la pared con sus manos, en busca de alguna marca de explorador, suya o de otro, pero no la había. El aire se movía algo más por allí y parecía un poco más fresco. Decidió continuar con la búsqueda metódica, y para ello, tomó el mazo, lo envolvió con un jubón sucio, e hizo unas cuantas marcas a la altura correcta de la pared. Con eso había anotado la fecha, los pasos desde la anterior bifurcación, la dirección que seguía, y que había un desvío hacia la derecha. Se tomó un tiempo en comprobar cuantas salidas partían de ese punto, y sólo podía tomar el desvío hacia la derecha o continuar hacia delante. El olor del aire parecía más prometedor en el desvío que en la cueva por la que había avanzado, y además, estaba siguiendo un método claro para explorar. Continuó por la derecha, no sin antes completar la marca para indicar que camino había tomado. Si volvía a pasar por allí, o si otro explorador enano lo hacía, sabría en que dirección había continuado.
Si sólo hubiese encontrado un veta de roca fluorescente… con esa pequeña fuente de luz ya podría haber avanzado diez veces más rápido, pero la única manera que tenía para ver algo era golpear el metal de su hacha contra ciertas piedras para provocar alguna chispa y echar un vistazo breve, cosa que no había hecho hasta ahora para evitar ser oído.
Algo se movía más adelante.
Se pegó a la pared de roca, en silencio, y esperó.
El sonido era chirriante. Provenía de bastante lejos, pero estaba seguro de lo que estaba oyendo. Podía ser una puerta o incluso la rueda de un carromato. No veía ninguna luz frente a él, y el sonido era muy mal guía en las cuevas, así que no podía determinar a que distancia estaba su origen. Comenzó a avanzar lentamente, sin separarse de la pared, y sin dejar de cuidar la longitud de los pasos, y por supuesto, su número.
Cuatrocientos diecinueve pasos después, a su izquierda, pudo ver. Lo mínimo, casi solo sombras, sin distinguir colores, pero suficiente. Todo lo que había deseado durante días. A un par de vueltas del pasadizo, habría una o varias fuentes de luz, de tono anaranjado. Antorchas de aceite, apostaría. Y se movían, como si quienes las portasen fuesen caminando. El sonido era más fuerte, parecía provenir de uno o más carros tirados por algún tipo de animal. Podía diferenciar el sonido de las patas al apoyarse en el suelo y la respiración profunda de las bestias. Decidió acercarse para averiguar algo más. Podría haber encontrado la salvación, o la muerte.
Un recodo. Más pasadizo, estrecho, nadie a la vista. La luz era allí, tal y como había esperado, un poco más fuerte, y pudo ver que el techo del pasadizo estaba bastante alto, y que la roca era granítica. El color era el que era más habitual hacia el sudeste de la montaña. Estaba más lejos de lo que había creído, la corriente de agua le había arrastrado un buen trecho. También era de suponer que había bajado más de lo que creía. Continuó avanzando, prestando toda su atención a los sonidos que le llegaban. Había alguien armado. Podía oír el tintineo del metal. Eran varios, pero no caminaban hacia el. Probablemente, estarían avanzando por una ruta perpendicular al pasadizo que seguía.
Llegó al siguiente recodo. Por la intensidad de la luz y de los sonidos, dedujo que si se asomaba, podría ver a quien estaba pasando por allí. Era muy improbable que fuesen enanos, aunque siempre existía una posibilidad. Se quedó inmóvil, en silencio, hasta que estuvo convencido de que nadie se acercaba por el pasillo. Entonces, asomó la cabeza.
La imagen que contempló, aunque solo por unos instantes, tardaría mucho tiempo en desaparecer de su mente.
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