Escrito por Yosi_ el lunes, 19 de julio de 2010
Es curiosa la actitud de ciertos segmentos de la sociedad que por lo general se consideran a sí mismos progresistas (realmente y en el buen sentido), alternativos, e incluso transgresores. Entre las ramas que representan el pensamiento de izquierdas, si es que eso aún tiene algún sentido para alguien en este país, es comúnmente aceptado que el concepto "especulación" tiene connotaciones negativas que casi desde ningún punto de vista es posible eliminar. Y sin embargo, como casi todo, por lo general en la práctica los reproches no suelen depender del hecho en sí, sino de las formas de quien lo lleva a cabo. De esta forma, especulador en todo su sentido es quien se viste de traje y se coloca tras una promotora inmobiliaria a intentar sacar provecho del afán de enriquecimiento de unos y la necesidad de otros. Pero sin embargo, no lo es quien se aposta en una esquina de un barrio del extrarradio a vender su ración de soma a individuos necesitados de su ración diaria, con posibles o sin ellos. No lo es, o no lo parece, o no se le señala como si lo fuera, porque por lo general puede más el odio hacia quienes, por una u otra razón, se oponen a su actividad, que la lógica extremadamente simple que muestra a las claras que se trata exactamente de lo mismo. De igual manera se critica con fervor el consumismo y se desprecia a sus artífices, se pone de vuelta y media a quien trata de establecer las normas para crear un negocio extremadamente lucrativo a partir del mundo de las artes, y sin embargo, la prostitución queda en cualquier caso fuera del foco de la crítica. Y entiéndase que no hablo de explotación de personas en contra de su voluntad o de cualquier otra de las atrocidades que se suelen mezclar en el discurso, algo entendible hasta cierto punto por coincidencia en cuanto al contexto, pero en ningún caso asimilable dentro de la misma discusión por tratarse de problemas distintos con análisis absolutamente diferentes.
Me centraré, por tanto, en el caso de quienes eligen voluntariamente (dentro de las presiones a las que se ve sometido todo el que quiere tener algo que comer a fin de mes, claro está) dedicarse a la labor de establecer una actividad especulativa a través del sexo. Porque de eso se trata, ni más ni menos. Se puede cuestionar la relevancia del mismo estableciéndolo como necesidad a uno u otro nivel (evidentemente siempre guardando las distancias con los requisitos indispensables para la supervivencia), pero es indudable que la actividad consiste en exprimir la incapacidad de ciertas personas para conseguir satisfacer un deseo por el cual están dispuestas a pagar una cantidad de dinero a menudo por encima de sus posibilidades. O quizá más bien al límite de las mismas, pero está claro que como en cualquier circunstancia en la que se trata de forzar un intercambio comercial, se pretende incitar al gasto irresponsable como medio para maximizar los beneficios.
Lo más paradójico de todo esto es que la moral católica rancia y mojigata como siempre ha sido pero extremadamente tolerante con cualquiera con pretensiones de enriquecerse por la vía rápida y facultades para conseguirlo, siempre se arrojó sobre el negocio del sexo como un buitre hipócrita, destrozando la imagen pública de quien decidió participar de él, pero al mismo tiempo consintiéndolo como una vía de escape válida a sus estrictas y absurdas medidas de control absoluto de la población. Sin embargo, quienes desde siempre han venido criticando incansablemente a la Iglesia y a sus métodos, a la moral oscurantista que genera el tabú frustrante tras el que la prostitución siempre encontró un perfecto caldo de cultivo, el colectivo que necesariamente se ha posicionado en todo momento en contra de la mercantilización de las necesidades de las personas y de la presión de las actividades económicas que potencian el consumo irresponsable y la venta de privilegios que nunca deberían haberse considerado como tales, rompe una lanza tras otra a favor de quienes utilizan sus ventajas físicas como medio de negocio, e incluso trata de mostrar la actitud como un ejemplo de liberación frente a los valores tradicionales. Cabe preguntarse qué valores son esos, porque tanto la frivolización del placer y las relaciones interpersonales como la compra-venta de todo aquello susceptible de ser necesitado por alguien son valores perfectamente arraigamos en la sociedad en la que vivimos, pero en fin, supongo que una vez más la pose lo es todo.
Llegados a este punto toca abordar el argumento falaz que nunca deja de salir a la luz en algún momento: la prostitución no deja de ser una actividad económica cualquiera, tabúes y prejuicios aparte, como la que puede desarrollar un obrero, un tendero o cualquier otra persona que intente ganarse el pan. Es posible que en sentido estricto se pueda considerar así, y sin embargo personalmente separaría dos grupos claramente delimitados. En primer lugar, el de quien desarrolla una actividad (hacer pan, servir copas, transportar mercancías) y posteriormente ofrece evitársela a otra persona a cambio de los frutos de su respectiva ocupación. Por otro lado, el de quien oferta realizar una actividad recíproca en compañía de otra persona (charlar, hacer compañía, fingir amistad, follar, practicar deporte), y pretende obtener por ello un beneficio que en principio no está demasiado claro en concepto de qué puede solicitarse sin admitir la superioridad del valor de la actividad de uno sobre la del otro. Como habrá quedado bastante claro, el primer caso me parece perfectamente lícito, más justo dentro de determinados sistemas económicos que pretenden favorecer la cooperación en lugar de la explotación de las carencias de los demás, pero conceptualmente aceptable teniendo en cuenta que establece un trueque que en principio puede ser perfectamente justo. Por el contrario, el segundo lo considero humillante desde el momento en el que un individuo adopta una posición privilegiada al deducir un beneficio únicamente explicable mediante la asunción de que dos personas puedan compartir una misma práctica durante el mismo tiempo, y pese a ello una quedar en deuda respecto a la otra. Y algo que en principio puede parecer una aseveración trivial y perfectamente asumida, tiene unas implicaciones tan duras como para justificar los principios de todo un sistema económico tan absurdo como este. No me llama la atención en absoluto que eso ocurra, y en contra del concepto tradicional yo no creo que el humillado sea quien vende el servicio, sino quien tras compartir sexo se ve obligado a suplir sus carencias personales con dinero extra. Sin embargo, sí que es bastante sorprendente que la ansiedad por desprenderse del catolicismo latente sea tan fuerte como para nublar el juicio de quienes pretenden tenerlo frente a todo lo demás y hacer que una incoherencia tan de base esté pasando desapercibida y de paso justificando los propios cimientos del sistema.
Me centraré, por tanto, en el caso de quienes eligen voluntariamente (dentro de las presiones a las que se ve sometido todo el que quiere tener algo que comer a fin de mes, claro está) dedicarse a la labor de establecer una actividad especulativa a través del sexo. Porque de eso se trata, ni más ni menos. Se puede cuestionar la relevancia del mismo estableciéndolo como necesidad a uno u otro nivel (evidentemente siempre guardando las distancias con los requisitos indispensables para la supervivencia), pero es indudable que la actividad consiste en exprimir la incapacidad de ciertas personas para conseguir satisfacer un deseo por el cual están dispuestas a pagar una cantidad de dinero a menudo por encima de sus posibilidades. O quizá más bien al límite de las mismas, pero está claro que como en cualquier circunstancia en la que se trata de forzar un intercambio comercial, se pretende incitar al gasto irresponsable como medio para maximizar los beneficios.
Lo más paradójico de todo esto es que la moral católica rancia y mojigata como siempre ha sido pero extremadamente tolerante con cualquiera con pretensiones de enriquecerse por la vía rápida y facultades para conseguirlo, siempre se arrojó sobre el negocio del sexo como un buitre hipócrita, destrozando la imagen pública de quien decidió participar de él, pero al mismo tiempo consintiéndolo como una vía de escape válida a sus estrictas y absurdas medidas de control absoluto de la población. Sin embargo, quienes desde siempre han venido criticando incansablemente a la Iglesia y a sus métodos, a la moral oscurantista que genera el tabú frustrante tras el que la prostitución siempre encontró un perfecto caldo de cultivo, el colectivo que necesariamente se ha posicionado en todo momento en contra de la mercantilización de las necesidades de las personas y de la presión de las actividades económicas que potencian el consumo irresponsable y la venta de privilegios que nunca deberían haberse considerado como tales, rompe una lanza tras otra a favor de quienes utilizan sus ventajas físicas como medio de negocio, e incluso trata de mostrar la actitud como un ejemplo de liberación frente a los valores tradicionales. Cabe preguntarse qué valores son esos, porque tanto la frivolización del placer y las relaciones interpersonales como la compra-venta de todo aquello susceptible de ser necesitado por alguien son valores perfectamente arraigamos en la sociedad en la que vivimos, pero en fin, supongo que una vez más la pose lo es todo.
Llegados a este punto toca abordar el argumento falaz que nunca deja de salir a la luz en algún momento: la prostitución no deja de ser una actividad económica cualquiera, tabúes y prejuicios aparte, como la que puede desarrollar un obrero, un tendero o cualquier otra persona que intente ganarse el pan. Es posible que en sentido estricto se pueda considerar así, y sin embargo personalmente separaría dos grupos claramente delimitados. En primer lugar, el de quien desarrolla una actividad (hacer pan, servir copas, transportar mercancías) y posteriormente ofrece evitársela a otra persona a cambio de los frutos de su respectiva ocupación. Por otro lado, el de quien oferta realizar una actividad recíproca en compañía de otra persona (charlar, hacer compañía, fingir amistad, follar, practicar deporte), y pretende obtener por ello un beneficio que en principio no está demasiado claro en concepto de qué puede solicitarse sin admitir la superioridad del valor de la actividad de uno sobre la del otro. Como habrá quedado bastante claro, el primer caso me parece perfectamente lícito, más justo dentro de determinados sistemas económicos que pretenden favorecer la cooperación en lugar de la explotación de las carencias de los demás, pero conceptualmente aceptable teniendo en cuenta que establece un trueque que en principio puede ser perfectamente justo. Por el contrario, el segundo lo considero humillante desde el momento en el que un individuo adopta una posición privilegiada al deducir un beneficio únicamente explicable mediante la asunción de que dos personas puedan compartir una misma práctica durante el mismo tiempo, y pese a ello una quedar en deuda respecto a la otra. Y algo que en principio puede parecer una aseveración trivial y perfectamente asumida, tiene unas implicaciones tan duras como para justificar los principios de todo un sistema económico tan absurdo como este. No me llama la atención en absoluto que eso ocurra, y en contra del concepto tradicional yo no creo que el humillado sea quien vende el servicio, sino quien tras compartir sexo se ve obligado a suplir sus carencias personales con dinero extra. Sin embargo, sí que es bastante sorprendente que la ansiedad por desprenderse del catolicismo latente sea tan fuerte como para nublar el juicio de quienes pretenden tenerlo frente a todo lo demás y hacer que una incoherencia tan de base esté pasando desapercibida y de paso justificando los propios cimientos del sistema.