Escrito por Yosi_ el sábado, 23 de agosto de 2008
Nadie dijo que las cosas fuesen fáciles, pero en ocasiones llegan a rayar el absurdo. Soy perfectamente consciente de que ha habido cientos de ancianos con larga barba blanca que desde tiempos inmemoriales han venido advirtiendo de las enormes complicaciones de vivir rodeado de otras personas, tratando con mayor o menor éxito de comprender lo que se nos pasa por la cabeza y dar la receta mágica de la felicidad, pero con frecuencia preferimos no darnos cuenta de ello, simplificar las cosas y creerlas bajo control dentro de un mundo absolutamente caótico.
La realidad, claro está, no responde a esos ridículos intentos de poner orden donde no puede haberlo; sencillamente un día despiertas y, frente a la cuestión mas irrelevante que se te pueda ocurrir, contemplas como la montaña de autosuficiencia que habitualmente utilizas para protegerte de todo se hunde en el pozo de la más despreciable mediocridad, y tras eso no queda ninguna opción salvo enfrentarse a pecho descubierto con la enorme deuda contraída con el mundo real tras tanto tiempo de indiferente observación desde la barrera. Evidentemente nadie con dos dedos de frente se plantea que después de eso seguir huyendo sea una posibilidad aconsejable, pero desde luego enfrentarse a ello no debería ser un sinónimo de aceptarlo como inevitable, mucho menos aún de interiorizarlo y evitar una respuesta apropiada.
Para bien o para mal algunos tenemos como costumbre buscar infatigablemente las causas de todos los efectos, desde los más cotidianos hasta los verdaderamente trascendentales, y muy a menudo se encuentran precisamente en los lugares en los que menos desearíamos hallarlas. Gajes del oficio, en cualquier caso mejor eso que la incertidumbre, pero en este caso la raíz del problema se me antoja especialmente descorazonadora... Básicamente hay dos tipos de problemas, los que nosotros mismos nos creamos (que por lo general igualmente podemos resolver con más o menos empeño), y los que vienen incluidos en las crueles bromas que el destino tiene a bien dispensar con cierta periodicidad. Y en fin, se que términos tan metafísicos como ese "destino" parecen un poco fuera de lugar dentro de lo que podría considerarse un intento de análisis racional, pero me veo obligado a usarlo para marcar una categoría sin tener que recurrir a la sociedad, al Estado, a "ellos" (gran recurso, pero demasiado vacío para hoy), al Gran Hermano o a la puta madre que los parió a todos.
Porque no se trata de delegar culpas y ponerse cómodos, sino de agachar la cabeza e ir poco a poco masticando lo que a cada uno nos toca. Vivimos en una sociedad enferma, es cierto, pero lo está gracias a todos los individuos que la forman y no hacen (tal vez hacemos) absolutamente nada por cambiarla. Hemos ido decayendo desde un punto indeterminado (que intuyo no podía estar más abajo que en la actualidad) y nos precipitamos en un abismo de mezquindad en el que incluso los más pretenciosos en la materia a estas alturas sólo somos capaces de relacionarnos en base a criterios de egoismo y febril competitividad, dicho este último término con las peores connotaciones que jamás a alguien se le hayan podido ocurrir.
La realidad, esa a la que insultamos de forma cotidiana y frente a la que generalmente volvemos la cabeza, es que nos hemos construido un gigantesco castillo de relaciones basadas en cimientos de frustración y mala hostia que inexorablemente, a unos antes, a otros después, se nos acaba viniendo encima entre estrepitosas dosis de realismo. La buena noticia es que una vez te has dado cuenta hay pocos golpes que verdaderamente sorprendan. La mala es que casi siempre es demasiado tarde para reconstruirlo, y con demasiada frecuencia te ves obligado a hacer una hoguera entre las ruinas y esperar que la noche no sea demasiado fría.
La realidad, claro está, no responde a esos ridículos intentos de poner orden donde no puede haberlo; sencillamente un día despiertas y, frente a la cuestión mas irrelevante que se te pueda ocurrir, contemplas como la montaña de autosuficiencia que habitualmente utilizas para protegerte de todo se hunde en el pozo de la más despreciable mediocridad, y tras eso no queda ninguna opción salvo enfrentarse a pecho descubierto con la enorme deuda contraída con el mundo real tras tanto tiempo de indiferente observación desde la barrera. Evidentemente nadie con dos dedos de frente se plantea que después de eso seguir huyendo sea una posibilidad aconsejable, pero desde luego enfrentarse a ello no debería ser un sinónimo de aceptarlo como inevitable, mucho menos aún de interiorizarlo y evitar una respuesta apropiada.
Para bien o para mal algunos tenemos como costumbre buscar infatigablemente las causas de todos los efectos, desde los más cotidianos hasta los verdaderamente trascendentales, y muy a menudo se encuentran precisamente en los lugares en los que menos desearíamos hallarlas. Gajes del oficio, en cualquier caso mejor eso que la incertidumbre, pero en este caso la raíz del problema se me antoja especialmente descorazonadora... Básicamente hay dos tipos de problemas, los que nosotros mismos nos creamos (que por lo general igualmente podemos resolver con más o menos empeño), y los que vienen incluidos en las crueles bromas que el destino tiene a bien dispensar con cierta periodicidad. Y en fin, se que términos tan metafísicos como ese "destino" parecen un poco fuera de lugar dentro de lo que podría considerarse un intento de análisis racional, pero me veo obligado a usarlo para marcar una categoría sin tener que recurrir a la sociedad, al Estado, a "ellos" (gran recurso, pero demasiado vacío para hoy), al Gran Hermano o a la puta madre que los parió a todos.
Porque no se trata de delegar culpas y ponerse cómodos, sino de agachar la cabeza e ir poco a poco masticando lo que a cada uno nos toca. Vivimos en una sociedad enferma, es cierto, pero lo está gracias a todos los individuos que la forman y no hacen (tal vez hacemos) absolutamente nada por cambiarla. Hemos ido decayendo desde un punto indeterminado (que intuyo no podía estar más abajo que en la actualidad) y nos precipitamos en un abismo de mezquindad en el que incluso los más pretenciosos en la materia a estas alturas sólo somos capaces de relacionarnos en base a criterios de egoismo y febril competitividad, dicho este último término con las peores connotaciones que jamás a alguien se le hayan podido ocurrir.
La realidad, esa a la que insultamos de forma cotidiana y frente a la que generalmente volvemos la cabeza, es que nos hemos construido un gigantesco castillo de relaciones basadas en cimientos de frustración y mala hostia que inexorablemente, a unos antes, a otros después, se nos acaba viniendo encima entre estrepitosas dosis de realismo. La buena noticia es que una vez te has dado cuenta hay pocos golpes que verdaderamente sorprendan. La mala es que casi siempre es demasiado tarde para reconstruirlo, y con demasiada frecuencia te ves obligado a hacer una hoguera entre las ruinas y esperar que la noche no sea demasiado fría.
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