Escrito por Yosi_ el sábado, 26 de diciembre de 2009
Hablar de SGAE hace mucho tiempo que es demasiado aburrido. De hecho al cabo del tiempo se ha convertido en un zumbido constante que empieza a pasar desapercibido como cualquier otra cantinela machacona, y por lo general poco hay que decir al respecto aparte de recoger los argumentos prefabricados tiempo ha (cada cual los de su bando), y dispararlos uno tras otro con una mezcla de hartura y dejadez, hasta que ambas partes son conscientes de encontrarse en un bucle si más salida que, tal vez, afilar unos cuantos cds (objeto de discordia por definición) al más puro estilo ninja y utilizarlos a modo de arma arrojadiza contra la principal cabeza visible, de turco por lo general. Últimamente, a raíz de una serie de rotundos fracasos por parte de la industria musical y cinematográfica de la mano cómplice del propio gobierno (democrático durante un día cada cuatro años, nótese), lo que hasta ahora habían sido insultos trasnochados, amenazas y algún amago a nivel jurídico sin pies ni cabeza, han comenzado a convertirse en pretensiones legislativas para sacar los pies del tiesto y resolver en "petit comite" lo que hasta ahora requería la decisión de un juez, con todo lo que ello conlleva. Evidentemente esta acción contextualizada en el hervidero crítico hasta el absurdo (y desde el absurdo, todo sea dicho) que es Internet hoy por hoy cada vez que se toca el tema de la gratuidad de contenidos y el yate o no-yate de los quejumbrosos colegas de Miami (también denominados "artistas" en el argot, pero en cualquier caso sin tener nada que ver con el término definido por la RAE), ha producido una avalancha de protestas encendidas con el fervor de quien, a juzgar por la concienciación y la consciencia de la que habitualmente se hace gala en esta sociedad, no sabe demasiado bien de qué habla ni por qué lo hace, pero está completamente seguro de tener razón. Porque, sin ánimo de emprender alegatos elitistas, esta no es la primera ni la segunda actuación de un gobierno contra la libertad de expresión, la presunción de inocencia u otros principios básicos, aunque duela mucho más la posibilidad de tener que soltar la gallina para conseguir el último Call of Duty, o el último recopilatorio de los 40, que lo que le pase entre las paredes de una comisaría a algún chaval etiquetado como terrorista según el criterio de la misma administración que pretende actuar en este caso.
Y está claro que eso no implica que la reacción vaya en la dirección equivocada, sino que incluso un reloj parado da bien la hora dos veces al día. El hecho de que el gobierno decida saltarse a la torera la separación de poderes constituye en sí mismo un hecho alarmante. Más aún que lo haga en pro de los intereses de una industria que se contradice a sí misma participando de una y otra parte del pastel, aproximándose al sector tecnológico supuestamente culpable de la hipotética debacle artística al mismo tiempo que envía a sus asalariados a ladrar frente a Moncloa actuando como cabezas de turco por intereses que ni siquiera son suyos. No debemos perder de vista que, a diferencia de lo que históricamente por suerte ha sido habitual en casi todos los gremios, éste tiene la peculiaridad de mirar hacia abajo para buscar responsabilidades en lugar de hacerlo hacia donde corresponde. Naturalmente el intento es ingenuo y torpe por parte de quienes pretenden detener el curso de los acontecimientos a base de plantarse frente a hechos inevitables con dedo acusador buscando una supuesta autoridad moral donde no la hay. Llama profundamente la atención que un colectivo tan individualista en los buenos tiempos como es el musical o el cinematográfico sólo haya sido capaz de "unirse" a quien un mercader (porque esto va de comprar, vender, cobrar o dejar de hacerlo, indudablemente y sin quitarnos los demás nuestro buen montón de incoherencias cotidianas) jamás debería oponerse, a sus clientes, y en cambio nunca haya tenido la misma firmeza a la hora de emprender una batalla contra la propia industria, la misma que ha marcado una leyenda negra a lo largo de tantos años dejando hitos jurídicos para olvidar en la historia de un puñado muy sustancial de casos bien conocidos (y de otros tantos en la sombra, claro está, ¿quién no se ha peleado con su(s) discográfica(s)?). Y sin embargo, quienes han tenido la oportunidad de tener acceso a ese mundillo cerrado y hostil para la mayoría, siempre se han sentido afortunados y agradecidos por colocarse en el mismo papel que trabajadores de otros sectores han considerado una clara posición de lucha por sus propios intereses y en pro de la tan utilizada cultura.
Por otra parte, quienes no han tenido tanta "suerte" tampoco han tenido voz para expresar su opinión por encima de los murmullos de la mayoría, y no se trata de un hecho casual. La cuestión es que según los criterios de La Innombrable y de buena parte de quienes pelean con uñas y dientes para aferrarse al modelo de comercio más tradicional, merece más relevancia quien más perjudicado se ve por una situación, y en este caso quienes se ven más perjudicados son quienes, paradójicamente, más éxito tienen explotando el antiguo modelo de negocio. El razonamiento es correcto, es evidente que quien tiene una parte mayor en el pastel, se expone más ante una posible situación complicada, así que siguiendo una lógica puramente económica lo que se afirma es muy cierto. Sin embargo, y de aquí parten todos mis problemas al respecto, el debate deja de ser simplemente económico desde el punto en el que la propia economía, ni siquiera las herramientas políticas de las que se vale, es autosuficiente a la hora de controlar la situación.
Creo que todos somos perfectamente conscientes de que desde un punto de vista estrictamente neoliberal, la mayor preocupación de quien posee algo con lo que pretende buscarse la vida es que, sea lo que sea e incluso por encima de principios éticos muy elementales, alcance el máximo valor posible dentro del mercado. Para quienes únicamente poseen valores que desafortunadamente no son físicos y por tanto no se pueden defender a base de garrotazos tangibles, la única opción pasa por buscar los requiebros adecuados para tratar de controlar lo no tangible con el único fin que mueve al resto del mundo a través de métodos bastante más prosaicos. Evidentemente, poniendo las cartas sobre la mesa, queda bastante claro que si la moralidad interviene de alguna forma en todo este asunto, debería ser para tratar de poner cortapisas a una metodología que en ningún momento considera el drama humanitario subyacente tras lo puramente matemático del mercantilismo que mueve el mundo. Es decir, para salvaguardar derechos humanos y principios universales tales como la justicia o la igualdad. Pero en este caso no es así, porque contra toda lógica, siempre que alguien abre la boca desde el sector insurgente y supuestamente maltratado de los propietarios intelectuales, se trata de los que explotan el lado mas radical de la maquinaria económica para convertir su forma de vida en forma de especulación, y de esa manera vivir muy por encima de lo que debería ser aceptable para cualquier persona, ya tenga el talento de David Bisbal para lanzar patadas al aire, o la capacidad de curar el cáncer. Claro que, ante la ausencia de medios represores para cortar de raíz la evidente decadencia del sector, en este caso se ha intentado (infructuosamente) apelando a valores solidarios, caritativos, tratando de remover la conciencia de la gente para que no continúe comportándose de forma inadecuada.
Es totalmente surrealista que sociedades, personas e incluso gobiernos con medios propagandísticos tan potentes como peligrosos, en este caso sigan actuando de forma tan torpe y por una vez estén siendo absolutamente incapaces de calar en la opinión pública. Subsanar esa torpeza de un modo beneficioso para la parte más débil, la única que personalmente me puede preocupar, pasa por redefinir los bandos: la industria siempre ha pretendido hacer ver que la manutención de quienes la enriquecen está inevitablemente ligada a la perpetuación de las cosas tal como son. La realidad es justamente la opuesta, ya que en este caso (y en casi todos), la solución pasa por sacar del discurso a los intermediarios cuyo negocio realmente peligra, a quienes tratan de ligar sus intereses personales a conceptos tan inabarcables como la música, el cine o la literatura con el único fin de hacer ver como fortaleza su gran debilidad, que cada día que pasa es menos necesario alimentar sanguijuelas para crear y difundir el arte. Hace unos días he tenido el disgusto de leer a un popular escritor (a quien a buen seguro aman con mayor fervor las listas de ventas que los académicos) afirmar que el día que se pueda acceder a sus libros de forma gratuita, dejará de escribir. O lo que es lo mismo, que la única motivación que es capaz de encontrar para dedicarse a lo que se supone procedente de algún lugar más profundo, es la de vender sus creaciones. Tras esto, el debate que debería surgir es si realmente nos merecemos esto, si debemos resignarnos a consumir un patrimonio cultural explícitamente creado para llenar la cartera de grandes corporaciones e individuos carentes de pasión y de vergüenza a la hora de retratarse como lo que son. En definitiva, si una hipotética pérdida de este género de creadores, la cual anuncian como una gran debacle humanística, es una fatalidad o una verdadera suerte. Lo cierto es que a estas alturas deberíamos estar más que cansados de que nos vendan, incluso indignados de que haya quien tenga por única motivación tratar de vendernos. Una vez oí decir a alguien que, si bien es indudablemente necesario encontrar la forma de sobrevivir, hay una gran diferencia entre quien hace y vende, y quien hace para vender. Ese principio que puede parecer tan simple es el que marca la diferencia entre quien trata de construirse una suerte de teletienda a partir de cualidades más que cuestionables aderezadas con grandes dosis de marketing, y quien se permite a sí mismo el lujo de disfrutar con lo que hace y deja que los beneficios lleguen o no, que sea la suerte o el libre criterio de la gente lo que decida si es posible convertirlo en medio de vida. Porque aún hay quien cree que el sueño se rompe cuando la pluma escribe más cifras que versos, y entonces deja de merecer la pena.
Quienes estén en ese colectivo y por desinformación, por recelo ante los cambios o por cualquier otro motivo, deberían ir planteándose bajarse del portaaviones zozobrante y subirse al barco pirata para olvidar a los intermediarios y poder hablar cara a cara sin manipulaciones maquiavélicas, interesadas y absurdas. Se puede encontrar el modo, y a pesar de que entre el pueblo llano tampoco se puedan esperar grandes maravillas idealistas, es evidente que dejar de tomar el pelo al personal es imprescindible si queremos envainar las espadas y empezar a hablar del problema de forma cabal, sin exabruptos ni alarmismos. Eso es lo que se hace cuando se tienen todas las de perder, así que habrá que apelar a eso a estas alturas en las que la esperanza de buena voluntad o sentido común escasea de forma estremecedora. Músicos escarmentados, cineastas lastimeros y literatos a remojo, ya es hora de que los auténticos artesanos de la cultura salten a la palestra dejando en la sombra a la industria junto a sus delegados mediáticos. Es cierto que vivimos en una sociedad en la que nadie da nada por nadie si es que puede ahorrárselo, pero precisamente es esa la máxima que debería considerarse a la hora de analizar los movimientos de tantos poderes fácticos atentando contra libertades que otrora han constituido la base de la motivación del arte que se dice defender a capa, ley y espada. ¿Quién se enriquece, quién da la cara y quién pierde con todo esto?
Y está claro que eso no implica que la reacción vaya en la dirección equivocada, sino que incluso un reloj parado da bien la hora dos veces al día. El hecho de que el gobierno decida saltarse a la torera la separación de poderes constituye en sí mismo un hecho alarmante. Más aún que lo haga en pro de los intereses de una industria que se contradice a sí misma participando de una y otra parte del pastel, aproximándose al sector tecnológico supuestamente culpable de la hipotética debacle artística al mismo tiempo que envía a sus asalariados a ladrar frente a Moncloa actuando como cabezas de turco por intereses que ni siquiera son suyos. No debemos perder de vista que, a diferencia de lo que históricamente por suerte ha sido habitual en casi todos los gremios, éste tiene la peculiaridad de mirar hacia abajo para buscar responsabilidades en lugar de hacerlo hacia donde corresponde. Naturalmente el intento es ingenuo y torpe por parte de quienes pretenden detener el curso de los acontecimientos a base de plantarse frente a hechos inevitables con dedo acusador buscando una supuesta autoridad moral donde no la hay. Llama profundamente la atención que un colectivo tan individualista en los buenos tiempos como es el musical o el cinematográfico sólo haya sido capaz de "unirse" a quien un mercader (porque esto va de comprar, vender, cobrar o dejar de hacerlo, indudablemente y sin quitarnos los demás nuestro buen montón de incoherencias cotidianas) jamás debería oponerse, a sus clientes, y en cambio nunca haya tenido la misma firmeza a la hora de emprender una batalla contra la propia industria, la misma que ha marcado una leyenda negra a lo largo de tantos años dejando hitos jurídicos para olvidar en la historia de un puñado muy sustancial de casos bien conocidos (y de otros tantos en la sombra, claro está, ¿quién no se ha peleado con su(s) discográfica(s)?). Y sin embargo, quienes han tenido la oportunidad de tener acceso a ese mundillo cerrado y hostil para la mayoría, siempre se han sentido afortunados y agradecidos por colocarse en el mismo papel que trabajadores de otros sectores han considerado una clara posición de lucha por sus propios intereses y en pro de la tan utilizada cultura.
Por otra parte, quienes no han tenido tanta "suerte" tampoco han tenido voz para expresar su opinión por encima de los murmullos de la mayoría, y no se trata de un hecho casual. La cuestión es que según los criterios de La Innombrable y de buena parte de quienes pelean con uñas y dientes para aferrarse al modelo de comercio más tradicional, merece más relevancia quien más perjudicado se ve por una situación, y en este caso quienes se ven más perjudicados son quienes, paradójicamente, más éxito tienen explotando el antiguo modelo de negocio. El razonamiento es correcto, es evidente que quien tiene una parte mayor en el pastel, se expone más ante una posible situación complicada, así que siguiendo una lógica puramente económica lo que se afirma es muy cierto. Sin embargo, y de aquí parten todos mis problemas al respecto, el debate deja de ser simplemente económico desde el punto en el que la propia economía, ni siquiera las herramientas políticas de las que se vale, es autosuficiente a la hora de controlar la situación.
Creo que todos somos perfectamente conscientes de que desde un punto de vista estrictamente neoliberal, la mayor preocupación de quien posee algo con lo que pretende buscarse la vida es que, sea lo que sea e incluso por encima de principios éticos muy elementales, alcance el máximo valor posible dentro del mercado. Para quienes únicamente poseen valores que desafortunadamente no son físicos y por tanto no se pueden defender a base de garrotazos tangibles, la única opción pasa por buscar los requiebros adecuados para tratar de controlar lo no tangible con el único fin que mueve al resto del mundo a través de métodos bastante más prosaicos. Evidentemente, poniendo las cartas sobre la mesa, queda bastante claro que si la moralidad interviene de alguna forma en todo este asunto, debería ser para tratar de poner cortapisas a una metodología que en ningún momento considera el drama humanitario subyacente tras lo puramente matemático del mercantilismo que mueve el mundo. Es decir, para salvaguardar derechos humanos y principios universales tales como la justicia o la igualdad. Pero en este caso no es así, porque contra toda lógica, siempre que alguien abre la boca desde el sector insurgente y supuestamente maltratado de los propietarios intelectuales, se trata de los que explotan el lado mas radical de la maquinaria económica para convertir su forma de vida en forma de especulación, y de esa manera vivir muy por encima de lo que debería ser aceptable para cualquier persona, ya tenga el talento de David Bisbal para lanzar patadas al aire, o la capacidad de curar el cáncer. Claro que, ante la ausencia de medios represores para cortar de raíz la evidente decadencia del sector, en este caso se ha intentado (infructuosamente) apelando a valores solidarios, caritativos, tratando de remover la conciencia de la gente para que no continúe comportándose de forma inadecuada.
Es totalmente surrealista que sociedades, personas e incluso gobiernos con medios propagandísticos tan potentes como peligrosos, en este caso sigan actuando de forma tan torpe y por una vez estén siendo absolutamente incapaces de calar en la opinión pública. Subsanar esa torpeza de un modo beneficioso para la parte más débil, la única que personalmente me puede preocupar, pasa por redefinir los bandos: la industria siempre ha pretendido hacer ver que la manutención de quienes la enriquecen está inevitablemente ligada a la perpetuación de las cosas tal como son. La realidad es justamente la opuesta, ya que en este caso (y en casi todos), la solución pasa por sacar del discurso a los intermediarios cuyo negocio realmente peligra, a quienes tratan de ligar sus intereses personales a conceptos tan inabarcables como la música, el cine o la literatura con el único fin de hacer ver como fortaleza su gran debilidad, que cada día que pasa es menos necesario alimentar sanguijuelas para crear y difundir el arte. Hace unos días he tenido el disgusto de leer a un popular escritor (a quien a buen seguro aman con mayor fervor las listas de ventas que los académicos) afirmar que el día que se pueda acceder a sus libros de forma gratuita, dejará de escribir. O lo que es lo mismo, que la única motivación que es capaz de encontrar para dedicarse a lo que se supone procedente de algún lugar más profundo, es la de vender sus creaciones. Tras esto, el debate que debería surgir es si realmente nos merecemos esto, si debemos resignarnos a consumir un patrimonio cultural explícitamente creado para llenar la cartera de grandes corporaciones e individuos carentes de pasión y de vergüenza a la hora de retratarse como lo que son. En definitiva, si una hipotética pérdida de este género de creadores, la cual anuncian como una gran debacle humanística, es una fatalidad o una verdadera suerte. Lo cierto es que a estas alturas deberíamos estar más que cansados de que nos vendan, incluso indignados de que haya quien tenga por única motivación tratar de vendernos. Una vez oí decir a alguien que, si bien es indudablemente necesario encontrar la forma de sobrevivir, hay una gran diferencia entre quien hace y vende, y quien hace para vender. Ese principio que puede parecer tan simple es el que marca la diferencia entre quien trata de construirse una suerte de teletienda a partir de cualidades más que cuestionables aderezadas con grandes dosis de marketing, y quien se permite a sí mismo el lujo de disfrutar con lo que hace y deja que los beneficios lleguen o no, que sea la suerte o el libre criterio de la gente lo que decida si es posible convertirlo en medio de vida. Porque aún hay quien cree que el sueño se rompe cuando la pluma escribe más cifras que versos, y entonces deja de merecer la pena.
Quienes estén en ese colectivo y por desinformación, por recelo ante los cambios o por cualquier otro motivo, deberían ir planteándose bajarse del portaaviones zozobrante y subirse al barco pirata para olvidar a los intermediarios y poder hablar cara a cara sin manipulaciones maquiavélicas, interesadas y absurdas. Se puede encontrar el modo, y a pesar de que entre el pueblo llano tampoco se puedan esperar grandes maravillas idealistas, es evidente que dejar de tomar el pelo al personal es imprescindible si queremos envainar las espadas y empezar a hablar del problema de forma cabal, sin exabruptos ni alarmismos. Eso es lo que se hace cuando se tienen todas las de perder, así que habrá que apelar a eso a estas alturas en las que la esperanza de buena voluntad o sentido común escasea de forma estremecedora. Músicos escarmentados, cineastas lastimeros y literatos a remojo, ya es hora de que los auténticos artesanos de la cultura salten a la palestra dejando en la sombra a la industria junto a sus delegados mediáticos. Es cierto que vivimos en una sociedad en la que nadie da nada por nadie si es que puede ahorrárselo, pero precisamente es esa la máxima que debería considerarse a la hora de analizar los movimientos de tantos poderes fácticos atentando contra libertades que otrora han constituido la base de la motivación del arte que se dice defender a capa, ley y espada. ¿Quién se enriquece, quién da la cara y quién pierde con todo esto?