Escrito por Slagator el domingo, 8 de marzo de 2009
En Marzo debería tomar una decisión que a estas alturas está ya desestimada.
Llevo años avanzando hacia ninguna parte, intentando divisar un ápice de esperanza en la lejanía, culpando a la miopía de mi incapacidad para dar con ella por más zancadas que diera. Mi fe en algo abstracto se va diluyendo a cada paso en falso, a cada decepción. A estas alturas me tiemblan las piernas.
Los "buenos" caminos, los malos, los no tan malos, qué importa, si todos conducen a lo mismo. Carece de importancia la identidad del guía, o su forma de guiarnos por las lúgubres sendas del sistema. Lo único que cambia es el paisaje que nos hacen creer que podemos palpar. Los caminos están marcados, y la única salida bien determinada. La bellas palabras iluminan el paisaje haciéndolo parecer distinto, y es tan susceptible nuestra razón de ser sorteada, tan frágil, que las ilusiones se abren paso comodamente hacia la conquista de nuestros sentimientos. Creemos lo que queremos creer, o visto de otro modo, lo que quieren que creamos.
Vivimos de esperanzas, de ilusiones, de la confianza en un supuesto progreso hacia el ideal de vida propuesta desde arriba, perseguimos la tierra prometida sin pensar que seguramente pereceremos en el camino. Y mientras tanto tenemos miedo. Tememos que nuestros sucesivos logros se vengan abajo al mínimo error, pues pendemos de un hilo tan fino que apenas es perceptible al ojo humano, por eso no creemos en él. Pero está ahí, bajo nosotros, sosteniéndonos sin ganas, disfrazado de suelo firme, o tal vez sea también esto, una ilusión óptica. Eso, o que tememos tanto mirar abajo, que de tanto sostener la cabeza hacia adelante, hemos olvidado cómo se hace.
La pirámide humana en la que vivimos no es tan sólida como quieren hacernos creer. Bastaría con que sucumbiera la base para que toda ella se desplomara. Por eso a la cúspide le interesa mantenerla viva. Eso sí, lo justito como para cumplir con su obligación "natural" sin hacer peligrar toda la estructura mediante un temible efecto dominó.
Los encargados del soporte tienen una ventaja sobre aquellos a los que sostienen, y es que su posición es mucho más estable que la de estos. Más abajo no pueden caer. De algo había de servir la carga que soportan día a día sobre sus cuerpos. Los de arriba temen una coalición de los sujetos que forman la base. Un único fallo en el sistema es facilmente sustituíble, sería necesaria una alianza a nivel general para derrumbar su estructura. Ante esta amenaza, la solución es evidente: control y divergencia.
El control se ejerce sin mayores dificultades desde los medios de comunicación, encargados de crear la disconformidad entre las bases, y de esta manera evitar el consenso. El proyecto ha sido todo un éxito, las bases, lejos de mantener entre ellas un vínculo de unión fruto de una situación y unas aspiraciones comunes, se consideran rivales entre sí, y sólo aspiran a superarse entre ellos, a alcanzar la cima, por encima de los cadáveres que sean necesarios, sólo faltaría.
Conforme se asciende en la pirámide social, los cimientos humanos que la soportan quedan más alejados, también así sus sentimientos, que se van haciendo más ajenos a cada peldaño superado. Una vez alcanzada la cima, se ven tan pequeñitos desde lo alto, que su valor desciende, quedan reducidos a máquinas del sistema, se deshumanizan.
El sistema sonríe.
Los dirigentes procuran mantener el equilibrio. Los más ambiciosos asumen el riesgo que conllevaría un nuevo intento por seguir trepando. Y tragan saliva mientras convencen al mundo, y a sí mismos, de que ellos poseen la llave de la felicidad, y dan vueltas en su despacho intentando descubrir qué bien material del que carecen llenaría su vacío.
No existe la amistad. Todo ser humano es un rival en potencia. La felicidad consiste en ascender. En dejar a otros atrás, tirados a mitad de camino. Una competición de la que salir victoriosos, es lo que nos hace sentir vivos. Somos nuestra posición en el sistema.
Los de abajo sueñan con el día en el que puedan mirar a sus compañeros por encima del hombro.
Los de arriba sólo miran más arriba, y los de más arriba se miran así mismos porque nada más existe ya. Además, si se atrevieran a mirar hacia abajo posiblemente les costaría más conciliar el sueño esta noche, y eso sí que no.
Los peldaños más bajos de esta gran pirámide, son a su vez los más resentidos, pues sobre ellos han pasado más hombres. Sus huellas conllevan heridas en cuerpo y alma, que a penas han cicatrizado, vuelven a abrirse, víctimas de nuevas pisadas. Pero su dios les induce a la sumisión, o eso dicen los de arriba. En la cumbre se viene comentando siglos atrás, que recibirán su recompensa en la otra vida, dichosos ellos. De momento, eso sí, deben aguantar en sus puestos estos valientes, que ya queda menos.
Ocurre también que conforme la cima cambia de manos, los argumentos a favor de la jerarquización social varían, adaptándose a la moral correspondiente a cada época. Actualmente se extiende cierto rumor, aparentemente cierto (no vamos a esforzarnos en ponerlo en duda), de que cualquiera puede llegar a la cima, siempre que se ciña al modelo de vida correcto. Así que por el momento, como buenos consumidores, atestemos los centros comerciales, mientras esperamos a que el jefe nos obsequie con unas palmaditas en la espalda, estimulando esa vena emprendedora característica del europeo medio, que nos empuje a invertir en una arriesgada aunque ambiciosa empresa, colaborando de esta manera con quienes no albergan mayor deseo que el de compartir sus riquezas con nosotros. Tarea fácil entonces.
Sólo debemos reunir las fuerzas suficientes para poder alzarnos hasta conseguir sostenernos sobre las cabezas de nuestros compañeros (haciendo caso omiso a unos lamentos esgrimidos por esa voz que ya no nos dice nada), ayudándonos de este apoyo para ascender en la competitiva pirámide, en cuya cúspide nos espera la tierra prometida, ansiosa ella por complacernos.
Un último consejo antes de emprender el camino, no miréis abajo.
Llevo años avanzando hacia ninguna parte, intentando divisar un ápice de esperanza en la lejanía, culpando a la miopía de mi incapacidad para dar con ella por más zancadas que diera. Mi fe en algo abstracto se va diluyendo a cada paso en falso, a cada decepción. A estas alturas me tiemblan las piernas.
Los "buenos" caminos, los malos, los no tan malos, qué importa, si todos conducen a lo mismo. Carece de importancia la identidad del guía, o su forma de guiarnos por las lúgubres sendas del sistema. Lo único que cambia es el paisaje que nos hacen creer que podemos palpar. Los caminos están marcados, y la única salida bien determinada. La bellas palabras iluminan el paisaje haciéndolo parecer distinto, y es tan susceptible nuestra razón de ser sorteada, tan frágil, que las ilusiones se abren paso comodamente hacia la conquista de nuestros sentimientos. Creemos lo que queremos creer, o visto de otro modo, lo que quieren que creamos.
Vivimos de esperanzas, de ilusiones, de la confianza en un supuesto progreso hacia el ideal de vida propuesta desde arriba, perseguimos la tierra prometida sin pensar que seguramente pereceremos en el camino. Y mientras tanto tenemos miedo. Tememos que nuestros sucesivos logros se vengan abajo al mínimo error, pues pendemos de un hilo tan fino que apenas es perceptible al ojo humano, por eso no creemos en él. Pero está ahí, bajo nosotros, sosteniéndonos sin ganas, disfrazado de suelo firme, o tal vez sea también esto, una ilusión óptica. Eso, o que tememos tanto mirar abajo, que de tanto sostener la cabeza hacia adelante, hemos olvidado cómo se hace.
La pirámide humana en la que vivimos no es tan sólida como quieren hacernos creer. Bastaría con que sucumbiera la base para que toda ella se desplomara. Por eso a la cúspide le interesa mantenerla viva. Eso sí, lo justito como para cumplir con su obligación "natural" sin hacer peligrar toda la estructura mediante un temible efecto dominó.
Los encargados del soporte tienen una ventaja sobre aquellos a los que sostienen, y es que su posición es mucho más estable que la de estos. Más abajo no pueden caer. De algo había de servir la carga que soportan día a día sobre sus cuerpos. Los de arriba temen una coalición de los sujetos que forman la base. Un único fallo en el sistema es facilmente sustituíble, sería necesaria una alianza a nivel general para derrumbar su estructura. Ante esta amenaza, la solución es evidente: control y divergencia.
El control se ejerce sin mayores dificultades desde los medios de comunicación, encargados de crear la disconformidad entre las bases, y de esta manera evitar el consenso. El proyecto ha sido todo un éxito, las bases, lejos de mantener entre ellas un vínculo de unión fruto de una situación y unas aspiraciones comunes, se consideran rivales entre sí, y sólo aspiran a superarse entre ellos, a alcanzar la cima, por encima de los cadáveres que sean necesarios, sólo faltaría.
Conforme se asciende en la pirámide social, los cimientos humanos que la soportan quedan más alejados, también así sus sentimientos, que se van haciendo más ajenos a cada peldaño superado. Una vez alcanzada la cima, se ven tan pequeñitos desde lo alto, que su valor desciende, quedan reducidos a máquinas del sistema, se deshumanizan.
El sistema sonríe.
Los dirigentes procuran mantener el equilibrio. Los más ambiciosos asumen el riesgo que conllevaría un nuevo intento por seguir trepando. Y tragan saliva mientras convencen al mundo, y a sí mismos, de que ellos poseen la llave de la felicidad, y dan vueltas en su despacho intentando descubrir qué bien material del que carecen llenaría su vacío.
No existe la amistad. Todo ser humano es un rival en potencia. La felicidad consiste en ascender. En dejar a otros atrás, tirados a mitad de camino. Una competición de la que salir victoriosos, es lo que nos hace sentir vivos. Somos nuestra posición en el sistema.
Los de abajo sueñan con el día en el que puedan mirar a sus compañeros por encima del hombro.
Los de arriba sólo miran más arriba, y los de más arriba se miran así mismos porque nada más existe ya. Además, si se atrevieran a mirar hacia abajo posiblemente les costaría más conciliar el sueño esta noche, y eso sí que no.
Los peldaños más bajos de esta gran pirámide, son a su vez los más resentidos, pues sobre ellos han pasado más hombres. Sus huellas conllevan heridas en cuerpo y alma, que a penas han cicatrizado, vuelven a abrirse, víctimas de nuevas pisadas. Pero su dios les induce a la sumisión, o eso dicen los de arriba. En la cumbre se viene comentando siglos atrás, que recibirán su recompensa en la otra vida, dichosos ellos. De momento, eso sí, deben aguantar en sus puestos estos valientes, que ya queda menos.
Ocurre también que conforme la cima cambia de manos, los argumentos a favor de la jerarquización social varían, adaptándose a la moral correspondiente a cada época. Actualmente se extiende cierto rumor, aparentemente cierto (no vamos a esforzarnos en ponerlo en duda), de que cualquiera puede llegar a la cima, siempre que se ciña al modelo de vida correcto. Así que por el momento, como buenos consumidores, atestemos los centros comerciales, mientras esperamos a que el jefe nos obsequie con unas palmaditas en la espalda, estimulando esa vena emprendedora característica del europeo medio, que nos empuje a invertir en una arriesgada aunque ambiciosa empresa, colaborando de esta manera con quienes no albergan mayor deseo que el de compartir sus riquezas con nosotros. Tarea fácil entonces.
Sólo debemos reunir las fuerzas suficientes para poder alzarnos hasta conseguir sostenernos sobre las cabezas de nuestros compañeros (haciendo caso omiso a unos lamentos esgrimidos por esa voz que ya no nos dice nada), ayudándonos de este apoyo para ascender en la competitiva pirámide, en cuya cúspide nos espera la tierra prometida, ansiosa ella por complacernos.
Un último consejo antes de emprender el camino, no miréis abajo.