Escrito por Slagator el viernes, 17 de julio de 2009
Alrededor de la mesa, nada entre el humo del tabaco ducados negro y el aroma agudo del vodka, un silencio incómodo, un ambiente pesado y cargante, las miradas huidizas de los allí presentes, y cabezas gachas contemplando - por hacer algo - el movimiento del coñac en el vaso tras el breve temblor de la mesa, el brillo ya corrompido de unos zapatos a estrenar, o la madera de roble roída quizá por las termitas en el marco de la puerta del comedor. Evitan así cruzar violentas y comprometidas miradas. Y se encienden un cigarrillo tras otro, porque al fin y al cabo el humo denso de un ducados negro o un marlboro es en este caso un mal menor. Un repentino ataque de tos suena más forzado que incontrolable, como pretendía ser simulado. Silbidos vacilantes, tarareos inquietos, excusas baratas.
Y entre el olor espeso y nauseabundo que ahora huye por la ventana recién abierta para satisfacción de quienes no creyeron poder soportar medio minuto más inmersos en aquella atmósfera hedionda, dos miradas se buscan, encuentran y enganchan mientras las demás se esquivan, y una mano acaricia a la de en frente, que golpea suave y reiteradamente la madera con las llemas de los dedos - por hacer algo - al ritmo de no sé qué tema de Aretha Franklin que lleva una semana invadiendo su cabeza. Una mano presta consuelo, o comprensión, o una especie de "no pasa nada". Y la otra se detiene y lejos de rehuirla, entrelaza los dedos con los suyos acogiendo las caricias.
Fue sólo un accidente. O tal vez trataba de romper el hielo. La cena transcurrió más fría de lo esperado y ... bueno, qué importa ahora. Había maneras más acertadas de romper un silencio. Sí, sin duda las había.
Durante los cinco eternos minutos que rodean la comprometida escena, al hijo de uno de los invitados le ha subido alarmantemente la fiebre (de eso parecía hablar con la niñera del crío cuando atendió su llamada), un hombre salió corriendo a cubrir una importante (y por el momento confidencial) noticia de última hora, y un asunto personal, algo relacionado con su anciano padre y una medicación no transcrita, requirió la inmediata partida de otro de ellos.
Se excusaron uno tras otro, si reparar en la obviedad y el descaro que sus actitudes ponían de manifiesto, y abandonaron el lugar conscientes de no haber sacrificado nada en la huida. De hecho, no tenían demasiado claro qué estaban haciendo allí exactamente.
Y la casa quedó vacía, con la excepción de las dos manos acariciándose primero con recelo, después con ternura, finalmente con frenesí. Las dos miradas, inyectadas, qué sólo se ven a sí mismas, que pasaron por alto la operación salida del resto de los convidados porque ya se sentían a solas cuando los demás marcharon. Solos y cómplices.
Ella sonríe muy fugazmente, intentando aparentar serenidad. Él hace lo propio, y toquitea los botones de su reloj soltando un leve suspiro de alivio que deja escapar el aire contenido durante algunos minutos.
Las manos, nerviosas, llevan el mando, frotan ahora brazos, hombros, pecho. Y las miradas siguen ahí, siguiendo ese mismo curso, acariciándose con dulzura para terminar fulminándose en arrebatos de pasión. Medias sonrisas sugerentes. Algún jugueteo tonto con el pelo, un sutil mordisco en el labio inferior, y allí, sobre esa mesa, los dos cuerpos, sin soltar sus manos ni sus miradas, suben a fundirse en la unión de su calor. Se comen, se exprimen, se deleitan el uno con el otro, el uno en el otro.
- Espera - interrumpe ella, al tiempo que trata de frenar el ímpetu del amante que comprime sus pechos bajos las manos.
Baja cuidadosamente de la mesa, apoyando los zapatos de tacón fino en el suelo de parqué con gran cautela, y se dirige al servicio bajándose la cremallera del lateral derecho del vestido, mientras él reposa sobre el lecho desabrochándose discretamente el cinturón.
Y olfatea el aire de la sala con curiosidad. Se apoya sobre los codos, boca arriba, y echa hacia atrás la cabeza para inhalar lo que pudiera habérsele pasado por alto.
- Nada - sentencia.
Sólo fue un momento. No llegó a 5 minutos, 4:12, había cronometrado. No había razón para la alarma, dios, fue sólo una ligera ventosidad. ¿A quién no le ha ocurrido alguna vez?
Llega hasta él, el sonido del agua golpeando el cuerpo desnudo de la mujer deseada y resbalando sobre su piel hasta caer sobre el mármol, y deja volar la imaginación dibujando lo que será, en unos instantes, el polvo se su vida. Casi puede ver la espuma escurriéndose entre sus nalgas, sí, por favor, entre sus nalgas.
No es nuestro amigo el summum de la empatía y la comprensión, y tampoco es famoso por su delicadeza en el trato. Lo que ocurre es que en este caso, la dama juzgada, va a compensar al gallardo caballero, con cuantas fantasías y morbos se le antojen a éste, algo muy propio en una chica de su edad y vestimenta habitual, más teniendo en cuenta su trayectoria sexual, y los pocos escrúpulos de los que hablan sin reparos sus anteriores amantes.
Espera tendido sobre la mesa, palpando la suave superficie hasta los bordes - sí, por hacer algo. Por matar el tiempo y la fantasía, que no, no es un momento oportuno para una sobreexcitación. Hay que mantener el tipo.
Al salir de la ducha, elegantemente envuelta en una ligera toalla que no llega a cubrir por entero su pecho izquierdo, intenta ocultar con la mano lo que no oculta bajo el paño y acude a la habitación dando pequeños saltitos, con picardía, con delicadeza, con irónico rubor.
Él la sigue, impaciente. Y cierra tras de sí la puerta del dormitorio, apoyando todo su cuerpo sobre ella, como para no dejar escapar a su presa. Ella se viste un camisón blanco, pulcro, no muy escotado, que cae hasta muy por debajo de las rodillas, sin dejar entrever durante todo el proceso, una sóla zona de su cuerpo de las que podríamos designar "instigadoras al pecado".
Ambos saben que el pecado se va a cometer. Ambos desean que se perpetúe lo antes posible. Pero ella, una señorita de tradición católica, natural de un pueblecito de Teruel cerrado en cuestiones de sexo, ha de seguir rigurosamente el protocolo que, quiere creer, limpie su conciencia de la mancha moral que irán sellando en ella, a golpe de verga, los próximo acontecimientos.
Él vacila antes de seguir desaborchándose el pantalón, aguarda nervioso y excitado, contra la puerta, a la espera de una invitación, de una insinuación, no, ni siquiera eso, con una media sugerencia (el gesto mínimo que puediera actúar en un juicio como un siempre atenuante "me dio a entender que quería" o un simple "a buenas horas dijo no, señor juez, a buenas horas") sería más que suficiente.
Abre la señorita el primer cajón de su mesilla de noche, e introduce su novela rosa de cabecera donde hasta ahora guardaba su cajita tamaño mini de preservativos ya agujereados. Saca los cuatro últimos y los exprime entre las palmas de las manos rezando en voz bajita para que uno de ellos consiga sacarla del pozo de soledad y placer irracional que terminará por costarle el respeto paterno.
El invitado da comienzo a un juego morbosamente déspota, sujetando las dos extremidades inferiores de la dama con extrema dureza mientras las va separando a la espera del grito de dolor que tal vez (sólo tal vez) consiga detenerlo. Golpea con fuerza sus nalgas a modo de azote autoritario - un castigo ilusorio de severidad desproporcionada, fruto de traumas infantiles extrechamente vinculados con situaciones de completa impotencia ante sus superiores - y araña sus muslos al ritmo de la penetración, observando perplejo, cómo la señorita ríe a limpia carcajada, por mucho que trate él de rebajarla al grito de "cállate zorra, ahora eres mía", lo que no consigue sino intensificar el incomprensible jolgorio de la doncella humillada.
A cuatro patas continúa el festín sodomita y la pintura fresca de la pared recién pintada va cubriendo la encimera de la mesita a cada golpe y colándose poco a poco en el primer cajón entreabierto, hasta llegar a manchar la portada de Emilia de Tourville, y el hasta la fecha inmaculado nombre del Marqués de Sade, a quien nuestra protagonista jamás podrá agradacer lo suficiente lo que en estos momentos está haciendo por ella. Y no para de reir.
Las legumbres del mediodía ahuyentaron a los tres espirantes más aptos, pero por suerte, el candidato con el que habrá de conformarse, se basta y se sobra para fundirse los cuatro condones en una noche, y un título de ingeniero industrial y una ascendencia ilustre, dan para una hipoteca, tres hijos naturales y una niña china adoptada, y una foto de familia lo suficientemente digna para decorar el hall y mostrar orgullosa a las visitas.
Y mientras los niños corren a cámara lenta con Puki, el pastor alemán, por el jardín trasero de la residencia de verano con Aretha Franklin cantándoles una balada de fondo, papá embiste a mamá la noche en la que Azuzena fue concebida, aquella noche en la que tras cuatro años de feliz noviazgo él adquirió el coraje necesario para proponer matrimonio a la mujer de su vida en una velada inolvidable a la luz de las velas, y se deslizaron savemente hacia la cama previamente adornada con pétalos de rosa, contará en adelante la tradición familiar. Embiste papá a mamá y en pleno ejercicio de estímulo e impulso la llama "guarra" y la tira del pelo ocasionalmente. Y mamá ríe mientras decide el nombre de los otros tres retoños, y entre elección y elección dice: "dame más fuerte, que es lo que merezco". Y vuelve a reír.
Y papá, mitad consternado mitad eufórico, se corre por tercera vez burlándose mentalmente de los tres cobardes que por escapar de una inocente flatulencia de 4:12 minutos se están perdiendo una barra libre de insultos, vejaciones y lesiones sin límite. Muerde el hombro de su futura esposa, que yace ahora boca abajo, y estira de la soga con la que tiene amarrados sus tobillos, y hunde su cabeza en la almohada plagada de pintura obligándola a esnifarla.
Luego reposa junto a ella, colocada de pintura, hasta recobrar fuerzas. Acaricia el cabello de la víctima más por precaución que por sincero respeto, y se saca un marlboro. Lo enciende y da la primera calada, y echa la primera bocanada de humo y sonríe: "joder... sólo había que contener la respiración durante 5 minutos".
Y entre el olor espeso y nauseabundo que ahora huye por la ventana recién abierta para satisfacción de quienes no creyeron poder soportar medio minuto más inmersos en aquella atmósfera hedionda, dos miradas se buscan, encuentran y enganchan mientras las demás se esquivan, y una mano acaricia a la de en frente, que golpea suave y reiteradamente la madera con las llemas de los dedos - por hacer algo - al ritmo de no sé qué tema de Aretha Franklin que lleva una semana invadiendo su cabeza. Una mano presta consuelo, o comprensión, o una especie de "no pasa nada". Y la otra se detiene y lejos de rehuirla, entrelaza los dedos con los suyos acogiendo las caricias.
Fue sólo un accidente. O tal vez trataba de romper el hielo. La cena transcurrió más fría de lo esperado y ... bueno, qué importa ahora. Había maneras más acertadas de romper un silencio. Sí, sin duda las había.
Durante los cinco eternos minutos que rodean la comprometida escena, al hijo de uno de los invitados le ha subido alarmantemente la fiebre (de eso parecía hablar con la niñera del crío cuando atendió su llamada), un hombre salió corriendo a cubrir una importante (y por el momento confidencial) noticia de última hora, y un asunto personal, algo relacionado con su anciano padre y una medicación no transcrita, requirió la inmediata partida de otro de ellos.
Se excusaron uno tras otro, si reparar en la obviedad y el descaro que sus actitudes ponían de manifiesto, y abandonaron el lugar conscientes de no haber sacrificado nada en la huida. De hecho, no tenían demasiado claro qué estaban haciendo allí exactamente.
Y la casa quedó vacía, con la excepción de las dos manos acariciándose primero con recelo, después con ternura, finalmente con frenesí. Las dos miradas, inyectadas, qué sólo se ven a sí mismas, que pasaron por alto la operación salida del resto de los convidados porque ya se sentían a solas cuando los demás marcharon. Solos y cómplices.
Ella sonríe muy fugazmente, intentando aparentar serenidad. Él hace lo propio, y toquitea los botones de su reloj soltando un leve suspiro de alivio que deja escapar el aire contenido durante algunos minutos.
Las manos, nerviosas, llevan el mando, frotan ahora brazos, hombros, pecho. Y las miradas siguen ahí, siguiendo ese mismo curso, acariciándose con dulzura para terminar fulminándose en arrebatos de pasión. Medias sonrisas sugerentes. Algún jugueteo tonto con el pelo, un sutil mordisco en el labio inferior, y allí, sobre esa mesa, los dos cuerpos, sin soltar sus manos ni sus miradas, suben a fundirse en la unión de su calor. Se comen, se exprimen, se deleitan el uno con el otro, el uno en el otro.
- Espera - interrumpe ella, al tiempo que trata de frenar el ímpetu del amante que comprime sus pechos bajos las manos.
Baja cuidadosamente de la mesa, apoyando los zapatos de tacón fino en el suelo de parqué con gran cautela, y se dirige al servicio bajándose la cremallera del lateral derecho del vestido, mientras él reposa sobre el lecho desabrochándose discretamente el cinturón.
Y olfatea el aire de la sala con curiosidad. Se apoya sobre los codos, boca arriba, y echa hacia atrás la cabeza para inhalar lo que pudiera habérsele pasado por alto.
- Nada - sentencia.
Sólo fue un momento. No llegó a 5 minutos, 4:12, había cronometrado. No había razón para la alarma, dios, fue sólo una ligera ventosidad. ¿A quién no le ha ocurrido alguna vez?
Llega hasta él, el sonido del agua golpeando el cuerpo desnudo de la mujer deseada y resbalando sobre su piel hasta caer sobre el mármol, y deja volar la imaginación dibujando lo que será, en unos instantes, el polvo se su vida. Casi puede ver la espuma escurriéndose entre sus nalgas, sí, por favor, entre sus nalgas.
No es nuestro amigo el summum de la empatía y la comprensión, y tampoco es famoso por su delicadeza en el trato. Lo que ocurre es que en este caso, la dama juzgada, va a compensar al gallardo caballero, con cuantas fantasías y morbos se le antojen a éste, algo muy propio en una chica de su edad y vestimenta habitual, más teniendo en cuenta su trayectoria sexual, y los pocos escrúpulos de los que hablan sin reparos sus anteriores amantes.
Espera tendido sobre la mesa, palpando la suave superficie hasta los bordes - sí, por hacer algo. Por matar el tiempo y la fantasía, que no, no es un momento oportuno para una sobreexcitación. Hay que mantener el tipo.
Al salir de la ducha, elegantemente envuelta en una ligera toalla que no llega a cubrir por entero su pecho izquierdo, intenta ocultar con la mano lo que no oculta bajo el paño y acude a la habitación dando pequeños saltitos, con picardía, con delicadeza, con irónico rubor.
Él la sigue, impaciente. Y cierra tras de sí la puerta del dormitorio, apoyando todo su cuerpo sobre ella, como para no dejar escapar a su presa. Ella se viste un camisón blanco, pulcro, no muy escotado, que cae hasta muy por debajo de las rodillas, sin dejar entrever durante todo el proceso, una sóla zona de su cuerpo de las que podríamos designar "instigadoras al pecado".
Ambos saben que el pecado se va a cometer. Ambos desean que se perpetúe lo antes posible. Pero ella, una señorita de tradición católica, natural de un pueblecito de Teruel cerrado en cuestiones de sexo, ha de seguir rigurosamente el protocolo que, quiere creer, limpie su conciencia de la mancha moral que irán sellando en ella, a golpe de verga, los próximo acontecimientos.
Él vacila antes de seguir desaborchándose el pantalón, aguarda nervioso y excitado, contra la puerta, a la espera de una invitación, de una insinuación, no, ni siquiera eso, con una media sugerencia (el gesto mínimo que puediera actúar en un juicio como un siempre atenuante "me dio a entender que quería" o un simple "a buenas horas dijo no, señor juez, a buenas horas") sería más que suficiente.
Abre la señorita el primer cajón de su mesilla de noche, e introduce su novela rosa de cabecera donde hasta ahora guardaba su cajita tamaño mini de preservativos ya agujereados. Saca los cuatro últimos y los exprime entre las palmas de las manos rezando en voz bajita para que uno de ellos consiga sacarla del pozo de soledad y placer irracional que terminará por costarle el respeto paterno.
El invitado da comienzo a un juego morbosamente déspota, sujetando las dos extremidades inferiores de la dama con extrema dureza mientras las va separando a la espera del grito de dolor que tal vez (sólo tal vez) consiga detenerlo. Golpea con fuerza sus nalgas a modo de azote autoritario - un castigo ilusorio de severidad desproporcionada, fruto de traumas infantiles extrechamente vinculados con situaciones de completa impotencia ante sus superiores - y araña sus muslos al ritmo de la penetración, observando perplejo, cómo la señorita ríe a limpia carcajada, por mucho que trate él de rebajarla al grito de "cállate zorra, ahora eres mía", lo que no consigue sino intensificar el incomprensible jolgorio de la doncella humillada.
A cuatro patas continúa el festín sodomita y la pintura fresca de la pared recién pintada va cubriendo la encimera de la mesita a cada golpe y colándose poco a poco en el primer cajón entreabierto, hasta llegar a manchar la portada de Emilia de Tourville, y el hasta la fecha inmaculado nombre del Marqués de Sade, a quien nuestra protagonista jamás podrá agradacer lo suficiente lo que en estos momentos está haciendo por ella. Y no para de reir.
Las legumbres del mediodía ahuyentaron a los tres espirantes más aptos, pero por suerte, el candidato con el que habrá de conformarse, se basta y se sobra para fundirse los cuatro condones en una noche, y un título de ingeniero industrial y una ascendencia ilustre, dan para una hipoteca, tres hijos naturales y una niña china adoptada, y una foto de familia lo suficientemente digna para decorar el hall y mostrar orgullosa a las visitas.
Y mientras los niños corren a cámara lenta con Puki, el pastor alemán, por el jardín trasero de la residencia de verano con Aretha Franklin cantándoles una balada de fondo, papá embiste a mamá la noche en la que Azuzena fue concebida, aquella noche en la que tras cuatro años de feliz noviazgo él adquirió el coraje necesario para proponer matrimonio a la mujer de su vida en una velada inolvidable a la luz de las velas, y se deslizaron savemente hacia la cama previamente adornada con pétalos de rosa, contará en adelante la tradición familiar. Embiste papá a mamá y en pleno ejercicio de estímulo e impulso la llama "guarra" y la tira del pelo ocasionalmente. Y mamá ríe mientras decide el nombre de los otros tres retoños, y entre elección y elección dice: "dame más fuerte, que es lo que merezco". Y vuelve a reír.
Y papá, mitad consternado mitad eufórico, se corre por tercera vez burlándose mentalmente de los tres cobardes que por escapar de una inocente flatulencia de 4:12 minutos se están perdiendo una barra libre de insultos, vejaciones y lesiones sin límite. Muerde el hombro de su futura esposa, que yace ahora boca abajo, y estira de la soga con la que tiene amarrados sus tobillos, y hunde su cabeza en la almohada plagada de pintura obligándola a esnifarla.
Luego reposa junto a ella, colocada de pintura, hasta recobrar fuerzas. Acaricia el cabello de la víctima más por precaución que por sincero respeto, y se saca un marlboro. Lo enciende y da la primera calada, y echa la primera bocanada de humo y sonríe: "joder... sólo había que contener la respiración durante 5 minutos".
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