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Escrito por Cronos el jueves, 25 de marzo de 2010

El Bardo Errante.

Hoy, cuando entraba en el pueblo, un hombre sencillo me hizo una pregunta. Quería saber por qué motivo los bardos, que llevamos alegría, diversión, y momentos de regocijo allá a donde vamos, solemos llevar la pesada carga de la tristeza sobre los hombros. Mi respuesta fue que lo desconocía. Pero quizá, y solo quizá, mi respuesta fue incierta. Aunque sea complicado de explicar con una respuesta simple, es posible que la historia que os voy a contar, la leyenda de Haldar Aran-Tai, más conocido como El Bardo Errante, o simplemente El Errante, os pueda servir para entender los motivos de dicha melancolía.

Cuenta la leyenda, y creedme, amigos, que si en toda leyenda existe algo de verdad, en esta hay más que en cualquier otra, que el mayor bardo que jamás haya pisado este bienaventurado mundo era aquel conocido como Haldar Aran-Tai. No existe bardo que merezca ser llamado bardo y no conozca su historia, ni existe un bardo que no haya pensado alguna vez en su destino, pues Haldar siempre vivió como un bardo, y dicen que como un bardo continúa viviendo, sirviendo a los dioses y a los hombres, y llevando alegría y sabiduría a los corazones de las buenas gentes.
Los pocos afortunados que dicen haberla oído, cuentan que Haldar tiene la voz mas dulce que jamás haya disfrutado hombre o dios, que su música es la más bella y la más expresiva que un mortal haya poseído, y que sus historias y sus canciones pueden hacer llorar igual que reír, que pueden hacer sentir la mas cruel de las derrotas y la mas brillante de las victorias, la cobardía y la valentía, el honor y el deshonor. Los más devotos o atrevidos dicen que oír una historia de su boca es lo mas próximo a vivirla, y que en ocasiones llega a ser incluso mejor. También dicen de él que la belleza de su voz es tal que sus hermanos elfos le dieron su apellido, orgullosos de lo que oían. Y es que Aran-tai significa La Voz de Los Dioses en el idioma de Ainalar. Y creedme, amigos, los elfos, cuando dan a alguien un apodo, saben lo que quieren decir.

Pero vayamos a la historia en sí. Os diré que Haldar nació hace ya mucho tiempo, quizá cientos o miles de años, en las lejanas tierras de los elfos Ainalar, en el norte. Su infancia y juventud las pasó, por deseo expreso de sus padres, al cuidado de su anciano abuelo, Enatar, uno de los seis Archidruidas del Norte. En aquellos años pasó horas y horas hablando con él, aprendiendo de su sabiduría centenaria, conociendo cómo amar a la naturaleza y a los que le rodeaban, aprendiendo viejas historias olvidadas por casi todos y cómo reconocer la armonía que existe oculta en todo. Su intención entonces era convertirse con el tiempo en un druida, una profesión tan noble a ojos de los dioses como a los de los mortales, para continuar así el trabajo y la tradición de su familia. El camino de los druidas es largo y no está exento de peligros, pero él estaba decidido, y todos pensaban que sería capaz de llegar a su meta, pues había nacido con una voluntad inquebrantable y un corazón puro como el agua que baja de las montañas.

Dicen que no está en la naturaleza de los bardos el hacer planes a largo plazo, que vivimos la vida desde la inmediatez del momento. En esa época, Haldar conoció a Alnai, y este suceso trastocaría toda la vida del Bardo. A través de ella, Haldar descubrió las dos grandes pasiones que marcarían su vida: La música, y ella.

La conoció en una de las largas tardes de verano que dedicaba a caminar por el bosque, observando de primera mano, en la naturaleza misma, las enseñanzas de su abuelo. Aquel día caminaba plácidamente por la bella arboleda mientras recordaba la lección de esa misma mañana, cuando una extraña y bella música llego desde la distancia hasta él. Era el inconfundible sonido de un flautín élfico, y quien lo hacía sonar poseía una habilidad incomparable. Su melodía y su ritmo se entremezclaban con las luces, las sombras, los sonidos y los olores del bosque de manera tan bella y armoniosa que parecía que hubiesen sido compuestas para aquel preciso lugar y aquel preciso instante. Dominado por la curiosidad, caminó hacia el origen de la música, y al poco, en un pequeño claro, vio a una joven elfa, de cabellos dorados y mirada alegre que, sentada en el tronco de un árbol caído, hacía sonar su pequeño flautín con naturalidad, casi como si sus manos hubiesen sido hechas para tal menester. Se quedó paralizado y mudo ante la belleza de la joven y de la música, y, sin mediar palabra, se sentó y continuó escuchando. Nunca supo cuanto tiempo había pasado cuando la joven dejó de tocar. Entonces ella le miró, sonrió levemente, y se marchó caminando.

Al día siguiente, Haldar volvió al mismo claro en el bosque. Ella, de nuevo, estaba allí, llenando el aire con su deliciosa música. Se sentó en el suelo, como el día anterior, y escuchó durante horas. De nuevo, ella dejo de tocar de pronto, le miró, le sonrió, y se fue. Durante semanas pasó las tardes allí, escuchando a la bella y joven elfa, pensando en las enseñanzas de su abuelo, y viendo claro como se dibujaba el camino de su vida. Necesitaba poder hacer lo que ella hacia. Tenía que ser capaz de hacer una música así de bella. Había encontrado la armonía de su vida en la música. Sería un bardo, la voz de los dioses.

Gracias a su abuelo, que aunque en un principio se disgustó por la decisión de Haldar comprendió y accedió a sus deseos, pudo conocer a los mejores maestros de Ainalar. Comenzó a aprender el arte de la música durante las mañanas, con sus maestros, y a amarlo durante las tardes, escuchando las melodías de la misteriosa joven. El camino del bardo y el del druida, aunque distintos, son similares, pues un buen bardo debe conocer las historias de todo, y la armonía de la música y la de la realidad misma son casi hermanas gemelas, o eso afirman los sabios.

El verano terminó y, un día de otoño, Haldar acudió a su cita de cada tarde, pero esa vez ella no estaba allí. La buscó durante horas, pero no pudo encontrar ni a la joven ni su música. Al día siguiente, y al otro, volvió, pero ella no apareció, hasta que Haldar estuvo convencido de que no iba a volver.

El invierno siguiente Haldar continuó con su formación en el arte de la música, alternándolo con las enseñanzas sobre la naturaleza, los hombres y los dioses de su abuelo, hasta que sus maestros le dijeron que no podían continuar enseñándole, puesto ya era tan bueno como ellos. Haldar había sido el mejor alumno que habían tenido. Parecía haber nacido para hacer música, y su amor a aquel arte y su esfuerzo habían sido tales que su aprendizaje había sido el mas breve y rápido que ninguno de ellos podía recordar, y el resultado del aprendizaje, mejor aún. Sus maestros así se lo hicieron saber, y le indicaron que a partir de ese momento debía continuar por si mismo, debía aprender a conocer la música para poder entenderla y transmitirla. Entonces comenzó a ir a diario hasta aquel claro para intentar llenar con su arte, aún tímido y balbuceante cuando lo comparaba con los recuerdos que tenía de la música de su misteriosa joven, el vacío que la de ella había dejado, para intentar alcanzar la mágica armonía que buscaba, y que desde que la misteriosa joven había desaparecido, no había podido encontrar de nuevo. Pero no lo conseguía, no sin ella, estaba seguro.

Pasó el invierno, y llegó la primavera, y cuando estaba ya bien entrada, y ya no quedaba nieve en las montañas, un día, mientras practicaba, como siempre, en el mismo claro, una música se unió a la suya. Era ella. De pronto, Haldar encontró la armonía que buscaba de manera natural, sin tener que pensar en qué hacer o cómo conseguirlo, solamente dejándose llevar por una intuición que llevaba grabada en su alma desde el mismo día en que había oído y disfrutado por primera vez de la música de la joven, un año atrás.

Era simplemente perfecto.

Juntos, disfrutaron de la música hasta que cayó la noche y no pudieron continuar puesto que el frío y las horas les habían entumecido las manos. Entonces ella se acerco a él, le miró a los ojos, sonrió, y dijo “Hola, soy Alnai.” Él se presentó también, y comenzaron a hablar. La conversación continuó hasta que las primeras luces del alba asomaron por el horizonte.

A partir de entonces cada día compartieron horas y horas de música y de conversación. Haldar aprendió a amar la música con toda su alma, y a la vez, aprendió a amarla a ella de la misma manera. Desde el primer día sabía que ella había dado su corazón a otro, y de todos es sabido que cuando un elfo ama lo hace para siempre, y que eso es algo que no puede ser cambiado. Y aun sabiéndolo, Haldar no pudo evitar que sucediera. Sucedió poco a poco, aunque en realidad había comenzado a suceder con la primera mirada, o incluso antes, con las primeras notas que había escuchado paseando por el bosque, y cuando fue plenamente consciente de lo que sentía supo que esos sentimientos serían a la vez su mayor gracia y su mayor maldición. Se sentía a la vez vivo y confuso, no podía decírselo sin perderla, y no podía dejar de decírselo sin perderse a si mismo. La única forma que encontró para expresar sus profundas e intensas emociones fue utilizar aquello que compartían y que más unido a ella le hacía sentirse: la música. Cada día, en sus melodías, intentaba decir todo lo que sentía, pero no podía saber si ella lo notaba, puesto que nunca respondía. Al menos no de una forma que él pudiera entender. Su música seguía siendo alegre, pura, limpia, y sus palabras también. Ni una mirada, ni un gesto.

Ya al final del verano, cuando los días comenzaban a acortarse y los atardeceres comenzaban a hacerse frescos, todas sus dudas quedaron disipadas. Ella respondió. Para su sorpresa, su música dijo lo mismo que decía la de él. Las dos, unidas, alcanzaron la más perfecta armonía que ambos hubiesen podido soñar.

Pero, de pronto, la armonía se quebró.

“Adiós” fue lo ultimo que le dijo. Se dio la vuelta y echó a correr. Por un momento Haldar creyó ver, o notar, que ella lloraba. Siempre había estado seguro de que la separación llegaría más pronto que tarde, pero el ser consciente de que ella también le amaba acabó de romper su ya maltrecho corazón. Su alma se derrumbó, y durante toda la noche y todo el día siguiente permaneció allí, solo, dejando que dolor y música fuesen una sola cosa. Al día siguiente llovió como nunca había llovido, como si los dioses lloraran la profunda pena del Bardo, emocionados con su música.

Pocos días después, Haldar decidió que su tiempo en el bosque Ainalar había terminado. Debía echarse a los caminos, buscar la armonía que había encontrado junto a ella en otro lugar, de otra manera, buscando dentro de si mismo y a su alrededor, y a la vez iluminar los corazones de aquellos con los que se encontrara. Era un bardo, y ese era su camino. Debía seguirlo.

Durante años caminó por el mundo como lo que era, un ser sencillo y sabio, y durante este tiempo fueron miles las historias que conoció, y muchas las que narró. Él era un simple espectador, pero siempre acudía allí donde ocurría algo digno de ser cantado, para así poder transmitirlo a través de su música a todos los hombres de todas las tierras. Con el tiempo, y gracias a su interminable talento, Haldar se fue haciendo más y más conocido entre los hombres. Sus consejos eran los más apreciados, y los rumores sobre su sabiduría, su habilidad y su voz sin parangón comenzaron a oírse por todas partes. Con los años, hasta los más altos reyes comenzaron a sentirse honrados cuando Haldar visitaba sus palacios. Él siempre cantaba igual, con el mismo afecto a su arte y la misma pasión, regalando su don sin tener en cuenta si quien le oía era el más poderoso de los reyes o el más humilde de los campesinos. Toda su sencillez se basaba en que para él, los que le oían solo eran personas a las que alegrar el corazón, puesto que el suyo ya no podía sentir tal cosa, y a las que debía transmitir la sabiduría de aquellos que ya habían dejado este mundo. Su deber era mostrarles los hechos que habían ocurrido y que no habían podido vivir. Durante este tiempo los hombres le dieron un nuevo nombre. Le llamaron El Errante, pues nunca permanecía mucho tiempo en ningún sitio, y nunca nadie sabía cuando iba a llegar o partir.

Fueron muchos los años en los que Haldar llevó esta vida, y fueron muchas generaciones de hombres las que cultivaron y agrandaron su mito. En cierto modo, Haldar era feliz así. A pesar del peso de su corazón, que era lo que le empujaba a seguir siempre caminando y a seguir cada día con su labor, con el paso de los años había comenzado a apreciar el amor y el respeto que le profesaban los hombres, y el hecho de que recurrieran a su consejo en los tiempos de necesidad para así calmar las dudas de sus corazones le hacia sentirse bien consigo mismo. Haldar tenía alma de bardo, y había aprendido a amar su destino. Pero a veces, los caminos de la vida se tuercen en el lugar menos sospechado, y siempre que uno cree que ha llegado a algún sitio se da cuenta de que solo ha dado un paso más en el camino. Aunque aún no lo supiese, el destino de Haldar estaba unido a algo mucho más grande.

Un día, cuando ya llevaba largos años en los caminos, Haldar llegó a una ciudad élfica. Había acudido allí atraído por una noticia de suma importancia para el destino del mundo entero y de todos sus habitantes. Alguien iba a invocar el Libro del Destino, con la intención de destruirlo. Contaban y cuentan las leyendas que el Libro del Destino es el instrumento que habían utilizado algunos dioses malignos para atar el devenir, y con el, el futuro y la libertad de los seres mortales, uniéndoles a un camino que culminaba en la destrucción de todos ellos. Y el estaba allí porque era el único en muchas semanas de distancia que conocía la canción que haría que el libro se abriera, y uno de los pocos capaces de ejecutar esa compleja y mística melodía.

El ritual duró días, y Haldar esperó pacientemente hasta que el consejo de ancianos de la ciudad consiguió invocar el libro. Grandes habían sido los esfuerzos realizados para conseguir los componentes del ritual y muchos eran los que habían muerto para culminar una tarea digna de los más altos héroes, conseguir la libertad de todos los hombres presentes y futuros. Haldar, sin asustarse por la magnitud de su cometido, comenzó a ejecutar la melodía mágica que, según tenían previsto, destruiría el poder del libro, al menos parcialmente. Durante varias horas la música mística llenó el lugar con su ritmo y su melodía cambiante y extraña, introduciéndose en los oídos de los pocos que escuchaban, enredándose en el interior de sus mentes hasta hacerles perder la noción del tiempo. Aquella música extraña y poderosa fue aumentando en cadencia, intensidad y volumen. Una luz amarillenta comenzó a envolver al libro, haciéndose más intensa cuanto más intensa era la música. La luz fue aumentando en brillo e intensidad, hasta que se hizo prácticamente imposible mirar hacia ella. Haldar seguía tocando, como hipnotizado, cada vez más rápido, cada vez con más intensidad, la misma melodía. Se puso en pie y comenzó a girar alrededor del libro sin dejar de tocar, moviendo su cuerpo al ritmo de la música, convulsionándose y girando sobre sí mismo más y más rápido, más y más rápido...

De pronto, cayó al suelo, ante el libro, y la música y la luz cesaron.

Lo primero que vio el bardo cuando despertó fue el libro. Estaba abierto por la mitad, y en este momento parecía totalmente normal, aunque de extraordinaria factura. Haldar pudo ver como sus páginas rápidamente se llenaban con más y más texto, que parecía ser escrito por unas manos invisibles. Se acercó, y vio como las palabras que aparecían en la última página contaban exactamente lo que estaba ocurriendo, cómo había despertado, cómo había visto el libro, y cómo comenzaba a leerlo. Escritas con una caligrafía exquisita, narraban cada movimiento y cada pensamiento que tenía en el mismo instante en el que se producía. Poco a poco fue notando algo oscuro en el libro. Mientras lo miraba comenzó a darse cuenta de que algo, como un peso o una carga, oscuro y extraño, comenzaba a crecer en su corazón. ¿Por qué destruir el libro? Todas las historias estaban allí reflejadas, incluso las historias futuras, era absurdo acabar con un tesoro así. Su miedo y su desazón fueron a más cuando vio como en el libro comenzaba a narrarse cómo él cerraba el libro y se lo llevaba, alejándose de allí para tener una vida apacible como bardo, pero por supuesto, el mejor bardo que jamás hubiera pisado el mundo de Isvar. Lo peor de todo fue notar como poco a poco, ese pensamiento que le había parecido absurdo en un principio, la idea de hacer lo que allí estaba escrito, se iba haciendo razonable, plausible, aceptable en su interior.

-Ten cuidado, o tu destino podría unirse al suyo, si es que no lo ha hecho ya.

La voz provenía de detrás de el. Casi se asustó al oírla, pues el silencio hasta ese momento había sido casi total salvo por un grupo de niños elfos que jugaba a lo lejos. La fuerza del libro era tal que no se había parado a mirar ni por un instante qué había ocurrido con los que estaban observando el ritual, o habían sido parte de él. Cuando se giró y miró a su alrededor observó de que todos, absolutamente todos, estaban quietos, como paralizados. Nada se movía a su alrededor, ni siquiera los animales, ni la hojas de los árboles. Solo aquellos niños a lo lejos, y la persona que le había hablado. Jamás había visto a aquel hombre, que parecía mayor. Era completamente calvo y vestía con una túnica negra y de aspecto pesado, que ondeaba suavemente a su alrededor como si estuviese soplando el viento. Lo que más le impresionó de él fue su mirada. Estaba cargada de serenidad y de curiosidad al mismo tiempo, y su expresión era de cierto afecto, incluso de cariño. Se dio cuenta de que había algo realmente fuera de lo común en él, una sensación de serenidad inmensa, parecida a la que transmitían los elfos más ancianos, aunque muchas veces multiplicada. El hombre le observaba con curiosidad, jugueteando con una pequeña esfera de cristal, que movía como si pudiese hacerla flotar, deslizándola por encima y alrededor de su mano derecha.

-¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué están todos paralizados?- Haldar intentó hablar con un mínimo de seguridad, aunque su voz mostraba lo confuso que estaba.
-Nada.- El hombre camino hacia el lentamente. Su voz era profunda y serena- Absolutamente nada.
-¿Quien eres? ¿Por qué nosotros podemos movernos?
-Quien soy yo no es importante, o quizá si lo sea, pero es algo que deberás descubrir por ti mismo. Podríamos decir que en esta historia, soy yo el que hago de observador. Esta vez te ha tocado a ti ser el protagonista.
-No estoy acostumbrado a serlo.
-Lo sé.
-¿Qué puedo hacer entonces?
-O lo desconozco o no debo decírtelo. Escoge la opción que más te agrade.
-Ninguna de las dos me agrada, para ser sincero, y no parecéis dispuesto a darme ninguna información, así que… pensaré que debo hacer.
-Eso es precisamente lo que has de hacer.

Por si estaba poco confundido, la conversación con aquel hombre – si es que su interlocutor lo era, cosa que cada vez dudaba más - y el hecho de que siguiera observándole no ayudaban demasiado a aclarar sus ideas. Estaba seguro de que le había dicho muchas más cosas de las que realmente era consciente de haber oído. Fuera quien fuera, no era lo que parecía. Centró su atención en el libro. Se fijó en las últimas líneas escritas, y vio que sólo una parte de la conversación con aquel hombre se había transcrito, lo que había dicho él. Las palabras que había pronunciado su interlocutor no estaban allí. Rápidamente apartó su vista de las palabras, temeroso de que intentase dominar su voluntad como lo había hecho antes.

Una idea comenzó a rondar por su mente. Si quería saber como destruir el libro debería saber como había sido creado. Había varias historias que hablaban del origen del libro, y ninguna era demasiado rica en detalles, aunque la más común decía que un grupo de dioses malignos, que variaban en su nombre según la cultura y el lugar, se habían unido y habían engañado a los dioses del bien, convenciéndoles de que atar el destino de los hombres, creados libres, traería la paz entre ellos. Pero el destino al que llevaba aquel libro no era la paz, sino un conflicto en el que los dioses malignos saldrían ganadores, con la ayuda de los corazones de los hombres. Si esa historia era cierta, la dificultad para simplemente dañar al libro iba a ser enorme, y el poder necesario para conseguirlo, mayor aun.

Debía saber cual era el verdadero origen del antiguo artefacto, y tenía en su mano la mejor fuente de información para aclarar sus dudas: El propio libro. Ignorando el riesgo que podía correr, lo abrió por la primera página, y comenzó a leer. Nadie, salvo el propio Haldar, puede saber con exactitud lo que allí estaba escrito. Lo que si sabemos es que la historia le sorprendió incluso a él. Según lo que el propio Haldar más adelante contaría y cantaría, el libro había sido creado por unos seres de poder descomunal, a los que llamaba los Hermanos, los Forjadores o los Creadores, que habían creado el mundo y que lo observaban. Seres mayores incluso que los dioses a los que adoramos, y mucho más ancianos que ellos. Según el libro, algunos de esos hermanos estaban en contra de la creación del libro, y de entre ellos, el mayor detractor era Cronos, al que también llamaban El Observador. Al parecer, de alguna manera, el libro afectaba particularmente a la labor de Cronos, y a la energía que él aportaba al mundo, el tiempo. Aunque debía atar el destino de todos, Cronos había conseguido, no sin un gran esfuerzo por su parte, que sólo pudiese hacerlo realmente con aquellos que creyesen que su destino estaba marcado. La cantidad de poder necesario había sido tan grande que, para poder reunirlo, había tenido que realizar un gran sacrificio. Había tenido que tomar forma física, condenándose a si mismo a vivir para siempre en Isvar. La descripción que de la forma que había tomado Cronos coincidía exactamente con la del hombre calvo que estaba tras él. De nuevo, oyó su voz.

- Mi trabajo aquí está hecho. Ahora ya sabes la verdad. Sólo tienes que decidir si sigues el camino que se abre ante ti o no. Eso ya no me corresponde.

Cuando Haldar se giró todo seguía igual, salvo que aquel hombre, o aquel ser, ya no estaba allí. Poco a poco había comprendido lo que habría de ocurrir. La propia leyenda del libro era lo que lo hacía poderoso, y si la gente no creía en él, se liberaría de su poder, debilitándolo más y más. Quizá, si conseguía que la mayoría de los hombres creyesen que eran libres podrían destruir el libro. Haldar comprendió en seguida cual era la elección que tenía que tomar, y decidió tomar el camino que le habían señalado. Caminaría por el mundo, contando una y otra vez la historia del libro, la que había leído, intentando que los corazones de los hombres se impregnasen de ella, haciendo que el poder del libro se debilitase hasta hacerlo vulnerable. No dejaba de ser paradójico que para liberar el destino de los demás, fuese necesario que sacrificase el suyo, pero si eso era lo que tenía que hacer, lo haría. Al fin y al cabo, era un Bardo. Su lugar era el camino.

Y tal y como había decidido, lo hizo. Durante muchos, muchos años, hay quien dice que siglos, Haldar volvió de nuevo al camino. En ese tiempo, El Errante llegó a lugares aun más lejanos que en sus viajes anteriores, pisando países de los que desconocemos hasta su nombre. En cada ciudad, en cada pueblo, en cada aldea, Haldar contaba sus historias, y en todas y cada una de ellas contó la historia del libro, y de cómo los hombres debían dejar de creer que su destino estaba marcado, puesto que eran libres para seguir el camino que quisieran. A pesar de que la habilidad de Haldar era incomparable, a pesar de que su sabiduría parecía infinita, no todos los hombres que le escuchaban le creían, pero aun así, sabía que cada vez que contaba su historia, plantaba una semilla que con el tiempo florecería. Y así los hombres, poco a poco, fueron recuperando la fe en su libertad. La historia se extendió como ninguna otra antes se había extendido, y lo que en ella se contaba fue, poco a poco, generación tras generación, calando el las mentes de los hombres, debilitando al libro, y aproximando a Haldar a su objetivo. Muchos años después de empezar con su viaje, Haldar decidió volver. El momento había llegado.

Haldar había dejado el libro bajo la custodia de los grandes Archidruidas del Norte, y sabía que por lo tanto debía estar guardado en Ainalar. Una parte de su corazón temía volver allí, puesto que después de tantísimos años aun su corazón conservaba la profunda cicatriz de la herida producida por Alnai. Aunque había pasado muchísimo tiempo, todavía la recordaba cada vez que, para mitigar su soledad, tocaba su música por puro placer en las largas noches. Todavía su alma le hacia soñar con ella, y los sentimientos que le habían empujado al camino todavía perduraban en su corazón, pues así es el corazón de los elfos, cuyos sentimientos son tan duraderos como sus vidas. Y en sus sueños ella le expresaba con su voz lo que le había expresado con su música el último día que se habían visto. Su dolor no era tan intenso, pero era igual de profundo, y se había extendido por completo desde lo más hondo de su corazón hasta llenarlo por completo.

A pesar de su herida, Haldar debía volver, y así lo hizo. Fue recibido con grandes honores, como el legendario bardo que ya era, y todos sabían lo que significaba su vuelta. El libro habría de ser destruido, el momento había llegado. Durante el tiempo en el que Haldar había viajado por el mundo extendiendo la historia que debía debilitar el poder del libro, los Archidruidas habían investigado como destruirlo definitivamente. Partiendo del ritual con el que se había abierto el libro, habían creado una melodía que podría acabar con el, pero esa melodía era de una complejidad y una dificultad enorme, y no sabían si alguien seria capaz de ejecutarla alguna vez. Además, dos bardos debían ejecutar la melodía. Pero solo tendrían una oportunidad. Si fallaban, el ritual de invocación del libro sería revertido, y el libro perdería su forma física. Los ancianos estaban convencidos de que uno de los elegidos debía ser el propio Haldar, pero ni siquiera ellos conocían a ningún otro ser capaz de interpretar una melodía tan intrincada. Haldar si lo conocía. A pesar del dolor de su corazón, les hablo de Alnai. Estaba convencido de que si tocaban los dos juntos, podrían lograrlo.

Hicieron llamar a Alnai. Los Druidas le explicaron todo lo que ocurría, y aunque tardó un tiempo en tomar una decisión, finalmente acepto ayudarles, pues auque sabia el dolor que le produciría a Haldar su encuentro, también se daba cuenta de lo importante que era su cometido, y del gran honor que le hacían al pedírselo. Haldar y Alnai, cientos de años después de su repentina despedida, se volverían a encontrar.

El primer día ni siquiera practicaron. Hablaron durante horas, primero bajo la luz del sol del atardecer y después bajo la luz de las estrellas. Hablaron de sus vidas, de cómo había transcurrido el tiempo desde que no se veían, de lo que habían aprendido durante el largo camino de sus vidas y de lo que el camino les había enseñado. Ya no eran aquellos adolescentes deseosos de descubrirlo todo, sino adultos con una larguísima vida a sus espaldas, sabios, casi ancianos en su interior, pero eternamente jóvenes en su aspecto externo. Haldar había temido que su mente hubiese transformado el recuerdo de Alnai, idealizándolo a base de utilizarlo una y otra vez, cada mañana y cada noche, pero cuando estuvo ante ella se dio cuenta de que había sucedido todo lo contrario. El tiempo había tratado bien a su amada, dotándola de una profundidad en el gesto y en la mirada que la hacían aún más bella a sus ojos y a su alma. No hablaron de ellos. Nunca se habían expresado lo que sentían salvo a través de la música, y ninguno de los dos tomó ningún paso en esa dirección, quizá por miedo a lo que podrían decir, o más bien a las consecuencias de decirlo, o quizá porque ambos sabían que la tarea que les habían encomendado era muchísimo más importante que los sentimientos que había entre ellos. Cuando se separaron, casi al amanecer, Haldar estaba seguro de que esta vez nada podría salvar a su corazón de la profunda tristeza, que esta vez acabaría para siempre con sus ganas de vivir, y con su vida.

Durante varias semanas, Haldar y Alnai se vieron cada día, practicando la ejecución de la melodía una y otra vez. Pronto Haldar estuvo convencido de que serían capaces de lograrlo, puesto que la armonía, esa compenetración intuitiva, casi mágica, de la música que los dos hacían no había disminuido con el paso de los años. Cuando ejecutaban la melodía, ambos se sentían como si caminasen de la mano, ayudándose mutuamente cuando uno de los dos flaqueaba o se sentía débil. Según fueron pasando los días, cuanto más se acercaban a dominar la melodía, más se entristecía el corazón de Haldar, consciente a la vez de lo bello y profundo de sus sentimientos y de que no podía conseguir aquello que anhelaba. Temeroso de perder sus ganas de vivir antes de intentar realizar su tarea, Haldar decidió que estaban listos. Por fin, intentarían el ritual.

En el mismo claro en el que se habían conocido, sentados en el suelo con el libro entre ellos, comenzaron a tocar. Al principio, ejecutaban la melodía lentamente, dejando que la música lo empapara todo, haciendo que los sonidos de ambos se rizasen y se mezclasen en sus oídos, hipnotizándoles lentamente. Poco a poco, el ritmo de la melodía se fue acelerando. Como si estuviesen en trance, ambos tocaban, con los ojos cerrados, dejando que sus manos ejecutasen la música sin que casi tuviesen que pensarlo, moviendo sus cuerpos lentamente al compás.

Pero algo fallaba. Haldar había rozando el límite de la resistencia de su corazón durante muchos días, y ahora parecía que no podría resistirlo. Notaba como la potente energía que se desprendía del libro iba cambiando lentamente, combinándose con la música y siendo disuelta por ella, pero el daño aun no era suficiente ni para comenzar a soñar con conseguir su objetivo. Por más que intentaba hacer que su música se hiciese más intensa, el profundo dolor y la tristeza que sentía le invadían, y no conseguía concentrarse lo suficiente como para aumentar el poder de la melodía.

Sin dejar de tocar, dejando que sus manos con el ritual que habían practicado hasta interiorizar cada paso, cada secuencia, hasta hacer su ejecución algo tan natural como el hablar o el respirar, escucho más detenidamente la música de Alnai, dejándose guiar por ella, tal y como habían practicado las últimas semanas. Notaba un cambio en ella y en la forma en la que estaba tocando, pero no estaba seguro de lo que era. En su música había una pasión, una fuerza, una intensidad que nunca antes había notado, o que quizá nunca había estado en condiciones de percibir. Centró su atención en esa diferencia, escuchó los matices, las intensidades, las cadencias, y poco a poco fue comprendiendo qué había de distinto en la música de Alnai. Era como si no estuviese sola, como si su música proviniera de muchas personas en lugar de provenir de una sola, como si la fuerza que inspiraba su arte proviniese no solo de ella, sino de más allá. Según iba percibiendo esos matices, esos detalles, notó como si esa especie de mano amiga de su compañera estuviese apretando la suya cada vez con más fuerza aunque igual suavidad. Ella quería que se diese cuenta de algo, y ese algo tenía que ver con el modo en que ella estaba ejecutando su música, con ese algo que a la vez provenía de ella y de fuera de ella.

Entonces, buscó en su interior esa fuerza que ella le estaba mostrando. Y lo que encontró le maravilló. Primero fue solo una voz, suave, distante. Era la voz de alguien que soñaba, que entregaba sus anhelos a alguien en quien creía firmemente. Y ese alguien era él, Haldar, El Bardo, El Errante. Pronto fueron dos, tres, cuatro… Sentía que esas voces llevaban mucho tiempo estando ahí, pero que había estado sordo para ellas, y solo ahora había empezado a notarlas. Cada voz de la que recibía sus deseos más profundos, sus sueños más íntimos, le permitía escuchar diez más, y a la vez, sentía que cada una de esas voces, de esas almas que se entregaban y le pedían ayuda y consuelo le hacían a él más fuerte, más poderoso, más firme, más apto para poder cumplir con su misión. Poco a poco fue notando cómo el poder aumentaba en su interior, cómo su tristeza y su dolor se atenuaban, se disolvían en los ruegos que ahora era capaz de percibir con claridad, y a la vez que notaba todos estos cambios, su música fue aumentando en cadencia, en intensidad, en exactitud, en poder. Y con la suya, la de Alnai también crecía y crecía, como si se alimentasen mutuamente. Comprendió de donde salía esa extraña energía que había notado en Alnai. Aunque no era igual, era muy similar a la que él mismo sentía. Como la suya, provenía de los sueños, los anhelos y las creencias de otras almas, de personas repartidas por todo el mundo que se la entregaban con la esperanza de que pudiera ayudarles a cumplir sus sueños más profundos. Alnai no era una elfa. Quizá lo había sido, pero ya no lo era. Ni tan siquiera lo era cuando la conoció. Alnai era mucho, muchísimo más que eso. Ahora, por fin, lo sabía.
Entonces, escondida en lo más hondo de su música y de los ruegos de las almas, como si siempre hubiese estado allí, oyó su verdadera voz.
“Por fin, amor mío, por fin... Tanto, tanto tiempo he pasado observándote desde la distancia, tanto tiempo sintiendo a la vez tu dolor y tu amor, tu profunda entrega, la firmeza de tus sentimientos y la debilidad que se apoderaba de tu alma… tanto tiempo… Tantos dias pensé que finalmente me olvidarías, que abandonarías tu titánica tarea…
Pero no, por fin, el día que esperaba desde que nos encontramos por primera vez en este mismo claro, ha llegado. Desde que soy lo que soy, no había nacido un hombre con tu capacidad para comprenderme, que me amase como tú, que se entregase a mí como tú.
Cada noche, todas las noches, desde tu partida de Ainalar hasta hoy he caminado contigo, he estado a tu lado, he sentido en mi propio ser tu canto, tu don, tu llanto, tu amor, y cada noche he deseado tomar forma junto a ti, acariciarte y consolarte, disfrutar de tu presencia, tu tacto, tu compañía, hacerte saber que mis deseos y los tuyos eran los mismos… y he sentido tanta frustración por saber que no era posible, que no estaba en mi mano, que no podía hacerlo sin perderte y perderme a mi misma para siempre…
Hasta hoy. Porque hoy, amado mio, hoy es el principio y el fin de muchas cosas. Hoy, si tenemos exito, comenzará una nueva era en el mundo, y una nueva era para ti y para mí. A partir de hoy tú serás Haldar, El Errante, El Cantor, El Espejo de los Bardos, El Caminante, El que Canta la Verdad, El Liberador...

Porque hoy, ahora mismo, Haldar, mi amor, has dejado de ser un hombre para ser un dios. Y, además de todos tus bien merecidos nombres, yo, Alnai, el espíritu de La Música, te otorgo uno más: El Que Enamoró a la Música.“.

El ritual continuó durante horas y días. Cuando finalmente la música cesó y unos pocos acudieron al claro a averiguar qué había pasado, sólo encontraron el suelo del claro y parte de los alrededores socarrado, reducido a cenizas. Y en el centro, depositada en el suelo, una página, arrancada del libro. Escrita en ella estaba el final de la historia que os acabo de contar, las sensaciones de Haldar, las palabras de amor de Alnai... y de pronto, nada más. Sólo el papel en blanco.

Como todos sabréis los sabios determinaron que el ritual había tenido éxito parcialmente, y que el libro era mucho más poderoso de lo que habían imaginado, puesto que ni el poder de dos dioses había sido capaz de destruirlo. La página que encontraron había sido arrancada del libro, pero el libro seguía existiendo, aunque su poder había sido gravemente dañado. Durante unos años, todos serían completamente libres, y aunque el poder del libro siguiese siendo descomunal, las consecuencias de la Página Rota serían impredecibles, pero muy grandes. Nacerían muchos que no deberían haber nacido según el libro, lo cual da una oportunidad a los hombres de liberarse por completo de su nefasta influencia, y por lo tanto de cambiar el final de La Historia. Ese día, hace mas de mil quinientos años, comenzó esta Era, a la que en honor de estos hechos llamamos La Era de la Página Rota.

Y así acaba esta historia, o al menos la parte que quería contaros. Recordareis que comencé a contarla para explicaros la tristeza de los bardos. Haldar, nuestro dios, es también nuestro ejemplo. Él convirtió los caminos en su hogar para olvidar el dolor que había dejado atrás. Pues como él, todos, todos los bardos tenemos nuestro motivo.

En realidad, el motivo por el que es difícil responder a esa pregunta es que lo que sucede no es que los bardos estemos o seamos tristes. La verdad es que algunos, por estar tristes, nos hacemos bardos.

Escrito por Cronos el jueves, 18 de marzo de 2010

Torbellino.

Llevaba horas en el remolino. Siempre negro, siempre intenso, siempre cambiante, como cada día, caía, caía por él sin remisión, sin llegar a ningún sitio y sin salir de ningún lugar. Sólo el remolino.

Se resistía con todas sus fuerzas, con toda su voluntad, pero nada podía hacer salvo seguir dejándose llevar, salvo dejar que el remolino, y quien en él gobernaba se apropiasen de su mente.

No, una vez lo había conseguido, pero no habría una segunda. Seguiría luchando, sólo porque era lo único que podía hacer. La lucha era vana, y lo sabía, y también sabía que algún día el torbellino ganaría, y que perdería el control por fin y sólo sería una marioneta en el papel al que ella, tan soberbia, le había destinado sin siquiera cuestionarse si él lo deseaba realmente. Pero era así. Cada noche, el torbellino volvía a él, una y otra vez, recuerdo del abismo del que había salido, reflejo de él. Ella estaba en el centro, él lo sabía, ella le hablaba y le repetía una y otra vez sus palabras cargadas de odio, de veneno.

- ¿Qué va a ser de ti? ¿Quién te va a proteger? ¿Quién te va a dar lo que deseas? ¿Quién tiene el poder de hacerlo?- Su voz volvía a ser dulce, su voz volvía a serenar, volvía a calmar. Pero él no deseaba oírla.

Sabía que tras la dulzura de su voz, tras la piedad de sus palabras estaba el odio, la mentira y las ambiciones desmedidas, pavorosas. Se negaba a oírla, dejaba que el abismo continuase, y deseaba volver a la realidad. Sólo podía decir no. Sólo podía despreciar la protección de la que le había robado su propio ser. Y el torbellino seguía. Pero esta vez algo estaba cambiando. El torbellino seguía allí, y, como cada noche, le arrastraba con fuerza, cada vez más cerca del centro, pero aún sin llegar a él. Entonces, por vez primera, desfalleció. Su voluntad comenzó a quebrarse y el torbellino le condujo cada vez más rápido, cada vez más cerca del centro, cada vez más próximo al dulce sueño final que ella le ofrecía, al que ella quería condenarle. La voz era dulce, sincera, protectora, adormecedora…

La voz le tenía hipnotizado, le dominaba ya casi por completo. Entonces El Otro volvió. Al principio fue sólo su voz. Fuerte, airada, pero a la vez cargada de ingenuidad, casi infantil.

-No. Eres mala.
-Yo te doy paz, yo te doy amor.-Su voz sonaba maternal, amable, próxima, cariñosa.
-Pero eres mala.
-Debes descansar. Debes dormir. Es lo mejor para ti. Yo te cuido, yo te amo, yo te doy todo lo que necesitas.
-Necesito que no seas mala. Eso no me lo vas a dar.- El Otro hablaba de manera cada vez más airada, más llena de rabia.
-¿Y él? Él carga con el peso, él es el que sufre, debes dejarle decidir, él ya lo ha hecho.-Dulce, sensata, como la conciencia misma.
-¡No! ¡Mentira! ¡Tú has querido decidir por él, y él decidió cuando te echamos!- El Otro gritaba ahora, a la vez poderoso y sobrecogedor.- ¡Eres mala y no te queremos! ¡Él es bueno!, ¡nunca dejaremos que vuelvas!

Entonces, algo tomó forma bajo él. Como un brillo plateado al principio, como una figura alada después, El Otro comenzó a elevarse sobre el torbellino, sobrevolándolo de manera torpe pero decidida. Ella sabía que esta vez había perdido, pero era anciana, antigua, y sabía que tenía que ser paciente. El Otro volvió a hablar.

-Descansa ahora. Yo la mantendré lejos hasta que puedas volver a luchar. Tú y yo y el hombre del fuego y el caballero y el gran dragón podremos con ella. Ellos son buenos y tú eres bueno. Yo te cuidaré mientras descansas, aunque no será mucho. Aún soy muy pequeño, y no sé lo que podré aguantar... Descansa, hombre bueno, descansa...

Esa noche, durante su guardia, Adrash se sorprendió de ver a Mirko dormir plácidamente por primera vez desde que le conocía.

Escrito por Cronos el martes, 9 de marzo de 2010

Encrucijadas.
Estaba a punto de amanecer. El cielo comenzaba a clarear sobre las colinas del este, y aún no había encontrado nada de lo que había ido a buscar. Saryon había seguido el camino con paso tranquilo, buscando indicios sobre lo que había acontecido en Vallefértil, pero no había encontrado nada. Absolutamente nada y a nadie, lo cual no le invitaba al optimismo.
También había buscado señales del paso de la sacerdotisa, pero no había encontrado ni el más mínimo rastro. Esto no le extrañaba demasiado, pues sabía que el influjo de Dhianab, la diosa de los caminos, protegía a sus adeptas en sus viajes, sobre todo cuando estaban cumpliendo algún cometido para su señora. El culto de Dhianab era muy querido por los comerciantes, y su protección también era solicitada por casi todos en Isvar cuando se acometía un largo viaje. De todos modos poco o nada se conocía de las profundidades del culto, aunque lo que sí estaba claro es que sus componentes eran amables y benévolos, y que hacían votos de no derramar sangre.
Estaba muy cansado, e Irwen parecía querer descansar también. Había estado bastante nerviosa desde que se habían separado de la caravana, y olisqueaba el aire cada poco. Decidió acampar en una pequeña hondonada cubierta por ancianos robles y castaños, que formaban una bóveda de penumbras con sus ramas. Por el centro de la hondonada corría un arroyo, en el que dejó que Irwen saciara su sed. Hizo una pequeña hoguera para preparar algo de comer, y cuando estaba acabando de disponer su pequeño campamento, una voz conocida sonó desde la espesura.
-Mi señora me enseña que lo mejor de los caminos es que nunca sabes a dónde te pueden llevar. – Era la inconfundible voz de Maray, la adepta de Dhianab, aunque ahora sonaba con cierta familiaridad, como si ella le conociese desde hacía mucho tiempo.
-Entonces seguro que también te enseñó que lo más importante del camino es por donde pasa, no a donde lleva.- Saryon se giró y vio que Maray se acercaba por un lado del claro con gesto casi solemne, cosa que le extrañó.
-Y parece que el nuestro se ha cruzado hoy por segunda vez.- Maray sonrió. - Supongo que no pondrás reparos en que comparta ese pequeño fuego y algo de descanso contigo.
-No sólo no pongo reparos si no que tengo que confesar que me alegra pensar que no tendré que cenar, o más bien desayunar, sin nadie con quien hablar un poco.
Maray dejó su bolsa de viaje y su bastón en el suelo, y se sentó cerca del fuego, acercando las manos a las tímidas llamas para alejar el frío de la mañana. Charlaron animadamente mientras Saryon preparaba parte de la carne que había traído para el viaje. El caballero presumía de haber adquirido ciertas dotes para la “cocina de campamento” en sus largos viajes, y la verdad es que en poco tiempo preparó un buen refrigerio, que resultó bastante sabroso a pesar de las condiciones. Saryon, bastante animado, continuó contándole varias anécdotas de sus largos viajes durante la guerra contra Oriente. Maray seguía interesada la conversación, pero no contaba nada de sí misma. De vez en cuando, dejaba su mirada fija en el fuego y aparecía de nuevo la melancolía en sus ojos. En una de estas ocasiones, Saryon dejó de hablar repentinamente. Maray volvió la vista hacia él, y el caballero pudo ver con claridad no sólo melancolía, sino también duda y miedo. La joven adepta se dio cuenta de lo que pasaba por la mente de Saryon, y apartó la vista de nuevo.
-Oh, te pido disculpas Saryon, yo...
-No tienes que disculparte por nada.-Saryon sonreía, y su voz era amable.-Ya vi esa sombra en tu mirada cuando nos vimos esta tarde.
-Parece que sabes ver en los corazones de los demás, Saryon.-Maray parecía ahora más sosegada, como si la actitud de Saryon la hubiese tranquilizado.-Tienes razón en que hay una sombra en mi corazón, la más grande que ha habido nunca. Aunque siempre supe que tendría que enfrentarme a ella.
-Parece que a las adeptas de Dhianab os enseñan desde niñas a hablar con enigmas.- Saryon continuaba sonriendo, y ahora Maray también sonreía.- Pero también sé que los malos momentos sólo sirven para una cosa: para aprender de ellos.
-Hablo con enigmas porque no te puedo contar todo lo que necesitarías saber, y, aun así, tu consejo me sirve de ayuda. Hay ciertos conocimientos que nuestra diosa nos transmite y que no podemos revelar.
-¿Ciertos conocimientos? –Saryon sonreía, casi como si estuviese bromeando.- Sigues hablando con enigmas, pero no te puedo pedir que me reveles nada que te esté prohibido o no quieras revelar, así que te perdonaré lo de los enigmas.
-Te contaré hasta donde puedo contar. Esos ciertos conocimientos de los que hablaba son lo que llamamos encrucijadas.
-¿Encrucijadas?
-Sí, así las llamamos en el culto. En nuestra fe se enfatiza mucho la similitud entre el camino y la vida misma. Las encrucijadas son esos momentos de la vida en los que lo que decidas en una cuestión que podría llegar a parecer incluso intrascendente, determinará por qué camino continuará tu vida en los siguientes años, los puntos en los que las cosas pueden cambiar de sentido de manera radical. Y también nos enseña las consecuencias de lo que hagamos, pero nos da total libertad para elegir. Lo que en un principio puede parecer una bendición puede llegar a ser lo contrario. Las decisiones suelen ser muy difíciles, y a veces las consecuencias son enormes, y las visiones no son exactas, sino que están cargadas de simbología, y es complicado captar su significado...
-Y tú estás en una de esas encrucijadas.
-Muy cerca de una de ellas, sí.
Saryon se puso algo más serio. Se envolvió en la manta y se arrebujó en el suelo.
-Si es así, poco o nada puedo decirte que tú no hayas pensado y vuelto a pensar mil veces. Recuerdo que en más de una ocasión durante la guerra contra Oriente mi buen amigo Clover y yo nos vimos forzados a tomar decisiones difíciles, sin poder estar seguros de qué opción era la más acertada, pero sí de que había que tomar alguna. En esas ocasiones, Clover tenía la costumbre de echarlo a suertes, con una moneda al aire o con un dado. Cuando miraba el resultado, decidía lo que le decía el corazón, que por supuesto no tenía por qué ser lo que decía la moneda o el dado, y entonces decía “la única manera de estar seguro es ir hasta allí”. Creo que nunca nos equivocamos.
-Tu amigo sabía que el corazón es mal juez pero buen consejero, y eso es algo que había estado olvidando. Una vez más, tengo que darte las gracias.
-Si algún día conoces a Clover, si es que todavía está vivo, dale las gracias a él. Le adeudan muchos agradecimientos, créeme.
-Si algún día le conozco, lo recordaré.

Saryon y Maray durmieron durante toda la mañana, confortados por el calor del sol que entraba entre las ramas de los árboles. Durante esa mañana pudieron, aunque momentáneamente, olvidar sus preocupaciones.