Escrito por Torres el viernes, 4 de julio de 2008
De vez cuando, al repasar la información, sea en el formato que sea, te encuentras con alguna noticia que habla del escaso interés que produce la política en nuestra sociedad. Entiendo que ese carácter cíclico obedece a lo que puede resultar una característica inherente a las democracias liberales, y como tal, lo que supone su consideración como un indicador de escasa calidad y madurez democrática. Uno de tantos.
Si nos basamos en datos empíricos, en España podemos hablar de que casi el sesenta por ciento de la población desconfía de la política, o de que una de cada tres personas muestra indiferencia hacia el tema. Sin ninguna investigación de por medio y basándonos en lo experimentado en el día a día en la interacción social podemos concluir cosas similares. A uno que se resiste a rechazar la idea noble de lo que debiera ser la política le cuesta resignarse aceptando una imagen de ésta deteriorada e intoxicada por su tratamiento como asunto alejado de la responsabilidad cívica de la población en general y reservado para elites profesionales. Este panorama de distanciamiento entre la política y el interés y la participación ciudadana choca frontalmente con uno de los pilares de la esencia democrática, hoy tan devaluada y que no debería dejar hueco a la desconfianza ni a la indiferencia alimentada por la pasividad y el descontento.
Las causas para llegar a este nivel de distanciamiento y desencanto por la política van desde la naturaleza y funcionamiento del sistema de partidos políticos (de donde partimos de una situación de competencias en los asuntos públicos reservadas a elites que atienden a intereses determinados) hasta los usos y costumbres de la clase política predominante, que vuelcan todo su empeño en denotar constantemente atributos que no gozan de una óptima consideración como el cinismo o la búsqueda de intereses espurios, atajando por formas corruptas si el fin lo requiere. Precisamente y si a pesar de todo esto observamos que lo anterior se ve legitimado cotidianamente de alguna forma nos habremos acercado al quid de la cuestión: el trastorno generado en la opinión pública. En este fenómeno de enorme complejidad se pueden señalar algunos culpables protagonistas como son los medios de comunicación de masas, encargados de articular la agenda pública asegurando que el conjunto de temas que conforman el debate social sean en la medida de lo posible intrascendentes o bien brindando mediante contenidos banales la falta de espíritu crítico necesario para articular una sociedad civil robusta y preparada para la vida activa en democracia. Por supuesto que el problema entraña mayor embrollo y su análisis no quedaría completo sin revisar diferentes agentes socializadores como las instituciones educativas; pero el problema para ambos es común, ya que mientras sea el poder económico o el poder político ligado a éste quien maneje los hilos de unos u otros no se podrá dar un paso adelante. El primer paso para el cambio al menos requiere de la intención y de donde no interesa no se puede sacar. De momento importa más que el vulgo no se cuestione mucho las cosas, que así el terreno queda bien allanado.
Si nos basamos en datos empíricos, en España podemos hablar de que casi el sesenta por ciento de la población desconfía de la política, o de que una de cada tres personas muestra indiferencia hacia el tema. Sin ninguna investigación de por medio y basándonos en lo experimentado en el día a día en la interacción social podemos concluir cosas similares. A uno que se resiste a rechazar la idea noble de lo que debiera ser la política le cuesta resignarse aceptando una imagen de ésta deteriorada e intoxicada por su tratamiento como asunto alejado de la responsabilidad cívica de la población en general y reservado para elites profesionales. Este panorama de distanciamiento entre la política y el interés y la participación ciudadana choca frontalmente con uno de los pilares de la esencia democrática, hoy tan devaluada y que no debería dejar hueco a la desconfianza ni a la indiferencia alimentada por la pasividad y el descontento.
Las causas para llegar a este nivel de distanciamiento y desencanto por la política van desde la naturaleza y funcionamiento del sistema de partidos políticos (de donde partimos de una situación de competencias en los asuntos públicos reservadas a elites que atienden a intereses determinados) hasta los usos y costumbres de la clase política predominante, que vuelcan todo su empeño en denotar constantemente atributos que no gozan de una óptima consideración como el cinismo o la búsqueda de intereses espurios, atajando por formas corruptas si el fin lo requiere. Precisamente y si a pesar de todo esto observamos que lo anterior se ve legitimado cotidianamente de alguna forma nos habremos acercado al quid de la cuestión: el trastorno generado en la opinión pública. En este fenómeno de enorme complejidad se pueden señalar algunos culpables protagonistas como son los medios de comunicación de masas, encargados de articular la agenda pública asegurando que el conjunto de temas que conforman el debate social sean en la medida de lo posible intrascendentes o bien brindando mediante contenidos banales la falta de espíritu crítico necesario para articular una sociedad civil robusta y preparada para la vida activa en democracia. Por supuesto que el problema entraña mayor embrollo y su análisis no quedaría completo sin revisar diferentes agentes socializadores como las instituciones educativas; pero el problema para ambos es común, ya que mientras sea el poder económico o el poder político ligado a éste quien maneje los hilos de unos u otros no se podrá dar un paso adelante. El primer paso para el cambio al menos requiere de la intención y de donde no interesa no se puede sacar. De momento importa más que el vulgo no se cuestione mucho las cosas, que así el terreno queda bien allanado.
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