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"Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga" 
Escrito por Slagator el sábado, 14 de marzo de 2009

Texto de J. Galdio y Yosi_:

La noche sorprendió a Eleazar en el bosque, rendido sobre una pila de leños de sauco y otros restos de lo que durante a penas dos semanas y hasta hacía 30 minutos, había sido su casa, mal haríamos llamándolo hogar, jamás se dejó advertir por allí atisbo alguno de calor o protección. Había visto atardecer rodeado de un silencio extraño que hacía presagiar algo, y a pesar de haber exprimido con ansiedad cada segundo mientras el sol caía tras el horizonte, no fue suficiente. Había pasado por esto otras veces. La zona donde residía, explotada años atrás, carecía ya a esas alturas de los materiales necesarios para levantar un edificio medianamente consistente. El poblado amanecía en ruinas día sí, día también. Cualquier leve ventisca conseguía derribar la mayor parte de las chabolas sin mayor dificultad. Eleazar vivía entregado al perfeccionamiento de su técnica de construcción, tratando de edificar una guarida con la solidez suficiente para pasar una sola noche a salvo de las sombras que poblaban sus sueños bajo el estremecedor vacío de la intemperie. Pero los pequeños avances seguían revelándose insuficientes.

La tormenta había sido relativamente fugaz, y las recordaba más voraces, había comenzado de forma repentina con un fuerte estallido seguido de una pequeña tempestad casi apaciguadora. No fue más intensa que otras tantas en aquella tierra devastada donde cada noche el viento barría con indiferencia todo rastro de vida. En cualquier caso bastó, y esto a nadie sorprende, para derruir los frágiles soportes sobre los que había fundado su morada, y con ellos, como era de esperar, todo lo demás.

La lluvia, debatiéndose entre la calma y la agitación mientras combinaba ambas en intervalos sorprendentemente breves, aventuraba un nuevo arrebato de relámpagos precedidos por cegadores rayos de luz.
Suplicó al miedo una tregua, de no más de cinco minutos, para intentar poner buena cara a la desdicha y mirar al cielo acogiendo con gratitud la ofrenda que de él emanaba.

Aprovechó la calma momentánea para revolverse entre las ruinas e intantar paliar las secuelas del desastre. Al cabo de un rato la lluvia cesó y, ajeno a cuanto le rodeaba, se dispuso una vez más a reparar los efectos del castigo como tantas otras veces había hecho, lidiando con el caos entre punzadas de amargura, impotencia y resignación. Se dio cuenta que había quedado atrapado bajo los restos de su cobijo, fue necesario un gran esfuerzo para liberarse y salir tambaleándose del cúmulo de madera y barro que lo apresaba. Tras un instante en pie, un escalofrío le recorrío la espalda empapada en agua helada y sintió repentinamente una temible presencia tras él. Aguardaba en la oscuridad, sigilosa y estática, flexionada sobre sus cuatro patas, mirada atenta, cuerpo en tensión. No fue necesario girar la cabeza....
Sobre el raciocinio y sus múltiples propuestas, sobre la reflexión y todo un abanico de posibilidades planteadas desde la más lógica perspectiva - permanecer inmóvil o distraer la atención del animal -, la ponderación racional de causas y efectos... se impuso el instinto, el impuslo automático, apremiante e irresistible de huir. Una fuerza casi sobrehumana tomó las riendas de la situación y el control de su cuerpo para velar por su supervivencia. Todo se nubló a su alrededor y una voz procedente de lo más profundo de sus entrañas le habló con el tono de quien está acostumbrado a ser obedecido sin réplica y le dijo: corre.

Y corrió. Corrió por el bosque sin dirección, ni estrategia ni refuerzos extras. Sólo sus músculos. Su cuerpo se agilizó, hasta casi duplicar la velocidad cuando el peligro se hizo patente, se sirvió de todas sus reservas físicas para explotar muy por encima de sus posibilidades habituales su capacidad de resistencia, prolongando considerablemente su aguante corporal. Y su vista se agudizó, para ayudarlo en la confusión de la noche a sortear a una velocidad inusual todos y cada uno de los árboles que se presentaran en su camino.

La esperanza tomó el color de la lumbre de una chimenea hogareña, cuando avistó a lo lejos una sólida casa, de las de hierro y cemento, de las que resisten al más impetuoso huracán.

Saltó resuelto la verja que protegía el jardín de descuidadas pisadas ajenas. La casa estaba custodiada por cuatro resistentes paredes de hormigón, innecesariamente gruesas. El animal más salvaje sería incapaz de quebrantarlas. Se precipitó hacia la casa con la osadía fruto de la desesperación, convencido de encontrarse a salvo entre sus semejantes sin llegar siquiera a plantearse la idea de una posible respuesta hostil ante una situación tan imperiosamente acuciante como aquella.

Creyó morir de agotamiento segundos antes de aporrear la puerta con el peso de su cuerpo y el ímpetu de su alma. Bastó un segundo para almacenar el oxígeno que le permitiera gritar a pleno pulmón durante un buen rato, acompañando los golpes con desgarradores aullidos de socorro. En el interior de la vivienda, la familia no era ajena al suplicio que acontecía en el exterior. Prefirieron guardar silencio.

De la tercera llamada sin respuesta Eleazar dedujo que nadie tenía la menor intención de acudir en su auxilio. Corrió hacia la ventana en un acto desesperado y logró alcanzarla de un único salto, golpeándose contra el muro y aferrándose a ella con torpeza mientras sentía fluir la sangre ardiente resbalando por su cara. La ropa húmeda y desgastada entorpecía sus movimientos. Descansó la mitad de su cuerpo sobre la repisa, el torso casi al completo y la pierna izquierda, quedando la derecha en suspenso. El peso de sus zapatos encharcados tiraba de su cuerpo hacia abajo, donde la boca de la bestia aguardaba impaciente segregando cantidades ingentes de saliva. El lobo se abalanzaba rabioso contra la pared tratando de conseguir un impulso lo suficientemente intenso para atrapar al menos una de las extremidades de su presa. La frustración y el miedo se unieron para sacudirle en una oleada de rabia, y puesto que nadie se disponía a abrir la ventana desde dentro, envolvió su brazo derecho en el pequeño pañuelo que llevaba anudado alrededor de la cabeza, y tensándolo, arremetió repetidamente contra el cristal hasta hacerlo añicos.

Calló al suelo de la sala de estar sobre los mismos cristales de la ventana que acababa de reventar. Se sacudió levemente los pedazos semi-incrustados en las palmas de sus manos, reposando extenuado sobre el resto, y dejó caer la cabeza hacia atrás como implorando una dosis extra de oxígeno. La sangre que no dejaba de brotar de su brazo empapó buena parte de la moqueta.
Su presencia no había conseguido sino alarmar a los habitantes de la casa, que lo miraban perplejos, aterrados, trastornados, como a la espera...
Era plenamente consciente del estorbo que su repentina irrupción había supuesto para los habitantes de la casa. Se vió a sí mismo reflejado en los ojos de aquella familia como un salvaje, totalmente extraño a aquel lugar en que cada detalle le hacía sentir que sobraba. Las reacciones se dividían en la sufrida e indomable empatía de los niños, todavía no completamente adiestrados para la enajenación total del prójimo, y una extraña mezcla entre desconfianza hostilidad y desconcierto, por parte de los padres.

El sudor espeso que resbalaba por su frente para terminar desapareciendo por el cuello de su camiseta, el temblor de su mandíbula, su mirada inquieta y penetrante, los jadeos, las convulsiones repentinas. Todo en él resultaba irritante, molesto, turbador. Traía consigo barro, estiércol y algún diminuto pedrusco incustrado en la suela de sus zapatos; traía sudor, aferrado a su ropa en puntos específicos de su anatomía; pero lo más molesto era ese olor a muerte que lo había perseguido durante toda su vida, con más intensidad en determinadas situaciones, y que ahora se atrevía a irrumpir por vez primera en los órganos sensitivos de los allí presentes. La decisión estaba tomada: el invitado no podía quedarse. El placer altruista o ególatra (con más frecuencia ególatra que altruista) de salvar una vida de ninguna manera compensaría el incordio de tener que soportar toda una noche los infatigables aullidos de un lobo ávido de carne humana escoltando la salida principal.

El padre, en tanto que protector moral de sus hijos, ordenó a su mujer encerrarse con los niños en la habitación conyugal, interior y segura, a fin de mantenerlos al margen de todo lo que allí iba a suceder. La madre procuraba absolver su reprochable conducta delegando la responsabilidad y volviendo la vista hacia otro lado, mientras hacía entender a sus hijos la inviabilidad de mantener el orden y la armonía familiar dejándose asaltar e invadir por cada solicitante de asilo transitorio o permanente - nunca se sabe - ¡dónde estaríamos ahora nosotros! No se molestó siquiera en considerar la cantidad de viviendas que podrían edificarse con el material acumulado en la suya, ostentosamente amplia, manteniendo intactas las garantías de seguridad en todas ellas. Los niños no prestaban atención a los intentos de autojustificación de su madre, sólo lloraban, aturdidos. No estaban acostumbrados a los gritos desesperados ante el acecho de la muerte. Nunca antes la sintieron tan cerca.

Finalmente el cabeza de familia decidió hacerse cargo de la situación encarándose con el intruso. Con la ventaja indudable que da jugar en casa pero aún así sin tenerlas todas consigo, se dirigió a él levantando el tono y con una voz temblorosa que pretendía fingir firmeza instó a Eleazar a abandonar la casa de inmediato. Ante su mirada perpleja repitió la orden cada vez con mayor énfasis, intentando una y otra vez amedrentar a su indeseado invitado, sin llegar a percatarse de que todo lo que pudiera ocurrierle allí dentro sería infinitamente preferible a lo que esperaba en el exterior de la vivienda. Viendo que nada parecía surtir efecto y aguijoneado por las silenciosas exigencias de su familia, optó por pasar a la agresión física. Tras un intenso forcejeo, logró arrastrar a su descortés huesped (desprovisto ya de cualquier ápice de energía) a la ventana por la que había accedido. Eleazar imploraba por su vida mientras procuraba resistir enganchado a los brazos que se zarandeaban tratando de deshacerse de él. En el fragor de la lucha, para su agresor ya se había convertido en un animal como el que aguardaba ansioso para cobrar su presa. Los gritos, la sangre y la adrenalina desatada en la pelea habían logrado dejar a un lado la conciencia que durante unos instantes, mientras se comtemplaban cara a cara, había supuesto un pequeño obstáculo, y ahora solo se trataba de una lucha sucia, a vida o muerte, en la que ganar confería automáticamente la autoridad necesaria para salir moralmente indemne de la situación. El final estaba cerca, víctima y verdugo sintieron como el tiempo se paraba, y se dirigieron una última mirada antes de que Eleazar fuera abandonado a su suerte bajo las garras y dientes del animal, que lo envolvieron entre restos de su propia sangre y la espuma emergente de la boca de la fiera.

Mientras, el anfitrión tapiaba el hueco que había dejado el cristal despedazado con estacas de madera más resistentes a los (posibles futuros) golpes de un puño humano, y procuraba tranquilizar a su familia comunicando haberse deshecho del criminal, el peligro había pasado. Prohibió salir a los niños hasta que la lluvia matutina hubiese borrado de la fachada todo rastro de la sangre salpicada, y por lo demás, la rutina siguió adelante como cualquier otra jornada invernal a resguardo de toda inclemencia.


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Supongamos ahora que el lobo se llama Hambre. Eleazar es en este caso un nombre aplicable a cualquier inmigrante económico, y la casa es simplemente una metáfora de nuestra privilegiada región. El cristal que desgarra el brazo simboliza las afiladas aguas del Mediterráneo, y la sangre que brota de la herida los pedazos de vida (o vidas enteras) que expiran en las pateras.

Sus puertas y ventanas representan las fronteras políticas que del mismo modo deciden quién tiene más derechos (humanos, universales e inalienables), y quién merece más la vida. El miedo es el miedo, la desesperación la desesperación, y la vida encarna a la vida, esa vida que nunca termina de agarrarse por completo al cuerpo en el que habita, y amenaza con volar cada vez que nuestro amparo se desploma sobre nosotros.

Los Eleazar que murieron, mueren, y seguirán muriendo devorados por el hambre, no son ahora honrados como mártires de un sistema injusto, ni serán recordados por su valor, su lucha, y por la manera tan injusta como terminó su vida. Constarán para siempre en la lista negra de "repatriados" que osaron penetrar nuestras fronteras, pero que gracias a la paternalista labor del gobierno, no pudieron robar nuestro trabajo ni aprovecharse de nuestra seguridad social.

Escrito por Slagator el domingo, 8 de marzo de 2009

En Marzo debería tomar una decisión que a estas alturas está ya desestimada.
Llevo años avanzando hacia ninguna parte, intentando divisar un ápice de esperanza en la lejanía, culpando a la miopía de mi incapacidad para dar con ella por más zancadas que diera. Mi fe en algo abstracto se va diluyendo a cada paso en falso, a cada decepción. A estas alturas me tiemblan las piernas.

Los "buenos" caminos, los malos, los no tan malos, qué importa, si todos conducen a lo mismo. Carece de importancia la identidad del guía, o su forma de guiarnos por las lúgubres sendas del sistema. Lo único que cambia es el paisaje que nos hacen creer que podemos palpar. Los caminos están marcados, y la única salida bien determinada. La bellas palabras iluminan el paisaje haciéndolo parecer distinto, y es tan susceptible nuestra razón de ser sorteada, tan frágil, que las ilusiones se abren paso comodamente hacia la conquista de nuestros sentimientos. Creemos lo que queremos creer, o visto de otro modo, lo que quieren que creamos.

Vivimos de esperanzas, de ilusiones, de la confianza en un supuesto progreso hacia el ideal de vida propuesta desde arriba, perseguimos la tierra prometida sin pensar que seguramente pereceremos en el camino. Y mientras tanto tenemos miedo. Tememos que nuestros sucesivos logros se vengan abajo al mínimo error, pues pendemos de un hilo tan fino que apenas es perceptible al ojo humano, por eso no creemos en él. Pero está ahí, bajo nosotros, sosteniéndonos sin ganas, disfrazado de suelo firme, o tal vez sea también esto, una ilusión óptica. Eso, o que tememos tanto mirar abajo, que de tanto sostener la cabeza hacia adelante, hemos olvidado cómo se hace.

La pirámide humana en la que vivimos no es tan sólida como quieren hacernos creer. Bastaría con que sucumbiera la base para que toda ella se desplomara. Por eso a la cúspide le interesa mantenerla viva. Eso sí, lo justito como para cumplir con su obligación "natural" sin hacer peligrar toda la estructura mediante un temible efecto dominó.

Los encargados del soporte tienen una ventaja sobre aquellos a los que sostienen, y es que su posición es mucho más estable que la de estos. Más abajo no pueden caer. De algo había de servir la carga que soportan día a día sobre sus cuerpos. Los de arriba temen una coalición de los sujetos que forman la base. Un único fallo en el sistema es facilmente sustituíble, sería necesaria una alianza a nivel general para derrumbar su estructura. Ante esta amenaza, la solución es evidente: control y divergencia.

El control se ejerce sin mayores dificultades desde los medios de comunicación, encargados de crear la disconformidad entre las bases, y de esta manera evitar el consenso. El proyecto ha sido todo un éxito, las bases, lejos de mantener entre ellas un vínculo de unión fruto de una situación y unas aspiraciones comunes, se consideran rivales entre sí, y sólo aspiran a superarse entre ellos, a alcanzar la cima, por encima de los cadáveres que sean necesarios, sólo faltaría.

Conforme se asciende en la pirámide social, los cimientos humanos que la soportan quedan más alejados, también así sus sentimientos, que se van haciendo más ajenos a cada peldaño superado. Una vez alcanzada la cima, se ven tan pequeñitos desde lo alto, que su valor desciende, quedan reducidos a máquinas del sistema, se deshumanizan.

El sistema sonríe.

Los dirigentes procuran mantener el equilibrio. Los más ambiciosos asumen el riesgo que conllevaría un nuevo intento por seguir trepando. Y tragan saliva mientras convencen al mundo, y a sí mismos, de que ellos poseen la llave de la felicidad, y dan vueltas en su despacho intentando descubrir qué bien material del que carecen llenaría su vacío.

No existe la amistad. Todo ser humano es un rival en potencia. La felicidad consiste en ascender. En dejar a otros atrás, tirados a mitad de camino. Una competición de la que salir victoriosos, es lo que nos hace sentir vivos. Somos nuestra posición en el sistema.

Los de abajo sueñan con el día en el que puedan mirar a sus compañeros por encima del hombro.

Los de arriba sólo miran más arriba, y los de más arriba se miran así mismos porque nada más existe ya. Además, si se atrevieran a mirar hacia abajo posiblemente les costaría más conciliar el sueño esta noche, y eso sí que no.

Los peldaños más bajos de esta gran pirámide, son a su vez los más resentidos, pues sobre ellos han pasado más hombres. Sus huellas conllevan heridas en cuerpo y alma, que a penas han cicatrizado, vuelven a abrirse, víctimas de nuevas pisadas. Pero su dios les induce a la sumisión, o eso dicen los de arriba. En la cumbre se viene comentando siglos atrás, que recibirán su recompensa en la otra vida, dichosos ellos. De momento, eso sí, deben aguantar en sus puestos estos valientes, que ya queda menos.

Ocurre también que conforme la cima cambia de manos, los argumentos a favor de la jerarquización social varían, adaptándose a la moral correspondiente a cada época. Actualmente se extiende cierto rumor, aparentemente cierto (no vamos a esforzarnos en ponerlo en duda), de que cualquiera puede llegar a la cima, siempre que se ciña al modelo de vida correcto. Así que por el momento, como buenos consumidores, atestemos los centros comerciales, mientras esperamos a que el jefe nos obsequie con unas palmaditas en la espalda, estimulando esa vena emprendedora característica del europeo medio, que nos empuje a invertir en una arriesgada aunque ambiciosa empresa, colaborando de esta manera con quienes no albergan mayor deseo que el de compartir sus riquezas con nosotros. Tarea fácil entonces.

Sólo debemos reunir las fuerzas suficientes para poder alzarnos hasta conseguir sostenernos sobre las cabezas de nuestros compañeros (haciendo caso omiso a unos lamentos esgrimidos por esa voz que ya no nos dice nada), ayudándonos de este apoyo para ascender en la competitiva pirámide, en cuya cúspide nos espera la tierra prometida, ansiosa ella por complacernos.

Un último consejo antes de emprender el camino, no miréis abajo.