Escrito por 1984 el domingo, 20 de enero de 2008
Felix vivía en una callejuela del entorno a San Bernardo, zona en donde por aquel entonces se guarecía la prostitución.
El juez del Tribunal Tutelar me había puesto al corriente de que la madre del chiquillo no le podía cuidar como debiera, precisamente porque se aplicaba a tan tedioso y lacerante menester; vivía con un chulo que se la beneficiaba amén de sacarle toditos los cuartos; estaba anémica y tuberculosa y tenía una hija menor que el niño, a la cual no le esperaba un porvenir más halagüeño.
Cuando me entregaron al chiquillo venía esquelética a pesar de proceder del colegio Sagrada Familia u hospicio de la Safa, traía el cuerpo lleno de costurones por los golpes que le habrían propinado antes de haber ingresado en aquel lugar, y con el pecho en quilla como estigma de su crónica desnutrición.
Con sus doce añitos recién cumplidos reflejaba en su rostro demacrado todas las guerras sin cuartel que le habían tocado en suerte, la del hambre, la violencia, la corrupción.
Quizás de ahí le viniese aquel estar siempre a la defensiva y tan dispuesto a escurrirse. Se echaba a la calle, se encontraba una bicicleta y, al menor descuido, salía al galope, o engatusaba a cualquier niño para que le prestara la suya y si te he visto no me acuerdo. Pero con la misma facilidad con que se las apropiaba se desprendía de ellas, tenía esa peculiar inclinación del bandido generoso de regalar todo lo que conseguía; en eso se han diferenciado siempre el ladronzuelo del que atesora.
- ¿Sabes montar en bici? Te la presto, date una vuelta y luego me la traes.
Cuando el otro chaval volvía, él siempre había desaparecido al trote, en otra. Si tendría destreza que alguna tarde llegó a trajinarse hasta seis bicicletas.
El juez del Tribunal Tutelar me había puesto al corriente de que la madre del chiquillo no le podía cuidar como debiera, precisamente porque se aplicaba a tan tedioso y lacerante menester; vivía con un chulo que se la beneficiaba amén de sacarle toditos los cuartos; estaba anémica y tuberculosa y tenía una hija menor que el niño, a la cual no le esperaba un porvenir más halagüeño.
Cuando me entregaron al chiquillo venía esquelética a pesar de proceder del colegio Sagrada Familia u hospicio de la Safa, traía el cuerpo lleno de costurones por los golpes que le habrían propinado antes de haber ingresado en aquel lugar, y con el pecho en quilla como estigma de su crónica desnutrición.
Con sus doce añitos recién cumplidos reflejaba en su rostro demacrado todas las guerras sin cuartel que le habían tocado en suerte, la del hambre, la violencia, la corrupción.
Quizás de ahí le viniese aquel estar siempre a la defensiva y tan dispuesto a escurrirse. Se echaba a la calle, se encontraba una bicicleta y, al menor descuido, salía al galope, o engatusaba a cualquier niño para que le prestara la suya y si te he visto no me acuerdo. Pero con la misma facilidad con que se las apropiaba se desprendía de ellas, tenía esa peculiar inclinación del bandido generoso de regalar todo lo que conseguía; en eso se han diferenciado siempre el ladronzuelo del que atesora.
- ¿Sabes montar en bici? Te la presto, date una vuelta y luego me la traes.
Cuando el otro chaval volvía, él siempre había desaparecido al trote, en otra. Si tendría destreza que alguna tarde llegó a trajinarse hasta seis bicicletas.