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Escrito por Cronos el miércoles, 27 de enero de 2010

El Valle Amargo.
Estaba demasiado oscuro. Allí, abajo, tendría que estar Vallefértil, sin embargo, no podía ver las luces de las casas y del puerto, sólo oscuridad. No podía estar perdida. Había estado allí antes y recordaba perfectamente el camino. Algo había ocurrido.
Vanya comenzó a bajar hacia el valle, procurando evitar los caminos y con el oído atento a cualquier sonido extraño, para no ser descubierta. Si Vallefértil había sido atacada, era probable que estuviese en peligro. Bajó la ladera de la colina, atravesando sembrados y pequeños grupos de árboles, siempre alerta, pero no oyó ningún ruido. Al contrario, la falta total de sonidos era lo que más nerviosa le ponía. Los perros de las granjas tendrían que haber olido a su caballo ya y no habían comenzado ladrar. Ni siquiera el ulular de las aves nocturnas. Nada. Todo señalaba a que algo había ocurrido, aunque no podía ver nada que le dijese lo contrario. Sus ojos de elfa le permitían ver hasta cierta distancia, pero aquella noche era especialmente oscura. Decidió atar el caballo a un árbol, y tras recordar bien su posición por si necesitaba encontrarlo con prisa, comenzó a avanzar, con su espada desenvainada, y procurando no ser oída, hacia la granja más cercana.
La única diferencia que notó al acercarse a la pequeña casa de madera fue el olor. Era inconfundible, el olor de la muerte, cadáveres en descomposición. No demasiado fuerte, pero lo suficiente como para notarlo. El silencio seguía reinando a su alrededor. Se acercó a la entrada de la casa, agazapada entre las sombras, procurando avanzar cubierta por el pequeño seto que flanqueaba el camino que llevaba a la entrada. Levantó la cabeza para echar un vistazo y el espectáculo que vio fue horripilante. En el pequeño jardín estaban esparcidos los restos de dos, quizá tres personas. De ellos quedaban poco más que los huesos, distribuidos caóticamente por el jardín como si hubiesen sido devorados por una jauría de animales salvajes. También había restos de sus ropas y pequeños trozos de carne y tendones por el suelo. Algunas moscas terminaban el trabajo de quien había realizado tal barbarie. Fuese lo que fuese lo que había hecho eso, ya no estaba allí.
Se acercó arrastrándose al estrecho camino de tierra para examinar las huellas. Había muchas marcadas en el camino, y su origen era indudable. Lezzars. Había señales de sus colas por todas partes. Nunca había visto un comportamiento tan voraz en aquellas criaturas. Ni había oído hablar de otras criaturas similares en la zona. Aquello era muy extraño. Deseó que el ataque hubiese sido sólo contra la granja, pero eso no podía explicar la oscuridad en toda la ciudad. Si temiesen un ataque no se habrían limitado a cerrar las ventanas y ocultar la luz, sino que hubiesen puesto patrullas, que serían visibles desde la distancia. Empezaba a temer lo peor.
En la parte de atrás de la granja encontró un paisaje similar. Al menos otras dos personas y varias reses habían sido devoradas allí. No sabía qué demonios estaba ocurriendo, pero estaba asustada.
En el camino a la ciudad, que siguió a cierta distancia por un lateral, la visión era igual de desoladora. Aquí y allá, los huesos de hombres, caballos o vacas yacían despedazados, devorados completamente, esparcidos por varios metros. Las huellas de los lezzars estaban en todas partes. Vio varios carros cuyos pasajeros habían sufrido la misma suerte que los animales que tiraban de ellos. Aquel ataque tenía que haber sido llevado a cabo por cientos, incluso miles de lagartos, pero parecía que no había ni uno de ellos por allí.
Sin dejar de tomar precauciones, pero sin pararse más a examinar los restos que había en el camino, cada vez más abundantes, continuó hacia la ciudad. Tenía mucho tiempo, pero avanzaba muy lentamente, temerosa de ser descubierta, y quería llegar a la ciudad antes de que amaneciera. Cuando se adentró entre las primeras casas de la ciudad, que estaban en el exterior de las murallas, la visión no cambió. Había decenas de cadáveres, esparcidos por todas partes, a la entrada de las casas, en medio de las calles. Procuró no pensar en lo que estaba viendo, separar su pensamiento de la horrible muerte que había recibido aquella pobre gente. Tenía que apartar aquello de su mente o podría cometer un error que le hiciese acabar como aquellos hombres. No había visto ni un solo cadáver de lezzar, y dudaba que aquella gente hubiese entregado su vida sin al menos intentar salvar la de sus allegados. Las preguntas se acumulaban en su mente. ¿Dónde estaba Saryon? ¿Dónde estaban sus hombres?, ¿y la guarnición de la ciudad? Ni una sola arma ni armadura. Por el suelo había ropas hechas jirones, herramientas de artesanos o labradores, pero ni un arma ni una armadura. No hubo lucha ¿Por qué?
Se dirigió hacia la plaza central, ávida de respuestas. Quizá el ataque había sido por sorpresa y la única defensa se había hecho allí. Allí estaba el cuartel-monasterio de La Orden de Isvar. Cuando llegó a la plaza estaba comenzando a clarear, y podía ver más lejos. Su barrera emocional, ya bastante agrietada, comenzó a resquebrajarse ante la esperpéntica visión que tenía ante sus ojos, hasta que se derrumbó completamente. Era horrible. Cientos, incluso miles de personas habían muerto allí. Había algunos hombres armados, pero ni rastro de Saryon ni de los hombres de La Orden. También había varios esqueletos y unos cuantos pellejos de lagartos, completamente despojados de su carne, esparcidos por el suelo. Cientos de personas sencillas habían perecido allí, para ser después devorados. Olvidó las precauciones. Las lágrimas caían por su rostro, sin que nada pudiese contenerlas ya. Avanzó hasta el centro de la plaza, donde se amontonaban más huesos que en ningún sitio. Estaba rodeada de muerte, mirase a donde mirase era lo único que podía observar. Muerte, destrucción, desolación. Y lo único que se podía preguntar era el porqué de todo aquello, quién había llevado a cabo tal barbarie. Continuó caminando, mirando a su alrededor, absorbiendo cada detalle de lo que la rodeaba, pensando en las vidas de aquellas gentes, segadas sin sentido. Por momentos deseó haber estado allí durante el ataque, ayudando a esta gente a defenderse, luchando y muriendo a su lado. ¿Dónde se había metido Saryon? ¿Por qué no estaba allí? ¿Por qué nadie había ayudado a esa gente?
Desconsolada, desesperada, caminó durante horas por las calles sin tomar ningún tipo de precaución, arrastrando su espada, mirando a todas partes y a ninguna, buscando algo que le dijese por qué no se habían defendido de ese ataque, entrando en cada casa en busca de los restos de alguno de los hombres de Saryon, sin poder creer que nadie había defendido a aquella pobre gente, sin que las lágrimas dejaran de caer por sus mejillas…

No encontró nada.

Escrito por Cronos el miércoles, 20 de enero de 2010

El refugio.
-¡Pues claro que era un dragón!- El miuven hablaba con Nird, un grumete que llevaba poco tiempo en el barco.- No sé ni cómo puedes dudarlo.
El chico pelirrojo le miraba dudando si creer lo que decía y sin poder evitar el mirar de reojo a Kurt e Ika, que estaban, como siempre, junto al capitán, sobre el castillo de popa. A pesar de que debía tener la mitad de la edad del miuven, aquel chico era dos palmos más alto que Benybeck, por quien parecía sentir verdadera devoción. De vez en cuando se limpiaba los mocos con las mangas de su raído jubón, que alguna vez había sido blanco, y alguna vez había sido hecho a su medida, al igual que sus pantalones, que dejaban ver sus tobillos y parte de sus pantorrillas.
-Deja de engañar al chico, maldito enano.-Lamar escuchaba la conversación a poca distancia.- Vas a acabar consiguiendo que te crea.
-¡Digo la verdad!- El miuven parecía realmente escandalizado.- Aquellos rugidos sólo podían ser de un dragón, ¡una persona no puede hacer ese ruido!
-Si hubieras dormido alguna vez en el mismo cuarto que Kurt no opinarías lo mismo, canijo.
-Lamar... entonces... ¿Kurt no es un dragón?- El chico parecía decepcionado.
-Si Kurt es un dragón, yo soy un hipopótamo.
El miuven no pudo evitar reírse a carcajadas, mientras miraba al orondo cocinero.
-¡No le encuentro la gracia!- Lamar miraba furioso al miuven.
-¿Qué es un hipopótamo?-Nird parecía cada vez más confuso. Mientras, el miuven lloraba con la risa.
-¡No tiene ninguna gracia! ¡O dejas de reírte o te colgaré por esas estúpidas coletas del palo mayor, maldito canijo enclenque!
El miuven, con los ojos enrojecidos, logró acallar la carcajada.
-Vale, vale, Lamar. No hace falta que te enfades... ¿Falta mucho?
-¿Para qué?
-Pues para llegar al sitio a donde vayamos. Empiezo a aburrirme de este barco...
-No lo sé, la verdad. Sólo el capitán conoce el lugar al que vamos. De todas maneras deberíamos estar a punto de llegar, sea donde sea.
-¡Mirad!- Nird señalaba hacia el este, en la dirección en la que avanzaba el barco- ¡Gaviotas! ¡Eso significa que hay tierra cerca!
-Bien... me imagino que eso también significará que estamos a punto de llegar... A ver si así el maldito canijo se empieza a tranquilizar, últimamente está insoportable...
-¿Y no será que tú estás muy susceptible?- El miuven volvía a tener su sonrisa pícara dibujada en la cara- ¿O será que ya has acabado la comida fresca y te cambia el humor?
Lamar se dio la vuelta y se fue sin responder.
El islote, al principio, parecía una roca que asomaba entre las aguas, lejos en el horizonte. Sin embargo, al irse aproximando se podía ver que no era una simple roca, sino una isla, aunque no demasiado grande. Cientos, o quizá miles de aves se acumulaban en los barrancos que componían su costa. En la parte superior asomaba algo de vegetación, poco más que hierba y algunos arbustos.
Cuando se hubieron aproximado a los acantilados hasta estar a poco más de unas doscientas brazas, recogieron velas y redujeron su velocidad. Una nube de aves marinas rodeaba los costados de la isla, que el Intrépido comenzó a rodear lentamente. Varias gaviotas se acercaron a curiosear alrededor del barco.
Nird le pegó un codazo al miuven.
-Mira.- Parecía realmente asustado.- El capitán ha tomado el timón.
-Pero eso no es el trabajo del capitán, ¿no?
-Me imagino que será muy peligroso saber entrar en... a donde vayamos, el puerto. ¡Ven!
Nird fue corriendo a proa, seguido por Benybeck. Ambos se asomaron a los lados del mascarón de proa.
-¿Ves? El fondo se podía ver entre las transparentes aguas, alumbrado por la luz del sol.- Es muy peligroso entrar aquí.
Fueron moviéndose en círculo, cerca de la costa del islote. En la cara este de la isla había una enorme cueva, con la entrada de unos doscientos pasos de lado y algo más de la mitad de alto. A su alrededor y en su interior pululaban una gran cantidad de aves. El paisaje era realmente bello.
Lentamente, el Intrépido fue acercándose a la enorme cueva. En su interior, que ocupaba casi la mitad de la isla, había lo que parecía un puerto natural. En la bóveda de piedra oscura, en un lateral, había una gran plataforma, sobre la que se movían un buen numero de hombres. Cercanos a ella había seis barcos más, de diversas facturas y aspectos, sobre los que trabajaban varios grupos de marineros. En el fondo de la cueva, unas escaleras de dos metros de ancho, que llegaban al techo y desaparecían allí, eran transitadas por más hombres de mar. Aquella cueva, sin duda de origen natural, era un refugio perfecto para las intenciones de los piratas.
Una vez el Intrépido, el más grande de todos los barcos que estaban en el interior de la cueva, estuvo amarrado a la plataforma, el capitán comenzó a dar ordenes a sus hombres. Él, Ika, Kurt, Jack el posadero y diez hombres más iban a bajar a la isla. Los demás se quedarían a reparar los pequeños e inevitables desperfectos del barco hasta recibir órdenes.
La oscura plataforma de piedra era resbaladiza, y estaba cubierta por moho, aunque era lo suficientemente plana para deducir que había sido tallada por hombres. Marineros de los más diversos aspectos pasaban de un lado a otro. Uno de los hombres del capitán le iba diciendo al miuven a qué barco pertenecía cada uno, además de señalarle que barco era cada cual. Los que más llamaban la atención eran los marineros del capitán Lang. Llevaban extrañas armaduras de bambú, de aspecto oriental, y casi todos ellos tenían los ojos rasgados y piel amarillenta. El joven y fornido marinero le explicó al miuven que Lang era un renegado de Oriente, que se había separado de los invasores años antes porque no estaban de acuerdo con su manera de luchar cuando intentaban conquistar algún lejano lugar, en el sur.
Empezaban a subir por las resbaladizas escaleras cuando, a unos metros de la angosta salida, comenzaron a oír a gente vocear, como si se hubiese formado un tumulto. A la salida de la escalinata había una pequeña hondonada que hacía casi imposible que se vieran desde el mar las pequeñas casetas edificadas sobre ella. En el centro de la explanada, de no más de doscientos pasos de diámetro, había un grupo de unos cuarenta hombres, formando un tumulto. La mitad de aquellos hombres eran del barco de Lang. La otra mitad eran del Señor de las Tormentas, el barco del capitán Bidhanck. Parecía que estaba a punto de comenzar una pelea. El capitán Hoja Afilada caminó con paso firme y gesto contrariado hacia el grupo de hombres.
-¡Qué demonios creéis que vais a hacer!- El grito del capitán sonó por encima de las voces de todos los hombres, que giraron su vista al unísono hacia él- Juro que aquél que se atreva a comenzar una pelea acabará colgando del palo mayor de su barco.
Ika y Kurt se situaron a sus lados, reforzando sus palabras.
-¡Son unos traidores, han entregado a Jacob!
-Si un hombre es capaz de acusarnos de eso, debe ser capaz de defender sus palabras con su vida.
-Nadie va a luchar aquí. ¿Lo habéis entendido? Aquí se aplican las Leyes del Mar, y si tenéis algún problema lo resolveréis en el mar. El que luche con otro tripulante aquí responderá ante todos. Y no quiero oír nada más.
El marinero del Señor de las Tormentas que se había adelantado para hablar sonreía satisfecho, mientras que el oriental continuaba mirando con gesto de desprecio hacia él.
-Y vosotros, más os vale que mantengáis cerradas vuestras estúpidas bocazas. Si vuestro capitán tiene alguna acusación la hará ante los demás capitanes. Lo sabéis perfectamente. Corren tiempos difíciles para todos y vuestras estupideces no ayudan en nada. Si continuáis con vuestros rumores, seré yo quien acuse a vuestra nave de no respetar las leyes.
Ahora los dos marineros estaban serios, y todos miraban hacia el capitán con cierto aire de culpabilidad.
-¿Lo habéis entendido? La próxima vez no os lo diré con palabras, os lo juro.
Todos los marineros permanecieron en silencio y comenzaron a disgregarse. El capitán del Intrépido hizo un gesto a sus hombres y caminaron hacia una de las chozas, la más grande de todas, cuyo cartel anunciaba ‘La taberna de Jack.’ El capitán no pudo menos que sonreír al viejo posadero que venía con ellos.
La taberna parecía extrañamente limpia para lo que era habitual en un local de marineros. Había una barra con varias estanterías con botellas de todo tipo, y en el fondo había un grupo de mesas, sobre las que se acumulaban unos cuantos hombres. Tras las mesas había otro cuarto, que parecía un reservado.
Jack pasó inmediatamente a detrás de la barra. Sonreía, y sus ojos estaban enrojecidos con la emoción.
-Esos bribones. Han dejado todo tal y como lo tenía en Ciudad de los Vientos.
-Si no sabías quiénes son tus amigos, creo que ahora lo tendrás un poco más claro.
-Lo tenía ya muy claro, maldito bastardo. ¿Queréis beber algo?
-Pon a mis hombres lo que quieran. Yo tomaré una copa de ese licor...-Jack asintió.- con los demás capitanes Y lo que pidan Ika, Kurt y Benybeck también se lo sirves dentro. Quiero que me acompañen.
Benybeck sonrió, alegre de que le tuvieran en cuenta, mientras Kurt miraba al capitán con gesto incrédulo.
Eidon fue el primero en entrar en la sala. Una gran mesa de buena madera y forma ovalada ocupaba buena parte de la habitación. A su alrededor, sobre amplias y cómodas sillas había tres hombres y una mujer. Tras cada uno de ellos había dos hombres armados y silenciosos, que escuchaban la conversación. Quedaban dos sillas libres, una en cada cabecera de la mesa.
La mujer fue la primera en levantarse. Bastante alta para ser una mujer, sus rasgos eran claramente élficos. Su pelo era negro y liso, y le caía hasta la mitad de la espalda, con dos mechones a los lados de su cara. Extrañamente dulce, su rostro de piel clara y rasgos marcados tenía a la vez una mirada serena, de ojos almendrados y del color del mar. Su sonrisa, amplia y sincera pero con un deje de picardía, acababa de adornar el bello rostro de la mujer. Vestía una holgada blusa blanca, que dejaba notar su cuerpo, de formas discretas pero bellas. Cubrían sus piernas unos finos y negros pantalones ajustados de tela, y unas botas que alcanzaban hasta la rodilla. A su diestra, apoyada en la mesa, había una fina espada de factura élfica, con la empuñadura bellamente decorada. La mujer descansaba, recostada en el asiento y con las piernas cruzadas.
-¡Capitán Hoja afilada!-La mujer sonrió- Siempre es un placer veros.
La mujer, sentada de espaldas a la puerta, tendió su mano derecha hacia el capitán del Intrépido.
-Soy yo el complacido, mi dama.- El capitán besó su mano.- La más bella capitana del más bello de los barcos que surca estos mares, La Dama de Plata.
-Si ser bello le hiciese ir más deprisa tendría además el mejor barco.- El hombre que estaba sentado frente a la puerta, de pelo castaño y rizado, se dirigió a ellos. Llevaba un pañuelo rojo atado alrededor de su frente, y una perilla adornaba su ancha barbilla. Sus ojos castaños y salvajes estaban enmarcados por unas cejas pobladas y anchas. Sonreía con gesto cínico.
-Para tener el barco más rápido tendrías que ser el capitán del Intrépido y no del cascarón al que llamas Señor de las Tormentas, Bidhanck.- El extraño hombre entrado en años, con la cabeza completamente afeitada, piel amarillenta y ojos rasgados estaba sentado a la derecha de La Dama, y vestía una de esas extrañas armaduras de bambú que acostumbraban a usar los orientales. Hablaba con un acento extraño, casi neutro.-Y para tener al mejor armado deberías ser capitán del Cisne del Amanecer.
-Echaba de menos tu sinceridad, Lang. Pero los dos deberíais tener más cuidado con vuestros hombres. Parece que no saben que aquí imperan nuestras leyes.
-¿Ha ocurrido algo?- Lang parecía profundamente afectado por lo que le decían.
-He tenido que detener una pelea. Tus hombres, Bidhanck, acusaban a los de Lang de haber traicionado a Jacob. ¿Igram, sabes algo? No he visto su barco.
-Jacob y Xiara tenían un… trabajito especial. No sé que era, pero me preocupa, Jacob es de los que arriesga, y tal y como están las cosas no es tiempo de arriesgar.- Aquel hombre era orondo, de pelo negro ensortijado y ojos pequeños. Lucía una poblada barba que ocultaba sus rasgos, y vestía ropas opulentas, incluso recargadas, de color oscuro. Su voz era profunda, pero muy sonora.- Temo que le ocurriese algo.
-Yo me separé de ellos hace dos días.- Lang seguía hablando con ese extraño tono neutro, sin enfatizar jamás una palabra.- Es por eso por lo que los hombres del Señor de las Tormentas dicen que los traicioné. Piensan que los entregué al Imperio.
-Sabes que jamás pensaría eso de ti, Lang. Esos son los últimos que recluté.- Bidhanck parecía contrariado por las acciones de sus hombres.- Les enseñaré con quién no deben meterse.
-No te preocupes, Bidhanck. Estoy acostumbrado a esto.
-Igram, ¿nadie ha avistado a ninguno de los dos?
-Nadie, Eidon.
Eidon se sentó en una de las sillas libres, Ika y Kurt enseguida se pusieron tras él. El miuven se quedó cerca de la puerta.
-Me dio algo para ti, Eidon. Creo que no las tenía todas consigo.- Lang le cedió un pedazo de tela doblada, con un anillo sobre ella.
-Lang, eso da mala suerte. Él está vivo y vendrá, estoy seguro.- Igram, el orondo y barbudo capitán, parecía aterrado.
-Sólo son nuestra bandera y nuestro anillo. Lo que identifica al líder. Y Jacob dejó claro que después de él vendría Eidon.- La Dama mostró cierta tristeza al pronunciar estas palabras.- No hay mala suerte, sino la intención de Jacob de hacer algo que sé que iba a hacer de todas maneras. Aunque Jacob vuelva, Eidon llevará la bandera. La última vez que hablé con él me dijo que estaba cansado y que estaba pensando en dejarle el barco a su contramaestre. Lo de la bandera no quiere decir más que lo que queramos interpretar.
-Quizás tengas razón, pero, ¿qué haremos mientras?, ¿limitarnos a esperar a que aparezcan?- Bidhanck parecía impaciente.
-La paciencia es una gran virtud, al menos entre mi gente, Bidhanck.
-Bien hablado, Lang. Esperaremos. Es lo único que podemos hacer, al menos por un par de días.- Eidon se recostó en su silla- Deberíamos de mantener informadas, o al menos advertidas, a las tripulaciones. Deben entender que estamos todos juntos.
-No habrá problemas con mis hombres, Eidon. Y estoy seguro de que con los de Lang tampoco.- Bidhanck continuaba con un aire serio, incluso culpable, que parecía extraño en él.
-Tranquilo Bidhanck, es una simple precaución y va por todos los hombres, incluidos los míos.
La conversación se alargó durante varias horas. Los cinco capitanes contaron sus últimas andanzas, incluyendo fanfarronadas y exageraciones, y varias interrupciones de Benybeck pidiendo más datos, por si alguien hubiese visto algo que realmente mereciese la pena.

Escrito por Cronos el miércoles, 20 de enero de 2010

El llanto de Isvar.
Aquella noche Isvar lloró. La tierra, los bosques, los animales, las gentes, todos lloraron por las almas, por el dolor, por la barbarie. Un mar de lágrimas se vertió en la hermosa tierra en memoria de aquéllos que le habían sido robados, de aquéllos que se habían ido para no volver más, víctimas de la más cruel de las matanzas. Hombres y mujeres, todos sucumbieron por igual bajo el yugo de la gran mentira, de aquélla cuyo nombre nadie conocía, de aquélla que había sido destinada a acabar con toda libertad en el mundo. El cielo vertió millones de lágrimas durante horas para recordar a los asesinados, el mar elevó su rugido para acallar los gritos de los condenados, la tierra tembló con la furia, y los corazones se encogieron ante la ceguera de su desconocido enemigo. Nunca tantas almas habían llorado su tristeza en la historia de Isvar. Nunca tantas lágrimas habían sido vertidas para lamentar una injusticia. Nunca tanto dolor fue conocido. La caída de Vallefértil sería para siempre recordada. La muerte sembró la próspera tierra, el caos y la destrucción invadieron y aniquilaron la paz y la armonía de aquellas gentes. Isvar lloró por ello.
Vallefértil, la tierra más rica de toda Isvar, una de las luces del mundo, nunca más sería habitada. Vallefértil, la hermosa tierra sería a partir de ese momento un recuerdo de la barbarie y la crueldad que habitan en el mundo. Vallefértil nunca jamás volvería a ser conocida por ese nombre. El Valle Amargo nunca volvería a ser habitado por los hombres, pues su tierra se había marchitado para siempre.
Aquella noche nadie durmió tranquilo en Isvar. Los niños lloraron acongojados. Los lobos aullaron durante toda la noche. Los hombres y las mujeres sintieron un enorme peso en su corazón.
Aquella noche, Isvar lloró.

Escrito por Cronos el jueves, 7 de enero de 2010

Flecha Blanca.
Según les había contado Saryon, a pesar de su situación geográfica, Flecha Blanca había sido en tiempos una de las ciudades más importantes de la península. Allí, siglos atrás, estaba la capital del que había sido el reino de Isvar. La palabra reino no era la mejor descripción para lo que aquel pequeño y dividido estado era, pero había sido el único momento en la historia conocida de la península en el que un pequeño nexo de unión entre las ciudades estado había aparecido. La figura del Rey, con su corte en Flecha Blanca, la ciudad del desierto, había subsistido durante muchos años y varias generaciones, pero la realidad había tenido muy poco que ver con la teoría. Los monarcas nunca habían tenido poder real, y los caballeros de Isvar habían sido únicamente el Ejército de Flecha Blanca hasta que el último Rey murió. Después de aquello los caballeros habían decaído, hasta que, durante la guerra contra Oriente, el último de sus monasterios había sido arrasado por las tropas enemigas. Ahora solamente Saryon mantenía la enseña de los caballeros, e intentaba crear de nuevo una orden que parecía condenada por el destino.

Flecha Blanca estaba en medio de un pequeño desierto situado en el sudeste de Isvar. El origen de su nombre estaba relacionado con la forma de la ciudad, triangular, y con el color blanco de la inmensa mayoría de sus casas, que hacía que el enclave pareciese la punta de una flecha de color blanco vista desde la distancia. Estaba situada sobre una pequeña elevación en medio del desierto, y podía verse en medio de la gran planicie cubierta de dunas cuando el viento no lo impedía.

El viaje había durado cuatro días, y Mirko había estado en silencio la mayor parte del tiempo. Cuanto más avanzaban hacia el sur, más tomaba la palabra, aunque Adrash seguía sin averiguar nada sobre aquella Ovatha. Estaba seguro de que lo que le había hecho aquel ser a Mirko había sido algo terrible. Cada noche, Mirko sufría terribles pesadillas, despertaba a cada rato, y los pocos momentos en los que podía dormir, no hacía más que moverse y hablar en sueños, hasta que despertaba en medio de desgarradores gritos y rugidos, casi más propios de un animal que de un hombre. Las pesadillas habían ido a menos al seguir avanzando hacia el sur, y la última noche casi habían podido disfrutar de un verdadero descanso. Lo que más le extrañaba de Mirko era su armadura. Jamás se la quitaba. La segunda noche, en una de las ocasiones en las que los dos viajeros habían despertado, Adrash le preguntó por qué nunca se la sacaba. La respuesta confundió aún más al Caballero del Fénix.
-No es una armadura. Es mi piel.
Por mucho que había intentado conseguir respuestas a las preguntas que siguieron, sólo había conseguido silencio. Sin lugar a dudas, Mirko era un hombre extraño. Si es que realmente era un hombre.

No les había costado mucho entrar en la ciudad. La mayoría de la gente de Isvar desconocía la amenaza que se cernía sobre ellos. Eran tiempos de paz, y las patrullas en los alrededores de las murallas no parecían ser demasiado exhaustivas, aunque les habían hecho algunas preguntas. Tal y como les había indicado Saryon, habían mantenido en secreto el motivo por el que iban a la ciudad. Doh sólo existía en los cuentos de niños, y algunos le adoraban como si fuera un dios protector de la ciudad. Muy pocos sabían que su existencia era real, y Doh deseaba que esto continuase como estaba.
Las gentes de Flecha Blanca, en general de tez oscura y cabellos negros, no eran dadas a las alegrías, pero aun así eran gentes hospitalarias, y habían sido tratados con amabilidad, pero con esa leve desconfianza que despierta siempre un extranjero en un lugar en el que las visitas son poco habituales.

La ciudad, vista desde dentro, parecía una extensa acumulación de pequeñas casas blancas y brillantes, rodeadas por estrechas y serpenteantes callejuelas, que en la mayoría de los casos no estaban pavimentadas. Los negocios que había estaban formados por toldos y tenderetes que se situaban ante las casas y en los que se comerciaba con todo tipo de bienes. Toda la ciudad parecía un gran zoco en el que se intercambiaban productos de cualquier clase. Las gentes solían vestir con grandes túnicas de color claro, y lo habitual es que llevasen sus cabezas cubiertas por turbantes, capuchones o sombreros. Los guardias, que patrullaban por todas partes en parejas, vestían con largas túnicas blancas y con un único distintivo, una gran flecha bordada en plata cubriendo todo su pecho. Ese mismo distintivo se podía observar en sus escudos, generalmente redondos y de color blanco. Normalmente utilizaban espadas largas o cimitarras, y casi todos portaban arcos ligeros y un carcaj. Parte de ellos patrullaban la ciudad sobre esplendidas monturas, ligeras y ágiles, de una extraordinaria calidad.

La posada que les había recomendado Saryon estaba en la plaza central de la ciudad, un hermoso espacio que, además de ser el centro del mercado que casi toda la ciudad constituía, era el lugar en el que estaban emplazados el antiguo palacio real, el templo de las sacerdotisas de Flecha Blanca, y las casas más ricas y lujosas de la ciudad. Toda la plaza estaba rodeada por jardines, realmente exuberantes para el clima de la zona. La fachada del templo de las sacerdotisas, flanqueada por dos esculturas, una con la forma de un arquero preparando su arma, y la otra con la forma de un dragón en postura agresiva, hacían todavía más esplendoroso el aspecto del lugar. El centro de la plaza estaba lleno de gente que paseaba de puesto en puesto viendo lo que los mercaderes se esforzaban por venderles. La posada que buscaban estaba del lado contrario al templo, y tenía un pequeño jardín en su parte frontal, con agua corriendo por pequeñas canalizaciones tanto en el jardín como en el interior. Saryon les había advertido de la cara menos amable de la ciudad, pues existían en ella varias organizaciones de criminales. Un extranjero podía correr peligro si no sabía en que lugar no debía estar, o a quien no debía dirigirle la palabra. La posada 'La sombra del dragón', ése era su nombre, era una de las más caras de la ciudad, pero al menos allí se podía dormir seguro, y eso era algo que merecía la pena pagar.

Según tiraron de sus monturas hasta el interior del jardín, un joven delgado y nervudo, de piel muy morena y pelo negro, salió como una flecha hacia ellos. Un hombre adulto, con la misma complexión que el joven y vestido con una túnica del mismo tono amarillento, observaba la escena desde la puerta.

-Señores, no... Quedan habitaciones.- El muchacho les miró de arriba abajo varias veces mientras decía esto.
-No parece que tengáis tantos clientes.- La mirada de Adrash se clavó en los ojos del joven, que empezó a temblar.
-No… no queremos problemas, señor. Simplemente no… no… no les deseamos como clientes.- El muchacho les miraba aterrorizado.
-¿Ni siquiera a dos amigos del Senador Saryon Maiher daréis alojo?- Adrash lució su cínica sonrisa, más amplia que nunca.
-¡Son amigos de Saryon!, ¡Oh, dioses! ¡Espero que algún día perdone esta afrenta!- El hombre que estaba en la puerta caminó rápidamente hacia ellos.- ¡Abdan, lleva los caballos de los señores a un lugar donde puedan descansar!- El hombre hizo un ademán a los dos compañeros- Pasen, por favor, mi casa es su casa. Espero que comprendan nuestra confusión, aquí normalmente no se acepta a nadie con ese aspecto, a no ser que... sean clientes especiales.
-Eso está mejor. Necesitamos una buena comida y una habitación en la que poder descansar tranquilos.- Adrash no dejó de mostrar su inquietante sonrisa en ningún momento- ¿Puede proporcionárnoslo?
-Por supuesto, señores, pasen.- El posadero les señaló la entrada.

La taberna era verdaderamente lujosa. Sus paredes blancas estaban repletas de tapices alusivos a la historia de la ciudad, y varios de ellos mostraban la enorme figura de un dragón en diversas posturas. Por el suelo corrían pequeñas canalizaciones por las que corría agua, que contribuía a refrescar el interior del establecimiento. Había, además, varias plantas y flores de distinto tipo decorando el lugar. El comedor estaba iluminado con la tenue luz que entraba por numerosas ventanas decoradas con hermosas y complejas celosías. Varios biombos, profusamente decorados, separaban las mesas entre sí. Solamente había dos grupos de comensales, sin duda ricos comerciantes que miraron hacia ellos con un gesto entre curioso y despectivo.

-Denab, ¿desde cuándo dejas entrar en tu posada a gente como ésta?- Un hombre joven, de piel y cabello morenos y complexión fuerte, vestido con una túnica púrpura decorada con bordados de oro miraba hacia ellos con gesto despectivo.- Míralos, parecen cerdos.

Adrash volvió su vista como un relámpago hacia el que había dicho estas palabras, clavando su mirada furiosa en él.

-Señor, haced caso omiso, por favor. No me gustaría que hubiese problemas en mi posada.- Denab, el posadero, parecía realmente nervioso. Adrash no retiraba su terrible mirada de aquel hombre, que la sostenía con gesto socarrón.- Tengo una reputación que mantener.
-Tranquilo, buen hombre. Tú no tienes la culpa de lo que diga este... individuo.- Adrash continuó caminando hacia una de las mesas.

La cena fue opulenta y sin duda deliciosa. Las hijas del posadero, dos gemelas casi idénticas, bellas aunque muy jóvenes, servían comida y bebida con diligencia. Sus platos nunca estuvieron vacíos, y el contenido de sus copas era repuesto de inmediato según se acababa, hasta que el hambre y la sed acumuladas por los días de camino fueron saciadas por completo. Denab nunca dejaba de vigilar a sus hijas. Sin duda aquel hombre cuidaba como nadie de su familia y de su negocio. En una de las idas y venidas de las jóvenes, el hombre que antes se había dirigido a ellos tomó por la cintura a una de las chicas mientras ésta le servía vino en su copa.
-Denab, tus hijas comienzan a ser mayores. -Aquel hombre retenía a la chica, que forcejeaba por librarse del lascivo abrazo.- Empiezan a necesitar que alguien les enseñe lo que es la vida.
-Parece que el único cerdo que hay aquí es el que se atrevió a hablar de los modales de los demás.
La voz fría y profunda de Adrash resonó en toda la sala. Su mirada estaba clavada en la de aquel hombre. Mientras, Mirko miraba silencioso la escena. El hombre se levantó de la mesa y echó mano a la empuñadura de una espada ligera y profusamente decorada que colgaba de su cintura. La joven se aparto de él, mientras se acercaba a la mesa en la que Mirko y el caballero se encontraban. Mirko hizo ademán de empuñar su arma, pero Adrash le detuvo con un gesto de su mano, sin dejar de mirar a los ojos a aquel hombre.
-¿Qué has dicho?- El hombre se detuvo a unos metros de la mesa, con la empuñadura de su espada agarrada, pero sin desenvainarla. Su rostro parecía crispado por la furia.
-Que tus modales son los de una rata, estúpido fanfarrón.- Adrash estaba recostado en su silla, mirando con su media sonrisa a aquel hombre.
-Señores, por favor, no...- El posadero no se atrevía a acercarse ante la posibilidad de un enfrentamiento.
-Vas a tragarte lo que has dicho.- El comerciante desenvainó su espada.
-Guarda eso o tendré que matarte.- Adrash continuaba sin moverse, mirando a los ojos a aquel hombre. Ahora la sonrisa había desaparecido.
El hombre sostuvo la mirada del caballero por un momento, durante el cual Adrash fue recuperando su sonrisa desafiante. Finalmente, el hombre se dio la vuelta, y envainó su arma.
- Denab, has perdido un cliente.- El hombre dejó unas monedas sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta. Los que le acompañaban se apresuraron a salir del local tras él.
Adrash tomó su copa de la mesa y la vació de un trago.
- Perdone, supongo que esto supondrá mucho dinero para usted.- Mirko se dirigía al nervioso posadero, mientras éste atendía a su hija, que lloraba por lo ocurrido.
- ¿Perdonarles?- A pesar de todo, el hombre sonreía.- Hace una temporada que debí echarle. Últimamente, Kushgar ha cambiado mucho... no sé qué le ha ocurrido, pero antes no se comportaba así. Me alegro de que no vuelva, sólo traía problemas, y se comportaba como si fuese el mismísimo Rey de Isvar. Os doy las gracias.
- Era un cobarde. Nunca se hubiera atrevido a luchar contra alguien que pudiera vencerle.-Adrash seguía sonriendo.-Se veía en sus ojos.
- Adrash... había algo en él.-El tono de voz de Mirko denotaba cierta preocupación.
-¿Algo? ¿Qué significa algo?
-No lo sé. Pero no me gusta.
Adrash, como era habitual, no consiguió ninguna otra respuesta de Mirko.