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Escrito por na el martes, 28 de mayo de 2019

Me gusta fumar.
Disfruto haciéndolo.
Es como esa avecilla que me cantaba al albor.
Cuando hace la calor.
Hace más llevadero el sufrimiento en esta prisión.
Tanto, que adormece mi capacidad de afrontamiento y mis ganas de salir.
Tan llevadero, que me atrapa.
Sobre todo, cuando tengo que hacer eso que se supone que tengo que hacer.
Por obligación.
No puedo con eso.
Todavía.
Sí, sé que es una forma patética de evitación.
Y me avergüenzo de mi falta de ética.
Y me fumo otro y se me pasa.
Y otro, y otro, y…
¿Hasta cuándo?
Fumo cuando "tengo que" salir al mundo y fumo cuando "tengo que" ir hacia dentro.
Para soportar el vacío en mí y en mi entorno.
Fumo cuando tengo que estar, cuando tengo que hacer.
Y me doy cuenta que en la mayoría de los momentos y lugares “tengo que” es una obligación que yo elijo como instrumento. Soy consciente de mis privilegios.
No me gusta limpiar, y aun así me gusta limpio.
No me gusta cocinar, sí me gusta comer.
No me gusta estudiar, y aun así, me gusta cuestionar.
No me gusta currar, pero...
¿a qué precio me quemo?
Y fumo y cada calada me abre en canal las puertas del infierno.
Conectando con todas las entidades desencarnadas a las que les gustaba fumar antes de mí.
Sí, ya sé que puede sonar a una escusa muy mala, aún así...
Es interesante contemplar la adicción desde un punto de vista espiritual.
De la necesidad energética latente en cada vicio.
La insatisfacción, el malestar insaciable que nada en este mundo puede llenar.
Todas las alarmas han saltado desde hace rato y yo sigo empeñada en poner ruido de fondo.
Más allá de la verborrea.
Estaban los nombres de Dios.