Escrito por Cronos el lunes, 26 de octubre de 2009
Despertar gris.
-Eh, tú, humano... despierta- La voz era femenina y tenía el acento cantarín de los elfos de lo más profundo del bosque- ¡Vamos! ¡No tenemos todo el día!
Saryon abrió los ojos, y sobre él vio la figura de una joven elfa, de no más de 100 años de edad. Su cabello era dorado y largo, y lo llevaba recogido en una trenza. Su piel, aunque tersa y sin ningún tipo de defecto, era de un tono casi cobrizo, como si hubiese pasado largo tiempo al sol. Sus ojos verde azulados eran lo más destacable en un rostro que, aun siendo realmente bello, con facciones suaves y boca generosa, quizá era demasiado ancho para una elfa, aunque las mismas facciones en una humana la hubieran convertido en una belleza inolvidable. Por supuesto, asomando desde debajo del cabello recogido, y flanqueando el rostro estaba un par de orejas acabadas en punta, signo inequívoco de la sangre élfica de aquella mujer.
-Quién...- Saryon volvió a sentir el dolor en sus heridas, así como una enorme sensación de cansancio- ¿Quién sois vos?..
-Me llamo Vanya, y será mejor que os empecéis a mover si no queréis que nos encuentren aquí los amigos de los que matasteis.- Su voz sonaba sumamente decidida.
Saryon intentó incorporarse, y tras un rato, y no sin esfuerzo, logró hacerlo. En un rápido vistazo echó una ojeada al claro. Dos de los elfos, sin duda soldados del bosque de Arbórea, estaban colocando al extraño hombre de negro en una camilla improvisada, hecha de ramas jóvenes y flexibles. Irwen, su yegua, pacía tranquilamente a un lado del claro. Amontonados junto al riachuelo estaban los cadáveres parcialmente calcinados de los lezzars. A su derecha, en el suelo, estaban sus armas, que recogió lentamente. En el mismo vistazo, Saryon pudo observar más detenidamente a la mujer que le había despertado. Medía algo menos que él, aunque su talla era bastante alta para una mujer humana, y un poco corta para una elfa. El jubón de cuero de color oliva y los pantalones del mismo material y color, ideal para esconderse en el bosque, no ocultaban sus formas femeninas, demasiado prominentes para su raza. Aun así sus orejas y el arco y el carcaj que colgaban de su espalda la delataban como elfa.
-Gracias por vuestra ayuda.- Saryon tenía la boca seca y le dolía la garganta al hablar- Mi nombre es Saryon... Saryon Maiher, senador de Isvar y gen...
-Guárdate tus títulos. Eres amigo de Clover y eso es lo único que te valdrá aquí. Ahora, recoge tus cosas y si eres capaz de cabalgar, síguenos a la ciudad.
-Clover... parece que su nombre abre muchas puertas cuando uno trata con los de vuestra raza. - Saryon se acercó a su yegua y comenzó a colocar sus cosas en las alforjas.
-Clover es el rey de un reino elfo. Un rey extraño, sin duda, pero un rey al fin y al cabo.
-Clover es demasiadas cosas como para definirlo sólo como un rey. Adora a un dios humano, y su capacidad para la intriga es asombrosa. Ninguna de las dos cosas es habitual en uno de los vuestros. - Saryon consiguió subir a su montura, aunque no pudo evitar una mueca de dolor.- Y por otro lado, es rey de los elfos de las profundidades siendo un elfo de la superficie, y nacido en una ciudad humana.
-Pero lo importante en este caso es que es rey del reino de las profundidades. Y con eso es suficiente.- Vanya miró hacia Adrash.- ¿Por cierto, ése quién es?
-No tengo ni idea. Apareció cuando luchaba contra los lezzars. Sea quien sea, tiene mi agradecimiento, me ha salvado la vida.
-Y tú has salvado la suya. Eso también te ayudará aquí. Es un noble elfo.
-¿Un noble elfo?- Saryon parecía realmente extrañado- ¡Pero si es humano!
-Es humano en cuerpo, pero no en alma. La inscripción que lleva en el cuello de su armadura es clara. "Niairel nith Airel. Arinin ar sith sai thalierin"
-El más humano de los hombres. El Señor de los Bosques guía sus pasos. Desde luego, es la enseña nobiliaria, aunque es extraño que un humano la porte.
-Vaya, parece que conoces a los nuestros más de lo que yo pensaba... al menos sí conoces el idioma.- Vanya parecía gratamente sorprendida, aunque continuó hablando en común- En cuanto a él, sin duda alguna hizo un enorme servicio a una comunidad de elfos. Creo, por la inscripción y el tipo de runas que emplean, que es de los elfos del norte, los que vinieron del continente de Narmad.
-Por su forma de luchar, el nombre se ajusta a él como anillo al dedo. Si vosotros habláis de los humanos como de seres apasionados, él lo es más que muchos de los que conozco. La elección del nombre es realmente afortunada...
-Muchos elfos dicen de mí que soy "muy humana", aunque quizá sea porque mi abuelo paterno era humano. De todas maneras eso sigue siendo poco importante, será mejor que comencemos a caminar, aún nos queda un largo camino hasta llegar a la ciudad, y ese hombre podría perecer si no llegamos a tiempo.
-Entre mis habilidades se encuentra la de cuidar a los heridos. Yo podré mantenerle vivo e incluso curar sus heridas en unos días. Aun así, yo también estoy herido y cansado y necesitaré reposo. Será mejor que continuemos. - Saryon usó las riendas para indicar a Irwen que comenzase a moverse.
Vanya hizo una señal con su mano derecha y media docena más de elfos, arco en mano, salió de entre la espesura que rodeaba el claro.
-Vamos a la ciudad. Id explorando el camino. Avisad si hay algún contratiempo.- Hablaba con el idioma agudo y musical de los elfos- Vosotros dos -ahora miraba a los que habían situado a Adrash en la camilla- Encargaos de él, y tratadle como se merece su rango.
Con movimientos veloces y ligeros, los elfos que habían salido de la espesura se volvieron a introducir en ella, mientras los dos que ya estaban en el claro, levantaron la camilla y comenzaron a caminar. Vanya se situó a la par de la enorme yegua de Saryon.
-¿Deseáis subir a la grupa de mi montura?
-En el bosque me fío mil veces más de mis pies que de los de ningún animal.- Vanya dijo esto con tono sumamente despectivo, sin ni siquiera mirarle a la cara.
-De acuerdo, caminad como deseéis.-Saryon no parecía ofendido por el tono empleado por la elfa.- Decidme, ¿cómo sabéis quién soy?, ¿cómo sabéis que soy amigo de Clover?
-Tu nombre y tu descripción, así como tus hazañas durante la guerra contra oriente son bien conocidas en toda la península de Isvar.- La voz de Vanya había perdido buena parte de su deje despectivo- De todas maneras, Clover nos avisó de que estarías aquí y en peligro.
-Nunca deja de sorprenderme. Tendré que hacerle una breve visita.
-Eso te llevará un tiempo, las cosas andan revueltas por todas partes. Aunque no he de ser yo quien te informe de todo, cuando lleguemos otros se encargarán. Ahora mantengamos silencio, aún podríamos correr peligro.
-De acuerdo, entonces.
Ayudado por el movimiento ininterrumpido y por el fresco de la avanzada tarde, Saryon comenzó a despejarse lentamente. El día invitaba a viajar a buen ritmo, se acercaba el atardecer y el cielo continuaba despejado, dejando que el sol calentase el suelo con sus rayos. El bosque, a su alrededor, crecía con una exuberancia inusitada. Salvo pequeños senderos, provocados por la acción de los animales yendo a beber al río o por el caminar de seres inteligentes, el suelo del bosque estaba cubierto por una densa capa de matorral, que dificultaba el avance en muchas ocasiones. El terreno era ondulado, una sucesión de colinas suaves y pequeños valles, totalmente cubiertos de una espesa arboleda, que tan sólo dejaba pasar pequeños rayos de sol hasta el suelo del bosque. Estos rayos de sol eran eficientemente aprovechados por cantidad de zarzas y matorrales que cubrían el terreno bajo las copas de los árboles, haciendo incomodo el avance montado, e incluso a pie por trechos.
Este enorme bosque había permanecido prácticamente deshabitado por muchos años, a excepción de una pequeña cantidad de lezzars que siempre habían habitado en las zonas más húmedas. Por su situación, era la nueva frontera norte de la península de Isvar, junto con las llanuras del Noroeste. La tierra era fértil, aunque no tanto como la de la península, y los nuevos colonos, empujados por la falta de alimentos y la pobreza producidos por la guerra en el sur, iban ocupando la zona lentamente, cruzando los puentes de La Gran Grieta y ocupando poco a poco las tierras del norte. En poco tiempo se habían formado varios nuevos pueblos, algunos de ellos ya empezaban a ser demasiado grandes y tendrían que tomar en pocos años la estructura de ciudades. Mientras tanto, los elfos habían establecido colonias en el bosque, aprovechando también los enormes recursos y las extensas tierras que allí se encontraban. Y todo esto había ocurrido en los últimos siete años, después de la guerra con Oriente.
Saryon recordó la primera ocasión en la que había atravesado estas tierras, antes de que los invasores de Oriente construyeran los puentes que ahora atravesaban La Gran Grieta. Él, y sus compañeros de aquel entonces, habían cruzado las inhóspitas tierras del centro del continente con la intención de llegar al mítico reino de Avalar, en la punta norte, el lugar donde la magia no moraba, en busca de ayuda de su rey en contra de Oriente, y en busca de una de las esferas de poder. Entonces habían tenido la mala suerte de toparse con una tribu de lezzars, y Saryon se había batido en duelo con su líder, un formidable reptil de tres metros de alto que a punto había estado de matarle. Pero había vencido, y, por unos días, fue rey de una tribu de aquellos seres, y a la vez, sus compañeros y él se habían librado del final que los hombres lagartos les tenían reservado, que no era otro que ser devorados. Y ahora estas tierras estaban siendo ocupadas por la gente de Isvar, expulsando a los hombres lagarto hacia el norte y el este. La expansión del territorio de la península había comenzado, y ahora sería difícil de parar.
Las causas de la expansión eran claras, por fin Isvar tenía dos grandes factores a su favor que siempre habían faltado, y ambos existían ahora a causa de la guerra. Isvar tenía un ejército y un órgano de gobierno conjunto y aceptado por todos. Históricamente, en la península siempre había existido un conjunto de ciudades-estado independientes, con Vallefértil y Fénix como cabecillas de éstas, pero sin ningún mando real ni legal sobre las demás. Lo único que habría podido unir a Isvar, habría sido que una ciudad fuese conquistando a otras hasta imponer su ley sobre toda la península, o, precisamente, lo que había ocurrido, la aparición de un enemigo común, que les forzase a unirse o morir, y que convenciese a los líderes locales de que la unión hacía la fuerza y de que se olvidasen de sus pequeñas parcelas de poder. Y tras el ataque del imperio de Oriente, a duras penas resistido por los hombres y mujeres de Isvar, se había formado al fin un ejercito permanente y un órgano de gobierno colectivo, el Senado de Isvar. En el Senado estaban representados los más poderosos de cada ciudad y ciertas personalidades relevantes que habían tenido importantes papeles en la guerra contra oriente, entre los que se encontraba él mismo.
El trabajo del Senado había sido y era todavía muy importante. Pero la falta de un enemigo que uniese a todas las ciudades estaba produciendo ya que el desinterés y las mezquindades comenzasen a aparecer entre los senadores, sobre todo entre aquellos que habían accedido a su puesto por su posición económica. Por otro lado, los que habían accedido a su cargo por sus méritos en la guerra eran apartados lentamente, con lo que las mezquindades y los egoísmos crecían más y más. A Saryon le apenaba mucho todo aquello, después de todo el esfuerzo, de todas las muertes, todavía quedaba gente entre ellos que se olvidaba de sus buenos vecinos para meterse la mayor cantidad de dinero posible en la bolsa. Quizá algún día esto cambiase, pero no tenía claro si el remedio no sería peor que la enfermedad. Él, mientras tanto, mantenía su posición como general en el ejército de Isvar, al igual que otros amigos y antiguos compañeros de aventuras, pero sus voces ya no eran escuchadas en las reuniones del Senado salvo por unos pocos, y eran considerados como miembros secundarios por muchos de los que nunca habían empuñado un arma en la guerra.
Lo más preocupante de todo para Saryon eran los lezzars. Después de las campañas iniciales para expulsarlos del norte no habían vuelto a dar señales de actividad, pero últimamente volvían a estar activos. El ataque que acababa de sufrir era sólo un síntoma más. No sólo parecían estar volviendo a las tierras que habían perdido, sino que además se comportaban de manera extraña. Eran temerarios, cuando siempre habían sido cobardes. Sus líderes eran mucho más inteligentes, más fuertes y más grandes. Y lo realmente preocupante era que sus ataques eran cada vez más frecuentes. Algo extraño estaba ocurriendo con aquellos seres, la manera de evolucionar de su raza era extraña y era un tema digno de toda atención. Los últimos ejemplares que habían sido combatidos tenían varias características extrañas. Parecía que sus heridas se cerraban a gran velocidad, y estaban desarrollando maneras de adaptarse al medio acuático. Además de ejemplares con branquias, Saryon ya se había enfrentado a varios de aquellos monstruos con membranas entre los dedos para nadar mejor. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo con aquellos seres, habría que tener los ojos bien abiertos, o todos los habitantes de Isvar correrían peligro.
Poco a poco la noche se fue cerrando sobre sus cabezas, haciendo cada vez más difícil el avance para Saryon y su yegua. Pronto el cielo se volvió negro, y la luz de las estrellas era la única que les servía para continuar el camino, cosa que de todos modos no tenía ninguna importancia para los elfos que le guiaban, puesto que sus ojos estaban preparados para ver en tales condiciones. La noche era oscura, pues no había luna, y Saryon comenzó a sentirse cansado a causa de las heridas y del esfuerzo que para él suponía seguir el camino con tan escasa iluminación.
-Deberíamos descansar.- Saryon habló por primera vez en las últimas cuatro horas.- Ese hombre esta malherido y yo también. Además, ni Irwen ni yo no podemos ver como vosotros en esta oscuridad, me resulta muy difícil continuar.
-Todavía nos queda media jornada más de viaje, aunque ya estamos en la zona de patrullas y estaremos más seguros.- La voz de Vanya, como era habitual, sonó fría y cortante como el filo de una espada- Acamparemos por aquí, creo que hay algún claro cerca.
En pocos minutos ya tenían un campamento dispuesto y un pequeño fuego ardiendo para dar calor a los heridos. Tras despojarse de su armadura, Saryon se dispuso a cuidar del extraño hombre que le había salvado la vida. Después de limpiarle las heridas, el caballero comenzó a emplear el poder de la magia que los dioses le concedían para acelerar la curación. Las manos del caballero se iluminaron tenuemente en un tono azulado mientras las mantenía sobre el pecho del herido. Saryon notó como, impulsadas por la magia curativa, las costillas rotas que había bajo sus dedos, eran empujadas a su posición natural, vio como las marcas de color morado que cubrían el pecho y el cuello del hombre perdían intensidad en el color, haciéndose paulatinamente más claras. Al fin, cuando percibió que el poder de su magia comenzaba a agotarse, separó las manos. Inmediatamente, las manos dejaron de estar iluminadas. Sin dar poco más que un saludo de buenas noches, Saryon se dispuso a descansar en el pequeño claro, viendo el enorme tapiz de estrellas entre las copas de los árboles, y a seguir con sus ensoñaciones.
Escrito por Cronos el lunes, 26 de octubre de 2009
Abismo.
Y el dolor nunca cesa. El dolor lo es todo, rodea, penetra, llega a lo más hondo, rompiendo cada partícula del cuerpo. O de lo que fue el cuerpo. Siempre está, cada vez más agudo, más profundo, haciendo que cada segundo parezca una eternidad, cada respiración una vida, cada latido el infinito. Y ninguno es el último y el siguiente tampoco lo será, cada dolor es sólo el preludio de otra tortura. Únicamente la devoción puede terminar la tortura eterna. Sólo ella puede aliviar, sólo ella puede acabar con el dolor. Imágenes del pasado, cada imagen es dolorosa, cada palabra duele, haciéndose borrosa, olvidada para siempre, cada vez más lejana pero igual de dolorosa, clavada en la carne desgarrada, en el alma... sólo ella debe permanecer. Ella. Siempre ella. Hasta que ella sea tú. Tu voluntad. Tus sentidos. Tu pensamiento. Tu salvación. Tú.
Y la luz esta ahí. Cada vez más próxima. Más cercana. Más grande. Y siempre ínfima. Siempre en el infinito. El final. El ansiado final. Ni siquiera gritar vale de nada. Cada grito es un dolor mil veces amplificado en el éxtasis de sufrimiento. Cada sonido es una tortura en el abismo. Cada movimiento es eterno, cada gesto desgarra la carne. Sólo se puede esperar. Y creer. Porque ella alivia. Ella salva. Ella da y quita la vida en el abismo. Hasta el pensamiento es doloroso. Sólo existe ella. Tu pensamiento ha de ser suyo. Y los latidos nunca desaparecen, llenando el corazón de dolor hasta que estalla, tan sólo para comenzar el siguiente. Y la luz permanece lejana, siempre creciente y siempre ínfima. La luz, el final. Y ella siempre vuelve a recordarte que eres suyo, que seréis uno, que tu pensamiento será el suyo, que tu alma es suya. Y ella siempre vence. Y el dolor continúa, latente, eterno. Sólo ella puede hacer que termine. Ovatha... Ovatha... el eco de sus palabras es lo único que disminuye el dolor.
Escrito por Cronos el miércoles, 21 de octubre de 2009
La torre de Lórum.
Benybeck subió los últimos peldaños de la escalera de caracol. Su pequeña figura, que no superaba la talla de un niño de doce años, parecía incansable. Sus ágiles pies se movían a velocidad endiablada escaleras arriba, mientras el tintineo de las innumerables bolsitas que le cubrían la casaca verde y los desgastados pantalones granates tapaba el ruido de sus pisadas en la húmeda y gris piedra. Su cabeza, cubierta por una larga cabellera castaña recogida en trenzas desordenadas, se movía hacia todos los lados, mirando todo cuanto le rodeaba. Giró su cabeza hacia atrás, dejando ver su rostro de rasgos infantiles y finos, con las mejillas plagadas de pecas y bordeado por sus grandes orejas puntiagudas. Sus ojos verdes brillaban intensamente, sin dejar de moverse de un lado a otro como si estuviera memorizando cada detalle de las paredes de la torre.
-Ragnar, Ragnar... apura, ya casi hemos llegado a la parte más alta...- La fina, incluso chillona voz del miuven resonó en las frías paredes de la torre- Seguro que está aquí protegido por un enorme dragón que...
-Benybeck... no deberías correr tanto...- La voz del hechicero sonaba jadeante mientras subía las escaleras- Podría haber trampas o quizá alguien con malas intenciones...
-Bah, seguro que no hay nadie... le habría oído...- Benybeck sonrió triunfante- Nada escapa a los agudos sentidos de un miuven.
-Ya, esa cantinela me suena, pero por desgracia acostumbro a tener razón.
El miuven se giró de nuevo y subió cuatro escalones más, no sin antes desenvainar su pequeña daga.
-Si hay alguien, le daré su merecido.-El miuven empleó el tono de voz más grave que pudo conseguir.
-Espero no ver nunca el día que aprendas, Beny...
La aparentemente frágil figura de Ragnar continúo subiendo las escaleras. Su ancho rostro, cubierto por una barba de pelo grisáceo y rizo y no demasiado larga, en medio de la cual aparecía una amplia y franca sonrisa, brillaba a causa del sudor producido por el esfuerzo. Pasó sus manos de dedos finos y hábiles por su cabellera negra y tupida, que le alcanzaba hasta los hombros. Tras ello las limpió a la túnica gris, de buena factura, que le cubría desde el cuello hasta los pies, con un grueso cinturón de cuero negro ciñéndola a la cintura. Ragnar no superaba el metro ochenta, aunque Benybeck sabía que parecía crecer cuando se disponía a lanzar algunos de sus conjuros más poderosos. Lo que más había sorprendido siempre a Benybeck de Ragnar era lo expresivo de sus ojos negros. Cualquiera que se fijase podría leer su estado de ánimo con sólo mirarle a los ojos... si se atrevía... una mirada de Ragnar enfadado podría asustar al más valiente, e igualmente, una de sus miradas en calma podría serenar al más agresivo de los hombres. Pero desde luego, lo que más le atraía de Ragnar eran dos cosas; por un lado, la cantidad de sortilegios distintos que le había visto hacer, y por otro, el hecho de que a pesar de que nunca se lo diría, era cierto que solía tener razón.
-¡Oooooh!- el miuven parecía decepcionado mientras subía los últimos escalones.- No hay Dragón... sólo una estúpida estatua... y por cierto, no veo el ojo por ningún sitio... creo que nos hemos vuelto a equivocar....
-Espérame ahí quietecito...- Ragnar se esforzaba por seguir el paso del inquieto miuven- Noto algo que no me gusta...
Aún no había terminado de decir ésto, y el miuven ya se había introducido por la abertura en la que terminaban las escaleras. Ragnar subió los últimos escalones, y cuando asomó la cabeza por la abertura, vio la gran estancia superior de la Torre de Lorum. Las paredes y el suelo eran de piedra de color ocre y estaban cubiertos de polvo. La estancia era de planta circular, bastante amplia, y las paredes estaban decoradas con falsas columnas unidas por arcos semicirculares que rodeaban toda la sala. Sobre ella, las paredes se cerraban formando una bóveda. Toda la estancia estaba iluminada por antorchas, situadas en cada columna, lo cual le daba un aspecto fantasmal. Dibujado en el suelo había un círculo de baldosas de mármol azulado que rodeaba una enorme estatua del alto de dos hombres, sin ningún tipo de pedestal, y que representaba a alguien fuerte y musculoso, totalmente calvo y de cara y mandíbula anchas, aunque muy poco definidas. La otra visión de Ragnar le mostraba un brillo blanquecino que emanaba de la estatua y del círculo, revelándole su naturaleza mágica. Inmediatamente, el hechicero sospechó cual era la trampa.
-Beny, no te acerques al círculo...
-¿A qué círculo te refieres? ¿A este círculo?- Las palabras de Benybeck resonaron en la estancia justo en el momento en el que el pequeño miuven saltaba por encima de la línea de baldosas azules. Según posó un pie en el interior del círculo, las baldosas que lo formaban comenzaron a brillar, emitiendo una luz azulada que llenó toda la estancia. Un fuerte crujido sonó, proveniente de la estatua.- ¡Ups!.. Sin duda era éste el círculo...
-¡Apártate de la estatua inmediatamente!- El miuven, consciente de que la mole de piedra había empezado a moverse, decidió que lo más prudente sería hacer caso a su amigo.
-Lo siento... yo... no... Quería... sabía... que eso iba a...-El miuven parecía realmente apenado mientras corría hacia el principio de la escalera donde se encontraba Ragnar - Por cierto... ¡Uau! ¡Es la primera vez que veo una estatua que se mueve!
El monstruoso ser de piedra dio dos largas zancadas, con los puños cerrados, haciendo temblar el suelo con su enorme peso. Sus movimientos no eran muy rápidos, pero sí lo suficientemente veloces como para sorprender al que observase su enorme peso.
-¡Detrás de mí, Benybeck! ¡Corre!
Ragnar comenzó a musitar y a mover sus manos lentamente, trazando símbolos arcanos en el aire. El volumen de su canto se fue elevando lentamente. Alrededor de sus muñecas una luz, chisporroteante y blanquecina, se acumulaba formando un aura. Benybeck vio, mientras corría hacia él todo lo que podía, como la forma de Ragnar cambiaba, haciéndose difusa, como si la viese a través del humo de una hoguera. Vio como sus rasgos se afilaban, y como sus ojos se hacían más profundos, más intensos, más amenazadores, recordando los de algún ser mucho más oscuro. Vio como su forma crecía y se hacia más ancha, más fuerte. Su voz era ya un potente grito que llenaba toda la sala, y continuaba con su extraño cántico. Incluso él podría llegar a sentir miedo de aquello en lo que parecía que se podía convertir Ragnar cuando recurría a su magia, si no fuese porque aquel enorme poder que parecía estarse desatando en el hechicero estaba destinado a librarle de la mole de piedra viviente... y porque los miuvii no sabían en qué consistía el miedo. Aquella cosa estaba cada vez más cerca. La luz azulada que se acumulaba alrededor de las manos de Ragnar y el extraño cántico que entonaba parecieron llegar a su punto culminante justo en el momento en el que el miuven pasó por su lado. De pronto, una luz blanca llenó la estancia. Y a la vez, un gran estruendo mezclado con chasquidos resonó en la bóveda. Un rayo azulado y cargado de energía partió de las manos del hechicero hacia la estatua animada.
-¡Al suelo, Beny!- El grito de Ragnar sonó por encima del chisporroteo del rayo que había conjurado. - ¡Tírate al suelo!
Benybeck tardó sólo un instante más de lo que debía en hacer lo que Ragnar le ordenaba. El rayo, tras atravesar a la enorme criatura, agrietándola y haciendo saltar pedazos de piedra, rebotó una y otra vez en las paredes de la torre, haciendo caer las porciones del muro en las que golpeaba y destrozando todo a su paso. En las múltiples trayectorias que siguió, el rayo alcanzó varias veces a la estatua, haciéndola agrietarse más y más, hasta que, en el momento en el que parecía que el rayo había perdido toda su fuerza, la golpeó una última vez, extinguiéndose después por completo. La estatua continuaba moviéndose, pero más lentamente. Intentó dar un paso más hacia delante, pero la pierna en la que apoyaba el enorme peso comenzó a resquebrajarse. La enorme mole cayó al suelo, sin poder mantener el equilibrio, y al caer se deshizo en pedazos, como si fuese de cristal. De pronto todo quedó en calma.
La luz emitida por el conjuro se apagó lentamente, como si aún estuviese latente en el aire, y poco a poco la claridad del exterior se fue adueñando de la estancia, entrando ahora a través de las paredes destrozadas. La nube de polvo producida por los impactos del rayo en la piedra comenzaba a depositarse en el suelo, lentamente.
Ragnar observaba la escena a varios metros de altura, suspendido en el aire por su magia.
-¡Benybeck!- La voz del hechicero sonaba jadeante, aunque potente- ¿Dónde estás? ¡Benybeck!- Ragnar observó el suelo de la estancia, ahora cubierto de cascotes y porciones de pared- ¡Benybeck! ¡Si me oyes, grita!
Ragnar descendió lentamente hasta que se posó en el lugar en el que se encontraba cuando lanzó el rayo y comenzó a mover los cascotes por la zona por la que había visto al miuven por última vez. La luz azulada ya se había apagado por completo y la estancia estaba ahora iluminada por los rayos de sol que se colaban por los huecos de las paredes, que, al atravesar la nube de polvo le daban a todo un aspecto extraño, irreal. Los movimientos del hechicero se hicieron más rápidos pues temía por la vida de su compañero.
-¡Benybeck!- La voz del hechicero sonó ahora más apremiante- ¿Dónde estás? Si te ha pasado algo no me lo perdonaré jamás...
Ragnar levantó, con una fuerza que a simple vista nadie diría que tenía, una porción de la pared. Bajo ella vio un hueco entre los escombros, como si la porción de muro que acababa de apartar hubiese hecho de escudo o de contención al resto de trozos de pared que habían caído sobre ella. Debajo, acurrucado, con parte de la ropa y el pelo chamuscados vio el cuerpo del miuven, cubierto de polvo.
-Oh, dioses... Benybeck...
Con sumo cuidado, Ragnar sacó a su amigo del hueco entre los escombros y lo depositó cerca del centro de la estancia, en una de las pocas zonas que no habían alcanzado los restos de las paredes o de la estatua. El hechicero acercó su mano al cuello del miuven, y cuando comprobó que estaba vivo, respiró aliviado.
-¡Benybeck!- Ragnar dio un par de palmadas en la cara de su compañero, que se veía aún más pálida por la iluminación y por el polvo que la cubría- ¡Vamos, maldito enano, despierta!
Los ojillos del miuven se abrieron, y en su cara apareció una enorme sonrisa, como si estuviese despertándose del más feliz de los sueños.
-Uau, Ragnar... Ha sido... ha sido... ¡el mejor conjuro que te he visto hacer nunca!
- He estado a punto de matarte.- En la voz del hechicero asomaban a la vez la alegría por que su amigo estuviese vivo y la culpabilidad por haberle puesto en peligro- Ya sabes que me cuesta mucho controlar mi poder aquí. Créeme que lo siento.
-¿Sentirlo?- El miuven se puso de pie de un salto- ¡Pero si ha sido maravilloso! ¡Y además has destrozado a esa cosa! ¡Y mira cómo has dejado todo esto!
Ragnar sólo pudo sonreír.
-Aun así Benybeck... podría haberte matado a ti con él.- Su voz seguía sonando grave, preocupada.- He de aprender a controlar mi poder.
-¡Pero si yo estoy bien! - Como para demostrarlo, Benybeck comenzó a saltar de un montón de cascotes a otro.- ¿Ves? Estoy perfectamente... ha sido sólo un pequeño golpe.
-Espero que nunca se acabe tu suerte. O por lo menos no estar allí cuando ocurra.
-¿Acaso piensas que eso puede llegar a ocurrir?- El miuven colocó su mano en la cintura, en una postura desafiante aunque inevitablemente cómica- La duda ofende, hechicerillo de tres al cuarto.
Ragnar no pudo más que reír, esta vez francamente, como si su preocupación hubiese desaparecido.
-Por cierto, Rag, ¿está aquí?
-Creo que sí. Ahí, entre los restos de la estatua. Si no es el ojo, es algo muy poderoso.-El miuven se apresuró a examinar los restos de la estatua viviente.- Ten cuidado, sea lo que sea podría ser peligroso.- Mientras decía esto, el hechicero se acercó al lugar donde el miuven revolvía lo que quedaba de estatua.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Al fin! ¡Lo he encontrado! ¡Por fin! - Los gritos de alegría del miuven resonaron en toda la estancia- Porque es esto ¿verdad, Rag? Dime que sí vamos, vamos dime que es el ojo de Anathar, dime que sí, venga, dilo, dilo- Una esfera dorada y brillante, como si emitiese luz por sí misma, y no más grande que una bala de honda, pasaba de una mano del miuven a la otra a cada palabra que este decía- Oh, venga Rag, no me hagas esperar, dime, dime, ¿es el ojo, verdad?-Las palabras se atropellaban en la boca del inquieto miuven.
-Benybeck, si no dejas de moverlo, y, sobre todo, si no me dejas examinarlo, dudo mucho que pueda aclararte algo.
Benybeck se quedó mirando fijamente a Ragnar, con rostro inquisitivo.
-¿Cumplirás lo que hemos pactado, no?-La mueca de avaricia del miuven se tornó en una ancha sonrisa, disipando cualquier duda de la mente del hechicero.- Vamos, es broma Rag, no me mires así.- Benybeck le lanzó la esfera dorada al hechicero, que la cogió en el aire con un movimiento limpio.
-Bien, bien, bien...- Ragnar giró una y mil veces la esfera entre sus dedos, mientras la observaba fijamente.- Desde luego, el poder mágico que esta esfera emite se corresponde con lo que he leído... y la forma es una de las formas descritas en las leyendas... Sólo falta hacer la prueba definitiva...
-¿Y cuál es?
-El deseo. La única manera de saber si esta esfera es el ojo de Anathar es formular el deseo. Si realmente es lo que creemos, lo sabremos al momento.
-¿Entonces... llegó la hora, no? ¿Pones la moneda o la lanzas?
-Si no te importa, prefiero lanzarla. Supersticiones, ya sabes.
-No seas supersticioso, Rag... da mala suerte.-El miuven introdujo su mano derecha en una de sus bolsitas y sacó una moneda de cobre- Esta tiene cara y cruz... compruébalo.
Ragnar cogió la moneda que le tendía el miuven y la miró distraídamente.
-Está bien, y además no es mágica.-Ragnar sonrió al ver la cara de ofendido que puso el miuven.- Era broma, no te enfades. ¿Cara o cruz?
-Mmmm ¡Cara!.. Ooo... ¡no!, mejor mmm... ¡Cruz!.. No, no, no, no... ¡Cara!... mejor... mejor..., bueno, si... ¡no! err...
-Benybeck, si no te decides de una vez, podríamos estar aquí durante años.
-Vale, vale- El miuven introdujo de nuevo la mano en varias de sus bolsitas- Tiene que estar por aquí...-Finalmente, sacó otra moneda, esta de plata, de uno de sus bolsillos.- Aquí está, mi moneda de la suerte, nunca falla... Si sale cara escojo cara... y si no, escojo cruz.-Con un movimiento rápido, el miuven lanzó la moneda al aire y, antes de que alcanzara el punto más alto de su viaje, la agarró rápidamente con su mano derecha. Tras girar la mano varias veces, como si estuviese indeciso sobre en que sentido mirar la moneda, finalmente se decidió por uno y la miró. Ragnar pudo ver claramente el busto de algún rey de algún imperio remoto en la parte superior de la moneda.- Cruz. Pido cruz.
Ragnar lanzó la moneda al aire, y dejó que cayese sobre su mano, cerrándola sobre ella. Tras ello apoyó la moneda en su mano izquierda y levantó la derecha, dejando ver un escudo heráldico impreso en ella.
-¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!... ¡Yo gané!- el miuven comenzó a hacer cabriolas entre los escombros.- ¡Gané! ¡Gané! ¡Gané! ¡Ahora tengo mi deseo! ¡Bien!
-Bien... vete pensando lo que quieras entonces. Pero piénsalo bien, podría ser peligroso.- Aún no había acabado de decir esto, cuando el miuven comenzó a reírse a carcajadas- ¿Qué ocurre? ¿Qué te hace tanta gracia?- El miuven estaba casi ahogado por la risa.
-Yo...-Una nueva carcajada interrumpió las palabras del miuven- Yo... me había olvidado... de que... - Los espasmos de la risa hacían entrecortada la voz del miuven- ¡Mi moneda de la suerte es de dos caras! ¡He ganado haciéndome trampas a mí mismo!
Ahora fueron dos las carcajadas que se oyeron en la cúpula de la torre. Tras unos momentos en los que los dos amigos se recuperaron de sus largas risas, Ragnar preguntó de nuevo al miuven.
-¿Y bien, qué es lo que vas a pedir?
-Puessssss -La voz del miuven sonaba ahora dubitativa- La verdad, llevamos tanto tiempo buscando el ojo que aún no se me había ocurrido que podía pedirle. Mmmmmmm no sé... quizá podría pedir ver el más grande de los dragones que jamás hayan existido... o podría pedir que lloviesen peces de colores... o ¡ya sé! ¡Podría pedir tener para mí un bardo que supiese todas las historias que han ocurrido nunca en Isvar! o...
Mientras Benybeck continuaba con sus ensoñaciones, Ragnar permanecía con una sincera sonrisa en su rostro, aunque en sus ojos se podía ver la tristeza que para él suponía ver aquel objeto utilizado de aquella manera, cuando podía suponer la salvación para su padre, Ademar, el hechicero, sobre el que sólo había podido saber viejas historias inconexas, leyendas en su mayoría. Él estaba atrapado en algún lugar, lejos de su plano de existencia, lejos del lugar que debía ocupar y del deber para el cual existía. Y lejos de él. Se sintió solo, incomprendido, sabiendo que era uno de los pocos de su especie, si no el único, que vivía junto a hombres, elfos, enanos... atrapado en un hombre, atado a los sentimientos y a las limitaciones físicas de su cuerpo, pero a la vez tan distinto a ellos, con su esencia proveniente de otro plano, con su inmenso poder heredado de la naturaleza de sus antepasados, casi imposible de contener en su frágil forma física de hombre. Y su propio padre, probablemente el único ser que podía comprenderle, el único que era como él, estaba lejos, encerrado en un lugar que ningún hombre podría llegar ni tan siquiera a imaginar, perdido en uno de los innumerables infinitos que componían la realidad. Y ahora iba a perder su única esperanza de encontrarle quién sabe por cuánto tiempo, quién sabe por cuántas generaciones de hombres y de aquella manera. A pesar de alegrarse por su buen amigo, no pudo contener la tristeza que le invadía.
-Toma. Pide tú el deseo. Ya no lo quiero.- El miuven miraba con su cara de niño compungida, casi llorosa hacia Ragnar.- Sea lo que sea lo que quieres, seguro que es más importante que lo que quiero yo.- Una lágrima cayó por una de sus mejillas.- además, hay tantas cosas que puedo pedir que seguro que después me arrepiento porque pienso que después querría otra y me iba a poner muy triste. Tú no querrías que esto ocurriese, ¿verdad?
-Ya estás triste, Benybeck. Y no pienso pedir ningún deseo por ti. Es tuyo y tú has de pedirlo.- Aunque Ragnar sonreía, un tono de gravedad iba unido a su voz.
-Bien, entonces, dime qué quieres que pida.- El miuven sonreía de nuevo, orgulloso por la solución que había encontrado.
-No puedo, Benybeck. Hay demasiadas cosas de mí que aún no comprendes. Si quisiera, podría forzarte a utilizar el objeto para mí, si quisiera podría haber ganado en la moneda, pero ¿crees que sería feliz fallándole a un amigo? ¿Crees que mi éxito serviría de algo unido a un acto tan rastrero? No. Somos amigos, Beny, tu felicidad es parte de la mía. Y tú has ganado, debes pedir el deseo que te corresponde y yo no debo influirte de ninguna manera. Si no lo hiciese traicionaría mi propia esencia... ¿entiendes?
-Pues... no demasiado.- La voz de Benybeck se volvió arrogante- ¿Pero sabes lo que creo? Creo que eres un testarudo y que acabarás entrando en razón, y que seguro que algún día sabré realmente lo que quieres y ese día utilizaré el objeto y ya está. Así que lo guardaré mientras tanto y cuando llegue el momento lo usaré y ya está, hala. Así que dámelo. Y ni se te ocurra decirme que no porque entonces estarías faltando a tu... emm... propia... ¿cómo dijiste antes?
-Mi propia esencia, Benybeck- Ragnar tendió la esfera hacia el pequeño miuven.- Mi propia esencia.
-Eso, tu esencia, sea lo que sea- Benybeck tomó la esfera de la mano del hechicero.- además...
Cuando Benybeck tomó el objeto de la mano de Ragnar, notó algo, una fuerza extraña que avanzaba desde el objeto por su cuerpo, llenándole de un poder que desconocía, pero que sin duda provenía del propio objeto, un poder que avanzó por su brazo, por su cuerpo, por su mente, hasta apoderarse de todo. Benybeck oyó una voz grave, cavernosa, que hacía eco en los restos de la bóveda, notó sus propios labios moviéndose, pronunciando palabras... pero ¡Él no era el que hablaba! ¡Era el objeto! Miró hacia Ragnar y vio que estaba tan sorprendido como él, sino más.
-Ya tengo mi deseo.-Los labios del miuven seguían moviéndose, como si fuese él mismo el que estuviese hablando, pero la voz, profunda, cavernosa, potente, venía de todas partes a la vez y de ninguna en concreto.-Deseo que Ragnar y yo volvamos al tiempo que nos corresponde.
Los rostros de los dos amigos se tornaron más sorprendidos si cabe al notar que la realidad se deformaba a su alrededor y se desvanecía, retorciéndose y difuminándose, hasta que sólo les rodeó la oscuridad más absoluta y la sensación de caer... de caer en un abismo en el que el tiempo no tenía sentido... de caer en un instante eterno.
Escrito por Cronos el lunes, 19 de octubre de 2009
Pesadilla.
Latidos. Latidos que suenan dentro y alrededor. Latidos que resuenan en su mente. Abismo de miles de colores que cambian, se mezclan y se separan en la eterna danza. Sin aire. Sin tacto. Sólo oscuridad y dolor y latidos. Dolor. El dolor que está, que permanece, que siempre sigue… el dolor… el dolor de cada cambio… El dolor de cada latido… el eterno sufrimiento, percibiendo lo que crece dentro de él… Deseando despertar con cada segundo, con cada eternidad, deseando despertar o morir para siempre, sintiendo el más profundo dolor que jamás un hombre haya podido sufrir… sintiendo mil agujas que se clavan en cada poro de su piel, sintiendo su interior romperse, moverse y retorcerse de dolor y sin poder girarse ni gritar ni saber por qué… tan sólo percibiendo cada latido, cada segundo, tan sólo sintiendo el dolor… siempre flotando en el abismo de oscuridad, sintiendo que los huesos se hielan y la carne arde, sintiendo la muerte en cada rincón. Muerte... Vida que viene de la muerte… Luces que ciegan, colores que cambian, formas inexistentes, flotando en la nada más absoluta, rodeado de dolor y de sombras… hasta que la voz vuelve…
-¿Quién te ha de cuidar?- Suave, femenina, sensual- ¿Quién te ha de salvar?
-Tú, mi señora.- Sólo un pensamiento, un grito…
-¿A quién proteges? - Susurra, insinuante- ¿A quién amas y adoras?… ¿A quién deseas?
-A ti, mi señora…. -Hasta los pensamientos producen dolor allí.
-¿Quién es tu dueña?- Su voz alivia, permite olvidar…- ¿Quién es tu vida?
-Tú… Solo tú, mi señora…
-¿Y cuál es el nombre de tu señora?
-Ovatha…
-Dilo, quiero oírlo.
-Ovatha… Ovatha…
-Dilo hasta que ya no exista nada más…
-Ovatha…. Ovatha… Ovatha….
Hasta que las palabras alcanzan a los latidos y se unen al dolor, se diluyen en él, se mezclan con el sufrimiento hasta que son parte de él, rompiéndole los tímpanos, clavándose en la mente.
-Ovatha…
Escrito por Cronos el lunes, 19 de octubre de 2009
Encuentro.
Saryon se despojó lentamente de su armadura. Los pocos rayos de sol que pasaban a través de las copas de los árboles golpeaban su piel, produciéndole una sensación reconfortante. El pequeño claro estaba dominado por el río, no muy ancho pero caudaloso y de aguas claras y rápidas. El lugar era perfecto para dejar atrás una parte del cansancio del largo camino. Irwen, la gran yegua blanca, pacía y bebía del agua fresca, manteniéndose en silencio.
Se acercó al borde del riachuelo y se dispuso a lavarse y a beber. "Me estoy haciendo mayor", pensó al ver su reflejo en el agua. Y ciertamente ya no era el joven que había luchado con todas sus fuerzas durante la guerra contra El Imperio de Oriente. Ni mucho menos el adolescente que se había marchado de casa para ingresar en el monasterio, unos veinte años atrás. Ahora su pelo, aunque aún liso, largo y firme, ya no era totalmente negro, algunos cabellos grises asomaban, y cada vez eran más. La piel de su rostro estaba surcada por bastantes arrugas, muchas de ellas alrededor de sus ojos verdes, en los que la gente siempre encontraba serenidad. Y si no fuera por su largo mostacho, que caía a ambos lados de su boca, probablemente también serían muy visibles las arrugas que flanqueaban sus labios. Como siempre, estaba bien afeitado, lo cual hacía que se le viese un poco más joven.
Metió los pies en el riachuelo y, tras despojarse del largo guante de cuero que cubría su mano derecha, comenzó a mojar su cuerpo. Aunque ancho de hombros y bastante fuerte, alrededor de su abdomen comenzaba a aparecer una capa de grasa, que hacía que desapareciese parte de su aspecto atlético. Continuó refrescándose la cara y los brazos, evitando mojar su brazo izquierdo, aún cubierto con el guante, y tras unos instantes, se acercó al centro del claro y se sentó junto a su yegua a comer y a descansar.
Aún no había acabado de sacar la comida de las alforjas de Irwen, cuando ésta comenzó a mostrarse intranquila. Acariciando el poderoso cuello de la yegua y musitando palabras tranquilizadoras, comenzó a mirar a su alrededor. Aunque le habían informado de que el río era seguro, conocía a Irwen como a una hija, pues había sido su montura durante muchos años, y no solía ponerse nerviosa sin motivo. Comenzó a ponerse la pesada cota de mallas, que le cubría desde los hombros hasta la cintura y los brazos hasta los codos. Una vez hubo asegurado todas las correas como tantas veces había hecho antes, se puso el blasón de color marfil con el símbolo de La Orden de Isvar, una espada apuntando hacia abajo cuyo mango forma una balanza, bordado en plata. Dejó su espada y su escudo cerca de él. Se fijó en el ya gastado símbolo del escudo, también una espada con la punta hacia abajo, alrededor de la cual había doce esferas. Había adoptado esa enseña muchos años atrás, durante la guerra de Oriente. Entonces, él y sus compañeros habían buscado ciertos artefactos mágicos de gran poder y cuyo verdadero origen les era desconocido. Durante aquella búsqueda, había hecho dibujar una esfera en su escudo por cada uno de los artefactos que habían recuperado. Su espada era uno de aquellos objetos, y hasta ahora le había sido siempre fiel y útil, y estaba indudablemente encantada, pues pronunciando el verdadero nombre de la espada, su hoja se cubría de llamas. Nunca había necesitado afilarla, y si la limpiaba era por respeto al antiguo poder contenido en el objeto, pues parecía consumir cualquier rastro de suciedad en el mismo momento en el que se guardaba en su vaina. La había empuñado en numerosas batallas y escaramuzas contra los soldados de Oriente, y muchos habían caído por el filo de su hoja. Hacía mucho tiempo de aquello, y sin embargo le parecía tan próximo...
Se dispuso a continuar con su comida, pero algo se movió en el agua del río. Irwen resoplaba y miraba a su alrededor, cada vez más inquieta. Saryon se acercó espada en mano al borde del riachuelo, al mismo lugar en el que antes había estado refrescándose. El río, aunque no era muy ancho, era bastante profundo hacia el centro, y las aguas corrían bastante turbias por la zona más profunda. Permaneció unos instantes observando el fluir de la corriente, esperando algún movimiento extraño. Cuando ya estaba prácticamente convencido de que no ocurría nada, tres figuras surgieron del agua, cerca del centro del río, a unos cinco o seis pasos de él. Ninguna superaba el metro setenta, y estaban cubiertos de escamas, todavía brillantes por el agua. Sus rostros, de ojos pequeños, recordaban a la faz de un reptil. Eran Lezzars. Movían sus lenguas bífidas constantemente fuera de la boca y entre sus afilados dientes. Los tres portaban lanzas de madera, con punta de metal y de tosca factura. Sin tiempo a mediar palabra, corrieron hacia él, moviéndose con inusitada velocidad a través de las aguas.
Saryon dio dos pasos atrás esquivando y desviando las acometidas de los hombres lagarto como pudo. Cuando notó el lecho más firme del claro bajo sus pies, afirmó su posición, empuñando la espada con ambas manos, pues no había tomado la precaución de coger su escudo cuando se acercó al río, y ahora no podía arriesgarse a tomarlo del suelo.
- Lezzars, no deberíais haber salido de donde estabais… - La voz del caballero se convirtió en un susurro.- Sanatrap. - A su voz de mando, la hoja de la espada se incendió, haciendo retroceder a los hombres lagarto.
Sus oponentes estaban abriéndose a su alrededor, con la intención de tomar sus flancos para golpear con más facilidad al caballero, mientras lanzaban estocadas hacia él, que en ningún momento llegaban a suponer una verdadera amenaza. Aprovechando un mal movimiento del hombre lagarto de su izquierda, envió un fuerte golpe dirigido a la tosca lanza de su rival. El golpe hizo impacto, rompiendo el arma en dos partes, chamuscadas en sus extremos. El lezzar se quedó mirando a los restos de su arma, sorprendido y asustado a la vez. Saryon aprovechó la ocasión, y, tras desviar el envite de otro de sus rivales, lanzó una estocada de arriba abajo que golpeó al reptil en un hombro, cercenando su brazo, y quemándole el hombro y la cara. Tras el brazo, el hombre lagarto cayó al suelo, inconsciente.
En el momento en el que derribó al primero de sus rivales, Saryon sintió una punzada en su costado derecho, y un fuerte dolor que le bajaba hacia la pierna, haciéndole temer que perdería la sensibilidad y la movilidad en la zona. Hizo un gran esfuerzo para recuperar el equilibrio perdido entre el golpe enviado y el recibido, pero le costaba mantenerse en pie. Apartó su cabeza de la lanza de uno de sus oponentes y desvió el golpe enviado por el otro. Aun con la profunda herida, Saryon era un magnífico rival, y las estocadas y los mandobles se alternaron con gran furia.
Sabía que estaba perdiendo sangre, y que el tiempo jugaba en su contra. Los lezzars también lo sabían y comenzaron a luchar de manera más reservada, intentando cansar al caballero, que lanzaba sus golpes de manera cada vez más predecible y lenta. Saryon bajó aún más el ritmo de sus mandobles, decidido a cambiar de táctica. Mientras mantenía a los hombres lagarto lo más lejos posible, comenzó a musitar una oración, cuyos versículos en un extraño leguaje contenían la fuerza de sus dioses. De pronto, una luz de gran intensidad partió de las manos del caballero, llenándolo todo. Decidido a aprovechar la ventaja, se lanzó hacia delante, en un intento desesperado por vencer a sus oponentes. Cuando el primero de ellos, que tenía la punta de su lanza aún ensangrentada, fue capaz de ver algo, sólo pudo adivinar el filo de una espada envuelta en llamas dirigiéndose al centro de su faz. Fue la imagen que sus ojos llevaron al infierno.
Saryon esquivó el golpe lanzado a ciegas por el último de sus enemigos. Ahora el combate parecía girar a su favor, pero sabía que en estos casos es cuando más peligro se corría. Recordó las palabras de su mentor, repetidas una y mil veces mientras practicaban en el patio del monasterio. La confianza es el peor enemigo de un espadachín. Si subestimas a tu oponente subestimas tu vida. Se concentró en defenderse, tomando su tiempo y haciendo ver que su herida le había afectado más de lo que realmente había hecho. Pensó que el lezzar debería estar aterrorizado, pues nunca los había visto así. Aquellos seres eran cobardes, y normalmente huían en cuanto no estaban en una situación de superioridad, pero aquel seguía luchando con intensidad, a pesar de que su rival era mucho mejor espadachín que él.
Ahora que el combate y el intercambio de golpes se habían vuelto más parsimoniosos, se dio cuenta de varios detalles extraños en el cuerpo de aquel ser. Sus dedos estaban prácticamente unidos por una especie de membrana, como si estuviese preparado para nadar, y hubiera jurado que los pequeños rasguños que le había hecho se cerraban lentamente, aunque no podía estar seguro.
El baile de golpes y contragolpes continuó. Saryon lanzaba sus mandobles cada vez más lentamente, esperando a que su oponente se precipitara. Eligió el momento apropiado para acabar con su plan. El hombre lagarto se lanzó a la ofensiva, pensando que Saryon no podría resistir su envite a causa de la herida. El caballero retrocedió, jadeando como si le costara respirar, y entonces dejó un hueco en el lado izquierdo de su defensa. El hombre reptil lanzó un ataque justo al lugar donde Saryon esperaba que lo hiciese. Entonces, para sorpresa del lezzar, bloqueó el golpe con su mano izquierda. En lugar de atravesar la mano como aquel ser hubiera esperado, la lanza golpeó contra algo duro, rígido, que sonó como si hubiera intentado clavar su lanza en un árbol, y que detuvo el golpe casi por completo. El caballero apartó la lanza del reptil con un golpe de su espada, y en el mismo giro se dispuso a terminar con su rival, con un golpe dirigido a su pecho.
Entonces oyó más chapoteos en el agua. Cuatro figuras más estaban saliendo del río. El lezzar aprovechó el instante que perdió Saryon, y evitó el mortal golpe dirigido a su corazón, dando un paso hacia atrás. Las tres figuras que ahora se aproximaban, lanza en mano, eran prácticamente idénticas a sus otros oponentes, pero la figura que se estaba quedando atrás medía cerca de los tres metros, y su anchura y peso parecían proporcionados con respecto a su altura. Sus escamas eran mucho más gruesas y su faz mucho más ancha que las de sus compañeros. Lo más inquietante era el aire humano que poseía en la forma y la expresión de su rostro. Sus ojos eran más grandes y su mandíbula era menos prominente que la de los otros, y su lengua bífida mucho más corta y gruesa. Saryon había visto, combatido y vencido a jefes de los hombres lagarto antes, pero ninguno como ése. En sus manos portaba un enorme tridente de metal, sin duda capaz de ensartar a un hombre de un solo golpe, incluso con armadura.
Los tres lezzars recién llegados se abalanzaron sobre él. Ahora Saryon maldecía su descuido mientras retrocedía, evitando los golpes como buenamente podía. De tres zancadas, el que parecía el jefe de aquellos seres se puso tras los cuatro más pequeños, enarbolando el tridente, listo para asestar un golpe por encima de las cabezas de sus compañeros. Si había de morir allí, se llevaría a unos cuantos con él, y si el grande era uno, mejor. Saryon cargó hacia delante, lanzando un certero mandoble que cercenó la mano derecha de uno de los lagartos. Tras girar sobre sí mismo, llevado por la fuerza del golpe, se precipitó hacia el grande, con su espada dispuesta a atravesarlo. El ataque fue detenido con un ágil golpe de la parte posterior del tridente en su cara. Aturdido por el fuerte impacto, y debilitado por la herida en el costado, el caballero trastabilló y cayó al suelo, con la vista nublada. Vio como el enorme líder de aquellos seres levantaba el tridente, dispuesto a darle el golpe definitivo. Un grito sonó en sus oídos, fuerte, pero cada vez más lejano. Alguien llamaba a la muerte.
* * *
Corrió por el bosque en la dirección de la que provenían los sonidos de combate. Enail y Tharmil, sus compañeros elfos, también corrían, aunque lo hacían mucho más hábil y silenciosamente que él, ambos con sus arcos largos en mano. En los dos últimos años había adquirido una gran habilidad para moverse por el bosque, al fin y al cabo de algo le tendría que servir tanto tiempo entre esos orejudos, pero su habilidad no era comparable con la de sus compañeros. El destino a veces era sumamente injusto. El último de sus días entre los elfos tenía que haber problemas. Los sonidos del combate eran cada vez más cercanos, por lo que comenzaron a aminorar su paso. Sin dejar de correr, Adrash indicó a sus compañeros de viaje que comenzasen a rodear el claro con el elaborado lenguaje de señas que empleaban los elfos cuando no deseaban ser oídos. Pronto perdió a los dos de vista. Continuó con su paso ágil, su oscura silueta le hacía parecer una sombra entre los árboles, aunque el tintineo metálico que producía al correr delataba que la ligera túnica no era la única protección que llevaba encima. Sin detenerse, se puso el arco a la espalda y desenvainó su espada, como siempre, listo para el combate. Comenzó a ver el borde del claro, y su furia se acrecentó a medida que distinguió las figuras de cinco lezzars, liderados por uno de esos enormes y extrañamente inteligentes jefes. En medio de ellos estaba un hombre, con todo el aspecto de ser un caballero, y claramente herido, que se defendía como podía. Vio como el hombre cercenaba la mano a uno de los lagartos y se lanzaba directamente hacia su jefe. Antes de que él pudiese hacer nada, estaba derribado en el suelo y el gigantesco lagarto se disponía a rematarle.
-¡Muerte!- El grito salió de su garganta con toda la fuerza de su odio mientras se lanzaba hacia el combate.- ¡Perros escamosos, hoy moriréis!
Aún no había acabado de lanzar su grito y el líder de los horribles humanoides ya tenía su enorme tridente levantado sobre su cabeza, dispuesto a acabar con la vida del hombre que yacía en el suelo. Dos flechas partieron del borde del claro, una de ellas atravesando el cuello a uno de los guerreros lezzars más pequeños y la otra rebotando en las duras escamas del líder. El primero de ellos, mortalmente herido, cayó hacia el cuerpo del caballero. El terrible golpe del jefe atravesó al lagarto caído, hiriendo aun así al hombre que estaba tendido en el suelo. El caballero emitió un leve quejido cuando las puntas del tridente hirieron su vientre. Todavía estaba vivo, y quizá aún tuviese alguna oportunidad. Adrash cargó hacia el claro lanzando un alarido mientras sostenía su espada bastarda con ambas manos.
La figura de Adrash Ala de Fuego, Caballero de la orden del Fénix, cargando hacia la batalla haría huir a cualquier enemigo en sus cabales. Su larga melena, negra como la noche, ondeaba con la velocidad de la carrera. Su faz pálida, de rasgos duros y penetrantes ojos negros, capaces de incomodar al más frío de los hombres denotaba ahora una furia ciega e incontenible, un odio y un ansia de muerte tan grandes que la prudencia parecía no haber existido nunca en su corazón. La larga túnica negra se movía a su alrededor, lanzando destellos rojizos al reflejarse la luz que pasaba entre los árboles en los adornos en forma de llamas. Aunque no era un hombre de gran talla, era fuerte, y sus movimientos eran rápidos y mortales como los de una serpiente.
El más cercano de los hombres lagarto intentó interponerse ante él precipitadamente. Adrash respondió dando un giro sobre sí mismo, sin dejar de avanzar, y lanzando un golpe con la parte plana de su arma hacia la parte posterior de la cabeza del ser. El lezzar, atontado por la maniobra y por el golpe, se inclinó hacia delante. Adrash volteó la espada sobre su cabeza y atravesó el tórax del monstruo, que cayó desplomado al suelo, con la espada atravesándole el pecho. Adrash dio la orden mental con la que activaba la magia contenida en su arma. Un halo de llamas la rodeó, incendiando el cuerpo del lagarto muerto. En su flanco derecho, otro lezzar se abalanzó sobre él, preparado para clavarle su lanza en el pecho. Seguro de que jamás podría esquivar ese golpe, Adrash se limitó a agacharse levemente, procurando que la lanza golpease en su rígida hombrera metálica. El impacto le desequilibró levemente, pero la hombrera resistió el golpe. Una flecha atravesó el ojo derecho del hombre lagarto, después de pasar muy cerca de Adrash. La expresión de sorpresa que tenía el reptil al caer fue la que llevó ante su dios, si es que tenía alguno. Adrash se encaró con el último de los hombres reptil, el gigantesco líder, que seguía intentando desclavar a su difunto compañero del tridente.
-Bienvenido a la hora de tu muerte.- La voz de Adrash sonó profunda y susurrante mientras clavaba sus ojos inyectados en sangre en los de aquel enorme ser. Su respiración era rápida y profunda a causa de la rabia del combate- Nunca debiste salir del lugar del que has venido.
-Puedo venssserte dessarmado, humano.- El gigantesco humanoide miraba tranquilamente hacia Adrash- Vuesstra rasssa es pequeña y débil. Te mataré como a un inssssecto.
-Antes de decir estupideces, piensa un poco, montón de escamas.- La voz de Adrash denotaba cada vez más furia, y las llamas que rodeaban el filo de su espada se acrecentaban con ella.
-Ésste mondón de escamassss te va a arrancar la cabessa.
El descomunal líder de los lezzars se lanzó hacia delante, intentando golpearle con sus garras. Adrash, consciente de la brutal fuerza de la criatura, dio dos pasos atrás, tratando de mantenerle lejos, y esperando la ayuda de sus compañeros. Otras dos flechas, separadas por unos segundos, golpearon al enorme ser en el pecho y en la parte posterior de su cabeza. La primera flecha le produjo un leve rasguño, que se cerró en un instante. La segunda rebotó en el duro cráneo y cayó al suelo, tras producir un sonido sordo.
-¡Seguid! ¡No podéis hacer nada aquí!- La voz de Adrash sonó sumamente apremiante incluso en la musical lengua élfica.- ¡Seguid adelante! ¡Ya os encontraré, sobre la tierra o en el infierno! ¡Es una orden!
Adrash hizo una finta. Tras ofrecer un blanco fácil como cebo, se apartó del esperado ataque con agilidad felina y lanzó un fuerte golpe al lado contrario, aprovechando que su oponente estaba desequilibrado a causa del engaño. La espada impactó en el vientre del reptil, haciendo un corte profundo y quemando la zona de la herida. El hombre lagarto lanzó un gruñido por el dolor, y con una rápida reacción, le atacó con la garra izquierda, conectando un fuerte golpe en su hombro y su cara. Adrash trastabilló, y tras dar dos pasos hacia atrás, cayó al suelo. Le costó unos segundos volver a enfocar la vista en su enemigo, y antes de que pudiera reaccionar, una patada le golpeó en el pecho, dejándolo prácticamente sin aire, derribado en el suelo y manteniendo la consciencia a base de pura fuerza de voluntad. Su espada salió despedida por la fuerza del golpe a varios metros de él. Las llamas que la rodeaban se disiparon al momento. El enorme ser agarró al caballero por el cuello y lo levantó del suelo, hasta que las caras de ambos estuvieron una frente a la otra. La garra del monstruo le apretaba fuertemente la garganta, impidiéndole casi por completo respirar. Notaba el fétido aliento de su horrible enemigo en su cara. Vio su sonrisa afilada y cruel. Era la sonrisa del triunfo. La gigantesca criatura le miraba a los ojos, totalmente segura de su victoria, regodeándose en la muerte de su enemigo.
-Ahora tú vasss a morirrr- Poco a poco su visión se fue nublando. Adrash forcejeó, pero sin un punto de apoyo, sus pataleos de poco sirvieron.- Mírame. Mira el rossstro de la muerte, insssignificante humano...- Las facciones del lezzar, cargadas de presunción, se fueron haciendo más y más borrosas en la mente de Adrash.
Adrash intentó un último truco. ‘Si quieres ver mi último aliento, eso es lo que verás’. Varias veces intentó evocar su magia, pero la falta de aire le impedía concentrarse. Poco a poco, Adrash Ala de Fuego, Caballero del Fénix, disminuyó el ritmo de sus movimientos.
Hasta que se quedó prácticamente inmóvil.
* * *
Se revolvió, consiguiendo a duras penas sacarse aquel peso de encima. Notó un fuerte dolor en su vientre, junto con otro, más agudo y latente en su costado. Tenía una pierna adormecida, y le costaba moverse sin sentir dolor. Se forzó a sí mismo a fijar la vista y vio como a pocos metros de él se desarrollaba un combate. Un hombre, cubierto completamente con una túnica negra y con una espada envuelta en llamas sujeta con ambas manos, luchaba con el enorme lezzar que le había atacado. Notó el fuerte olor de la carne quemada. A su alrededor había varios cadáveres de hombres lagarto. Uno de ellos estaba ardiendo, y otro estaba atravesado por el tridente de la enorme criatura. Saryon comprendió lo que había ocurrido al momento.
El combate entre el líder de los reptiles y aquel extraño hombre avanzaba sin ningún golpe definitivo. Finalmente, el hombre de negro tomó la ofensiva, y con una arriesgada maniobra, casi suicida, aunque demoledora si funcionaba, consiguió herir al lezzar con un golpe que habría partido en dos a un troll. Sin embargo, aquella cosa resistió. Reaccionó inmediatamente, y en pocos segundos, el hombre estaba derribado en el suelo sin respiración, y con graves problemas para mantener la consciencia. El hombre lagarto lo levantó del suelo y lo sostuvo en vilo, agarrándole por el cuello. El hombre se debatía mientras que el reptil se regodeaba de la irremisible muerte que esperaba a su presa. Saryon comenzó a arrastrarse por el suelo, avanzando hacia los dos contendientes por la espalda del lezzar. Concentró toda su voluntad en avanzar y en invocar su magia. Aun sabiendo que las probabilidades de éxito, en su estado, eran prácticamente inexistentes, Saryon continuó avanzando hacia los dos rivales. El hombre pataleaba cada vez con menos fuerza, hasta que, poco a poco, dejó de moverse. En ese instante, Saryon, aún derribado en el suelo, agarró la pierna del formidable reptil, y, utilizando las pocas energías que le quedaban, intentó con su magia bloquear todos los músculos de la horrible criatura, paralizar todos sus movimientos. Notó como el poder penetraba en el cuerpo de aquel ser, como llegaba a cada músculo y como intentaba agarrotarlos, bloquearlos, hacerles perder toda capacidad de movimiento. Por un momento creyó que había vencido, pero la fuerza del líder de los lagartos era demasiada para el poder mágico que Saryon había utilizado. En un solo instante, el lezzar se había liberado de su conjuro rompiendo las barreras que deberían haberlo retenido.
Pero ese instante fue suficiente. En el momento en el que el hombre lagarto fue afectado por el conjuro, tuvo que dedicar todas sus fuerzas a vencer el poder mágico que intentaba inmovilizarle. Por un instante, la presión sobre la garganta de Adrash disminuyó. De pronto, Adrash notó como el aire volvía a sus pulmones. Sus ojos se abrieron, y se fijaron en los del hombre reptil.
Si quieres mi último aliento, lo tendrás.- Adrash llamó de nuevo al poder de su magia, la magia que aprendían los caballeros del Fénix, y, al exhalar el aire que a duras penas había podido hacer llegar a sus pulmones, éste se incendió, rodeando la cabeza de aquel ser. El reptil se llevó las manos a la cara, lanzando profundos gruñidos de dolor y soltando a Adrash, que cayó al suelo como un fardo.
Saryon se incorporó pesadamente sobre sus rodillas y, manteniendo el equilibrio a duras penas, lanzó un golpe con su espada a las piernas de la criatura. Aquel ser, que no dejaba de moverse buscando el río, desorientado y ciego, cayó con gran estruendo cuando Saryon le hizo un profunda herida en la parte posterior de la rodilla. La criatura parecía totalmente enloquecida por el dolor y la ceguera, y su cabeza humeaba como si el fuego hubiese prendido en su piel. Entonces, desplazándose casi a gatas, se aproximó al lugar donde el enorme lezzar se debatía contra el intenso dolor, levantó su espada, y utilizando todo su peso, la clavó en el vientre del extraño ser. Las llamas que la envolvían comenzaron a quemar la carne, extendiéndose por todo el cuerpo, que se convulsionaba a causa del dolor. Finalmente, el hombre lagarto dejó de moverse. Saryon soltó la espada, que continuó quemando el descomunal cuerpo, y comenzó a arrastrarse hacia el lugar donde estaba el hombre de la túnica negra. Cuando al fin llegó a su lado, Saryon comprobó que estaba vivo, aunque muy malherido. Utilizando el poco poder mágico que aún no había empleado, comenzó a invocar la magia curativa que los dioses del Bien le concedían. Pronto, la cara de aquel hombre, pálido ya por naturaleza, recuperó parte de su color. Si recibían ayuda, sobreviviría.
Acusando el esfuerzo y la cantidad de sangre perdida, el caballero perdió la consciencia.
Irwen, la yegua, se situó sobre ambos, protegiéndoles de todo mal de la mejor manera que conocía.
Escrito por Cronos el lunes, 19 de octubre de 2009
El señor del tiempo.
El volcán escupió su carga de fuego hacia el cielo. Miles de gotas rojizas, luminosas y cargadas con la furia de la tierra se esparcían por el aire, mezcladas con los retorcidos jirones de humo que salían del cráter de la montaña. Todos ellos se elevaban hacia el cielo, formando la más alta columna de fuego y humo que pudiese ser contemplada. Inmerso en la orgía de llamas, suspendido en medio del caos, flotaba un hombre. Estaba cubierto por una túnica y una capa negras y de aspecto pesado que le llegaban a los pies. Como si nada de lo que ocurría a su alrededor pudiese afectarle, contemplaba el espectáculo girando lentamente sobre sí mismo en el aire. Era completamente calvo, y su rostro, ancho y de piel curtida, poseía una mirada y una sonrisa serenas, profundas y tranquilizantes que le daban un aspecto benévolo. Sus manos, hábiles y de dedos largos, sostenían distraídamente una pequeña esfera de cristal, con la que jugueteaba tranquilamente mientras miraba a su alrededor, embelesado por el espectáculo que le rodeaba.
La tierra estaba de mal humor, pero la belleza del momento, visto desde su mismo centro, era imposible de equiparar. Nunca había dos erupciones iguales, ni siquiera lejanamente comparables. La trayectoria de millones de gotas, de billones de partículas era siempre distinta. Eso era lo maravilloso de Isvar, casi nada allí se repetía, no había dos hombres iguales, no había dos dioses iguales. Todo, siempre, era distinto a cuanto había ocurrido antes. Y por eso él, Cronos, el Observador, amaba tanto la creación de sus Hermanos. Cada hombre, cada ser, cada dios que poblaba el gran mundo, el sueño de Isvar el Durmiente, era distinto, era nuevo, siempre cambiante. Y el mundo no dejaba de crecer, cada vez era más y más lo nuevo que allí nacía, y cada cosa nueva que veía le hacia amar más aún el sueño de Isvar. Pero a él, a Isvar, a quien no podía agradecer su obra, era a quien más gratitud le debía por su existencia. Su sueño era lo más bello que jamás podrían llegar a crear, su don el más grande de los que Los Hermanos poseían. Todos ellos habían puesto una parte de su poder en el Sueño del Durmiente, pero era su don el que hacía que de lo que ya conocían naciese algo nuevo. El don de Isvar no era nada y lo era todo. Isvar tenía el don de la creación, y había sacrificado su propia existencia por satisfacer su destino, por crear.
Ahora algunos de los Hermanos querían despertarle de su sueño, acabar con su creación, porque temían que el esfuerzo fuese vano. Habían descubierto que algunos de los seres que habían nacido del sueño de Isvar se hacían muy poderosos. Dioses entre los demás seres, incluso dioses para los dioses. Su poder era ínfimo en comparación al poder de cualquiera de los Hermanos, pero era perceptible por ellos. No sabían si, con el paso del tiempo, no llegaría alguno de esos seres a ser tan poderoso como ellos, o incluso más. Algunos de Los Hermanos temían que ese momento llegase, y otros dudaban sobre si podía llegar o no, o sobre la utilidad del sacrificio que habían hecho y que continuaban haciendo. Sus temores les hacían creer que lo mejor sería despertar a Isvar. Nunca habían llegado a tomar una decisión unánime, pero algunos querían hacerle despertar influyendo en lo que ocurría en el mundo, utilizando a los seres que les pertenecían para conseguir despertar a Isvar desde su propio sueño.
Cronos casi agradecía el esfuerzo de esos Hermanos que intentaban despertar a Isvar. Grandes historias habían sido originadas por aquellos intentos, grandes héroes habían nacido entre los mortales a causa de sus esfuerzos. Y la historia que estaba a punto de empezar era solo otra, tan bella como cualquiera de las anteriores, pero otro grandioso ejemplo de los frutos que estaba dando el sueño de Isvar. Y todo comenzaba de la manera más sencilla.
Con un encuentro, un prisionero, y un deseo…