Escrito por Torres el martes, 22 de diciembre de 2009
Podemos partir de la base de que la satisfacción de las necesidades y deseos se conforma como elemento clave para lograr el bienestar humano. En coherencia con este supuesto, la teoría económica hegemónica dicta que los consumidores, de forma racional, pueden confluir en el mercado para satisfacer tales necesidades y deseos. De esta manera, el mercado se percibe como el lugar adecuado para desarrollar el bienestar de los ciudadanos, y el crecimiento económico no puede suponer sino un incremento de tales niveles de bienestar (en tanto que los ciudadanos se ven provistos de una mayor capacidad de consumo y por ende de una mejor satisfacción de necesidades y deseos). De ahí la incidencia en el crecimiento económico como motor de desarrollo, empeño impulsado por la economía neoliberal e interiorizado con el tiempo por todo el espectro político, incluyendo la autodenominada izquierda. Siguiendo el mismo hilo, el margen de insatisfacción de los ciudadanos vendría determinado por la distancia observada entre lo que se tiene y lo que se desea. De esta manera se podría lograr una mayor satisfacción y bienestar de dos modos: bien incrementando las posesiones materiales mientras que se mantenga intacto el nivel de lo deseado o bien manteniendo los mismos niveles materiales mientras que los deseos se vieran reducidos. De ambos modos se estrecharía el margen de insatisfacción y el bienestar de los ciudadanos aumentaría. Sin embargo, es perverso que se asuma esta lógica de funcionamiento y se ignore convenientemente que la materia prima del capitalismo de consumo se fundamenta en la generación de deseos. Deseos que exceden las necesidades de los sujetos y que se articulan y generan a través de instituciones centrales en el entramado económico de nuestro tiempo: el marketing y la publicidad. El impacto de estos fenómenos persuasivos permite que el margen de insatisfacción de los consumidores se incremente de continuo al extender los deseos de forma continuada, certificando que por ello el bienestar sea difícilmente alcanzable.
Mientras que la economía sigue justificando que las necesidades de los consumidores son conscientes y que por ello los agentes pueden actuar de forma racional en el mercado, el propio marketing asume la irracionalidad del usuario como elemento central en el proceso de comportamiento de compra (la denominada caja negra, que encierra en un enigma los numerosos factores que pueden influir en la compra de un producto). De esta manera se aprovecha tal conocimiento y se usa una profundidad psicológica con el objetivo de manipular a los sujetos y encadenarles a una generación de deseos continua que les apegue al mercado con un comportamiento consumista. De tal estrategia, fundada en síntesis en el consumismo y el crecimiento económico como forma para satisfacer las necesidades y apoyada en el marketing y la publicidad como elemento de refuerzo, nace la percepción continua de insatisfacción con lo que se posee. El sistema se cimenta sobre la base del consumo, y el consumo solo puede actuar como pilar de la economía a costa de la generación de deseos que provocan en el consumidor una permanente sensación de insatisfacción con sus posesiones materiales. Se percibe el descontento como esencia del juego del consumo. Y todo ello se disputa en el terreno de lo simbólico, trascendiendo las necesidades reales y delimitando la función de los objetos como esencias capaces de transmitir mucho más que un valor material para dar pie a procesos de distinción y de estatus. Como prueba de ello huelga decir que la publicidad explicativa (que enuncia las cualidades reales de los productos) se vio superada hace mucho tiempo por una publicidad falseadora y que utiliza elementos persuasivos como la identificación del producto con valores, emociones y sentimientos.
A pesar de todo, hay un entendimiento ampliamente generalizado y consensuado que considera que el crecimiento económico mejorará el bienestar de la población. Cotidianamente se utilizan indicadores en referencia a ello para reflejar supuestos progresos, y el consenso en torno a su fiabilidad es apabullante. Después de todo no se puede ser más feliz por tener más cantidades materiales que las necesarias si nos guiamos por un deseo incesable de obtener más y más. Las sociedades occidentales han logrado obtener una abundancia material tras una larga historia de carencias, pero ello no ha terminado haciéndonos más felices. Décadas seguidas de notable crecimiento económico se deberían haber traducido en una notable mejoría en la calidad de vida y el bienestar de los ciudadanos, y nada de ello ha ocurrido. Muy a su pesar han percibido tendencias que versan en el sentido contrario, tales como el crecimiento exponencial de diagnósticos cómo los trastornos depresivos entre los jóvenes en sociedades con niveles de consumo my altos (Estados Unidos o Japón son buenos ejemplos). Y es que de nada sirve la riqueza material si se debate en un entorno competitivo en el que el éxito, como fruto de la felicidad, viene determinado por la comparación entre posesiones y personas en una lucha por lograr una mejor posición (determinada por el nivel material). Mientras que el seguimiento de tales metas termina empobreciéndonos, quizá hayamos descuidado otros aspectos realmente importantes de cara a obtener una mayor satisfacción en nuestras vidas (aunque no sean materiales y no sumen en las cuentas nacionales). Mientras tanto, el consumo se puede interpretar como sustitutivo que llena el vacío emocional producido por el descuido de otros aspectos vitales como las relaciones sociales. Porque podremos tener cada vez más amigos en el Facebook, pero resulta preocupante si cada vez hablamos menos con los vecinos.
Mientras que la economía sigue justificando que las necesidades de los consumidores son conscientes y que por ello los agentes pueden actuar de forma racional en el mercado, el propio marketing asume la irracionalidad del usuario como elemento central en el proceso de comportamiento de compra (la denominada caja negra, que encierra en un enigma los numerosos factores que pueden influir en la compra de un producto). De esta manera se aprovecha tal conocimiento y se usa una profundidad psicológica con el objetivo de manipular a los sujetos y encadenarles a una generación de deseos continua que les apegue al mercado con un comportamiento consumista. De tal estrategia, fundada en síntesis en el consumismo y el crecimiento económico como forma para satisfacer las necesidades y apoyada en el marketing y la publicidad como elemento de refuerzo, nace la percepción continua de insatisfacción con lo que se posee. El sistema se cimenta sobre la base del consumo, y el consumo solo puede actuar como pilar de la economía a costa de la generación de deseos que provocan en el consumidor una permanente sensación de insatisfacción con sus posesiones materiales. Se percibe el descontento como esencia del juego del consumo. Y todo ello se disputa en el terreno de lo simbólico, trascendiendo las necesidades reales y delimitando la función de los objetos como esencias capaces de transmitir mucho más que un valor material para dar pie a procesos de distinción y de estatus. Como prueba de ello huelga decir que la publicidad explicativa (que enuncia las cualidades reales de los productos) se vio superada hace mucho tiempo por una publicidad falseadora y que utiliza elementos persuasivos como la identificación del producto con valores, emociones y sentimientos.
A pesar de todo, hay un entendimiento ampliamente generalizado y consensuado que considera que el crecimiento económico mejorará el bienestar de la población. Cotidianamente se utilizan indicadores en referencia a ello para reflejar supuestos progresos, y el consenso en torno a su fiabilidad es apabullante. Después de todo no se puede ser más feliz por tener más cantidades materiales que las necesarias si nos guiamos por un deseo incesable de obtener más y más. Las sociedades occidentales han logrado obtener una abundancia material tras una larga historia de carencias, pero ello no ha terminado haciéndonos más felices. Décadas seguidas de notable crecimiento económico se deberían haber traducido en una notable mejoría en la calidad de vida y el bienestar de los ciudadanos, y nada de ello ha ocurrido. Muy a su pesar han percibido tendencias que versan en el sentido contrario, tales como el crecimiento exponencial de diagnósticos cómo los trastornos depresivos entre los jóvenes en sociedades con niveles de consumo my altos (Estados Unidos o Japón son buenos ejemplos). Y es que de nada sirve la riqueza material si se debate en un entorno competitivo en el que el éxito, como fruto de la felicidad, viene determinado por la comparación entre posesiones y personas en una lucha por lograr una mejor posición (determinada por el nivel material). Mientras que el seguimiento de tales metas termina empobreciéndonos, quizá hayamos descuidado otros aspectos realmente importantes de cara a obtener una mayor satisfacción en nuestras vidas (aunque no sean materiales y no sumen en las cuentas nacionales). Mientras tanto, el consumo se puede interpretar como sustitutivo que llena el vacío emocional producido por el descuido de otros aspectos vitales como las relaciones sociales. Porque podremos tener cada vez más amigos en el Facebook, pero resulta preocupante si cada vez hablamos menos con los vecinos.
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