Escrito por 1984 el viernes, 25 de enero de 2008
Cuando lo anunciaba el cerrojo, aparecía la madre de Carlitos con sus manos rebosantes de caricias y al niño se le henchía el corazón de consuelo; pero cuando la puerta volvía a cerrarse tras la madre y gemía el cerrojo, todos los fantasmas que habitan en la soledad y el vacío se arrojaban sobre el niño.
Los primeros años de estas criaturas suelen estar sembrados así de atroces menudencias, que a los adultos se nos pasan desapercibidas.
La mamá de Carlos fregoteaba por horas en la cocina de un bar, y en San Cristobal de los Ángeles no habían previsto guarderías gratuitas para el hijo de una fregona.
Al principio encomendaba al niño a alguna vecina más o menos desocupada, pero a medida que el crío fue creciendo no fue fácil mantenerle quieto y las vecinas fueron rehuyendo tan incómoda responsabilidad.
Entonces la mamá dio en dejarle bajo llave en el cuarto mas inofensivo y confortable de la casa.
Hiere el pensar que un niño haya de estar durante años preso en su propio domicilio, pero achacar la culpa a quien se encuentre en semejante atolladero tampoco es demasiado cabal: ¿no sería más acertado exigirle los recursos al que los tiene?.
Tal vez por ese encierro prematuro e injustificable, Carlitos creció con una fijación puesta en los cerrojos, candados, llaves y cadenas. Ya de mayorcito consumía horas y horas montando y desmontando, soldando y limando en tales artilugios. Cuando le conocí, con un alambre en la mano ningún cierre se le resistía.
Por mi parte yo quería que en nuestra casa estuviese todo abierto para que la idea de hurto no tuviera ningún sentido; pero aún así, también pensaba que sería conveniente disponer de al menos un cajoncito cerrado, en donde guardar documentos, las escrituras de la casa, un certificado médico, una resolución judicial. Me fui pues al mercado de Puente de Vallecas y le encomendé a un reconocido profesional la cerradura más fiel para el único espacio que habría de estar clausurado en mi casa.
Meses después noté que José Angel, otro chaval de los nuestros, tenía en su cuarto un botecito de hojalata lleno de arena, y yo me preguntaba el significado o la utilidad que pudieran tener para el aquél pequeño trasto inútil, ¡como iba a sospechar que entre la arena se hallaba escondida la llave de mi cajoncito reservado!: en cuanto le puse cerradura, no me pregunten cómo, Carlitos se las arregló para fabricarse una llave, sacarle copias y que todos los niños de la casa la recibieran de su mano clandestinamente.
También me gustaba que los críos dispusiesen de un espacio personal, que fuera como el arca de sus secretos, o el baúl en donde atesorar sus chucherías, un cajón abierto pero de uso exclusivo de cada chaval. Carlitos tenía el volumen de aquel cajón repleto de cajitas de cerillas, nuevas, idénticas entre sí y vacías, ¿para qué querría aquel panal de huequitos en orden perfecto?. Tiempo después se atrevió a explicármelo: diecinueve cajitas o las que fueran a lo largo, once o las que fueran a lo ancho y cuatro o las que fueran a lo alto, y en ese lugar exacto estaría escondido su secreto, por ejemplo un anillo de oro o cualquier billete bien doblado. Sin saber la combinación, variable a su capricho, o sin ir abriendo de una en una todas las cajitas, nadie podría encontrarlo. Con ocho años Carlitos acababa de inventar el arte combinatorio, que protege y constituye la clave de toda caja fuerte, y el psicólogo del colegio se empeñaba en convencemos de que el niño tenía un coeficiente muy bajo.
La vida me ha ido enseñando que realmente lo único que necesitan ciertos niños muy capaces es gozar de campo abierto, de un campo pródigo en comprensión, recursos y apoyo, lo demás ya se encargan de ponerlo ellos. No necesitan de corsés ni miriñaques ni cautelas ni tutelas. Y campo pródigo y abierto es precisamente lo que nunca se les da, al contrario, como si temiéramos que sus torrenciales recursos nos pudieran desbordar y anegar, tan sólo parecemos capaces de pensar en cómo ponerles límites. O lisa y llanamente se los ponemos sin necesidad de pensar tan siquiera. En cierta aldea del río Negro, Brasil, en donde los niños tukano trepan sin aparente esfuerzo hasta la copa de los cocoteros más altos y juegan a perseguirse y esquivarse sobre la inestable superficie de unos troncos flotantes, sin que ninguno pruebe el agua involuntariamente, he visto a unas monjitas de una congregación empeñadas en que los niños aprendieran unas tablas de gimnasia sueca. Así de extravagante.
Lejos de mi la intención de ridiculizar la tarea de esas mujeres en tantos otros aspectos admirab1e; pero es que no es lo mismo lo que tú necesitas o sabes dar que lo que el otro necesite de ti. Parece tan razonable que el maestro se aplique a dar lecciones, el cura a decir misa, el músico a dirigir su coro; pero... ¿quién ha dicho que a todos los niños le estén urgiendo las lecciones, las misas o los cantares y no otras muchas necesidades más apremiantes?.
Cuando conocí a Carlitos yo cometí ese error precisamente, así de atolondrado era, derrochaba buena voluntad, eso sí, las mejores intenciones, pero aún no había caído en la cuenta de lo que realmente los niños pudieran necesitar de mí.
Cuántas noches no me habré pasado rastreando a lo bobo las calles de San Cristóbal. Podía encontrarle a las tres de la madrugada sobre la copa de un árbol, durmiendo tranquilamente entre las ramas. En cierta ocasión le encontré en el interior de una caseta sobre un transformador eléctrico, en una época en que el niño se orinaba durante el sueño.
Nos agotaba escondiéndose y no sólo porque fuese un crío muy díscolo, también porque era muy avispado y no quería que le diésemos gato por liebre; mejor que nadie sabía lo que necesitaba y que nosotros no acertábamos a darle. Y a su manía de huir siempre respondíamos con nuestra manía de ir a rastrearle. Aún no habíamos aprendido que los niños de vez en cuando necesitan descansar de nosotros, sobre todo cuando nos estamos equivocando.
Yo había sido educado en el temor de que si un niño corretea sin tino por las calles, todos los coches, todos los trenes se confabularían para atropellarle, Carlitos me enseñó que en barrios como el suyo, cuando los niños se tiran a la calle, todos los trenes y todos los coches debieran echarse a temblar, ante el riesgo de recibir una pedrada... lo que tampoco está bien, pero ¡caray! que no es lo mismo.
Cada vez me siento más inclinado a pensar que no son los niños quienes necesitan tutela sino los adultos. No me lo tomen al pie de la letra pero tampoco menosprecien la observación. Nosotros somos lo más perecedero, lo que intentamos conservar, ellos son lo que nos viene empujando. Por eso la doctrina que inculca que los niños son criaturas frágiles, traiciona gravemente a las criaturas, porque opera en los chavales como carcoma de la seguridad que podría irles otorgando el descubrir día a día sus torrenciales recursos naturales. Por eso lo que más me gustó del film "La batalla de Argel" de Gilo Pontecorvo fue aquella historia del chiquillo recién escapado de un reformatorio, que al sumergirse en las contundentes incertidumbres y certezas de una confrontación bélica se descubre líder y revoluciona su barrio. Así fueron buena parte de mis chiquillos, criaturas que sólo hubieran necesitado de alguna oportunidad para descubrir lo que les asfixiaba y para transformar todo aquello que debía ser transformado. Pero tanta acometividad no 1e interesa a los que detentan el control.
Y nosotros, los cegatos de las buenas intenciones, ¿cómo podríamos servir de candil a estas criaturas?.
Los primeros años de estas criaturas suelen estar sembrados así de atroces menudencias, que a los adultos se nos pasan desapercibidas.
La mamá de Carlos fregoteaba por horas en la cocina de un bar, y en San Cristobal de los Ángeles no habían previsto guarderías gratuitas para el hijo de una fregona.
Al principio encomendaba al niño a alguna vecina más o menos desocupada, pero a medida que el crío fue creciendo no fue fácil mantenerle quieto y las vecinas fueron rehuyendo tan incómoda responsabilidad.
Entonces la mamá dio en dejarle bajo llave en el cuarto mas inofensivo y confortable de la casa.
Hiere el pensar que un niño haya de estar durante años preso en su propio domicilio, pero achacar la culpa a quien se encuentre en semejante atolladero tampoco es demasiado cabal: ¿no sería más acertado exigirle los recursos al que los tiene?.
Tal vez por ese encierro prematuro e injustificable, Carlitos creció con una fijación puesta en los cerrojos, candados, llaves y cadenas. Ya de mayorcito consumía horas y horas montando y desmontando, soldando y limando en tales artilugios. Cuando le conocí, con un alambre en la mano ningún cierre se le resistía.
Por mi parte yo quería que en nuestra casa estuviese todo abierto para que la idea de hurto no tuviera ningún sentido; pero aún así, también pensaba que sería conveniente disponer de al menos un cajoncito cerrado, en donde guardar documentos, las escrituras de la casa, un certificado médico, una resolución judicial. Me fui pues al mercado de Puente de Vallecas y le encomendé a un reconocido profesional la cerradura más fiel para el único espacio que habría de estar clausurado en mi casa.
Meses después noté que José Angel, otro chaval de los nuestros, tenía en su cuarto un botecito de hojalata lleno de arena, y yo me preguntaba el significado o la utilidad que pudieran tener para el aquél pequeño trasto inútil, ¡como iba a sospechar que entre la arena se hallaba escondida la llave de mi cajoncito reservado!: en cuanto le puse cerradura, no me pregunten cómo, Carlitos se las arregló para fabricarse una llave, sacarle copias y que todos los niños de la casa la recibieran de su mano clandestinamente.
También me gustaba que los críos dispusiesen de un espacio personal, que fuera como el arca de sus secretos, o el baúl en donde atesorar sus chucherías, un cajón abierto pero de uso exclusivo de cada chaval. Carlitos tenía el volumen de aquel cajón repleto de cajitas de cerillas, nuevas, idénticas entre sí y vacías, ¿para qué querría aquel panal de huequitos en orden perfecto?. Tiempo después se atrevió a explicármelo: diecinueve cajitas o las que fueran a lo largo, once o las que fueran a lo ancho y cuatro o las que fueran a lo alto, y en ese lugar exacto estaría escondido su secreto, por ejemplo un anillo de oro o cualquier billete bien doblado. Sin saber la combinación, variable a su capricho, o sin ir abriendo de una en una todas las cajitas, nadie podría encontrarlo. Con ocho años Carlitos acababa de inventar el arte combinatorio, que protege y constituye la clave de toda caja fuerte, y el psicólogo del colegio se empeñaba en convencemos de que el niño tenía un coeficiente muy bajo.
La vida me ha ido enseñando que realmente lo único que necesitan ciertos niños muy capaces es gozar de campo abierto, de un campo pródigo en comprensión, recursos y apoyo, lo demás ya se encargan de ponerlo ellos. No necesitan de corsés ni miriñaques ni cautelas ni tutelas. Y campo pródigo y abierto es precisamente lo que nunca se les da, al contrario, como si temiéramos que sus torrenciales recursos nos pudieran desbordar y anegar, tan sólo parecemos capaces de pensar en cómo ponerles límites. O lisa y llanamente se los ponemos sin necesidad de pensar tan siquiera. En cierta aldea del río Negro, Brasil, en donde los niños tukano trepan sin aparente esfuerzo hasta la copa de los cocoteros más altos y juegan a perseguirse y esquivarse sobre la inestable superficie de unos troncos flotantes, sin que ninguno pruebe el agua involuntariamente, he visto a unas monjitas de una congregación empeñadas en que los niños aprendieran unas tablas de gimnasia sueca. Así de extravagante.
Lejos de mi la intención de ridiculizar la tarea de esas mujeres en tantos otros aspectos admirab1e; pero es que no es lo mismo lo que tú necesitas o sabes dar que lo que el otro necesite de ti. Parece tan razonable que el maestro se aplique a dar lecciones, el cura a decir misa, el músico a dirigir su coro; pero... ¿quién ha dicho que a todos los niños le estén urgiendo las lecciones, las misas o los cantares y no otras muchas necesidades más apremiantes?.
Cuando conocí a Carlitos yo cometí ese error precisamente, así de atolondrado era, derrochaba buena voluntad, eso sí, las mejores intenciones, pero aún no había caído en la cuenta de lo que realmente los niños pudieran necesitar de mí.
Cuántas noches no me habré pasado rastreando a lo bobo las calles de San Cristóbal. Podía encontrarle a las tres de la madrugada sobre la copa de un árbol, durmiendo tranquilamente entre las ramas. En cierta ocasión le encontré en el interior de una caseta sobre un transformador eléctrico, en una época en que el niño se orinaba durante el sueño.
Nos agotaba escondiéndose y no sólo porque fuese un crío muy díscolo, también porque era muy avispado y no quería que le diésemos gato por liebre; mejor que nadie sabía lo que necesitaba y que nosotros no acertábamos a darle. Y a su manía de huir siempre respondíamos con nuestra manía de ir a rastrearle. Aún no habíamos aprendido que los niños de vez en cuando necesitan descansar de nosotros, sobre todo cuando nos estamos equivocando.
Yo había sido educado en el temor de que si un niño corretea sin tino por las calles, todos los coches, todos los trenes se confabularían para atropellarle, Carlitos me enseñó que en barrios como el suyo, cuando los niños se tiran a la calle, todos los trenes y todos los coches debieran echarse a temblar, ante el riesgo de recibir una pedrada... lo que tampoco está bien, pero ¡caray! que no es lo mismo.
Cada vez me siento más inclinado a pensar que no son los niños quienes necesitan tutela sino los adultos. No me lo tomen al pie de la letra pero tampoco menosprecien la observación. Nosotros somos lo más perecedero, lo que intentamos conservar, ellos son lo que nos viene empujando. Por eso la doctrina que inculca que los niños son criaturas frágiles, traiciona gravemente a las criaturas, porque opera en los chavales como carcoma de la seguridad que podría irles otorgando el descubrir día a día sus torrenciales recursos naturales. Por eso lo que más me gustó del film "La batalla de Argel" de Gilo Pontecorvo fue aquella historia del chiquillo recién escapado de un reformatorio, que al sumergirse en las contundentes incertidumbres y certezas de una confrontación bélica se descubre líder y revoluciona su barrio. Así fueron buena parte de mis chiquillos, criaturas que sólo hubieran necesitado de alguna oportunidad para descubrir lo que les asfixiaba y para transformar todo aquello que debía ser transformado. Pero tanta acometividad no 1e interesa a los que detentan el control.
Y nosotros, los cegatos de las buenas intenciones, ¿cómo podríamos servir de candil a estas criaturas?.
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