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"Engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga" 
Escrito por Slagator el miércoles, 1 de junio de 2011

Cuando las heridas estaban curadas, la paz y la concordia definitivamente restauradas, vinieron los rojos a desenterrar cadáveres. Probablemente sea así como será descrita esta etapa en la próxima enciclopedia histórica española.

Dirán que las dos Españas estaban completamente hermanadas, que las heridas hacía ya tiempo que se habían cerrado con excelentes resultados, que ya ni cicatrices quedaban de aquella pequeña rencilla de la guerra civil y posterior represión franquista. Ya nadie se acordaba de aquello, maldita la falta que hacía rescatar un tema oficialmente clausurado con el consenso de la totalidad de la sociedad española, a excepción de ZP y su séquito de pendencieros sucesores del caos republicano.

Fueron éstos, rezará en su día la gran enciclopedia nacional, ilustre e incuestionable, los que azuzaron al reconciliado pueblo español con descargas de rencor, y reavivaron la ira ya extinta de una sociedad en calma que sólo buscaba pasar página.

Posiblemente habrá quien se pregunte, como me pregunto yo, cómo se puede crear de la nada un rencor inexistente, cómo es posible meter el dedo en una herida ya cerrada, cómo puede doler lo que en su día ya cicatrizó.

Dar un entierro digno a un familiar asesinado es fomentar el odio, pero no lo es mantener títulos honoríficos y monumentos insignes a un régimen genocida que mantuvo a su pueblo oprimido y atemorizado durante 40 años. Sacar a tu padre de una fosa común podría herir la sensibilidad de tu vecino. Pero residir en una calle que lleve el nombre de su asesino no parece afectar a sensibilidad alguna, o que el alcalde que dice representarte le conceda un título póstumo y consagre el acto con una escultura ecuestre subvencionada con tu dinero, se entiende que no supone ningún tipo de agravio público.

Nunca he tenido ningún problema con albergar en mi pueblo los restos históricos, de indudable interés sociológico y arqueológico, incluso artístico en algunos casos, de un periódo anterior, bajo la condición de que dichos restos, sean eso, restos, vestigios, testimonios de una época pasada que debe ser recordada, siempre de una manera coherente con la realidad y respetuosa con sus víctimas. Podrá lucir mi pueblo símbolos fascistas el día en que tales símbolos dejen de serlo, el día en que esos monumentos, estatuas, etc. dejen de enaltecer a las figuras que encarnan, y a los asesinos que los fundaron.

Y para que esas reliquias pierdan todo su simbolismo es imprescindible que la sociedad deje de otorgárselo, siendo ésta, al fin y al cabo, la encargada de atribuir significados. Cuando ni un sólo ciudadano español se postre orgulloso ante la imagen del caudillo, cuando el Valle de los Caídos deje de congregar anualmente a una jauría de fascistas nostálgicos de la dicadura, entonces podremos permitir que exista, que se vea, que se exhiba, que se organicen visitas guiadas en las que el guía hablará de una página negra en la historia de España, y dirigirá unas palabras de solidaridad hacia las víctimas que los excursionistas corroborarán. Y entonces podremos sacarnos fotos con la escultura de Carrero Blanco y colgarlas en facebook sin necesidad de apostillar nada ofensivo debajo para dejar constancia de nuestra repulsa, porque todo eso se dará por hecho. Pero de momento, todos esos emblemas sólo nos dicen que estuvieron aquí y que siguen estando, que les debemos pleitesía, y que seguirán presidiendo esta sociedad desde sus altares de piedra.

Y sabemos que la admiración por el régimen fascista de Francisco Franco abarca algo más que un grupo marginal de neonazis en proceso de maduración neuronal, porque es en el mismo Congreso de los Diputados, desde un amplio sector del principal partido de la oposición, y casi con total seguridad el próximo partido del gobierno, desde donde se acusa de vengativos y malintencionados a quienes quieren sacar los restos de sus familiares de la pila de huesos anónimos en la que están sepultados. Y continúan echando tierra encima de la Historia para evadir la culpa y seguir por un camino que empezó en la dictadura y que sigue sus pasos en muchas de sus marcas ideológicas. Dan por sentada la reconciliación cuando ni siquiera se ha escuchado la palabra perdón. Llaman pacificación a un chantaje político marcado por el miedo, que dejó el país patas arriba obligándole a partir de bajo cero, y llaman resentidos a los que aún hoy están esperando una disculpa, o un reconocimiento, o simplemente la aceptación oficial de la verdad, que deje a sus familiares asesinados en el lugar que les corresponde en la historia, y no la poltrona ficticia que los relega a la categoría de terroristas y bandoleros.

En lugar de esto, lo que han recibido es el honor de haber colaborado económicamente en la creación de la Enciclopedia Biográfica Española, que justifica esos asesinatos, ese terror al que estuvieron sometidos durante décadas, que elogia la labor del principal responsable de toda esa sangría, y esta miseria económica, intelectual y moral de la que hoy somos herederos y testigos. Esta es la gran labor de los que no levantan ampollas, de los que quieren que la sociedad española siga en la calma en que la dejó la tempestad fascista, la pax augusta adulcorada con infinitas revisiones histórica y moralmente reprobables, medias tintas, palabras que no se dicen, y otras que se dicen demasiadas veces, incluso algunas que alguien se tuvo que sacar de la manga. Este trabajo de historia selectiva al servicio de ideas repulsivas, esta sal en la herida, derramada sin rubor por los que dicen no querer heridas, es la muestra patente de que la brecha sigue abierta.

Por suerte aún tenemos acceso directo a los testimonios de los testigos inmediatos de tal atrocidad. Todavía nos quedan resquicios de realidad con mayor credibilidad que todos los doctorados de César Vidal y Pío Moa. Y también sabemos que la historia no es negra ni blanca, pero tampoco es gris. Que la historia tiene sus matices, pero eso no la condena a la neutralidad nihilista. Que hay malos y buenos, y menos malos y no tan buenos. Pero eso no quiere decir que aquí no haya culpables, que no tengamos derecho a exigir responsablidades, que bastante hacemos con permitir que ex-ministros fascistas responsables de muertes de civiles durante la democracia tengan un asiento en el Congreso.

Quienes han perdido a seres queridos, quienes han escuchado los dolorosos testimonios de sus abuelos, quienes han padecido las secuelas sociales de la dictadura, todos los que aborrecemos este legado reaccionario, machista, racista, con el que aún cargamos, nosotros los perdedores, tenemos derecho a reescribir una historia plagada de errores, a no pasar página hasta corregir todos los fallos en ella expuestos, hasta que esa historia desvele la realidad de la opresión de este pueblo.

Cuando todos los testigos se hayan ido, ¿qué nos quedará? Seguramente nos quedará un gobierno a manos del partido de Jose María Aznar (impulsor de este proyecto), Jaime Mayor Oreja ("¿por qué voy a condenar yo el franquismo?"), Esperanza Aguirre (idem) y Manuel Fraga (antiguo ministro franquista), entre otros. Y nos quedarán César Vidal y Luis Suárez escribiendo los libros de texto del colegio de nuestros hijos. Y probablemente los muertos en las cunetas, según lo que tarde el Partido Popular en ganar las elecciones. Y personas que se avergonzarán de sus abuelos porque se conoce que fueron terroristas que intentaron destruir el regímen legítimo y no totalitario, del valeroso y moderado general Francisco Franco.

Así que, sabiendo quiénes siguen escribiendo la historia, parece que tenemos la labor, ahora más que nunca, de recordar la historia que nos han contado sus víctimas, las que no vivieron la dictadura con la extraordinaria placidez de la que hablaba Mayor Oreja (el que no levanta ampollas).

Todavía tendremos que esperar bastante hasta que las víctimas sean reparadas de alguna manera, aunque por el momento, podemos apoyarlas así, recordando la historia que sigue sepultada, señalando a los culpables sin complejos, sin remodimiento, y legando este pedazo de sabiduría popular a las generaciones futuras, que a saber qué aprenderán en el colegio, tiemblo sólo de pensarlo.
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Escrito por Slagator el martes, 21 de septiembre de 2010

Llevan pasando demasiado tiempo.
Al principio con cautela, mirando a ambos lados, con sombrero de copa cubriéndoles la frente, gafas de sol, y el cuello de la gabardina lenvantado.
Ahora con descaro, la gabardina desabrochada a merced del viento y sin ropa interior debajo, mirándonos a los ojos con media sonrisa altanera y las manos a la espalda, seguros, despreocupados.
Y nosotros levantamos la vista un segundo, el único que podemos concedernos, para secarnos el sudor de la frente y seguirlos con la mirada hasta que doblan la primera esquina, con silenciosa indignación, y volvemos a lo nuestro un poquito más humillados si cabe.

"¡No pasarán!" Ya... estamos cansados de verlos pasar, de uno en uno, habituándonos a su presencia, de forma que no la sintamos ya como una intrusión, sino como el pan de cada día, tan normalizado como "natural".

No nos colaron de golpe las 65 horas semanales. Pero irán pasando, de una en una.
No sacaron adelante el plan de jubilación a los 67, de momento, pero encontrarán la manera de permitir que la patronal se haga de rogar, cada vez más.

Y nosotros seguimos observando, más que impasibles paralizados. Paralizados por el terror en el que nos han educado. Y continuamos digiriendo como podemos sus reformas, su progresiva ampliación del tiempo de nuestra vida destinado por convenio a su complacencia.

¡Qué bien hacen su trabajo! Y qué mal hacemos nosotros el nuestro.

Ni siquiera hay un "nosotros" del que poder hablar en condiciones. Si perdemos la conciencia de quiénes somos, perderemos el norte. Si perdemos el "nosotros", no identificaremos el "ellos". No sabremos contra quién luchar, pero esto no aplacará nuestro ánimo de lucha. Simplemente daremos palos de ciego, aporreando a inocentes mientras los culpables nos susurran al oído, como quien no quiere la cosa, simulando estar de nuestra parte, los nombres y apellidos de aquellos que nos "roban" el trabajo, echando más leña a un fuego que ellos mismos han creado.

No es que no queramos levantarnos del sofá, es que no sabemos cómo hacerlo. Porque este poder no lo derroca un invdividuo, lo derroca la sociedad.

¿Quién dará el primer paso al frente? ¿Quién lanzará la primera piedra? Debería existir entre nosotros la suficiente confianza como para poder dar ese paso con la certeza de que otros vendrán detrás. Es eso lo que nos falta. Porque llevamos mucho tiempo luchando entre nosotros, compitiendo, mirándonos de reojo o por encima del hombro (según nuestro puesto en la empresa o nuestro nivel social), pero nunca cara a cara. Y es ahora cuando nos necesitamos y no tenemos nada claro que nos tengamos. Cuando ni siquiera tenemos claro si somos cómplices o rivales.

Y así, titubeamos en amagos fallidos y mal disimulados de dar ese paso que estamos deseando dar. Miramos atrás para comprobar que alguien nos sigue antes de pisar al otro lado de esa línea imaginaria que entre todos hemos afianzado, y tras la cual el oxígeno se va agotando. Pero al volver la vista al frente nos vuelve a turbar la idea de que quizá, esta vez sí, se hayan echado atrás. Y así no se avanza.

Para que no pasen, la barricada debe ser lo suficientemente sólida. Y para eso no bastan 4 ni 5. Ni siquiera basta una ciudad, ni un país, porque este poder trasciende con mucho sus límites. La barricada la formamos todos, y entre todos volveremos a crear otra línea imaginaria, muy por delante que ésta que nos asfixia, y nos uniremos tanto los unos a los otros, que no habrá grieta por donde puedan colarse. Y chocarán contra nosotros, contra nuestra dignidad, todos los intentos de opresión, y lejos de atravesarnos, rebotarán humillados. No sé si llegaré a ver esto alguna vez, o si alguien lo verá. Sólo lo estoy imaginando, que imaginar es gratis, y no pasa factura siempre que la esperanza no sea desproporcionada, y creedme, no lo es.

No vale trazar la nueva línea a dos pasos de la anterior. Debemos ser ambiciosos. Debemos aspirar a todo aquello que merecemos, sin renuncias, sin concesiones, y la clave está en reconocer qué es lo que merecemos, en saber que estamos dando mucho más de lo que estamos recibiendo.

Un pacto no resolvería nada, sólo afianzaría la posición de gobernantes y gobernados actualmente imperante. El pacto de clases supone la minusvalorización de la clase trabajadora, que por sistema sale perdiendo. Sólo nos queda luchar, combatir no a un gobierno, ni a una ley, sino a un sistema de gobiernos y leyes intrínsecamente diseñados para la opresion de una de las clases. La que no los crea, la que los padece.

Una "democracia", entendida en su sentido habitual y socialmente aceptado, es un sistema en el que el pueblo avanza poco a poco, camina a pequeñas zancadas, de tal suerte que por cada paso al frente da dos hacia atrás, empujado por el enemigo, que aprovecha su debilidad para ejercer constante presión sobre él. En una revolución el pueblo simplemente corre, no piensa, actúa guiado por sus impulsos de fuerza, sus anhelos de autogobierno, de libertad. Y la fuerza es tal, que se lleva por delante al enemigo, en inferioridad numérica y por tanto, más débil.

A estas alturas el retroceso del que estamos siendo víctimas y partícipes debería ser evidente. El avance sólo lo es en apariencia, pues incluso cuando retrocedemos, lo hacemos mirando al frente, síntoma de una confianza absurda y ciega en el enemigo, que nos quiere hacer creer que es uno de los nuestros.

Las fotos diplomáticas, los apretones de mano entre víctimas y verdugos, que se presentan como un acuerdo entre iguales en el que ambas partes sacrifican lo mismo, pero que no pueden evitar evocar la imagen del gladiador arrodillado en la arena enunciando un "ave césar", y el emperador levantando el pulgar hacia arriba esperando la eterna gratitud del infeliz por haberle perdonado la vida, no sólo no solucionan nada, sino que dejan al gladiador postrado en la arena eternamente.

Vemos cómo nuestros representantes oficiales, los que nos han asignado los medios de comunicación, besan el anillo en el dedo de la patronal, y se agachan a sacar brillo a sus zapatos, y luego se dirigen hacia nosotros diciéndonos: los tenemos acorralados. La decepción llega poco después, y entonces esperamos que reaccionen, volvemos a concederles nuestra tutela y vuelven a decepcionarnos. Y de nuevo se sacan del bolsillo el paño para lustrar su calzado, a ver si esta vez...

¿Dónde está la mecha que encienda esta guerra? ¿Cuál es la gota que colma el vaso? Porque tengo la impresión de que este vaso cada vez es más profundo, y el cangrejo cada vez va más deprisa. Esto ya hace tiempo que se salió de madre. Han pasado, no nos queda más remedio que echarlos.

Escrito por Slagator el domingo, 14 de marzo de 2010

Hemos caído en la confusión nada casual de que se vive necesariamente, de que la vida es un deber. Hemos llegado a concebir la vida como una obligación. La moral capitalista propia de nuestra sociedad nos ha hecho sentirlo así. Porque transforma nuestra vida en un cúmulo de obligaciones en el que no trabajamos para vivir, vivimos para trabajar (cuántas veces hemos oído y asentido a esta expresión). Y he aquí una clave importante de todo esto, un enunciado aparentemente hiperbólico que contiene sin pretenderlo el quid de nuestra escala de valores y prioridades. Hemos olvidado que la vida es nuestra. Que ella nos sirve a nosotros, no nosotros a ella. Que sí, tendremos que sufrir y sacrificar cosas en el camino, pero todo en aras de la felicidad, nuestra meta, el sentido de la vida.

Olvidamos eso y creemos que debemos vivir por otros más que por nosotros mismos. Por alguien, y en ocasiones por "algo", un "algo" abstracto al que no podemos nombrar ni definir, porque nunca nos lo han nombrado ni definido, pero en cuya existencia confiamos a ciegas. Un "algo" que antes fue Dios, y que lo sustituyó nada más morir éste sin dejarnos tiempo para nosotros entre medio. Pero el egoísmo de buscar la felicidad, como el no asumir la infelicidad, es el egoísmo más sano y natural que existe. Creemos eso porque estamos acostumbrados a admitir que todos nuestros esfuerzos estén dirigidos al beneficio de otros. Porque toda nuestra vida depende del capricho ajeno. No nos damos cuenta de que eso no es libertad, y no nos damos cuenta, sencillamente, porque no hemos conocido la verdadera libertad.

Creemos que si la vida pesa, hemos de cargar con ella.
Nos hacen acarrear con la vida como si de un castigo se tratase, olvidando que es un regalo del que podemos y debemos exigir resultados satisfactorios.

La moral capitalista nos enseña que nuestra vida no nos pertenece.
Que no tenemos opción a réplica. Nos pone una tirita en cada herida, independientemente de su extensión y profundidad, y nos da unas palmaditas en el culo para que sigamos con lo nuestro, con lo suyo.
No es imprescindible comulgar con los principios más manifiestos del sistema para rendirnos a sus lecciones más tramposas, más subliminales.

Y así seguiremos caminando con la vida como lastre.

La moral capitalista nos enseña que no somos fines, sino medios. Ni siquiera conciben su propia vida como un fin en sí mismo, sino como un medio de acumulación progresiva de capital, que es el único elemento que se da sentido a sí mismo, el único que vale en sí, sin aspirar a nada superior. El único Dios a los pies del cual rendir todo lo demás. Nos enseña que nuestra vida sólo vale lo que sea capaz de lograr en términos mercantilistas o financieros. Que la función de nuestra existencia no es nuestra existencia misma, sino la satisfacción de sus intereses. Que la risa por la risa no vale nada, que hay que ganársela o se convertirá en vicio, con todas las connotaciones nocivas que lleva implícito.

Por eso, quitarse la vida es un acto egoísta. Es algo así como robarle tu vida a alguien. Suena paradójico.

Como pediríamos permiso al patrón para tomarnos unos días libres, debemos pedírselo para liberarnos de la vida. Se lo debemos.

La vida del asalariado transcurre pendiente de lo que debe, desatendiendo lo que merece. Es porque no tiene nada suyo, que ni siquiera reconoce a su propia vida como una pertenencia. Es porque toda ella gira en torno a su trabajo, que se le antoja ridículo pensar que alguna decisión referente a ella pudiera competerle. Le han enseñado que si algo sale bien, debe dar las gracias, y si sale mal, pedir perdón. Le han enseñado que la verdad la tienen otros, por eso se doblega aceptando una derrota intrínseca a su especie, y entrega a su superior las claves de su existencia, y las llaves de su vida.

El trabajador no sabe lo que quiere, ni lo que necesita, ni lo que debe hacer, por eso se lo pregunta a los portadores de la moral, que le dicen que hay que tirar para adelante, siempre que adelante estén sus intereses.

El suicidio es un acto egoísta. Egoísta y cobarde, dicen, "el camino fácil", como si el difícil fuera el único admitido por los principios de la ética universal, minusvalorando, más aún, ultrajando lo fácil, lo cómodo, lo sencillo, porque si lo sencillo fuera absorbido por nuestra moral colectiva, tal vez no nos someteríamos con tanto celo a sus abusos, tal vez entonces preguntaríamos "por qué" más a menudo, exigiríamos, nos resistiríamos, se lo pondríamos "difícil". Se encumbra lo difícil para hacerlo servir de justificación a este torrente de excesos y atropellos de la dignidad humana que nos roba nuestra vida delante de nosotros, como si recuperara lo que por derecho es suyo. Y desacredita la comodidad, porque "la vida es sacrificio", y cambia de tema antes de que preguntemos cuál es el sentido último de tanto sufrimiento. Denigra el placer y todas sus variantes, echando mano de perspectivas pertenecientes a filosofías pasadas, que pese a todo funcionan, tal vez por los vestigios que de éstas aún sobreviven, no me atrevo a pronosticar hasta cuándo.

Sitúan esta exaltación de lo difícil en una suerte de vacío moral donde antes se situó el paraíso cristiano. Y la gente no se plantea el fundamento de una ética que lo subyuga, que lo condena a dar lo que a duras penas tiene, sin vistas próximas ni remotas a recibir lo que realmente merece. Simplemente obedece, porque esa creencia está tan comodamente arraigada en el ideario colectivo, que no necesita pretexto que no sea ella misma, que ya se ha erigido en adalid de las restantes doctrinas que casi parecen todas, seguirse de ésta.

Conjuran al estoicismo y la abnegación como bienes absolutos, que no admiten proyección en la práctica para comprobar su validez pragmática, que es en este caso, un bien relativo, siempre dependiente de las normas morales universales.

Por eso, quien pone fin voluntariamente a su existencia, traiciona a ese "algo" supremo, única competencia en materia de vida o muerte, y hace uso de una libertad que el sistema le había robado.
La libertad es el mayor acto de traición que podamos cometer contra el "liberalismo". Ha llegado el momento de que seamos egoístas y cobardes. De liberarnos del yugo que una vez fue Dios y ahora se llama Capital. De que pensemos en nuestra felicidad, de que busquemos el placer, sin rendir cuentas a nadie, más que a nosotros mismos.
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Escrito por Slagator el domingo, 6 de diciembre de 2009

Capítulo 5

El estilo del bar mezcla rústico y moderno de una manera resuelta y elegante, de apariencia increíblemente natural. Los grandes mesones de madera de roble recién lustrado y las paredes, cuyos materiales imitan piedra, pizarra y ladrillo en una armónica gama de grises, no desentonan junto a las lámparas de diseño, las amplias alfombras de fieltro de colores lisos sobre un suelo de cerámica clara y otros motivos modernos en tonos cálidos. Las gruesas cortinas granates resaltan no sin acierto, y una vasta chimenea que no termina de decidirse entre metálica y clásica, parece presidir la sala desde la esquina oriental del fondo.
Tiene un aire progresista y nostálgico al mismo tiempo. O tal vez los toques antiguos sean sólo reflejo de una de tantas modas vanguardistas.

La única camarera tras la barra lleva un corte de pelo juvenil, más o menos acorde con su edad, totalmente negro, liso, y con un flequillo recto que cae sobre las cejas y las semi-cubre haciéndolas confundirse con el cabello. Luce unas gafas con montura negra de pasta que bien podría pensarse que no llevan graduación alguna. Tiene un rostro sencillo y agradable, y una expresión risueña nada artificial, probablemente debido a los años de experiencia cara al público. Recorre segura y ligera la parte del bar que le ha sido asignada, la barra al completo, y una zona contigua con mesas de no más de cuatro plazas, perteneciente al mismo sector.

Acude repentinamente a preparar un té con limón que nadie ha pedido, y casi de inmediato sale de la cocina para dirigirse a la mesa en la que acaba de tomar asiento su más veterana clienta, una mujer de unos 50 años, lánguida y taciturna, que lleva la palabra "ex-alcohóloca" inscrita en la frente, y el prefijo sólo gracias a la consumición que invariablemente pide en la mesa de siempre, a la hora de siempre, día sí, día también.

Saluda simpática a la mujer del pelo acartonado, como la apodan en el bar sin ánimo de ofensa, y sin esperar respuesta, coloca el platito encima de la mesa y regresa a la butaca que estaba calentando antes frente a la barra. Apoya el antebrazo izquierdo sobre el mármol y con un suspiro deja caer el cuerpo hacia abajo. Revuelve su café con una cucharita entre soplo y soplo, y ojea la sección de necrológicas de un diario local, con un subrayador naranja destapado entre el periódico y la taza de café.
Advierte entonces la presencia de otro cliente frente a ella, y hace ademán de levantarse cuando desde el otro lado de la barra, el cliente se adelanta a hacerle un gesto con la mano para que no se lance a ofrecerle nada todavía. Aún necesita tiempo para tomar aliento.

Ella se relaja y vuelve a instalarse en su confortable butaca de cuero acolchada. Luego lo observa durante unos segundos, con la cabeza inclinada aún hacia el periódico.
- No me suena tu cara - observa la chica fijando su profunda mirada, algo difuminada tras las brillantes lentes, en el rostro del nuevo cliente, y añade con la gramática correspondiente a una pregunta pero con el tono exacto de una acusación - no eres de por aquí, ¿no?.
Iker tarda en reaccionar. Termina de echar un último vistazo a la carretera que roza el restaurante para abandonarlo en la parte trasera del edificio y se da de bruces con la pregunta:
- ¿Eh? No, no... de Pamplona. Estoy de paso - y vuelve por última vez la cabeza hacia atrás por su izquierda, disimuladamente, para confirmarlo.
- ¿De paso a dónde? - increpa la chica, seria y atenta.
Él tarda en encontrar la ficción más adecuada a su excusa:
- Perdona si me estoy entrometiendo. Soy demasiado descarada, ¿verdad? Dilo, anda - dice riendo, en tono de concordia.
- Tranquila, nada... pensaba ir a pasar unos días al pueblo de mi familia materna. Odieta - añade adelantándose a la siguiente impertinencia, y tratando de cerrar un tema potencialmente peligroso agrega- no creo que me falte mucho, pero he preferido pararme aquí a respostar. Es éste un lugar muy acogedor, se agradece, en medio de este temporal.
- ¿Odieta? Si está aquí al lado - observa ella emocionada - estás en Ciaurriz, si tienes familia en Odieta tengo que conocerla. ¿Cuál es el apellido?

Vaya. No existe ninguna familia materna en Odieta, no tiene un sólo pariente en 20 kilómetros a la redonda. Así que trata de encontrar un apellido relativamente frecuente por aquella zona, y sólo consigue recordar el de un compañero de clase cuando cursaba FP.
- ... Santesteban.
La muchacha trata de hacer memoria, pero se rinde decepcionada.
- Vaya... pues no, conozco a un Santesteban en el valle del Baztán, pero en Odieta...
- Bueno, tampoco puedes exigirte conocer a todo un pueblo, es lógico que se te escape alguna familia - contesta simpático, intentando enmendar el error y enterrarlo definitivamente.
- Bueno, en cualquier caso, cuando estés con ellos, pregúntales por los Saralegi de Ciaurriz, los del restaurante, seguramente conozcan a algún pariente mío. ¿Te acordarás?
- No te prometo nada - responde con una risa nerviosa.

Una preciosa chica algo más joven, embutida en un sinfín de telas superpuestas, todas ellas perfectamente colocadas acentuando sus curvas donde dictan las modas estéticas, engalanado el atuendo con colores vistosos e imágenes fantásticas, pasa veloz por la barra camino de la cocina cargando sobre su antebrazo derecho dos platos sucios y uno más sobre el izquierdo. Lleva un mechón de pelo morado entre mechas rubias y castañas, sujeto con una orquilla de mil colores y detalles brillantes más propia de una niña de 6 años. Sus rizos poco pornunciados le invaden la mejilla y parte de la frente rebeldes, y sopla y agita la cabeza molesta tratando de retirarlos de su campo de visión. Permanece medio minuto en el interior de la cocina, lo justo para recibir una broma por parte de algún cocinero, gracias a la cual sale riendo a carcajadas portando esta vez, dos y dos platos repletos de suntuosa comida. Luce unos preciosos y marcados oyuelos en las mejillas, que dan la sensación de no abandonarla nunca. Saluda a Iker con un gesto de cabeza sabiéndose observada y continúa su labor por su sector específico del local, una de las dos salas correspondientes al restaurante propiamente dicho.

Iker se ayuda de una de las velitas que decoran la estantería falsamente arcaica, en fila horizontal según los colores del arcoiris, para encender el cigarro de la victoria, y solicita una mesa en la sala de fumadores.
- No tenemos sala de fumadores - contesta la señorita con una mueca de disculpa - no te queda más remedio que terminártelo aquí - no está realmente apenada, agradece la compañía en días de poco trabajo, más aún tratándose de una compañía tan agradable.
- ¿Y por qué el restaurante está dividido en dos salas? - pregunta él premeditadamente, antes de replantearse su posiblemente errónea interpretación de la disposición del recinto. Y le echa un segundo vistazo intentando darle un sentido diferente al que considera más razonable.
Efectivamente, la zona en la que trabaja la muchacha de vestimenta hippie está separada de otra por dos poderosas paredes de cemento con estética de muro medieval, entre las cuales, unas escaleras dicen desembocar en el lavabo de caballeros, y a la entrada de cada una de ellas, cuelga un cartelito metálico en el que está tallada la inscripción "sala 1" y "sala 2" respectivamente.
- No, hombre, están divididas en sala vegetariana y sala carnívora.
- Ah, ¿pero tenéis sala vegetariana? - pregunta Iker visiblemente admirado por la capacidad de adaptación del restaurante a las nuevas demandas de la sociedad.
- ¡Claro! - ríe la chica asombrada - ¿no te has parado siquiera a leer el nombre del local en la puerta antes de entrar?
Calla avergonzado.
- Bar-restaurante vegetariano Saralegi. Es muy conocido por la zona. ¿Nunca has oído hablar a tu familia de este sitio?
Iker cambia de tema evitando futuras meteduras de pata.
- ¿Vegetariano? ¿No se puede considerar mixto, más que vegetariano?
- No exactamente - se pone cómoda en su butaca - la filosofía del restaurante es vegetariana. Tanto socios como empleados, todos somos vegetarianos.
- Ah... - suelta Iker algo desconcertado - ¿y qué pinta aquí una sala carnívora?
- Es que nosotros no somos como ellos - responde ella dejando al descuibierto cierto resentimiento al pronunciar remarcadamente el "nosotros" y el "ellos" - somos fieles a nuestra filosofía de vida, pero respetando también la de los demás. ¿Entiendes?
- Claro... - la sonríe afectuoso.
- ¿Que quieren comer carne? Pues nosotros les damos carne. No podemos negar otras formas de alimentación aunque no las compartamos. Que es lo que hacen ellos - se molesta en precisar. - Nosotros les estamos dando una lección de civilización, lo que deberían hacer es tomar ejemplo. Que podamos ir nosotros a sus restaurantes y poder tener una opción acorde a nuestros principios. ¿No? - viendo que recibe la aceptación deseada continúa - Así que, en lugar de convertir esto en una guerra, nos parece más positivo luchar contra esa intolerancia de esta manera.
Está notablemente orgullosa de sí misma y de los suyos. Mantiene la frente alta y la barbilla avanzada, con una plácida sonrisa de autocomplacencia. Queda patente que no es Iker el primero que escucha este mismo sermón.
- Vaya... - dice el chico sonriendo ampliamente, casi conteniéndose para no aplaudir ante el admirable alegato en favor de la tolerancia que acaba de presenciar. Ella prosigue con su discurso:
- Los acojemos en nuestro local con los brazos abiertos, porque aquí todo el mundo tiene un sitio, independientemente de su modo de vivir - ahora su cara presenta una expresión diplomática y amigable.

Permanece un rato pensativo, dándole vueltas a todo ese discurso sobre el respeto a las actitudes de vida ajenas, olvidando por momentos el peligro que sigue acechando en el exterior del bar, no muy lejos de allá, es lo más probable, y vuelve a mirar a la chica a los ojos con serenidad.
- Oye, ni siquiera te he preguntado tu nombre.
- Laura - la chica le ofrece su mano - Laura Saralegi - completa, y con un gesto le invita a decirle el suyo, como manda el protocolo.
- Soy Iker - y, rectificando a última hora antes de formular su verdadero apellido, y en pos de la coherencia de su nueva vida ficticia, añade - Iker Santesteban, ya sabes... - y ríe con complicidad.
- ¿Santesteban no era el apellido de tu madre? - inquiere ella desconcertada.
Iker siente un repentino calor, y pasan lentos los segundos hasta que resuelve:
- Ya, jaja, bueno. El apellido de mi padre es Martínez, es demasiado común. Uso el de mi madre para ser más facilmente reconocible. Grita "Iker Martínez" por la calle y verás cuántos se vuelven.
Laura ríe con él, lo que revela que la excusa ha colado, a pesar del temblor de voz del farsante y lo pastosa que parece tener la boca de repente. E Iker Álvez Larralde respira tranquilo, aunque a la espera de un nuevo error del que no poder salir airoso.

Laura le habla sobre su madre, una mujer francesa de carácter fuerte y audaz que viajó por media Europa como activista en diferentes organizaciones ecologistas, y acabó en Ciaurriz al enamorarse de un biólogo navarro que estudiaba un máster en Munich, al que conoció en un congreso de Greenpeace en la ciudad.
Habla de cómo en aquella época, poco después de la dictadura, los movimientos sociales reivindicativos, fueran del carácter que fueran, estaban mal vistos en el mejor de los casos, perseguidos en el peor. De las manifestaciones antitaurinas en plena década de los ochenta, que a un navarro se le perdonaban, no así a una extrangera. De cómo mamó esa cultura respetuosa con los animales desde la más tierna infancia, y cómo ya, jubilados los padres, heredó el negocio familiar con orgullo y una gran disposición a continuar la empresa que con tanto sudor habían levantado y mantenido sus progenitores en sus años de juventud.

Iker escucha el relato completamente cautivado. Lo más fascinante que le ha ocurrido a su familia en los últimos 30 años, es que al hijo mayor lo persiguen dos desequilibrados con botas de punta y flecos en las cazadoras de cuero, en un Ford Torino del 75. Y ni siquiera logra encontrarle sentido a esta surrealista aventura en la que está ineludiblemente embarcado.

Media cajetilla de Lucky después, con cuatro o cinco pacharanes - obsequio de la casa - haciendo mella en el estómago poco habituado a bebidas alcohólicas, "y en el hígado a la larga, ya lo verás", comenta el padre en todas las comidas familiares en las que ve a su primogénito con una copa en la mano, decide que va llegando la hora de vacíar la vejiga, pregunta educadamente por la dirección de los servicios, y obedece en la medida de lo posible a las indicaciones de la simpática camarera. Tras un desafortunado intento, abre la verdadera puerta del lavabo riéndose aún de la que preparó René en el último congreso del FMI en Viena, mientras Laura lo sigue con la mirada por precaución, agitando la cabeza divertida y preocupada al mismo tiempo.

No ha terminado de desabrocharse el cinturón cuando cree oir lo que parece ser alguien vomitando en el espacio contiguo, violentas arcadas seguidas de una masa semi-líquida y pedazos filtrados de material orgánico golpeando el mármol. Y, tan solidario como se encuentra hoy, da un torpe empujón a la puerta para entrar heroicamente en ayuda del pobre indispuesto. La puerta no cede. La golpea varias veces antes de llegar a comprender que no es una puerta lo que aporrea, sino una pared. Mira a su alrededor y no ve más puertas que la que da directamente al bar, todos los urinarios se encuentran en el mismo espacio. Ni siquiera el lavabo de señoras limita con éste, está situado a unos 20 metros, atravesando la sala para carnívoros que los separa. Pero las insistentes arcadas no cesan. Incluso parece oírlas cada vez más intensas, tal vez acompañadas de sollozos, lo cual lo hace más dramático si cabe. Un suave mareo lo empuja levemente de lado contra una pared. No se hace daño, más bien se siente como una bola de algodón al chocar contra el frío azulejo, y se gira muy despacio debido a la falta de equilibrio, hasta acabar apoyando la otra mejilla. Se detiene un rato observando cómo las cuatro paredes se acercan y se vuelven a alejar en movimientos lentos y desorganizados, como burlándose despiadadamente de él. Se apoya en el lavabo y se humedece la cara con tal ineptitud que termina calándose la camisa, aunque tampoco le desagrada la sensación fresca de la ropa pegada a su piel ardiente. Finalmente procede a hacer lo que lo dirigió allí desde un primer momento y, antes de salir, aún consternado por los turbios sonidos procedentes de alguna parte fronteriza con el lugar en el que se encuentra, vuelve a aprehenderse a la pared en la que creyó oírlos. Ahí están, evolucionando en intensidad. Es posible, de hecho, que una voz más grave se haya sumado a los gemidos. No, no... sería una locura. Concentrado en el misterio de las voces sollozantes, no ve llegar el estruendo que termina por aturdirlo del todo. De pronto, una música caótica, a una potencia increíblemente insana, hace vibrar la pared que lo sostiene de forma violenta, en rítmicas oleadas de furia, y los gritos desesperados de antes son sustituídos por alaridos guturales que recitan algo sobre un gato en un sepulcro. Suficiente, no quiere oír más.

Abandona el servicio con la rigidez y la compostura de quien no ha probado un trago desde el día anterior.
Vuelve a la barra donde Laura lo reprende por haberle ocultado el motivo real de su visita al servicio que, según opina, en tono jocoso, ha sido el de encontrar un alijo de droga en el interior de wc, como el protagonista de Trainspotting, a juzgar por su desastrosa apariencia.
Él sonríe por compromiso e inmediatamente, desvía el tema hacia el misterioso suceso del que acaba de ser testigo... o algo así.
- ¿Es posible que haya oído a alguien llorar y gemir en la zona de carnívoros? - espera intrigado a la información que su nueva amiga pueda aportarle.
Laura queda muda durante un instante, pestañeando inquieta y moviendo los labios en mil amagos de formular una respuesta razonable que se quedan en meros aspavientos sin contenido.
Acaba lanzando una risita nerviosa:
- ¿Qué? ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué puedo saber yo, que llevo aquí desde que has entrado por esa puerta? - y vuelve a entonar una sonrisa sarcástica, intentando hacerlo sentir estúpido.
- Ya... pues, no sé, estoy preocupado. Seguramente será una tontería, pero igual me acerco a asegurarme de que todo está en orden y me quedo así más tranquilo.
Laura se avalanza sobre él amarrándole el brazo con su mano helada. Y vuelve de nuevo, a fingir sosiego, formulando en un tono artificialmente tenue:
- Tranquilo, joder... tranquilo. Seguramente no será nada. Tenemos un camarero particular atendiendo esa zona. No te voy a hacer ir hasta allá teniendo a un empleado para hacerlo - le giña el ojo cómplice.
Y cuando consigue separar su mirada del chico, con la confianza de que éste dejará esto en manos del camarero al que corresponde la tarea, se dirige a la cocina y tarda un tiempo en salir.
- Ya está, solucionado - dictamina frotándose simbólicamente las manos.
Se ve salir de la cocina, resoplando, a un hombre vestido con un delantal que debería ser blanco, y las mangas de la camiseta de algodón fino remangadas por los codos. Va con gesto serio, manifiestamente molesto, frotándose las manos en el delantal, y mira a Iker con una mueca de reproche, sacudiendo la cabeza hacia los lados. Es un hombre de unos 50 años, medio calvo, con expresión ruda y malhumorada, nariz aguileña, mirada cansada, labios prietos, y brazos fuertes con las venas y tendones acentuados en el codo y la muñeca.
- ¡Gracias, Eleuterio, eres un amor! - le grita Laura con una media sonrisa de culpabilidad, como rindiendo las cuentas de su amigo.
- ¿Ese es el camarero del que hablabas? - increpa Iker incrédulo.
- Ah, jajaja, no, él está abajo, en la sala. Atendiendo a la clientela. Eleuterio se ha ofrecido a bajar a echar un vistazo. Es el cocinero.
Después de un breve silencio, se inclina hacia él, animada con una sonrisa picarona, y le dice:
- Bueno, ¿qué? ¿Hace otro?
- ¿Eh? ¿Otro qué? Ah, no, no. Yo ya estoy servido. Entre los cinco de antes y el material que he encontrado en el retrete...
Los dos vuelven a reírse más relajados, superados ya los anteriores apuros, al menos en apariencia.
Iker sigue inspeccionando esporádicamente las escaleras que bajan a la zona de los carnívoros, carnacas, como los llamaría Laura. Esperando a ver si sale de allí alguien cuya expresión o aspecto físico pueda indicarle algo que satisfaga por completo su curiosidad.

Charlan durante otro rato en el tono amistoso que perdieron tras el incidente en los servicios, hasta que ven llegar de nuevo, sonriente y saltarina, tarareando algo con una vocecilla asombrosamente melódica, a la camarera de los 6 años mentales y la vestimenta llamativa. Les guiña un ojo simpática y entra en la cocina para deshacerse de los platos que lleva colocados en ambos brazos, y sale suspirando hacia la barra, donde toma un taburete y lo acerca al de la compañera colocándose encima mientras se allana la falda delicadamente.
- Creo que por hoy ha pasado lo peor. Esta hora ya no es muy dura.
Se recoje los pedazos de cabello que se han ido soltando durante la jornada, y se sirve un baso de agua con hielo.
- Bueno... ¿Nos presentas? - le pregunta a la amiga dándole un suave codazo, intentando transmitirle un mensaje oculto a través de su mirada.
Laura se ríe:
- Pues este chico es Iker, un nuevo amigo. Es una pena que no haya venido a quedarse, está de paso. - Y dirigiéndose a Iker - ella es Haizea, una empleada.
- ¡Ei! - protesta ella en broma - ¿cómo que empleada? Compañera. Eres tú la que siempre lo recalca. ¿A qué vienen esas jerarquías después de casi dos años? ¿O te las intentas dar de algo en presencia del chico? - Y enarca las cejas arriba y abajo, ofreciendo una insinuación poco sutil a estas alturas.
Laura se ruboriza, a pesar de no sentirse aludida. La compañera no ha acertado, ni espera haberlo hecho.

Durante un rato el estruendo procedente, supuestamente, de la sala carnívora, se abre paso por las escaleras y llega, aunque con una intensidad mucho menor, a la zona en la que se encuentran ellos. No dura más de tres segundo, poco más tarde se ve aparecer a Eleuterio escupiendo impaciente:
- Ala, ningún problema, caballero. ¿Más tranquilo?
- ¡Eh, tú! ¿Qué es ese tonito? - grita Haizea con esa entonación simpática y alegre que le es imposible eliminar. Salta del taburete y corre hacia él dando brincos. Luego lo empuja repetidas veces simulando un torneo de boxeo, esperando que el cocinero tenga el tiempo y las ganas de jugar con ella.
- Que sí, que vale - contesta él resignado, y se la aparta de encima con un pequeño empujón que, si bien no la traumatiza lo suficiente como para ser el definitivo, al menos le concede el tiempo necesario para cerrarle las portezuelas de la cocina en la cara.
Ella da media vuelta, y sin variar un ápice la expresión alegre y risueña de su cara, vuelve a acomodarse en el taburete y saca una botella del frigorífico que tiene frente a ella.
- ¿Un whisky? - ofrece, y sin darles tiempo a negarse, saca tres vasos del armario y los coloca en fila muy pegados entre sí para no tener que incorporar la botella una sola vez.
- No, no, de verdad - dice Iker reconociéndolo inútil. Así que opta por abandonar el escenario con la mejor excusa posible.
- Vaya, si son ya casi las 23:00. Y no me he dado ni cuenta. Tendré que cenar, no quiero llegar a casa de mis tíos de madrugada.
- ¿Cenas aquí? - pregunta Laura indiferente a una respuesta que conoce de antemano.
- Sí, claro, a eso he venido, aunque al ritmo que llevo no lo parezca.
Se sonríen el uno al otro.
Laura le arranca la botella de la mano a su empleada y le da un cachete en el culo diciendo:
- Ala, ya tienes trabajo, va a haber que posponer el whisky.
Iker entiende que ha habido una equivocación, aunque no se explica cómo ha podido surgir.
- Ah, no, yo soy carnívoro - y las mira disculpándose, sin saber por qué.

Es entonces cuando se produce una extraña escena. Las dos camareras cambian subitamente de expresión. La de Haizea parece más bien sorprendida, no se atisba manifestación de ningún otro sentimiento. La de Laura expresa muchas cosas. Sorpresa sí, pero también decepción, y, aunque dé miedo pensarlo, parece que rabia.
Iker se propone terminar con ese incómodo e inquietante silencio:
- ¿Hay... algún problema? - formula, reparando justo después en la estupidez de la pregunta, ¿qué problema iba a haber?
Laura sigue tal cual, con sus ojos clavados en los del cliente, la boca medianamente abierta, el rostro asombrosamente serio, prieta los labios un segundo, y acto seguido responde:
- No, ¿qué problema iba a haber?
Iker sonríe y suspira no del todo aliviado, espectante todavía, a la siguiente reacción de su misteriosa amiga. Le mantiene la mirada durante unos segundos, y siente un incomprensible escalofrío. Arquea las cejas y sin dejar de mirarla, inclina la cabeza ligeramente hacia abajo, invitándola a tomar algún tipo de decisión, por extravagante que sea. Todo menos ese silencio, menos esa incertidumbre.
Haizea mantiene la cabeza agachada fingiendo abrir otra botella de whisky, con la anterior sin estrenar abierta sobre la repisa, con un abrelatas. De vez en cuando mira de reojo a la jefa, esta vez como empleada, y echa un pequeño vistazo al muchacho que tiembla ante ella, como tantos otros lo han hecho antes. Pero eso no es asunto suyo. Continúa con el abrelatas.

Laura repite:
- ¿Qué problema iba a haber? ¿Eh? - esta segunda pregunta retórica tiene una extraña apariencia de reproche.
Y sin desinyectar la mirada de sus ojos, ni un segundo, gira levemente la cabeza hacia la izquierda y chilla:
- ¡Bélcefer! - y dedica a Iker una media sonrisa que nada tiene ya de inocente y amistosa -. Y vuelve a chillar dirigiéndose de nuevo al misterioso aludido - ¡Tienes un cliente!
A Iker se le corta la respiración por momentos. Si lo piensa detenidamente, se encuentra en una situación perfectamente cotidiana. Ha ido a un restaurante, y ha pedido amablemente una mesa para cenar en una de sus salas. No hay nada que temer. Sería de estúpidos encontrar algo siniestro en una escena tan inocente como aquella.
Laura sigue inmóvil, suspira con una mezcla de tristeza y desprecio, y agacha un momento la cabeza con los ojos cerrados. Cuando vuelve a mirar al frente, ha adoptado una expresión de desafío. Ya no puede reconocer en ella la complicidad que han compartido durante las dos horas transcurridas desde su llegada. No parece la misma mujer.

En ese momento el suelo retumba bajo sus pies, poco menos que como lo hizo la pared tras su espalda durante su visita al servicio. Esta vez sólo son sonidos monótonos, cada medio segundo, sin una base de alaridos desgarradores de fondo, son pasos, o debería decir zancadas. Haizea resopla inquieta porque no consigue abrir la botella de ginebra. Al final se resigna y la deja sobre la barra, y vuelve a bajar la cabeza.

Frente a ellos aparece una figura de dimensiones desproporcionadas. Un hombre enorme, en definitiva, pero cuya anchura supera con bastante a lo que debería ser normal en consonancia con su altura. La mandíbula inferior sobresale notablemente en el conjunto de su cara, y una barba negra y recia bordea su rostro oscuro. Los ojos están ocultos bajo unas frondosas cejas y sobre la nariz, una cicatriz de aspecto horrible que debió dejarle marca más allá de la cara.
Iker se atraganta solo, empieza a toser de manera irrebocable. Una tos nerviosa, incontrolable, que crece hasta hacerlo llorar.
- ¿Alguien ha pedido carne? - una vez articula palabra, su apariencia no es tan fiera. Tiene un tono de voz relativamente grave pero corriente, en definitiva, y no hace gala de ningún acento extrangero como se pudiera preveer por su nombre y aspecto. Su cara ni siquiera es tan espantosa vista a la luz. En cualquier caso, no está Iker en disposición de quitar ningún hierro al asunto, quisiera poder interpretar los acontecimientos de otra manera, pero le resulta absolutamente imposible.
Laura suelta una breve carcajada, dirigida aún hacia el cliente:
- Sí, este chico de aquí, quiere probar nuestro menú carnívoro - y volviéndose hacia el empleado - a ver qué le parece la degustación - ahora está sonriente y relajada, y ha adquirido una expresión cándida que a estas alturas no engaña a nadie.
Advierte:
- ¡Eh!... es un amigo. Trátalo bien - y ladea la cabeza con aire de inocencia.
Bélceber ríe con arrogancia:
- Veré qué puedo hacer.
Rompen los tres empleados a carcajadas, Haizea con la cabeza gacha, los otros dos de forma grosera y sin ningún tipo de pudor. Y Laura, aún con la los labios arqueados mostrando unos preciosos dientes blancos, recalca pretendiendo ser tomada en serio:
- Ei, con cariño, ¿eh?

Capítulo 6


Tan pronto acude a su mente, tímida pero suplicante, la idea de escapar, la deshecha de un plumazo negándose siquiera a considerarla.
El siniestro camarero le invita irónicame educado a pasar por delante de él a la sala en la que no va a quedarle más remedio que cenar. Él aprieta los dientes para impedir vibrar a su mandíbula. Contra el temblor de sus hombros no puede hacer nada. Obedece a Bélcefer y mirando a Laura por última vez, sin tratar de pedir clemencia, sólo por pura incredulidad, procede a bajar los viejos escalones que conducen a quién sabe dónde.

La música va llegando hasta él paso a paso, un golpe de baqueta a cada escalón pisado, crijiendo deteriorado bajo sus zapatos. Se concentra en la letra del nuevo tema musical con que va a ser psicológicamente torturado. Habla sobre 12 hombres atravesados por estacas de madera a orilla del Amazonas. Hace tiempo que no tiene hambre.

Abre la puerta y el ruido lo golpea como una avalancha, haciéndolo inclinar a un lado la cara, como si acabar de recibir un bofetón. Entra en la sala con paso firme para no tener que ser ayudado por su acompañante. Todo está increíblemente oscuro. Las pocas luces que alumbran insuficientemente la habitación son de un color amarillo pálido, fluorescente, y las paredes están pintadas de negro, y decoradas con imágenes de procesos de obtención de carne nada agradables en ningún momento del día, menos aún en éste.
En uno de los cuadros, bordeados con un refinado marco dorado, un cerdo adulto es ejecutado en cuatro doloros pasos bien detallados gráficamente. A su izquierda, un pato está suministrando foie contra su voluntad. No es necesario seguir contemplando esas repugnantes imágenes para deducir el patrón común a todas ellas.
Un olor a carne quemada invade el lugar, y las mesas brillan bajo la grasa pegada.
No está acondicionada por ninguna clase de ventana ni aparato especializado. El ambiente está demasiado cargado, abominable.

Una chica está sentada en el suelo, con las manos inquietas y temblorosas sobre las rodillas y la cabeza entre éstas, enjugándose las lágrimas mientras se balancea suavemente de atrás hacia delante y viceversa, de forma acompasada. Tiene el cabello pegado a la cara por culpa de las lágrimas y los mocos, y las facciones de su rostro están en completa tensión. Ya no llora, sólo se limpia con la manga de la chaqueta estirada sobre su mano, los restos de su dolor. Mira luego hacia delante, con la mirada absolutamente perdida, inmersos sus pensamientos en acontecimientos pasados o quién sabe, posibles acontecimientos futuros.
Frente a ella, de espaldas, en una pequeña mesa especial para parejas, hay un muchacho sereno, llevándose un pedazo de carne a la boca. La mastica con mucho cuidado, y bebe un sorbo de agua para hacerla más digerible. A cada lento pestañeo, deja correr una lágrima por su mejilla. Cree atragantarse durante un segundo, e inclina hacia abajo la cabeza, con la mano derecha extendida sobre el pecho. Un carraspeo de garganta y todo parece volver a su sitio. Hay un plato a su derecha, con un chuletón intacto a un lado y un hueco al otro donde debieron ir las patatas fritas, o algún otro aperitivo de acompañamiento.
Bélcefer mira a la chica un momento, y luego se dirige a su acompañante:
- ¿Sigue sin tener apetito? - pregunta elevando la voz para hacerse oír en medio de aquel bullicio.
El chico, que no ha advertido su llegada, sufre un pequeño sobresalto que derrama otra lágrima, y empieza de nuevo a toser, con la cabeza rígida, sin inclinarse a la izquierda, de donde procede la voz.
Agita la cabeza en señal de negación y vuelve a cortar otro trozo de carne, quemada por fuera, y completamente cruda por dentro.
Bélcefer se acerca a Iker, y comenta bajando la voz, como en confidencia:
- Es que tiene tela, la cosa... encima de que los matamos para ellos, los dejan en el plato.
Iker traga saliva.
- ¿No te parece una insensatez? - continúa el camarero enormemente indignado - si han tenido que morir para llenaros el estómago, por lo menos que os lo llenen, no jodamos - y lo mira esperando aprobación. El chico afirma mirando al suelo, evitando sus penetrantes ojos.

El rostro de por sí amarillento de Iker empieza a palidecer de manera preocupante, y su cuerpo se debilita, haciendo vencer de vez en cuando a una de sus piernas, durante medio mísero segundo, hasta que consigue someterla y permanecer allí inflexible, negándose a dar a su asesino el gusto de verlo suplicar.

Bélcefer guía a su nuevo cliente hacia una mesa libre, apartada en un oscuro rincón, muy cerca de la de ellos, y le ofrece la carta educadamente. La lee detalladamente, por no tener a disposición mejores opciones, y se percata de que en la descripción de los platos, no indica la carne concreta en oferta. Sólo "chuleta", "pata", "cuello", "muslo", "pechuga", "rabo". Prefiere no hacer preguntas, y selecciona una pechuga al pil pil con ensalada. El camarero recoge la carta y desaparece escaleras arriba. Tiene la tentación de mirar a sus espaldas, donde se encuentran sus dos compañeros de suplicio, y obtener algún tipo de información, pero desestima la idea considerándola inútil, vistas las circunstancias, y el estado anímico de los dos desgraciados. Y pone toda su atención en la música que está sonando, imperceptiblemente diferente a la anterior, salvo por la letra, que en este caso pasa por alto la matanza y se centra en las vísceras y órganos que componen un cuerpo cualquiera.

En el exterior, dos hombres apuran una copa ya pagada, y salen del bar despidiéndose cortésmente. Laura está sentada ahora, en una silla perteneciente a una de las mesas de la zona del bar, con los codos apollados sobre ésta, y las manos una a cada lado de su frente, ahora casi por completo despejada. Resopla de vez en cuando. Las gafas sin graduar están extendidas sobre la mesa.
Haizea está inclinada sobre ella, rodeándola con el brazo derecho, acariciando cariñosamente su hombro izquierdo con los dedos. Se acerca lentamente a ella por ese lado, y roza con su mejilla la mejilla de la amiga.
- Nos tienes a nosotros - susurra consoladora, mirándola con aire de verdadera preocupación.
A continuación coge otra silla y se sienta a su la posando la mano sobre su brazo.
Laura la mira de reojo, seria. Asiente poco convencida y mientras separa los labios hasta ahora comprimidos para inspirar profundamente, echa hacia atrás la cabeza sorbiéndose y apartándose la última lágrima de la comisura del ojo.
- Sí. Me quedáis vosotros - y sonríe a su compañera brevemente antes de volver a deprimirse:
- Pero él parecía...
Haizea le termina la frase convencida:
- ... diferente.
- Ya - vuelve a sonreír avergonzada -, digo siempre lo mismo, ¿no?
- Confías demasiado en las personas. Si sigues así sólo vas a conseguir hacerte más daño.
Ella a penas la escucha.
- ¿Crees que era convertible? - pregunta más para sí misma, con cierta esperanza.
- No, venga, no pienses en eso. No podíamos correr el riesgo, has hecho lo que tenías que hacer. Dejemos eso de lado.
- Ya, porque... ahora ya es tarde, ¿no?
- Ei... - gira su cara hacia sí sujetándola por la barbilla, y la mira entornando los ojos - ¿Qué quieres hacer?

Una pareja irrumpe en el bar en ese instante. Laura gira la cabeza hacia ellos haciéndosela girar también a Haizea.
Se saludan. Los observan durante un rato detenidamente. Parecen extranjeros. Americanos, si nos atrevemos a concretar tanto, en base sólo a una primera impresión. El hombre lleva un curioso sombrero gris sobre la cabeza, y su cazadora de auténtico cuero granate y sus enormes y estilosas gafas de sol a las 23:15 de la noche, le dan una apariencia de policía americano, un Starsky o un Hutch que pasarían perfectamente desapercibidos en un bar texano de carretera.
Haizea se adelanta a la orden de su jefa, completamente inepta para los idiomas, levantándose de su silla en dirección a los dos desconocidos.
- Hello - entona con un simpático acento inglés, desconociendo el americano. - Did you come for dinner?
Ellos la miran perplejos. No habrían imaginado encontrar un bar inglés en pleno Ciaurriz. Alfredo se gira hacia su acompañante esperando que sepa defenderse en inglés, pero ella le devuelve la mirada extrañada negando con la cabeza.
- Eh... bueno... - balbucea el policía, haciendo tiempo hasta encontrar alguna sencilla expresión con la que salir del paso.
La camarera descubre su error y rectifica disculpándose avergonzada.
- Ah, que son ustedes de aquí... - sonríe pidiendo comprensión.
- Sí, sí - contesta Alfredo avergonzado también por su nulo dominio del inglés. - Veníamos a... - y viendo que no queda nadie en la zona del restaurante en la que se encuentran concluye: - cenar.
Perfecto - sonríe más tranquila la camarera. Tenemos dos salas a elegir, a gusto del consumidor - bromea -. Tienen a su izquierda la sala para carnívoros, y la sala para vegetarianos a la derecha.
Alfredo se encoje de hombros y toma entonces Nerea la palabra:
- Tomaremos un menú vegetariano - determina, creyendo ilusa que una dieta vegetariana ocupa menos en el estómago que una carnívora. Aún así, no se siente capaz de terminar un sólo plato, después de la cantidad de comida y bebida que ha ingerido durante su retención ilegal en casa de Alfredo.
- Excelente elección - juzga Haizea emocionada, y girándose para acompañar a los clientes a su mesa, giña un ojo a la jefa devolviéndole la ilusión.

Camina la guapa camarera elegante y estilosa por delante sacando partido a sus bonitas caderas acentuadas bajo la ropa, y canta una alegre cancioncilla de Rosana, mientras les abre la puerta dejándoles pasar primero. Hay una mujer en el interior, sacando brillo a su plato con un pedazo de pan. Oye abrirse la puerta y se gira sonriente, a saludar a la camarera, y a los recién llegados.
- Me tienes que pasar esta receta, cariño.
Haizea ríe orgullosa:
- Tendré que consultarlo con Jacinta, es la autora indiscutible de esa fórmula. Sabes que si de mí dependiera te lo escribía ahora mismo en una servilleta.
Alfredo y Nerea se adentran en la sala maravillados por el gusto con que ha sido decorada. Por cada delicado y elegante detalle sobre las mesas. Macetas con coloridas flores sobre las estanterías. Hermosas fotografías de paisajes de ensueño enmarcadas en las paredes, manteles de azules y verdes suaves y agradables...
Una musiquilla increíblemente relajante, compuesta seguramente por Ennio Morricone para alguna película que le debe a él todo su ser, y la mitad de su éxito, acompaña las comidas endulzando su sabor. Y unas velitas de colores desprenden un olor cautivador, y hasta afrodisíaco.
- Que aproveche - dice Alfredo viendo disfrutar a la mujer con un plato de estofado de tofu. Mientras, Nerea no quita ojo a las paredes crema de la sala, y a las preciosas vistas a través de los ventanales. Alfredo regresa entonces a la realidad y recuerda qué es lo que están haciendo allí. No buscan a una mujer pelirroja teñida de unos 40 años, sino a un chaval moreno y delgado, que rondará los 25. Y allí no hay ni rastro de él. Tal vez en la otra sala. Tarde.

Nerea pide un plato de ensalada de pasta con poca salsa, Alfredo un filete de algas rebozado con guarnición. Se acomodan, y el policía se acerca con la silla a su acompañante e inspecciona la sala asegurándose de que nadie les está prestando la menor atención.
- Éste tiene que estar en la otra sala.
- ¡No! - la muchacha finge sorpresa sarcásticamente.
- Es que... menuda idea la tuya de meternos aquí. ¿Cuántos carnívoros hay por cada vegetariano? Estadística, guapa, estadística - declara con arrogancia, mientas se coloca la servilleta en el cuello de la camisa.
- Podía habérsete ocurrido a ti en el momento. Te has quedado mudo, y algo tenía que decir- mientras lo dice, ha subido inconscientemente la voz. Alfredo le hace un gesto con la mano para que lo atenúe, amonestándole con la mirada, y cambia de tema:
- Bueno, mira. Ahora esperamos a que nos traigan el primer plato, al minuto/minuto y medio salgo en dirección al baño, y echo un vistazo en la otra sala.
- Desde el bar las dos salas están a la vista, no te sirve de nada fingir si cuando salgas te vas a delatar.
Él entorna los ojos, los achica mirando al vacío, mientras se pasa la mano derecha por la barbilla y hace una artificial mueca de reflexión, característica de cualquier película policiaca hollywoodiense.
- ¿Te has fijado en qué hay al otro lado del lavabo de caballeros? - pregunta pensativo.
- Um... yo diría que limita directamente con la otra sala - y se vuelve hacia él sonriente.
- No pierdo nada por intentarlo. Plan A en ejecución.
Esperan a que la camarera les sirva el primer plato y los embriague con esa paz que destila a cada paso, y esa sonrisa que no debería borrar nunca. Después, hacen lo acordado. Alfredo se levanta de la silla, se excusa, y sale al exterior.

Allí están Laura y Eleuterio echando una partida de cartas tras la barra. Laura lo avista, y saluda amable. Él le devuelve el saludo y entra en el servicio. Sin necesidad de colocarse directamente sobre la pared, ya puede oír el estruendo procedente de la otra sala. Es imposible distinguir ninguna voz en medio de aquel bullicio.
- ¡Maldición! - grita desilusionado, y golpea la pared en un arrebato de furia. Trata de relajarse antes de salir por la puerta con la misma sonrisa con la que entró, y una vez fuera, busca la mirada de Laura para volver a saludarla, pero ella está demasiado ocupada celebrando una victoria con un baile infantil que Eleuterio recibe como una dolorosa muestra de desprecio. Arroja éste sus cartas a la repisa y se apresura a encenderse un cigarro.
Alfredo aprovecha la ocasión para correr escaleras abajo hacia la sala en la que seguramente estará cenando su principal sospechoso. Los escalones crujen más de lo esperado. Se para en seco al advertirlo, e intenta averiguar si sus zancadas lo han denunciado. No oye nada fuera de lo común, sólo las risas emocionadas de Laura y las murmullos blasfemos del cocinero, y sigue descendiendo hasta llegar a la puerta.
Repentinamente, escucha el estruendo de unos pies que seguramente dupliquen en tamaño los suyos, bajando por las mismas escaleras por las que él ha bajado. Se queda inmóvil un segundo, deliberando qué idea se antoja más apropiada en circunstancias como éstas, y para cuando escoje entrar en la sala, Bélcefer ya se encuentra a sus espaldas golpeando su hombro para hacer que se vuelva. Él se gira mordiéndose el labio con mirada de culpabilidad. Ahora frente a él, hay un hombre que está convencido de no haber visto antes al entrar. De esto concluye, que el espeluznante individuo desconoce por completo que él está cenando en la otra sala con su acompañante.
- ¿Quieres cenar? - pregunta el hombre totalmente serio.
Sin saber muy bien por qué, entona un inocente "sí" y obedece al gesto del camarero que le indica la puerta. Los dos entran en la sala, primero el policía, después el camarero. Alfredo es víctima de un verdadero shock al descubrir las infrahumanas condiciones del lugar, y los rostros de desesperación de los clientes, dos sentados a la mesa, una contra la pared. Uno de los hombres a la mesa, es precisamente su anhelado sospechoso nº 1, que conforme lo ve, va dibujando en su cara una expresión de agotamiento que supera todas las demás. Ladea la cabeza en señal de negación, no hacia él, sino hacia sí mismo, o hacia Dios o al destino caprichoso y cruel que la ha tomado con él cuando cualquier otro lo habría merecido más. Suspira y sigue a lo suyo. La carne tiene que desaparecer del plato como sea. Por mucho que su estómago se cierre en banda y se niegue a recibir más pedazos de esa materia cruda y seguramente cancerígena que va descendiendo por el esófago. La música no ayuda, la decoración, desde luego no ayuda. Pero una cosa está clara. No le queda más remedio.

Alfredo se sienta en la mesa que Bélcefer le ha señalado, y pide algo sin prestar demasiada atención al menú, ocupado en asimilar todo lo que acontece en el interior de ese antro, y especialmente, en la parte concerniente a su "amigo". Pronto se arrepiente de haber pedido un chuletón, e intenta cambiar su pedido por algo más ligero, al conocer las normas de la casa sobre dejar la comida en el plato. Pero el camarero le hace saber que ya es demasiado tarde. Eleuterio y Jacinta enrrojecerían de rabia si el plato que han cocinado con tanto mimo hubiera sido preparado en valde. Alfredo no quiere hacer enfadar a Eleuterio y a Jacinta. Ha ingerido dos trozos, aproximadamente un 10% del plato completo, cuando Iker hace una señal a Bélcefer para que venga a revisar su plato impecable. El chico que comía tras él terminó hace tiempo, pero lo tienen retenido hasta que su novia se digne a terminarse el suyo, no ha servido de nada ofrecerse a hacerlo él, cada uno debe cumplir con sus obligaciones. El camarero hace un gesto de aprobación y con una palmada amistosa en la espalda, deja marchar al nuevo amigo de la jefa. El policía golpea la mesa con rabia, y acto seguido se arrepiente, y disimula como puede llevándose otro cacho a la boca. Mastica despacio, intentando deshacer la carne como puede, mientras de reojo observa al camarero esperando no haberlo molestado. Siente una inesperada arcada al toparse con un ternero abierto en canal en la pared de enfrente, y escupe la comida al plato hasta que ha conseguido borrar, o al menos difuminar, esa imagen de su cabeza.

Iker abre la puerta y respira por fin vencedor. La cierra tras de sí dejando al tipo de voz cavernosa y desgarrada con la palabra "intestino" en la boca. Al verlo, Laura abandona la barra y corre a su encuentro.
- ¿Qué tal la comida? - pregunta algo tímida, y sonriente, esperando una respuesta afirmativa.
Iker duda un segundo. Intenta entender lo que allí está ocurriendo, en la cabeza de esa chica, en las de todos los empleados del local, en la suya misma, que tal vez sea al fin y al cabo la única que realmente funciona mal. Tiene más sentido que sea él el que se está volviendo loco, que creer locas a 4 o 5 personas. A 6 o 7, si contamos a los recién llegados.
- Bi... bien - balbucea desconcertado - gracias.
Se queda mirándola perplejo. Haizea pasa por su lado y le revuelve el pelo con simpatía.
- ¿Todo rico?
- Muy rico, sí.
Y la chica hace un gesto de precaución a su amiga, que está volviendo a intimar con el enemigo.
Laura lo hace aguardar un segundo, y corre tras ella.
- Es recuperable - le dice, algo molesta por su incomprensión.
- Tú misma - y va hacia la cocina, sonriente y segura.
Laura vuelve junto a Iker, que espera quieto donde interrumpieron la conversación, por no encontrar otro modo de afrontar la situación.
- Oye, estaba pensando... te he visto antes interesado en la filosofía del local. Aunque es posible que te haya malinterpretado - y espera amablemente la confirmación.
- Sí, bueno, me ha parecido interesante vuestro punto de vista... - no quiere disgustarla de ningún modo.
- Ah, bien - sonríe abiertamente feliz - si te parece, podríamos mantener contacto por teléfono, o algo... y te voy pasando folletos y más información.
El chico acepta, e inexplicablemente, todo ocurre demasiado rápido, le da su verdadero número.
La deja feliz, confiando de nuevo en la raza humana, y abandona el local, suspirando, andando a duras penas debido al temblor en las rodillas.
Busca con la mirada el coche de Alfredo y Nerea, y espera encontrarla a ella esperando en el asiento del copiloto. Afortunadamente, lo encuentra vacío, y respira aliviado.
- Joder con los comeflores estos, de los... - murmura mientras entra al coche.

Capítulo 7


2 horas antes:
Suena en el coche la sintonía de un programa de radio sobre fenómenos paranormales. La música es extravagante acorde con el contenido del programa. Con el presentador y, por supuesto, con los colaboradores. Nerea obliga a Alfredo a dejarlo hasta que acabe la canción, que a ella, por lo visto, le resulta agradable y pegadiza. Al policía no consigue sino distraerlo de su objetivo. Hace unos minutos que perdieron de vista al presunto psicópata que comparte portal y garaje con él. Casa, y garaje, nada menos. Maldita sea, ha estado todo el tiempo delante de sus narices. ¿Cómo no lo vio?

La luna se ha asentado ya en lo alto, y por más que lo intente, si es que lo intenta, no logra iluminarlos todo lo que fuera necesario para poder moverse con cierta comodidad por la carretera. Va ojeando de manera imprudente un mapa de la región y no consigue reconocer uno sólo de los lugares por los que han pasado. Busca insistente en el papel un dibujo que le recuerde, aunque sea vagamente, a la zona en la que se encuentran, pero no hay suerte.
Aún han de pasar 40 minutos hasta que Alfredo sienta la temible sospecha de que se han metido por el sendero equivocado. El coche está subiendo por una interminable cuesta curva hacia lo alto de una montaña. A penas hay casas por esa zona. Alguna gasolinera, alguna granja de cerdos... las probabilidades de que el sospechoso busque refugio por allí son verdaderamente escasas.

Nerea yace a su lado completamente dormida, con el asiento reclinado hacia atrás y su cazadora a modo de manta cubriendo desde sus hombros hasta su cintura. Tiene la boca entreabierta y cae de ella un hilo fino de saliva que gotea sobre la tela y parece traspasarla. Él la zarandea durante un breve momento y vuelve rapidamente la mano al volante y la vista a la carretera. Segundos más tarde se vuelve a girar hacia ella para ver que no ha surgido efecto. Esta vez la empuja más fuerte, y muy a su pesar, y murmurando molesta, ella se despierta y mira al chófer sobresaltada. Tarda unos instantes en asimilarlo todo de nuevo, y relajarse un poco. El conductor le pasa el mapa y le exige algo de ayuda. Ella se frota los ojos con desgana, se incorpora, y enciende la luz sobre su cabeza. Extiende bien el mapa y trata de reconocer carreteras, estaciones, lo que sea.

- La has cagado - sentencia la chica.
- ¿La he? La hemos, ¿no? - inquiere él ofendido.
- ¿Y yo qué he hecho?
- Nada, precisamente por eso.
Ella desiste, dando por imposible una discusión medianamente razonable con ese hombre.
Finalmente, arroja el mapa contra el asiento trasero y alza las piernas apoyando los talones sobre el asiento.
Alfredo le golpea los tobillos perdiendo de vista la carretera no más de un par de segundos, y volviéndose al frente, grita malhumorado:
- ¡Quita ahora mismo los pies de la tapicería de cuero!
Ella le atiza en la mano que termina de nuevo enganchada al volante, y sin plantearse la posibilidad de obedecer al chófer, y empezar así con él desde cero, una relación más amigable, reposa el brazo derecho sobre sus rodillas aún en alto, y resopla mirando a su secuestrador por el espejo retrovisor.
- Tengo que hablar con mi madre.
- Vaya. Ahora tienes que hablar con tu madre - ríe él irónico.
- Sí - responde ella cortante.
- Eso haberlo pensado antes - contesta con expresión seria y profesional.
- ¿Antes cuándo?
- Ya sabes cuándo. Cuando malgastaste tu única llamada.
- ¡Joder, es imposible! - exclama la chica totalmente irritada.
- ¿Imposible qué?
- Razonar contigo.
- No, perdona. Eres tú la que no entra en razón. ¿Tanto te cuesta entender que tengas derecho a una sola llamada? Te lo he avisado desde el principio. La decisión de llamar a tu noviete de la semana en lugar de a la mujer que te dio la vida ha sido solamente tuya.
Ella ríe casi histérica, agitando la cabeza en señal de desconcierto. Por no llorar, debe estar pensando, por no llorar.

Es entonces cuando Alfredo divisa un caserón, alumbrado por lámparas de estilo arcaico colgando en el porche, y unas cuantas luces más en el interior. Es demasiado grande para albergar a una sola familia. Tiene que ser un refugio, piensa, y lo pone en común con su compañera, que asiente. Aparcan el coche en el jardín delantero, al lado de un árbol algo encorvado, y salen firmes y decididos con dirección a la entrada. La puerta está abierta, y cerca de ella, justo en frente, hay un gran mostrador y una mujer detrás, leyendo una revista rosa con unas gafas que le caen hasta casi la punta de la nariz. Ha visto los faros del coche acercarse y apagarse en la entrada, y ahora finge acabar de verlos y se gira hacia ellos conteniendo la emoción. No parece recibir muchas visitas. Tampoco la zona es propicia para ello, debe saberlo.
- Buenas tardes.
- Agente Velaz - comienza Alfredo, mostrando su placa falsa con un gesto altanero y fuera de lugar - buenas tardes, señora. Estoy siguiendo la pista de un sospechoso y usted podría serme de gran ayuda.

La decepción de la mujer por no recibir nuevos clientes, queda compensada en cierto modo por la satisfacción de poder ayudar a resolver una investigación policial. Se muestra dispuesta y colaboradora y sonríe a la señorita que va a su lado ofreciéndole algo de beber. Ella se niega agradecida.

Alfredo saca del bolsillo interior de su cazadora una fotografía, en la que puede verse a dos hombres en posición amistosa, sentados en el banco de un parque. Uno tiene al otro sujeto con un brazo por el cuello, y dirige una mano peligrosamente hacia su cabeza con la intención, al menos es eso lo que se aprecia en la foto, de frotar los nudillos contra ella. El otro ríe con la cara colorada intentando liberarse. La mujer observa los rostros de esos dos jóvenes, y reconoce en uno de ellos al hombre que tiene frente a ella, y lo mira sin saber muy bien qué se supone que ha de decir.
- Ese es usted... - comenta.
- Ya, sí - repara el policía - no, no se trata de nosotros. El tipo al que estoy buscando es éste de aquí.
Señala con el dedo el margen derecho de la fotografía, en el que aparece, de fondo, diminuto y muy borroso, un chico con una correa en la mano que debe sujetar a un perro que la cámara no llegó a captar. La cara del muchacho es irreconocible. De ella sólo se puede extraer que es moreno, de pelo negro, menudo, y algo pálido. Una descripción muy poco útil.
- ¿Ha visto usted a este hombre? - pregunta con firmeza en inspector - y añade con total seguridad - ahora tiene exactamente 8 años más.
La mujer duda. La tarea se le antoja imposible.
- No lo sé... supongo que no.
- ¿Supone? ¿Y cómo tengo que entender yo eso, señora?
Lo mira confusa.
- Es que no lo sé...
Alfredo se acerca a ella, poco a poco, y apoya sus manos sobre el mostrador para tomar impulso hacia adelante. La mira con fijación, intentando ponerla nerviosa, conseguir que baje la guardia.
Nerea trata de calmarlo pero sólo recibe un desdeñoso empujón.
- ¿Qué saca usted de todo esto? - pregunta finalmente amenazante.
- ¿...Qué? - la mujer no entiende nada.
- Pregunto - y aquí hace una pausa intencionada - que qué gana usted encubriendo a un criminal.
Ella se dispone a responder pero él la interrumpe:
- A parte de entorpecer una investigación criminal, claro.
Y añade, exaltándose cada vez más:
- ¿O es ese el motivo? ¿Lo hace por gusto? ¿Le complace tocar los huevos a la policía?
Nerea vuelve a intentar hacer entrar en razón a su amigo:
- Alfredo, hombre... esto no tiene sentido. Vamos a seguir buscando, que estamos perdiendo el tiempo.
La mujer empieza alterarse. Quiere defenderse pero no encuentra las palabras. La acusación del policía la está paralizando de miedo. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué ha visto en ella ese hombre para implicarla en un crimen del cual ni siquiera tenía noticia?
- Escuche... yo no puedo ofrecerle nada. No puedo ofrecerle dinero, ni protección... de momento. Sólo la garantía de que si colabora, se habrá ganado el aplauso y el agradecimiento de todo el cuerpo de policía nacional. Pero si no colabora...
Ella traga saliva, y siente un escalofrío que la hace agitarse.
- ... puede ser acusada de cómplice y condenada a unos cuantos años en prisión.
- ¡Venga, ya, por favor! - grita Nerea saturada de excesos y sinsentidos. Alfredo la mira serio y enfadado. La odia por haberlo contradicho en pleno interrogatorio. Por haberse atrevido a faltar al respeto a un agente de la ley, a una figura de autoridad. Ella respira profundamente, y con mucha calma, va hacia él y lo coge del brazo.
- Venga, anda... vamos a seguir buscando. Aquí no hay nadie salvo nosotros, ni siquiera había coches aparcados a la entrada.
La inquilina del hostal entra en la conversación:
- Bueno, la verdad es que los coches aparcan en la parte trasera, en un descapado a pocos metros de aquí. Si ese hombre estuviera aquí, seguramente tendría su coche aparcado en el descampado.
- Claro - Alfredo sonríe satisfecho y agradece a la señora su colaboración. Luego, al salir, reprocha a la compañera su insolencia al haberlo interrumpido en público de ese modo.

Dan la vuelta al caserón y encuentran el descampado, con tres coches aparcados de los cuales, ninguno es el del sospechoso. Se dan por vencidos y suben al coche. Alfredo se quita las gafas de sol con un gesto rápido y estiloso y las mete en la guantera.
- Dirás lo que quieras. Pero esa mujer esconde algo.
- Claro... como yo - replica ella mirándolo con reproche.
- Eso aún no lo sé - dice totalmente serio - tu inocencia todavía está por probar.
Ella hace un aspaviento, resopla ofendida, y decide dejarlo estar.
Antes de retomar el viaje, estudian el mapa con detenimiento y concluyen que, efectivamente, hace ya casi una hora que se salieron de la carretera por la que durante todo el tiempo han creído estar circulando. Seguramente ya sea demasiado tarde para alcanzar al criminal, pero aún no todo está perdido. Arrancan el coche camino del lugar donde perdieron estupidamente a su objetivo, y tardan menos de lo que creían en dar con su coche, aparcado cerca del bar-restaurante vegetariano Saralegi, oculto inutilmente entre unos arbustos.

Acuerdan ir de incógnito esta vez. Alfredo no está dispuesto a dar a los dueños del bar la oportunidad de esconder al psicópata, como se la sirvió en bandeja a esa misteriosa mujer, que probablemente ahora esté riéndose a carcajadas del ingenuo policía que no ha sido capaz de sacarle la información como es debido.
Vuelve a sacar las gafas de la guantera y se coloca la cazadora. Camina con pasos lentos y estudiados, con cada uno de los cuales pretende dejar una huella eterna allá por donde va. Su acompañante lo agarra del brazo con ternura y le sonríe con orgullo, emocionada por la aventura en la que ya están inmersos.

Escrito por Slagator el lunes, 12 de octubre de 2009



Lo peor que le puede ocurrir al fascismo a día de hoy no es la ilegalización de partidos políticos de ideología nacional-socialista, ni la prohibición de manifestaciones, mítines, u otras expresiones colectivas de carácter racista y xenófobo.
Lo peor que le puede ocurrir hoy al fascismo es lo que le ocurrió ayer en las calles de Pamplona. Una fotografía aérea de la ciudad ayer al mediodía habría captado a la perfección la situación del fascismo en Iruñerria.

¿Por qué exigir ilegalizaciones y censura cuando podemos disfrutar del hermoso espectáculo de una multitud congregada, unida, para mostrar su desprecio al fascismo en solidaridad con los asesinados, agredidos, humillados? Efectivamente, una muestra explícita de desprecio sobre un trasfondo de solidaridad.

En eso consiste el rechazo a la injusticia. En el amor a la justicia. En eso consiste la intolerancia ante la intolerancia (negativo y negativo se anulan).

Ayer los falangistas vagaban avergonzados y deshonrados por la ciudad a la que habían venido, orgullosos, confiados, a triunfar. Ayer estos fanáticos se llevaron a casa la constancia de que no son bien recibidos. De que no es la ley la que les ha ganado la partida, sino el pueblo.

Me alegro profundamente de que el mitin no hubiera sido declarad ilegal. Porque este hecho dio al pueblo la oportunidad de mostrar su repulsa en primera persona, sin intermediarios, cara a cara.

Cincuenta fascistas, contra mil antifascistas. Aquí no actuó la corrección política, ni el deber constitucional. Actuaron las entrañas de un pueblo cansado, dolorido, asqueado ante las muestras más obscenas de intolerancia que podamos presenciar en nuestras calles hoy en día.

Hoy no podéis usar la censura y el victimismo a vuestro favor en vuestro alegato demagógico habitual. Porque ayer, el demos, os repudió a la cara. Ayer tuvisteis la oportunidad de apelar a los más irracionales instintos del ser humano para adentraros en nuestros corazones y envenenarlos, y no os dejamos pasar. Existía una barricada insalvable entre vuestra intransigencia y nuestra conciencia. Ayer la retórica no fue suficiente, la solidaridad venció.

Ayer la voz del pueblo se impuso a la vuestra. Necesitáis algo más que megáfonos para acallar nuestra voz. No probéis a hablar más alto, no os molestéis en gritar más, no se trata de eso.
La ciudad que esperabais conquistar sin resistencia os dio una lección de humanidad, de dignidad.
Nos bastamos, y nos sobramos, para hacer retroceder al fascismo. Porque ayer el fascismo retrocedía. Ni las armas de vuetros perros pudieron contener la ira colectiva.

Tengo la firme esperanza, hoy más que nunca, de que no necesitamos recurrir al poder para proteger nuestras conciencias de la sugestión del discurso fascista. Estoy convencida, de que nosotros podemos.

"Todo nuestro odio, para quienes aman el odio".

Escrito por Slagator el sábado, 10 de octubre de 2009

Nada hay más lejos de mi intención, que proponer una nueva tesis cuyo propósito sea demostrar la existencia de Dios.
Sin embargo, revisando argumentos contrarios y favorables a dicha hipótesis, caí en la cuenta de que quizá se haya tratado esto desde una perspectiva poco razonable, ya desde la óptica teísta, ya desde la ateísta.
Si bien las diferentes religiones se basan en la afirmación contundente de la existencia de uno o varios dioses, tratando en falso de probarlo con argumentos difícilmente accesibles y consecuentemente inadmisibles, poco menos absurdos resultan los intentos por justificar la tesis contraria, del mismo modo inaccesibles desde el punto de vista humano.

Rebatir cualquier prueba que aspire a convencer al mundo de la presencia divida, no implica (o no debería implicar) abrazar automáticamente la tesis opuesta. Es decir, que no necesiaramente exista Dios, no quiere decir que directamente no exista, si acaso que se contemple la otra posibilidad.

Se da por sentado muy habitualmente, que refutar toda creencia firme en la divinidad mediante la teoría evolucionista de Darwin (cuyo único logro (que no propósito) consiste en impugnar el argumento finalista (según el cual el exquisito mecanismo de adaptación y la estructura de funcionalidad que rigen la naturaleza y a las distintas especies sobre la Tierra explicarían la existencia de una inteligencia superior)) supone toda una revelación de la inexistencia de Dios, cuando ambas teorías no son de ninguna manera incompatibles, y pueden convivir (y de hecho conviven) en muchas mentalidades, dado que podría alegarse que fuera la mano divina la que hubiera puesto en marcha toda la maquinaria evolucionista en un primer momento. Se limita a refutar una sola de las diversas hipótesis teístas, y no creo que fuera otra, ni siquiera ésta, su intención.

Por otra parte, negar la existencia de Dios fundamentándose en la presencia del mal en el mundo, supone aceptar una única interpretación de Dios, a saber, la cristiana. Es preciso atenerse a esa interpretación de la deidad en concreto, para poder sostener la imposibilidad de su presencia en un mundo asolado por tantos males, tanto humanos como naturales. Ciñéndonos a las tres religiones monoteístas por excelencia (ya que estoy haciendo continua referencia al Dios único), no podemos aceptar que el Dios islámico o el judío posean la bondad como atributo, puesto que en nada se parecen a ese Dios benévolo que necesitamos para sustentar dicho argumento, ya que nos encontramos ante un Dios celoso, despiadado, y vengativo (propiedades que, dicho sea de paso, bien podríamos asignar al Dios cristiano de la época medieval). Si aceptáramos esta versión de la deidad como la verdadera, en modo alguno debería extrañarnos la permisibilidad de semejantes males. Sí es pertinente, no obstante, negar la constitución de ese Dios cristiano, en tanto que omnisciente, bondadoso y omnipotente, como explica prefectamente Nigel Warburton: "un Dios que todo lo sabe tendría que conocer la existencia del mal en el mundo; un Dios sumamente bueno no desearía su existencia; y un Dios que todo lo puede debería ser capaz de evitarlo". Son por lo tanto, incompatibles.

Volviendo a lo anteriormente comentado, podemos (y debemos, pero esto se debe ya a una reflexión más particular) negar la creencia en un conocimiento estricto de Dios, ya que las pruebas son a todas luces insuficientes para constituir la evidencia necesaria que nos permitiría hablar de un "conocimiento" en propiedad. Pero esto no entrañaría el conocimiento de su inexistencia, exactamente por el mismo motivo. No disponemos de pruebas suficientes que confirmen la imposibilidad tajante de su existencia.

No quiero decir con esto, que tanto el teísmo como el ateísmo sean igualmente cuestionables, puesto que de ser verdadera, la existencia de Dios debería ser más facilmente constatable que su inexistencia (que de ninguna manera puede ser probada rotundamente, aun ateniéndonos a las leyes de la lógica), por lo que es hasta cierto punto lícito exigir a los creyentes evidencias de su creencia, lo cual sería inadecuado en el caso contrario.

Por poner un ejemplo, la refutación clásica (y lógica) a la teoría tomista de la causalidad (según la cual todo efecto ha de tener una causa y no existe nada que no haya sido causado, lo que les lleva a concluir que ha de existir una causa primera: Dios) es su autocontradicción; si no existe nada que no sea efecto de otra causa, Dios a su vez ha tenido que ser causado, y así sucesivamente podríamos retroceder en la cadena causalística hasta el infinito. Bien, esto deslegitima la firmeza con la que algunos creen demostrar la existencia de Dios, si la cadena ha de detenerse en una primera causa, ¿por qué no en el universo? Pero al mismo tiempo, podemos lanzar al aire otra pregunta de acuerdo con esta teoría: ¿por qué no en Dios? En otras palabras, deducir que la cadena pueda detenerse en el universo, es admitir que del mismo modo pueda hacerlo en la causa de la que éste es efecto, una inteligencia superior, lo comunmente llamado Dios. Por lo tanto, esta argumentación, si bien es una refutación contra la creencia dogmática que no admite otra hipótesis que no sea la presencia divina, tampoco demuestra su ausencia de forma concluyente.

No voy a abstenerme de criticar las pretensiones de demostrabilidad del teísmo. De hecho, sobran argumentos para rebatir. Uno de los más absurdos es el argumento ontológico, impulsado por San Anselmo y respaldado por pensadores prestigiosos y supuestamente racionales como René Descartes. Este argumento sostiene, que la perfección de Dios, es una muestra suficiente de su existencia. Es decir, que si Dios no existiera, no podríamos siquiera concebir su grandeza, ya que no existe otra referencia en el mundo.
Debo dar parte de razón a San Anselmo, y para exponerlo, tomaré como ejemplo el pensamiento de John Locke según el cual no podemos imaginar lo inexistente. Las ideas simples han de ser siempre reales, deben aludir a la realidad. No obstante, lejos de limitarse en su análisis a esta clase de ideas, añadió a éstas las ideas compuestas, formadas por combinaciones aleatorias de ideas simples. Estas combinaciones podían constituir ideas que no se dieran fielmente en la realidad, dado que tenían la potestad de tomar atributos de sustancias reales para combinarlos entre sí creando esa idea compuesta final. De aquí podemos concluir que si bien es cierto que no existen seres perfectos, mezclando dichos atributos, e incluso jugando a ampliar algunos de ellos (el concepto de la dimensión es también una idea simple formada a partir de referencias empíricas), podemos dar lugar a esa idea de un ser tan infinitamente perfecto, sin necesidad de remitirnos a la realidad.

También el principio antrópico, que determina que si las condiciones físicas del universo han permitido nuestra supervivencia, teniendo en cuenta la remota posibilidad de que eso suceda, ha de deberse única y exclusivamente al azar, da lugar a muchas objeciones, como subrayé arriba con el ejemplo de la teoría de la evolución.

Cabe matizar, no obstante, que no siempre creer en la existencia de Dios conlleva rendirle culto. No todo teísmo culmina en religión. Hay quien considera la posibilidad de que el creador muriera, o sencillamente se desentendiera, una vez instaurada su obra, dejándola a su suerte.

Dejando a un lado ahora la incertidumbre epistémica acerca de la verdad metafísica por excelencia, echemos un vistazo a la solución propuesta por Pascal, quien acepta la ineptitud humana para esta tarea, para dirigir nuestra vida por el camino más fiable. Pascal formula este problema desde el más absoluto pragmatismo. Lo entiende como una apuesta, en la que la estadística juega un papel fundamental. Tras constatar la indemostrabilidad de la presencia o ausencia divina, se centra en determinar qué apuesta sería relativamente más favorable. "Se está jugando un juego a cara o cruz en una distancia infinita, no conocemos el resultado, pero es imposible no apostar porque de uno u otro modo, tenemos que vivir".
Las posibilidades son dos: A1-->Dios existe; A2-->Dios no existe.
En la analogía de este envite con una apuesta a cara o cruz, da a entender que el número de probablididades de cada una de las dos opciones es semejante.
La apuesta A1 implica llevar una vida piadosa, la A2 vivir al estilo mundano.
La ganancia de apostar por A1 si ésta resultara ser verdadera, es la eternidad. Creer en A2, dice en un principio, no aporta nada (no hace ningún tipo de mención al infierno, es de suponer que considera "la nada" suficiente castigo). Ante la respuesta de Fermat sobre los placeres de la vida mundana termina cediendo. De cualquier modo, por incontables que pudieran ser los placeres de este modo de vida, jamás podrían competir con el carácter infinito de la eternidad, lógicamente superior a cualesquiera que fueran las ganancias de una vida mundana, al fin y al cabo finita y corruptible, que daría paso a la nada absoluta. Nada puede competir con el infinito. Cualquier número, por mínimo que sea, multiplicado por infinito, da igual a infinito. La conclusión de Pascal es, que es una estupidez "ser" ateo.

Por otra parte, y para concluir, la idea de Dios no es innata, pero sí necesaria en la cadena causa-efecto, derivada del pánico a la nada, a la que inevitablemente nos conduciría el devenir de lo terrenal (finito), pánico consecuente a su vez de la suma de conciencia humana y ansia, anhelo, de vida (algunos filósofos, como Schopenhauer o Nietzsche, lo han llamado "voluntad"), ambas propias de la naturaleza humana. Es una etapa personal e histórica, que a veces es superada, y otras no, en cualquier caso una etapa inevitable.

Y a propósito de este inciso, me he llegado a plantear, muy a grandes rasgos, una duda ciertamente razonable. ¿Si realmente todo es finito, si el devenir es inherente a la totalidad de nuestra existencia, por qué no estamos preparados para asumirla? ¿Por qué el ser humano necesita el "remedio metafísico" al terror del devenir, si al ser humano le es completamente propio el devenir? ¿Es lógico temer a la propia naturaleza? ¿No resulta esto contradictorio?
Y esto, de ninguna manera me obliga a reconocer la existencia de un Dios creador, sino a cuestionar la creencia única en lo puramente físico y agotable.

Todo esto sólo consigue reforzar mi idea previa y definitiva, de que el conocimiento de la existencia o no existencia de Dios no está al alcance del entendimiento humano. Debemos conformarnos con conjeturas, hipótesis, aproximaciones... pero en ningún caso intentar imponer ninguna de estar posturas como una evidencia, dado que si en un caso, la posibilidad de llegar a obtener un argumento irrefutable es escasa, en el otro es nula. Por el momento, esperando o no, la prueba definitiva que nos oblige a asumir la presencia de una divinidad, limitémonos a opinar.
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Escrito por Slagator el viernes, 17 de julio de 2009

Alrededor de la mesa, nada entre el humo del tabaco ducados negro y el aroma agudo del vodka, un silencio incómodo, un ambiente pesado y cargante, las miradas huidizas de los allí presentes, y cabezas gachas contemplando - por hacer algo - el movimiento del coñac en el vaso tras el breve temblor de la mesa, el brillo ya corrompido de unos zapatos a estrenar, o la madera de roble roída quizá por las termitas en el marco de la puerta del comedor. Evitan así cruzar violentas y comprometidas miradas. Y se encienden un cigarrillo tras otro, porque al fin y al cabo el humo denso de un ducados negro o un marlboro es en este caso un mal menor. Un repentino ataque de tos suena más forzado que incontrolable, como pretendía ser simulado. Silbidos vacilantes, tarareos inquietos, excusas baratas.

Y entre el olor espeso y nauseabundo que ahora huye por la ventana recién abierta para satisfacción de quienes no creyeron poder soportar medio minuto más inmersos en aquella atmósfera hedionda, dos miradas se buscan, encuentran y enganchan mientras las demás se esquivan, y una mano acaricia a la de en frente, que golpea suave y reiteradamente la madera con las llemas de los dedos - por hacer algo - al ritmo de no sé qué tema de Aretha Franklin que lleva una semana invadiendo su cabeza. Una mano presta consuelo, o comprensión, o una especie de "no pasa nada". Y la otra se detiene y lejos de rehuirla, entrelaza los dedos con los suyos acogiendo las caricias.

Fue sólo un accidente. O tal vez trataba de romper el hielo. La cena transcurrió más fría de lo esperado y ... bueno, qué importa ahora. Había maneras más acertadas de romper un silencio. Sí, sin duda las había.
Durante los cinco eternos minutos que rodean la comprometida escena, al hijo de uno de los invitados le ha subido alarmantemente la fiebre (de eso parecía hablar con la niñera del crío cuando atendió su llamada), un hombre salió corriendo a cubrir una importante (y por el momento confidencial) noticia de última hora, y un asunto personal, algo relacionado con su anciano padre y una medicación no transcrita, requirió la inmediata partida de otro de ellos.
Se excusaron uno tras otro, si reparar en la obviedad y el descaro que sus actitudes ponían de manifiesto, y abandonaron el lugar conscientes de no haber sacrificado nada en la huida. De hecho, no tenían demasiado claro qué estaban haciendo allí exactamente.

Y la casa quedó vacía, con la excepción de las dos manos acariciándose primero con recelo, después con ternura, finalmente con frenesí. Las dos miradas, inyectadas, qué sólo se ven a sí mismas, que pasaron por alto la operación salida del resto de los convidados porque ya se sentían a solas cuando los demás marcharon. Solos y cómplices.
Ella sonríe muy fugazmente, intentando aparentar serenidad. Él hace lo propio, y toquitea los botones de su reloj soltando un leve suspiro de alivio que deja escapar el aire contenido durante algunos minutos.

Las manos, nerviosas, llevan el mando, frotan ahora brazos, hombros, pecho. Y las miradas siguen ahí, siguiendo ese mismo curso, acariciándose con dulzura para terminar fulminándose en arrebatos de pasión. Medias sonrisas sugerentes. Algún jugueteo tonto con el pelo, un sutil mordisco en el labio inferior, y allí, sobre esa mesa, los dos cuerpos, sin soltar sus manos ni sus miradas, suben a fundirse en la unión de su calor. Se comen, se exprimen, se deleitan el uno con el otro, el uno en el otro.

- Espera - interrumpe ella, al tiempo que trata de frenar el ímpetu del amante que comprime sus pechos bajos las manos.
Baja cuidadosamente de la mesa, apoyando los zapatos de tacón fino en el suelo de parqué con gran cautela, y se dirige al servicio bajándose la cremallera del lateral derecho del vestido, mientras él reposa sobre el lecho desabrochándose discretamente el cinturón.
Y olfatea el aire de la sala con curiosidad. Se apoya sobre los codos, boca arriba, y echa hacia atrás la cabeza para inhalar lo que pudiera habérsele pasado por alto.
- Nada - sentencia.

Sólo fue un momento. No llegó a 5 minutos, 4:12, había cronometrado. No había razón para la alarma, dios, fue sólo una ligera ventosidad. ¿A quién no le ha ocurrido alguna vez?

Llega hasta él, el sonido del agua golpeando el cuerpo desnudo de la mujer deseada y resbalando sobre su piel hasta caer sobre el mármol, y deja volar la imaginación dibujando lo que será, en unos instantes, el polvo se su vida. Casi puede ver la espuma escurriéndose entre sus nalgas, sí, por favor, entre sus nalgas.
No es nuestro amigo el summum de la empatía y la comprensión, y tampoco es famoso por su delicadeza en el trato. Lo que ocurre es que en este caso, la dama juzgada, va a compensar al gallardo caballero, con cuantas fantasías y morbos se le antojen a éste, algo muy propio en una chica de su edad y vestimenta habitual, más teniendo en cuenta su trayectoria sexual, y los pocos escrúpulos de los que hablan sin reparos sus anteriores amantes.

Espera tendido sobre la mesa, palpando la suave superficie hasta los bordes - sí, por hacer algo. Por matar el tiempo y la fantasía, que no, no es un momento oportuno para una sobreexcitación. Hay que mantener el tipo.

Al salir de la ducha, elegantemente envuelta en una ligera toalla que no llega a cubrir por entero su pecho izquierdo, intenta ocultar con la mano lo que no oculta bajo el paño y acude a la habitación dando pequeños saltitos, con picardía, con delicadeza, con irónico rubor.

Él la sigue, impaciente. Y cierra tras de sí la puerta del dormitorio, apoyando todo su cuerpo sobre ella, como para no dejar escapar a su presa. Ella se viste un camisón blanco, pulcro, no muy escotado, que cae hasta muy por debajo de las rodillas, sin dejar entrever durante todo el proceso, una sóla zona de su cuerpo de las que podríamos designar "instigadoras al pecado".
Ambos saben que el pecado se va a cometer. Ambos desean que se perpetúe lo antes posible. Pero ella, una señorita de tradición católica, natural de un pueblecito de Teruel cerrado en cuestiones de sexo, ha de seguir rigurosamente el protocolo que, quiere creer, limpie su conciencia de la mancha moral que irán sellando en ella, a golpe de verga, los próximo acontecimientos.

Él vacila antes de seguir desaborchándose el pantalón, aguarda nervioso y excitado, contra la puerta, a la espera de una invitación, de una insinuación, no, ni siquiera eso, con una media sugerencia (el gesto mínimo que puediera actúar en un juicio como un siempre atenuante "me dio a entender que quería" o un simple "a buenas horas dijo no, señor juez, a buenas horas") sería más que suficiente.

Abre la señorita el primer cajón de su mesilla de noche, e introduce su novela rosa de cabecera donde hasta ahora guardaba su cajita tamaño mini de preservativos ya agujereados. Saca los cuatro últimos y los exprime entre las palmas de las manos rezando en voz bajita para que uno de ellos consiga sacarla del pozo de soledad y placer irracional que terminará por costarle el respeto paterno.

El invitado da comienzo a un juego morbosamente déspota, sujetando las dos extremidades inferiores de la dama con extrema dureza mientras las va separando a la espera del grito de dolor que tal vez (sólo tal vez) consiga detenerlo. Golpea con fuerza sus nalgas a modo de azote autoritario - un castigo ilusorio de severidad desproporcionada, fruto de traumas infantiles extrechamente vinculados con situaciones de completa impotencia ante sus superiores - y araña sus muslos al ritmo de la penetración, observando perplejo, cómo la señorita ríe a limpia carcajada, por mucho que trate él de rebajarla al grito de "cállate zorra, ahora eres mía", lo que no consigue sino intensificar el incomprensible jolgorio de la doncella humillada.

A cuatro patas continúa el festín sodomita y la pintura fresca de la pared recién pintada va cubriendo la encimera de la mesita a cada golpe y colándose poco a poco en el primer cajón entreabierto, hasta llegar a manchar la portada de Emilia de Tourville, y el hasta la fecha inmaculado nombre del Marqués de Sade, a quien nuestra protagonista jamás podrá agradacer lo suficiente lo que en estos momentos está haciendo por ella. Y no para de reir.

Las legumbres del mediodía ahuyentaron a los tres espirantes más aptos, pero por suerte, el candidato con el que habrá de conformarse, se basta y se sobra para fundirse los cuatro condones en una noche, y un título de ingeniero industrial y una ascendencia ilustre, dan para una hipoteca, tres hijos naturales y una niña china adoptada, y una foto de familia lo suficientemente digna para decorar el hall y mostrar orgullosa a las visitas.

Y mientras los niños corren a cámara lenta con Puki, el pastor alemán, por el jardín trasero de la residencia de verano con Aretha Franklin cantándoles una balada de fondo, papá embiste a mamá la noche en la que Azuzena fue concebida, aquella noche en la que tras cuatro años de feliz noviazgo él adquirió el coraje necesario para proponer matrimonio a la mujer de su vida en una velada inolvidable a la luz de las velas, y se deslizaron savemente hacia la cama previamente adornada con pétalos de rosa, contará en adelante la tradición familiar. Embiste papá a mamá y en pleno ejercicio de estímulo e impulso la llama "guarra" y la tira del pelo ocasionalmente. Y mamá ríe mientras decide el nombre de los otros tres retoños, y entre elección y elección dice: "dame más fuerte, que es lo que merezco". Y vuelve a reír.

Y papá, mitad consternado mitad eufórico, se corre por tercera vez burlándose mentalmente de los tres cobardes que por escapar de una inocente flatulencia de 4:12 minutos se están perdiendo una barra libre de insultos, vejaciones y lesiones sin límite. Muerde el hombro de su futura esposa, que yace ahora boca abajo, y estira de la soga con la que tiene amarrados sus tobillos, y hunde su cabeza en la almohada plagada de pintura obligándola a esnifarla.
Luego reposa junto a ella, colocada de pintura, hasta recobrar fuerzas. Acaricia el cabello de la víctima más por precaución que por sincero respeto, y se saca un marlboro. Lo enciende y da la primera calada, y echa la primera bocanada de humo y sonríe: "joder... sólo había que contener la respiración durante 5 minutos".
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