Escrito por Yosi_ el viernes, 27 de abril de 2007
Era muy tarde, probablemente ya habrían llegado. Se miro otra vez al espejo, tras una rápida comprobación apagó la luz, y rutinariamente se dirigió hacia el ventanal de la sala para echar un ultimo vistazo antes de salir a la calle. Tuvo una extraña sensación de vacío, como si alguien hubiese sacado de su cabeza todo lo que hacia unos minutos estaba ahí, y no supo si tomárselo como algo bueno o malo... distinto, eso si.
Martín era un hombre de mediana edad, sin ningún rasgo significativo que pudiera distinguirlo del grupo de gente que cada día caminaba a su lado por cualquier acera. Quizás algo menos corpulento que la media, lo cual no contribuía en absoluto a mejorar la impresión general. La expresión de su cara, pálida y más envejecida de lo que a su edad podría esperarse, recordaba a un intelectual de cine de serie B; demasiado cansado y desgastado como para mostrar algo mas allá del escepticismo en los mejores momentos o la amargura en los más difíciles.
En la calle llovía, una típica noche de finales de diciembre en la que las luces de los escaparates y el bullicio de las familias que matan las vacaciones a golpe de talonario contrastaban con la apatía del clima invernal. Los pensamientos que cada noche fluían desordenados parecían estar en huelga, y Martín caminaba maquinalmente hacia el bar donde cada noche se reunía con su grupo de contertulios, o tal vez amigos, dependiendo del uso que se quiera hacer de la palabra. Al entrar los vio en la mesa junto al cristal opaco de la ventana, formando un círculo que una vez más supo cerrado de antemano, como si nadie esperase su presencia.
Dirigiendo la mirada hacia el fondo vio una vez mas a Chema, solo como siempre frente a su botella de vino, con un vaso mediado frente a él y otro vacío a su lado, por si alguien quisiera compartir un sorbo de su locura, como él mismo solía decir. Siempre fue el tipo de persona que Martín odiaba y a la vez necesitaba. Al verlo noche tras noche sentía un profundo desprecio hacía ese alcohólico impenitente que a nadie importaba, tirado sobre su silla como un elemento de ambientación del local; pero al mismo tiempo experimentaba un gran alivio al sentir el contraste consigo mismo, por poder sentarse en el grupo de los triunfadores, los que aún sabían sonreir, ser socialmente oportunos y correctos cuando era necesario; suficientemente locuaces para cautivar a la audiencia en los momentos más distendidos. Sí, realmente sentarse de espaldas a Jesús le reafirmaba en la idea de que aquello pertenecía a otro mundo muy lejano al suyo. En el fondo sabía perfectamente que esa necesidad cruel respondía a su propia realidad, debatiéndose cada día en el límite entre lo desagradable y lo insoportable, entre la soledad silenciosa de su habitación y la ruidosa de aquel local, donde aún en sentido figurado se hacía más insufrible todavía.
Acercando una silla al círculo común lanzó al aire un saludo que se perdió en el rumor de las voces de los miembros de la tertulia. Sin saber muy bien como seguir la conversación, se sumió en sí mismo, dándose cuenta de que al respirar el ambiente y ver las conocidas caras habían vuelto las sensaciones de siempre. El vacío había vuelto a llenarse de una profunda tristeza, y en ese instante supo que tenía que escapar. Sintió la necesidad de salir a la calle, de caminar solo por las calles oscuras lejos de la hipocresía de aquella mesa, lejos de las conversaciones animadas de la gente, y de los gritos artificiales de los niños saturados de ilusiones prefabricadas. Ya estaba incorporándose de su asiento cuando oyó a Chema dar un puñetazo en la mesa para increpar a la clientela en uno de esos arranques de mal carácter que en los últimos tiempos iban a más. Cayó sin fuerzas en su silla al contemplar al viejo borracho que podría ser cualquiera, renovando una vez más su contrato tácito de necesidad con aquel colectivo de caras sin emociones ni identidad que le hacía ser un individuo integrado.
Aguantó estoicamente hasta el final de la velada interviniendo con tímidos comentarios, llamadas de atención que nadie pareció oir, o al menos nadie quiso tomar en cuenta. De camino a casa volvió a sentirse extraño, ligero, sin cargas ni responsabilidades, sin nada. Empezaba a comprender, pero se negaba a asumir lo que estaba pasando. Aun ahora no quería aceptar que las cosas no pudieran ser mejores, y que de aquella solución al resto no había tanta diferencia. En realidad ni siquiera era solución a nada, claro está, era solo el último parche en la interminable lista de remiendos que formaba toda su vida, aunque esta vez ni siquiera había podido elegir. Abrió la puerta con una llave que se resistía a entrar en la cerradura. Sabía que era el momento de afrontar, ya no había vuelta atrás. Avanzó por el pasillo y al encender la luz del baño se quedo mirando fijamente a la bañera. Se vio allí, solo, sumergido en agua tibia teñida de su propia sangre. Y entonces lo entendió, mientras se desvanecía supo que, inadvertido por todo cuanto le había rodeado, hacía varias horas que su cadáver se enfriaba en un piso de cualquier barrio gris, en cualquier ciudad del mundo.