Escrito por Slagator el miércoles, 1 de junio de 2011
Cuando las heridas estaban curadas, la paz y la concordia definitivamente restauradas, vinieron los rojos a desenterrar cadáveres. Probablemente sea así como será descrita esta etapa en la próxima enciclopedia histórica española.
Dirán que las dos Españas estaban completamente hermanadas, que las heridas hacía ya tiempo que se habían cerrado con excelentes resultados, que ya ni cicatrices quedaban de aquella pequeña rencilla de la guerra civil y posterior represión franquista. Ya nadie se acordaba de aquello, maldita la falta que hacía rescatar un tema oficialmente clausurado con el consenso de la totalidad de la sociedad española, a excepción de ZP y su séquito de pendencieros sucesores del caos republicano.
Fueron éstos, rezará en su día la gran enciclopedia nacional, ilustre e incuestionable, los que azuzaron al reconciliado pueblo español con descargas de rencor, y reavivaron la ira ya extinta de una sociedad en calma que sólo buscaba pasar página.
Posiblemente habrá quien se pregunte, como me pregunto yo, cómo se puede crear de la nada un rencor inexistente, cómo es posible meter el dedo en una herida ya cerrada, cómo puede doler lo que en su día ya cicatrizó.
Dar un entierro digno a un familiar asesinado es fomentar el odio, pero no lo es mantener títulos honoríficos y monumentos insignes a un régimen genocida que mantuvo a su pueblo oprimido y atemorizado durante 40 años. Sacar a tu padre de una fosa común podría herir la sensibilidad de tu vecino. Pero residir en una calle que lleve el nombre de su asesino no parece afectar a sensibilidad alguna, o que el alcalde que dice representarte le conceda un título póstumo y consagre el acto con una escultura ecuestre subvencionada con tu dinero, se entiende que no supone ningún tipo de agravio público.
Nunca he tenido ningún problema con albergar en mi pueblo los restos históricos, de indudable interés sociológico y arqueológico, incluso artístico en algunos casos, de un periódo anterior, bajo la condición de que dichos restos, sean eso, restos, vestigios, testimonios de una época pasada que debe ser recordada, siempre de una manera coherente con la realidad y respetuosa con sus víctimas. Podrá lucir mi pueblo símbolos fascistas el día en que tales símbolos dejen de serlo, el día en que esos monumentos, estatuas, etc. dejen de enaltecer a las figuras que encarnan, y a los asesinos que los fundaron.
Y para que esas reliquias pierdan todo su simbolismo es imprescindible que la sociedad deje de otorgárselo, siendo ésta, al fin y al cabo, la encargada de atribuir significados. Cuando ni un sólo ciudadano español se postre orgulloso ante la imagen del caudillo, cuando el Valle de los Caídos deje de congregar anualmente a una jauría de fascistas nostálgicos de la dicadura, entonces podremos permitir que exista, que se vea, que se exhiba, que se organicen visitas guiadas en las que el guía hablará de una página negra en la historia de España, y dirigirá unas palabras de solidaridad hacia las víctimas que los excursionistas corroborarán. Y entonces podremos sacarnos fotos con la escultura de Carrero Blanco y colgarlas en facebook sin necesidad de apostillar nada ofensivo debajo para dejar constancia de nuestra repulsa, porque todo eso se dará por hecho. Pero de momento, todos esos emblemas sólo nos dicen que estuvieron aquí y que siguen estando, que les debemos pleitesía, y que seguirán presidiendo esta sociedad desde sus altares de piedra.
Y sabemos que la admiración por el régimen fascista de Francisco Franco abarca algo más que un grupo marginal de neonazis en proceso de maduración neuronal, porque es en el mismo Congreso de los Diputados, desde un amplio sector del principal partido de la oposición, y casi con total seguridad el próximo partido del gobierno, desde donde se acusa de vengativos y malintencionados a quienes quieren sacar los restos de sus familiares de la pila de huesos anónimos en la que están sepultados. Y continúan echando tierra encima de la Historia para evadir la culpa y seguir por un camino que empezó en la dictadura y que sigue sus pasos en muchas de sus marcas ideológicas. Dan por sentada la reconciliación cuando ni siquiera se ha escuchado la palabra perdón. Llaman pacificación a un chantaje político marcado por el miedo, que dejó el país patas arriba obligándole a partir de bajo cero, y llaman resentidos a los que aún hoy están esperando una disculpa, o un reconocimiento, o simplemente la aceptación oficial de la verdad, que deje a sus familiares asesinados en el lugar que les corresponde en la historia, y no la poltrona ficticia que los relega a la categoría de terroristas y bandoleros.
En lugar de esto, lo que han recibido es el honor de haber colaborado económicamente en la creación de la Enciclopedia Biográfica Española, que justifica esos asesinatos, ese terror al que estuvieron sometidos durante décadas, que elogia la labor del principal responsable de toda esa sangría, y esta miseria económica, intelectual y moral de la que hoy somos herederos y testigos. Esta es la gran labor de los que no levantan ampollas, de los que quieren que la sociedad española siga en la calma en que la dejó la tempestad fascista, la pax augusta adulcorada con infinitas revisiones histórica y moralmente reprobables, medias tintas, palabras que no se dicen, y otras que se dicen demasiadas veces, incluso algunas que alguien se tuvo que sacar de la manga. Este trabajo de historia selectiva al servicio de ideas repulsivas, esta sal en la herida, derramada sin rubor por los que dicen no querer heridas, es la muestra patente de que la brecha sigue abierta.
Por suerte aún tenemos acceso directo a los testimonios de los testigos inmediatos de tal atrocidad. Todavía nos quedan resquicios de realidad con mayor credibilidad que todos los doctorados de César Vidal y Pío Moa. Y también sabemos que la historia no es negra ni blanca, pero tampoco es gris. Que la historia tiene sus matices, pero eso no la condena a la neutralidad nihilista. Que hay malos y buenos, y menos malos y no tan buenos. Pero eso no quiere decir que aquí no haya culpables, que no tengamos derecho a exigir responsablidades, que bastante hacemos con permitir que ex-ministros fascistas responsables de muertes de civiles durante la democracia tengan un asiento en el Congreso.
Quienes han perdido a seres queridos, quienes han escuchado los dolorosos testimonios de sus abuelos, quienes han padecido las secuelas sociales de la dictadura, todos los que aborrecemos este legado reaccionario, machista, racista, con el que aún cargamos, nosotros los perdedores, tenemos derecho a reescribir una historia plagada de errores, a no pasar página hasta corregir todos los fallos en ella expuestos, hasta que esa historia desvele la realidad de la opresión de este pueblo.
Cuando todos los testigos se hayan ido, ¿qué nos quedará? Seguramente nos quedará un gobierno a manos del partido de Jose María Aznar (impulsor de este proyecto), Jaime Mayor Oreja ("¿por qué voy a condenar yo el franquismo?"), Esperanza Aguirre (idem) y Manuel Fraga (antiguo ministro franquista), entre otros. Y nos quedarán César Vidal y Luis Suárez escribiendo los libros de texto del colegio de nuestros hijos. Y probablemente los muertos en las cunetas, según lo que tarde el Partido Popular en ganar las elecciones. Y personas que se avergonzarán de sus abuelos porque se conoce que fueron terroristas que intentaron destruir el regímen legítimo y no totalitario, del valeroso y moderado general Francisco Franco.
Así que, sabiendo quiénes siguen escribiendo la historia, parece que tenemos la labor, ahora más que nunca, de recordar la historia que nos han contado sus víctimas, las que no vivieron la dictadura con la extraordinaria placidez de la que hablaba Mayor Oreja (el que no levanta ampollas).
Todavía tendremos que esperar bastante hasta que las víctimas sean reparadas de alguna manera, aunque por el momento, podemos apoyarlas así, recordando la historia que sigue sepultada, señalando a los culpables sin complejos, sin remodimiento, y legando este pedazo de sabiduría popular a las generaciones futuras, que a saber qué aprenderán en el colegio, tiemblo sólo de pensarlo.
Dirán que las dos Españas estaban completamente hermanadas, que las heridas hacía ya tiempo que se habían cerrado con excelentes resultados, que ya ni cicatrices quedaban de aquella pequeña rencilla de la guerra civil y posterior represión franquista. Ya nadie se acordaba de aquello, maldita la falta que hacía rescatar un tema oficialmente clausurado con el consenso de la totalidad de la sociedad española, a excepción de ZP y su séquito de pendencieros sucesores del caos republicano.
Fueron éstos, rezará en su día la gran enciclopedia nacional, ilustre e incuestionable, los que azuzaron al reconciliado pueblo español con descargas de rencor, y reavivaron la ira ya extinta de una sociedad en calma que sólo buscaba pasar página.
Posiblemente habrá quien se pregunte, como me pregunto yo, cómo se puede crear de la nada un rencor inexistente, cómo es posible meter el dedo en una herida ya cerrada, cómo puede doler lo que en su día ya cicatrizó.
Dar un entierro digno a un familiar asesinado es fomentar el odio, pero no lo es mantener títulos honoríficos y monumentos insignes a un régimen genocida que mantuvo a su pueblo oprimido y atemorizado durante 40 años. Sacar a tu padre de una fosa común podría herir la sensibilidad de tu vecino. Pero residir en una calle que lleve el nombre de su asesino no parece afectar a sensibilidad alguna, o que el alcalde que dice representarte le conceda un título póstumo y consagre el acto con una escultura ecuestre subvencionada con tu dinero, se entiende que no supone ningún tipo de agravio público.
Nunca he tenido ningún problema con albergar en mi pueblo los restos históricos, de indudable interés sociológico y arqueológico, incluso artístico en algunos casos, de un periódo anterior, bajo la condición de que dichos restos, sean eso, restos, vestigios, testimonios de una época pasada que debe ser recordada, siempre de una manera coherente con la realidad y respetuosa con sus víctimas. Podrá lucir mi pueblo símbolos fascistas el día en que tales símbolos dejen de serlo, el día en que esos monumentos, estatuas, etc. dejen de enaltecer a las figuras que encarnan, y a los asesinos que los fundaron.
Y para que esas reliquias pierdan todo su simbolismo es imprescindible que la sociedad deje de otorgárselo, siendo ésta, al fin y al cabo, la encargada de atribuir significados. Cuando ni un sólo ciudadano español se postre orgulloso ante la imagen del caudillo, cuando el Valle de los Caídos deje de congregar anualmente a una jauría de fascistas nostálgicos de la dicadura, entonces podremos permitir que exista, que se vea, que se exhiba, que se organicen visitas guiadas en las que el guía hablará de una página negra en la historia de España, y dirigirá unas palabras de solidaridad hacia las víctimas que los excursionistas corroborarán. Y entonces podremos sacarnos fotos con la escultura de Carrero Blanco y colgarlas en facebook sin necesidad de apostillar nada ofensivo debajo para dejar constancia de nuestra repulsa, porque todo eso se dará por hecho. Pero de momento, todos esos emblemas sólo nos dicen que estuvieron aquí y que siguen estando, que les debemos pleitesía, y que seguirán presidiendo esta sociedad desde sus altares de piedra.
Y sabemos que la admiración por el régimen fascista de Francisco Franco abarca algo más que un grupo marginal de neonazis en proceso de maduración neuronal, porque es en el mismo Congreso de los Diputados, desde un amplio sector del principal partido de la oposición, y casi con total seguridad el próximo partido del gobierno, desde donde se acusa de vengativos y malintencionados a quienes quieren sacar los restos de sus familiares de la pila de huesos anónimos en la que están sepultados. Y continúan echando tierra encima de la Historia para evadir la culpa y seguir por un camino que empezó en la dictadura y que sigue sus pasos en muchas de sus marcas ideológicas. Dan por sentada la reconciliación cuando ni siquiera se ha escuchado la palabra perdón. Llaman pacificación a un chantaje político marcado por el miedo, que dejó el país patas arriba obligándole a partir de bajo cero, y llaman resentidos a los que aún hoy están esperando una disculpa, o un reconocimiento, o simplemente la aceptación oficial de la verdad, que deje a sus familiares asesinados en el lugar que les corresponde en la historia, y no la poltrona ficticia que los relega a la categoría de terroristas y bandoleros.
En lugar de esto, lo que han recibido es el honor de haber colaborado económicamente en la creación de la Enciclopedia Biográfica Española, que justifica esos asesinatos, ese terror al que estuvieron sometidos durante décadas, que elogia la labor del principal responsable de toda esa sangría, y esta miseria económica, intelectual y moral de la que hoy somos herederos y testigos. Esta es la gran labor de los que no levantan ampollas, de los que quieren que la sociedad española siga en la calma en que la dejó la tempestad fascista, la pax augusta adulcorada con infinitas revisiones histórica y moralmente reprobables, medias tintas, palabras que no se dicen, y otras que se dicen demasiadas veces, incluso algunas que alguien se tuvo que sacar de la manga. Este trabajo de historia selectiva al servicio de ideas repulsivas, esta sal en la herida, derramada sin rubor por los que dicen no querer heridas, es la muestra patente de que la brecha sigue abierta.
Por suerte aún tenemos acceso directo a los testimonios de los testigos inmediatos de tal atrocidad. Todavía nos quedan resquicios de realidad con mayor credibilidad que todos los doctorados de César Vidal y Pío Moa. Y también sabemos que la historia no es negra ni blanca, pero tampoco es gris. Que la historia tiene sus matices, pero eso no la condena a la neutralidad nihilista. Que hay malos y buenos, y menos malos y no tan buenos. Pero eso no quiere decir que aquí no haya culpables, que no tengamos derecho a exigir responsablidades, que bastante hacemos con permitir que ex-ministros fascistas responsables de muertes de civiles durante la democracia tengan un asiento en el Congreso.
Quienes han perdido a seres queridos, quienes han escuchado los dolorosos testimonios de sus abuelos, quienes han padecido las secuelas sociales de la dictadura, todos los que aborrecemos este legado reaccionario, machista, racista, con el que aún cargamos, nosotros los perdedores, tenemos derecho a reescribir una historia plagada de errores, a no pasar página hasta corregir todos los fallos en ella expuestos, hasta que esa historia desvele la realidad de la opresión de este pueblo.
Cuando todos los testigos se hayan ido, ¿qué nos quedará? Seguramente nos quedará un gobierno a manos del partido de Jose María Aznar (impulsor de este proyecto), Jaime Mayor Oreja ("¿por qué voy a condenar yo el franquismo?"), Esperanza Aguirre (idem) y Manuel Fraga (antiguo ministro franquista), entre otros. Y nos quedarán César Vidal y Luis Suárez escribiendo los libros de texto del colegio de nuestros hijos. Y probablemente los muertos en las cunetas, según lo que tarde el Partido Popular en ganar las elecciones. Y personas que se avergonzarán de sus abuelos porque se conoce que fueron terroristas que intentaron destruir el regímen legítimo y no totalitario, del valeroso y moderado general Francisco Franco.
Así que, sabiendo quiénes siguen escribiendo la historia, parece que tenemos la labor, ahora más que nunca, de recordar la historia que nos han contado sus víctimas, las que no vivieron la dictadura con la extraordinaria placidez de la que hablaba Mayor Oreja (el que no levanta ampollas).
Todavía tendremos que esperar bastante hasta que las víctimas sean reparadas de alguna manera, aunque por el momento, podemos apoyarlas así, recordando la historia que sigue sepultada, señalando a los culpables sin complejos, sin remodimiento, y legando este pedazo de sabiduría popular a las generaciones futuras, que a saber qué aprenderán en el colegio, tiemblo sólo de pensarlo.