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Escrito por Cronos el martes, 31 de agosto de 2010

Regreso.
¡¡¡Otro amarillo menos!!! Las armaduras de bambú que llevan estos tipos son casi inútiles, salvo que pelees con una maza… ¿Qué creían que se iban a encontrar, un ejército de enanos? No se cuantos van, y ya veo borroso… ¡Otro! Menudo patán, acaba de golpear al aire… un giro, apoyo, y golpe al medio del bulto, infalible… ¡Mierda! Qué mal sabe la sangre de estos perros, pero… que bien sienta…
-¡General!
Un golpe tras otro, la batalla fluye cada vez más por mis venas, por mi cabeza, cada vez es más sencillo golpear una y otra vez, cada vez es más ligero mi mandoble, y más alto el gemido de los enemigos heridos y moribundos. Ya no se ni porque golpeo, ni cuando golpeo, ni a quien golpeo… solo golpeo, mi mente no sabe que hacen mis brazos ni mis piernas mientras los enemigos huyen o mueren. Un golpe tras otro, la furia de la batalla me invade, me mueve, me guía, me empuja y me ciega…
-¡General!
La furia ya es dueña de mi, golpeo una y otra vez, giro, danzo, vuelo, mientras los enemigos se amontonan a mi paso, lisiados los mas afortunados, muertos de un solo golpe los menos. El sonido de la lucha penetra en mis oídos y empuja mi corazón, hasta que sólo la lucha tiene sentido, sólo el sentir caer a mis enemigos uno tras otro…
-¡Willowith!

La voz es demasiado clara para oírla en medio de… ¿Halleb? No… no puede ser Halleb… ella era una niña cuando…

-General, ya ha amanecido. Y traigo noticias urgentes.

Entreabrió los ojos y pudo ver la luz entrando por la rendija que se formaba al apartar alguien la pesada tela que hacia de puerta de la tienda. Con la luz entró también algo de aire fresco de la mañana, lo que le ayudó a despejarse más rápidamente. Se incorporó, se estiró a conciencia, dejando escapar un bramido digno de un oso, y miró de nuevo a la entrada. La silueta de Halleb, recortada contra la claridad era digna de verse. Muchos dirían de ella que era demasiado alta, o que estaba demasiado fuerte, o que sus rasgos eran duros y su pelo casi rapado los hacía aun más duros, o que su piel era demasiado morena, pero después de pasar meses en esa estúpida isla acampando y haciendo maniobras para tener entretenidos a los soldados, su visión se podía considerar un buen comienzo del día. Además, a él siempre le habían gustado las mujeres grandes.
-Oh, perdona, Halleb… estaba… pasa, pasa.
Willowith se puso en pie. A pesar de que Halleb era tan alta como la mayoría de los soldados del ejército, y tan fuerte como cualquiera de ellos, se hacía menuda junto a la descomunal figura de Willowith, cuya altura, tamaño, y fortaleza eran los mas grandes que se recordaban en la península de Isvar, y, según muchos, más dignos de un ogro o un troll que de un ser humano. Su ya no demasiado agraciado rostro, puesto que tenía los ojos pequeños y hundidos, la nariz achatada y ancha, las cejas pobladas hasta el punto de parecer una sola, y su mandíbula cubierta por una barba negra, recia, cerrada y siempre mal cuidada, tenia además varias cicatrices de diferentes tamaños y anchuras, consecuencia de las innumerables batallas y de su propensión a situarse en primera línea de combate cada vez que tenía ocasión. Su cabello, grasiento, rizo y de color castaño oscuro, casi negro, tampoco ayudaba demasiado a mejorar su aspecto. Tan solo vestía un pantalón de cuero de color pardo, dejando ver su torso, digno de un titán, cubierto todo él, como su espalda y sus brazos, por vello rizo y de color rojizo.
Halleb esperó a que Willowith se desperezara de nuevo. Vestía un pantalón y un peto de cuero, ceñidos y de color negro, con su espada corta colgando del cinto.
-General, los druidas han logrado hablar con Clover. Y también han hecho sus propias averiguaciones. Creo que tendremos que volver.
El rostro de Willowith fue pasando por varias fases. Primero se iluminó paulatinamente, hasta casi mostrar alegría, y después se fue tornando serio, casi ceñudo, hasta denotar un estado próximo al enfado.
-¿Qué ha dicho Clover exactamente? – La voz de Willowith era atronadora, aunque intentaba no hablar demasiado alto.
-Con eso han sido bastante enigmáticos. No me han dicho nada en concreto, salvo que se habían comunicado con él, y que era el momento de partir. Y que además deberíamos apresurarnos.
-Ya… Mmm… ¿Y han dicho algo del estado del mar? Ya sabes que odio esos ataúdes con velas. Sería un desastre que perdiéramos al ejército de una forma tan estúpida…
-Que el otoño se avecina, y que cuanto antes salgamos, más seguros estaremos. También han dicho que los elfos del Reino del Mar estarán pendientes si sucediese algo o hiciese mal tiempo. Es casi imposible que ocurra nada grave… además, ya sabes lo que dicen de los druidas…
-De los druidas se dicen muchas cosas.-El rostro de Willowith seguía transmitiendo esa mezcla de alegría por partir y rechazo a la idea de navegar.- Y muchas no son ciertas.
-Sí, pero creo que sobre el clima saben algo más que nosotros. Incluso hay quien dice que pueden controlarlo. -Halleb carraspeó.- De todos modos, si no nos marchamos pronto, se nos echará el invierno encima, yentonces si que será un riesgo volver a la península.
-En eso estamos de acuerdo. Además, los soldados están bastante nerviosos, o se están volviendo haraganes. Y no me gusta ninguna de las dos cosas.
-Tanto tiempo aquí no es bueno. Y menos sin saber lo que ha pasado en Isvar. De eso también hay noticias.- El rostro de Hellab se ensombreció, y su voz a punto estuvo de quebrarse.
-¿Noticias? ¡Menos mal! Eso es lo peor de todo… los rumores. Sobre todo desde aquella noche… ¡Llegué a oír a varios soldados decir que Vallefértil había sido arrasada por una horda de hombres lagarto!

Hasta casi el mediodía, los soldados del gran campamento pudieron oír a su general maldecir a todos y cada uno de los dioses habidos y por haber, y jurar que haría sufrir las mas terribles, crueles y hasta imaginativas venganzas a los que fuesen responsables de que la matanza de Vallefértil hubiera sucedido y a todos cuanto habian tomado parte en ella.

Cuando algo después del mediodía Halleb dio la orden de prepararse para partir, todo estaba ya listo.

Escrito por Cronos el martes, 24 de agosto de 2010

Amor en tiempos de guerra.

Siempre había estado convencido de que los habitantes de la Península de Isvar tenían algo especial, pero lo que estaba viviendo superaba sus expectativas. Ni siquiera durante la larga y cruenta guerra contra Oriente sus paisanos le habían demostrado tan claramente de que madera estaban hechos. Si todos los habitantes de la península eran dados a afrontar los tiempos duros con alegría y disposición, los de Fortaleza, lo eran más que ningunos. Y su fuerza de espíritu parecía contagiarse a los refugiados también.
Sólo habían pasado tres días desde que él y Maray habían regresado a las puertas de la ciudad sobre Irwen, abrazados, y la voz se había corrido a tanta velocidad que ése fue el tiempo que tardaron las gentes de Fortaleza, refugiados incluidos, en preparar la fiesta para celebrar su unión. Su primera intención había sido evitar todo festejo, puesto que la situación podía hacerse dura si, tal y como esperaban, cualquier ciudad de Isvar era asediada por La Horda. Nenad y varios otros senadores y dignatarios le habían dicho que la gente necesitaba mantenerse ocupada, que los refugiados de Vallefértil necesitaban recuperar la moral, que un pequeño despilfarro ahora podía hacer que los ánimos estuviesen mucho más fuertes más adelante, que no toda la comida almacenada podía ser conservada la misma cantidad de tiempo, y que la fiesta se celebraría con o sin ellos. No pudieron decir que no.
Así que, allí estaban. En la gran sala de la planta inferior del castillo de Fortaleza, la misma en la que había sido designado como Gobernador, ahora dispuesta para acoger un gran banquete. Allí había gente de toda condición, aunque la mayoría de los asistentes podían ser considerados como mínimo como personas influyentes, o buenos amigos de Saryon. La vida errante de Maray como seguidora de Dhianab no le había permitido labrar grandes amistades, y aun así, habían acudido varias sacerdotisas de la diosa de los caminos a la celebración, aunque se mantenían un poco apartadas de los festejos, puesto que su diosa les enseñaba la virtud de la moderación.
Algunas religiones obligaban a sus adeptos a tomar matrimonio ante un sacerdote, pero solo los adeptos de esas religiones hacían tal cosa. Normalmente, los humanos de Isvar sólo se hacían votos mutuos, con o sin testigos, y la simple declaración de ambos cónyuges era suficiente para que todos los considerasen una familia. Ellos habían decidido usar esta fórmula, puesto que ni Dhianab ponía impedimento a la unión de sus sacerdotisas, ni Saryon tenía ninguna obligación en este sentido con La Orden de Isvar. Varios de sus capitanes se habían ofrecido a oficiar una ceremonia, que aunque no era obligatoria, si formaba parte de los rituales de la orden en caso de que algun miembro quisiese oficializar de alguna manera su enlace, pero Saryon prefirió no hacerlo. Para el, su compromiso con Maray era todo lo que necesitaba para sentirse unido a ella, y ella pensaba de la misma forma. Así que, a ojos de todos, eran marido y mujer desde el momento en que habían declarado abiertamente que así era.
A pesar de los tiempos duros, la fiesta transcurría con alegría dentro y fuera del castillo. Había pagado una buena cantidad de viandas y una mayor aun de cerveza de Nordarr, que posteriormente habían rebajado, puesto que la cerveza enana era sumamente fuerte. Por supuesto, habían dejado sin rebajar varios barriles para los asistentes de raza enana, que ya se sentían levemente ofendidos – en realidad, orgullosos de una forma un poco retorcida, pues fanfarroneaban de que los humanos no sabían beber- por el hecho de que hubiesen llevado a cabo tal sacrilegio con la mejor cerveza de la Península. Dentro y fuera de los muros del castillo se estaban repartiendo cerveza y viandas entre la gente, lo cual había atraído a una gran multitud, alegre por lo que entendían que era una buena noticia en una época tan oscura como la que afrontaban.
Pronto, además de los ciudadanos, también habían comenzado a llegar de las aldeas y ciudades más próximas bardos, bailarines, acróbatas, malabaristas, contadores de cuentos, titiriteros, e incluso una pequeña compañía de teatro que estaba interpretando en un lugar preferente de la plaza del mercado una representación de la victoria de la Batalla de Fénix, en la que aparecía el propio Saryon y varios de sus amigos, como Willowiz, Nada, Taffir o Clover como personajes. Varios de estos artistas - en realidad los más reputados - habían obtenido permiso para amenizar la fiesta a los invitados al castillo, de modo que la gran sala de la planta baja estaba ahora repleta de gente divirtiéndose, bebiendo, comiendo, charlando, tocando algún instrumento musical, bailando o cantando. Y así llevaban ya desde el mediodía, y el sol se estaba poniendo.
Saryon y Maray se habían pasado la mayor parte de la tarde atendiendo a los invitados y recibiendo parabienes y felicitaciones de todo tipo, así que ambos comenzaban a estar bastante cansados. Era tradición en estos casos que los contrayentes abandonasen de los primeros la fiesta, y comenzaban a plantearse seriamente buscar la intimidad de sus aposentos en la parte alta del castillo cuando una figura que entraba por la puerta principal llamó la atención del caballero. Era un elfo, de pelo rubio como el oro, piel clara, rostro fino, y facciones elegantes, bastante alto, y vestido con una sencilla túnica de color pardo. A su espalda asomaba el clavijero de uno de los mejores laúdes que Saryon jamás hubiese visto, decorado con profusión y sin escatimar medios, puesto que las piezas que se giraban para afinarlo eran gemas de un dedo de grueso, y las cuerdas parecían ser de pelo trenzado, probablemente del propio elfo que lo portaba. Aunque no era capaz de reconocerlo desde su posición, estaba convencido de que lo había visto antes.

El elfo no necesito pronunciar palabra para conseguir la atencion de los asistentes a la celebración. Si su sola presencia ya habia atraido la atencion de la mayoría, incluso de muchos de los que estaban embriagados a causa del delicioso licor enano, el primero de los acordes que entono el bardo acalló hasta el mas minimo murmullo en la gran sala de paredes de piedra. El sonido del laud era a la vez dulce y fuerte, y aunque podía ser oído fuera de los muros del castillo, los que estaban cerca de el no notaban ninguna molestia por la potencia de la música, más bien al contrario, notaban como si la música naciese de dentro de sus propias cabezas, sintiendo una gran riqueza de matices en el sonido.

La belleza de la música del bardo había embelesado a todos los que la escuchaban, pero cuando comenzó a cantar con su voz clara, melódica y a la vez potente, los presentes entraron casi en un estado de trance, sumidos en un estado casi hipnótico. El bardo entonaba con maestría, e incluso con más que eso, un fragmento una vieja pieza, conocida por casi todos, que contaba la historia del libro del destino, y de la página rota. El fragmento en cuestión hablaba de la libertad de los hombres, y de cómo la existencia de un solo hombre libre destruía la simple idea del destino. La voz del bardo era tan bella que todos sentían como las palabras tomaban forma en imágenes e ideas, e incluso aquellos que no conocían el lenguaje de los elfos entendieron la pieza, que se extendió durante un buen tiempo, aunque ninguno de los oyentes pudo asegurar cuánto.

Cuando de nuevo se hizo el silencio, el elfo se acercó a la mesa principal, hizo una reverencia profunda y dijo:
- Saryon el Justo, Maray la Abnegada, consideraos afortunados, pues vuestra unión ha sido mil veces bendita, y un millón más lo será.
Acto seguido, y sin que el silencio se rompiese más que por el sonido de sus livianos pasos, el elfo salió por el mismo lugar por el que había entrado.

Horas mas tarde, cuando compartían en silencio la intimidad de su lecho y el calor de sus cuerpos, Maray le dijo a Saryon:
- ¿Sabes? Es cierto. Somos muy afortunados. No todos los matrimonios son bendecidos por El que Enamoró a La Música.

Escrito por Cronos el lunes, 16 de agosto de 2010

Más oscuro que la noche.

Ciento diez, ciento once, ciento doce, ciento trece… palpaba la pared de roca húmeda con sumo cuidado, buscando cambios en la temperatura o la textura, o alguna grieta que le indicase algún cambio, sin dejar de contar los pasos… ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés… nada, nada parecía cambiar… como el silencio y la oscuridad… ciento cuarenta y tres, ciento cuarenta y cuatro… la pared se arqueaba hacia su derecha. ¿Una nueva salida o el pasillo se ensanchaba? Estos pasadizos eran de origen natural, puesto que la roca no estaba tallada, así que resultaba difícil saber lo que había a su alrededor. Anotó mentalmente la cifra; ciento cuarenta y cuatro pasos. Decidió descansar unos momentos antes de continuar. Su cuerpo, acostumbrado a vivir sin la guía de la luz del sol, le marcaba con toda fiabilidad sus ciclos diarios. Sabía que era mediodía porque tenía hambre, sabía que llegaba la noche porque tenía sueño, y sabía que amanecía porque se despertaba. Ya llevaba dos semanas así y aun no sabía exactamente donde se encontraba. Nunca sus años entrenamiento como explorador le habían sido tan útiles, una de las pruebas que tenían que pasar era precisamente esa. En un lugar hostil, sin ninguna fuente de luz, sin idea del lugar bajo la montaña en el que estaban, los candidatos a exploradores tenían que encontrar la salida, y por supuesto, sobrevivir. Algunos de sus compañeros habían tardado meses en encontrar la salida. Otros, los menos, habían caído, víctimas de sus propios errores. Si alguno recibía ayuda, debía comenzar de nuevo la prueba, en otro lugar.
Este era el decimosexto día que llevaba solo y perdido. Había decidido no pensar demasiado en qué podría haber sucedido. Lo importante, lo prioritario ahora era salvarse, encontrar un camino que llevase a la ciudad o al exterior. Después ya habría tiempo para pensar. Revisó su mochila y su cantimplora. Tenía comida para unos cuantos días más. La verdad es que los hongos comestibles que había encontrado tenían un sabor horrible sin cocinar, pero no estaba la cosa como para andar con exquisiteces. Aun le quedaban para cuatro o cinco días. El agua era más preocupante. Si no encontraba pronto otra corriente potable, tendría que retroceder casi dos días para rellenar la cantimplora, y eso sería una pérdida de tiempo. No le gustaba perder el tiempo. Habría que encontrar otra fuente. Y tenía que haber alguna cerca de allí, la piedra no miente. El hecho de que no oyese absolutamente ningún sonido era más descorazonador. El agua, al correr, suena.
Masticó durante un buen rato los amargos hongos, hasta que solo quedó la cáscara, que escupió en una bolsa de cuero que transportaba para ello. La pulpa de aquellas setas era comestible y muy alimenticia, pero la cáscara, si se tragaba, era venenosa. No iba a dejar ninguna pista de su presencia en la zona a nadie, aunque no hubiese tenido noticia de ninguna amigo o enemigo en los días que llevaba aislado y explorando. Sabía que algo había sucedido, pues la corriente de agua que le había arrastrado hasta allí sólo podía provenir de los sistemas de defensa de Nordarr. Y si los habían activado, era que algo grave estaba ocurriendo, o había ocurrido. Sólo cabía ser prudente.
Tras frotarse la ropa, el pelo y la barba con cierta piedra bastante olorosa, cosa que hacía para evitar o al menos dificultar que le encontrasen por su olor, palpó la roca en la parte en la que se curvaba, y comprobó que, efectivamente, había una bifurcación. Continuó explorando la pared con sus manos, en busca de alguna marca de explorador, suya o de otro, pero no la había. El aire se movía algo más por allí y parecía un poco más fresco. Decidió continuar con la búsqueda metódica, y para ello, tomó el mazo, lo envolvió con un jubón sucio, e hizo unas cuantas marcas a la altura correcta de la pared. Con eso había anotado la fecha, los pasos desde la anterior bifurcación, la dirección que seguía, y que había un desvío hacia la derecha. Se tomó un tiempo en comprobar cuantas salidas partían de ese punto, y sólo podía tomar el desvío hacia la derecha o continuar hacia delante. El olor del aire parecía más prometedor en el desvío que en la cueva por la que había avanzado, y además, estaba siguiendo un método claro para explorar. Continuó por la derecha, no sin antes completar la marca para indicar que camino había tomado. Si volvía a pasar por allí, o si otro explorador enano lo hacía, sabría en que dirección había continuado.
Si sólo hubiese encontrado un veta de roca fluorescente… con esa pequeña fuente de luz ya podría haber avanzado diez veces más rápido, pero la única manera que tenía para ver algo era golpear el metal de su hacha contra ciertas piedras para provocar alguna chispa y echar un vistazo breve, cosa que no había hecho hasta ahora para evitar ser oído.

Algo se movía más adelante.

Se pegó a la pared de roca, en silencio, y esperó.

El sonido era chirriante. Provenía de bastante lejos, pero estaba seguro de lo que estaba oyendo. Podía ser una puerta o incluso la rueda de un carromato. No veía ninguna luz frente a él, y el sonido era muy mal guía en las cuevas, así que no podía determinar a que distancia estaba su origen. Comenzó a avanzar lentamente, sin separarse de la pared, y sin dejar de cuidar la longitud de los pasos, y por supuesto, su número.
Cuatrocientos diecinueve pasos después, a su izquierda, pudo ver. Lo mínimo, casi solo sombras, sin distinguir colores, pero suficiente. Todo lo que había deseado durante días. A un par de vueltas del pasadizo, habría una o varias fuentes de luz, de tono anaranjado. Antorchas de aceite, apostaría. Y se movían, como si quienes las portasen fuesen caminando. El sonido era más fuerte, parecía provenir de uno o más carros tirados por algún tipo de animal. Podía diferenciar el sonido de las patas al apoyarse en el suelo y la respiración profunda de las bestias. Decidió acercarse para averiguar algo más. Podría haber encontrado la salvación, o la muerte.
Un recodo. Más pasadizo, estrecho, nadie a la vista. La luz era allí, tal y como había esperado, un poco más fuerte, y pudo ver que el techo del pasadizo estaba bastante alto, y que la roca era granítica. El color era el que era más habitual hacia el sudeste de la montaña. Estaba más lejos de lo que había creído, la corriente de agua le había arrastrado un buen trecho. También era de suponer que había bajado más de lo que creía. Continuó avanzando, prestando toda su atención a los sonidos que le llegaban. Había alguien armado. Podía oír el tintineo del metal. Eran varios, pero no caminaban hacia el. Probablemente, estarían avanzando por una ruta perpendicular al pasadizo que seguía.
Llegó al siguiente recodo. Por la intensidad de la luz y de los sonidos, dedujo que si se asomaba, podría ver a quien estaba pasando por allí. Era muy improbable que fuesen enanos, aunque siempre existía una posibilidad. Se quedó inmóvil, en silencio, hasta que estuvo convencido de que nadie se acercaba por el pasillo. Entonces, asomó la cabeza.

La imagen que contempló, aunque solo por unos instantes, tardaría mucho tiempo en desaparecer de su mente.

Escrito por Cronos el lunes, 9 de agosto de 2010

La ley del Mar
Igram caminaba en la oscuridad por una de las avenidas que conducen hasta el puerto de Zalama. Aunque las calles estaban desiertas a esas horas, salvo por algún grupo de borrachos en las tabernas cercanas al puerto, miró una vez más hacia atrás para comprobar que nadie le siguiera. A pesar de lo improbable que era tal cosa dada la situación en Zalama, temía que Sanazar tuviese más espías o colaboradores entre los zalameños de lo que los consejeros del rey pensaban. Subestimar a un enemigo es de estúpidos, arrogantes o temerarios, y él no se tenía por ninguna de las tres cosas. Hoy era uno de esos días en los que las fuerzas de ambos bandos debían medirse, y le había tocado ser el protagonista. Tendría que desplegar sus mejores dotes como actor, aunque actuaría como su mejor personaje: él mismo.
Repasó mentalmente los planes y las contingencias previstas y no previstas. Habían debatido mucho sobre todas las posibilidades, y los riesgos habían sido reducidos en lo posible. Estaban arriesgando mucho, pero el tamaño del premio era lo suficientemente tentador como para intentarlo. Tras mucho debatir en la taberna con Jack y Johan, habían decidido actuar. Se lo debían a un par de amigos.
Cerca de los muelles, entró por uno de los callejones. El Martín Pescador, que había sido el primer barco de Sonen, estaba anclado aún a bastante distancia de allí, pero la zona de los muelles por la que tendría que pasar estaba atestada a todas horas, o de marineros trabajando, o de marineros gastando su jornal en las tabernas que dan directamente a los muelles. Hacía un tiempo que no se había avistado ninguno de los engendros del imperio, y los capitanes de las naves más pequeñas habían comenzado a aventurarse a salir a la mar, lo cual había reducido algo el número de barcos refugiados en el puerto. De todos modos, todavía quedaban muchísimos marineros desocupados, y todo el mundo sabía en que solían gastar el tiempo y el dinero los marineros cuando estaban en tierra. En realidad no eran los marineros los que le preocupaban, puesto que tendían a medir muy bien sus lealtades con los capitanes, dado que quien hoy es tu patrón, mañana puede ser tu enemigo en el mar. Eran los capitanes y los oficiales los que le preocupaban. Lo que iban a hacer podía ser muy mal entendido por ojos indiscretos, así que era mejor evitarlos.
La calle paralela al muelle era como un patio trasero de las tabernas del puerto. Por las mañanas solía estar repleta de gente trabajando. Primero, los mozos de las tabernas recogían la basura de la noche anterior. Después los proveedores comenzaban a pasar entregando sus pedidos a los posaderos y taberneros. Por las tardes, la basura que salía de las tabernas era acumulada allí, para ser recogida al día siguiente. Por las noches el olor de los desperdicios acumulados al sol era tan fuerte que nadie pasaba por allí. Únicamente podría ser visto por algún posadero o un mozo que saliesen a echar más basura, pero eso tampoco le preocupaba demasiado, puesto que los taberneros de Zalama eran conocidos por su discreción. Había un dicho entre los oficiales y los marineros que decía que si un tabernero de Zalama te vendía información, sólo te daría una décima parte de la que tuviese, y además esa décima parte sería la que menos te convenía saber. En realidad, el motivo era práctico. Zalama siempre había sido un puerto muy transitado, y ganarte la enemistad de una tripulación, sirviese a quien sirviese, podía suponer una gran pérdida en el futuro. Mucho más si la voz se corría. A la gente de mar le gusta estar tranquila en tierra.
Llegó a la altura de los muelles que buscaba. El ruido de la juerga de los marineros ya solo era un murmullo lejano. Esta zona de los muelles estaba tranquila, tal y como era de esperar. Se echó algo de perfume para disimular el olor del callejón, se alegró de que su aclimatación ya le permitiese dejar de sudar por las noches, y buscó la señal en el lugar convenido. La luz de la ventana del almacén estaba encendida, lo que significaba que todo iba como habían planeado. Ahora llegaba la parte difícil. Tras taparse con la capucha de la larga túnica, salió del callejón, recorrió la calle que bajaba hasta los muelles, y se acercó a la pasarela del Martín Pescador. No parecía haber llamado la atención de nadie más que de los dos marineros que hacían guardia tras la pasarela.
- ¿Quién va? – El marinero sostenía un farol en alto ante el mientras miraba nervioso hacia Igram, como si intentase reconocerle. - ¿Quién eres y qué quieres?
- Mi nombre es Igram, y deseo ver al capitán. – El tono de Igram sonó seco, casi despectivo.
- ¿Igram? – El marinero que sostenía el farol parecía haberle reconocido. Al otro no podía verle la cara con claridad. – El… el capitán no está en el barco.
- Mientes. – El marinero dio un respingo, y comenzaron a temblarle levemente las rodillas. El otro marinero echó la mano a la empuñadura del sable.- Dile a Sonen que estoy aquí y que quiero hablar de negocios con él. Llévale esto. – Igram lanzó una bolsa entre los dos, que al chocar en el suelo sonó con un tintineo. – Son quinientas piezas de oro, esas son suyas ya. Pero hay mucho más.
Los dos marineros charlaron un momento al oído. Tras una breve discusión, uno de ellos colgó el farol en su lugar, y se dirigió hacia el castillo de popa. El otro continuó mirando hacia Igram sin apartar la mano de la empuñadura de su arma. Al poco, el marinero volvió, acompañado por otros tres. Estaba pálido y las piernas le temblaban mucho más que antes.
- Capitán… - El marinero tragó saliva y carraspeó. Poco a poco parecía recuperarse de lo que fuera que le había asustado tanto.
- Ya no soy capitán. – Igram sonrió malévolamente. – Te ha tocado revisar la bolsa, ¿eh? – El marinero clavó su mirada en Igram, enfurecido.- Tranquilo, soy un hombre de palabra. Y conozco a Sonen lo suficiente como para saber que no caería en una trampa tan burda. Vengo a hablar de negocios. Eso es sagrado.
- Pues si no eres capitán, lo que seas. Igram, el capitán ha dicho que debes jurar ante nosotros que ya no rindes lealtad al grupo de Hoja Afilada.
Igram sonrió y levantó su mano derecha.
- Juro solemnemente que el único hombre al que debo lealtad es a mí mismo, y que ningún vínculo de honor me une ya a Eidon Hoja Afilada ni a ninguno de los capitanes que le siguen. ¿Es suficiente?
Los marineros asintieron, y el que había hablado todo el tiempo le hizo un gesto para que les entregase la daga larga que colgaba de su cinto. Igram se la entregó de inmediato.

Era evidente que Sonen tenía un gusto pésimo para la decoración. La cantidad de tapices, jarrones, esculturas, figurillas y adornos de todo tipo que había en ese camarote era tal que era casi imposible recordar detalles de cualquiera de ellos. Sonen estaba sentado tras una mesa amplia, de madera noble, en una silla amplia y acolchada. Su aspecto era el normal, salvo que parecía ir vestido únicamente con una bata larga de seda blanca, con motivos orientales. Tenía el pelo suelto y bastante revuelto. O había interrumpido algo, o Sonen había abandonado parte de sus dilatadas costumbres. Estaba casi seguro de que era lo primero. La bolsa de oro que le había entregado al marinero continuaba sobre la mesa, aunque la cinta de cuero que antes la cerraba ya no estaba.

-Justo a quien quería ver. – Sonen sonreía confiado. – Me ha encantado oír tu juramento de infidelidad.
Igram se acercó a la mesa y tomó asiento en una de las dos sillas que había de su lado. A ambos lados de la puerta había dos guardias, mercenarios del Puño de Hierro, sin duda. Según Igram tomó asiento, Sonen les hizo un gesto para que salieran.
-Ahora podemos hablar tranquilos.- Hizo un gesto hacia el dormitorio.- A quien me espera ahí no le interesan mis negocios. Guapas y tontas, son las mejores. – Sonen volvió a mostrar su perfecta dentadura con una ancha sonrisa.
-Me sorprende que me esperases. Suponía que serías más precavido.
-Lo que tenemos que hablar solo podemos hablarlo tu y yo, personalmente. Además, quería verte la cara para estar seguro de que no me engañas.
-Sabes que en el fondo estamos hechos de la misma madera. Ninguna lealtad es tan fuerte como la lealtad a uno mismo.
-Ese es uno de mis lemas… -Sonen se atusaba la perilla mientras hablaba. – Bien, vayamos al grano. Yo tengo hierro, y tú tienes oro. ¿O debería decir administras?
-Eso no te interesa mientras pueda pagarte. Soy un intermediario, no debería importarte a quien voy a vender lo que te compre. – Igram echó la mano al interior de su túnica, sacó dos bolsas de cuero similares a la que ya estaba encima de la mesa, y cuidadosamente, las puso junto a la otra. – Esto por el primer quintal. Las primeras quinientas puedes quedártelas en concepto de establecimiento de la ruta. Nos da igual como hagas llegar el hierro, mientras lo traigas. Tus proveedores, como ocultes los cargamentos y tu relación con Sanazar es cosa tuya.
Sonen se levantó de la silla y caminó por la habitación, observando varios de los adornos mientras parecía pensar. Igram se puso de pie, y se apoyó de espaldas en la mesa. Tenía las tres bolsas tras él.
-Esto es demasiado fácil. Me hace sospechar.
-Los buenos negocios siempre parecen sospechosos. Yo sé lo que pretendes hacer, y tú sabes quien me ha pedido que establezca el trato. Son muchos beneficios para ambos. El riesgo es claro. Tú te arriesgas a que tus nuevos amigos te cojan haciendo contrabando, y yo me arriesgo a que Sanazar se fije en mí y decida eliminarme. – Igram cruzó los brazos tras la espalda. -Pero también es cierto que te has dedicado al contrabando durante demasiado tiempo como para dejar pasar la oportunidad o como para pensar que el yugo de Sanazar será realmente duradero, sobre todo en las islas. Y tú sabes muy bien que una de mis virtudes es pasar desapercibido salvo que desee ser encontrado, lo cual hace que me sienta bastante seguro a pesar de que, tarde o temprano, los informadores de Sanazar sabrán que soy yo quien está importando ese hierro. La cuestión es que, al precio al que paga mi comprador, y al precio al que vende su sobreexplotación tu vendedor, el negocio es demasiado grande y demasiado bueno. ¿Cuánto crees que iban a tardar en llegar otros? Tenemos posición de ventaja, usémosla.
-¿Y la cuestión de la confianza?-Sonen estaba ahora cerca de la puerta, mirando a Igram socarrón.
Igram caminó y se puso frente a él, a dos o tres pasos de distancia, y le miró fijamente a los ojos.
- Sonen, confío menos en ti que en una bandada de cachalotes hambrientos, y si cerramos el trato espero no tener que ver tu cara en mucho tiempo. Sé que eres un embustero y un traidor, pero tambien sé que te gusta incluso más el dinero y el poder que la mujeres hermosas. – Igram echó una leve mirada hacia la puerta entreabierta que conducía al dormitorio, y por la que se podía ver una cama ocupada y revuelta. – Lo cual se demuestra por el hecho de que hayas parado tu pequeña fiesta para charlar conmigo. El negocio es demasiado bueno, y lo sabes.
Sonen asintió, y le tendió la mano. Igram se la estrechó sin demasiada efusividad, casi como si le molestara el contacto. Acto seguido, sacó un rollo de pergamino del interior de su túnica y se lo tendió a Sonen.
-Aquí tienes una lista de almacenes, contactos y señales. Si hay algo con lo que no estés de acuerdo, usa los cauces habituales.
Sonen sonrió pícaro e hizo un gesto con la cabeza a Igram.
- Ponlo encima de la mesa. Yo voy a continuar con mi fiesta. Espero no volver a verte vivo.
- Lo mismo digo.

Igram bajó del barco, y, por el mismo camino por el que había llegado, y tomando las mismas precauciones para no ser seguido, caminó hasta La Taberna de Jack. Todo había ido perfectamente.
Un par de horas antes del amanecer, uno de sus espías llegó con noticias. Se había formado un gran revuelo en el Martín Pescador, y unos minutos después habían comenzado a preparar todo para partir. Varios marineros habían ido a por los que estaban en tierra, y tan pronto como habían tenido tripulación suficiente, habían salido del puerto a toda vela. Nadie había visto a Sonen en cubierta.
Igram sonrió al oír las noticias. Findanar le había sugerido la táctica de las tres bolsas contándole una historia hacía unas semanas. Fiona le había hablado de esos pequeños insectos de la selva, las hormigas escorpión. Odian la luz, y siempre que pueden se ponen en la parte inferior de las hojas o las piedras. Cuando algo les molesta, atacan. Y son muy venenosos. En un antiguo volumen dedicado a los venenos había leído que la picadura de una sola es muy dolorosa, y puede provocar la parálisis permanente de una o varias extremidades. Si te pica más de una, y no posees el antídoto o la ayuda de un hechicero, solo cabe esperar la muerte. Lo que no podían saber aún era el resultado de su plan. Si Sonen había metido la mano en la bolsa equivocada o no. El hecho de que hubieran zarpado así, y el revuelo previo en cubierta, hacía pensar que alguien había recibido su trampa, ahora solo les faltaba saber si había sido sonen, y cuantos de los veinte insectos le habían picado, o si disponía de alguien que pudiese hacer algo mediante la magia.
En realidad, lo que más le importaba era saber si esa maldita rata de mar había leído el pergamino que estaba dentro de la bolsa, y en el que decía:

Sólo la muerte redime la traición.

Era una de las frases preferidas de Jacob.

Escrito por Cronos el lunes, 9 de agosto de 2010

El calor del amanecer.

Que el fuego perfecto purifique alma y corazón.
Que el fuego eterno consuma temores y dudas.
Que su luz y su calor me guíen en la vida y la batalla.
Que mi llama, como la suya, jamás sea extinguida.

Adrash musitaba sus oraciones con una rodilla en tierra, en posición de reverencia, con su espada firmemente sujeta con ambas manos, apuntando al cielo. Los adornos en forma de llama que tenía el filo en toda su extensión brillaban como si realmente estuviesen ardiendo, y el resto de la hoja parecía al rojo vivo.

Que así sea, por siempre, y para siempre.

El caballero realizó una solemne inclinación ante su arma, la apoyó ceremoniosamente en el suelo, cuidando no tocar la hoja, y se puso en pie. Estaban en el linde del bosque, rodeados por algunos grupos de árboles altos y espigados y bastante maleza. Hacia el este, los primeros rayos del sol asomaban por el horizonte, haciendo aun más hermoso el aspecto del mar interior de Ylbedain, que regalaba sus dones a varias de las ciudades de Isvar, y cuya costa comenzaba a escasa distancia del lugar donde estaban. Su agua no sólo se utilizaba para el riego de infinidad de granjas, sino que además albergaba pesca abundante, lo cual hacía que fuese amado y hasta casi reverenciado como un dios por muchos isvarianos. Al menos eso era lo que le había contado Mirko, que había pasado su niñez y parte de su juventud en una aldea cercana a Fénix, a orillas del mar.
Adrash tomó su cota de malla de entre sus cosas y se dispuso a reparar las zonas que habían quedado dañadas o debilitadas por el combate y el uso, aprovechando el intensísimo calor que desprendía el filo de su arma. Mirko dormía a pocos metros de él, junto al niño al que habían rescatado el día anterior y que aún no había recobrado la consciencia, y Vanya no parecía estar cerca, lo cual era normal, pues los elfos duermen pocas horas y ya había cumplido con su guardia. Probablemente estaría explorando o cazando. A pesar de lo que había sucedido cuando se conocieron, Adrash era consciente de que la elfa era realmente buena haciendo su trabajo. Le preocupaba cómo estaba reaccionando a la horrible visión que le había tocado padecer en Vallefértil, pero los elfos asumían las cosas lentamente, y era muy pronto para saber cuánto daño le había hecho aquella experiencia. Además, ella tenía una octava parte de sangre humana, y eso la haría menos vulnerable a la tristeza, aunque últimamente había tenido reacciones extremas, y eso no era natural en un elfo. Y él mismo, humano como era, tenía aún muchos recuerdos que superar.
Era la rutina de cada mañana. Al amanecer, cuando el cielo parecía arder, el caballero rezaba sus plegarias a la fuente de su magia, a la vez que purificaba el filo de su arma y su propia alma. A pesar de que en cierto momento esa rutina le había permitido volver a la vida, recuperar las fuerzas y encontrar energías en su dolor, no podía evitar que aquel ritual le trajese a la mente los peores momentos de su vida. Como cada mañana, mientras rezaba, las imágenes que le llenaban de furia, los recuerdos que tenía grabados en su corazón más que en su cabeza, volvían. Y volvían porque aquellos recuerdos eran el fuego que ardía en su interior, eran las llamas que consumían su alma. Aquellos recuerdos le habían hecho despreciar su propia vida hasta el punto de desear no haber vivido jamás, y a la vez, alimentaban el poder de su magia, reforzaban las convicciones que había adquirido durante su formación como caballero, le demostraban que el único camino que había podido elegir era el que había elegido. Le reforzaban en su fe. Pero dolían. A Vanya le quedaban muchas, muchas mañanas como aquella. Ahora entendía porqué que le había dicho Mirko que se parecían.
-El fuego está apagado, pero hace calor. – La voz era clara. Sin duda, era el niño. Adrash, que estaba sentado en el suelo reparando su armadura, se volvió para corroborarlo. - ¿Cómo te llamas?, ¿Quién eres?, ¿Dónde están los lagartos?
El chico estaba a unos metros de él, de pie, mirando lo que hacía con cierta curiosidad. Tenía el pelo, largo, encrespado y rubio, atado en una coleta que le caía hasta la mitad de la espalda. Sus rasgos, aunque infantiles, eran fuertes, con cejas pobladas, ojos grandes y expresivos de color miel, nariz recia y labios y mandíbula anchos, y se podría asegurar que en unos años sería un hombre fuerte y bastante atractivo. A pesar de estar delgado, tenía una buena musculatura para su edad, y el tamaño de sus piernas, sus brazos y sus manos sugerían que sería bastante alto, y robusto.
-Buenos días. Parece que has dormido bien.-Adrash sonrió.- Al menos preguntas como si fuese así.
-Sí. Estoy bien. Me duele un poco aquí.-Se señaló la frente.-Creo que tendré un chichón gordo unos días. Pero no es grave.
-Vanya sabe bastante sobre hierbas. Supongo que podrá encontrar algo para aliviarte.
-¿Vanya es la elfa tan guapa que me quería rescatar?-El niño se sentó frente a Adrash, acercó las manos al filo de la espada, aún caliente, y las frotó, intentando librarse del frío de la mañana.- Me alegro de que no le haya pasado nada. Conozco a poca gente capaz de hacer algo así por un desconocido.
-Ella es alguien especial. Mirko y yo –El caballero señaló con la vista al lugar donde descansaba su compañero.- llegamos justo a tiempo para ayudaros. Conseguimos rescatarte, que es lo importante. Ahora estás a salvo, al menos por el momento. Por cierto, aún no sé cómo te llamas…
-Soy Mattern, hijo de Madock, el cazador. Aunque todos me llaman Matt.- El niño sonrió levemente, aunque la sonrisa parecía algo forzada. -¿Y tú quién eres?
-Mi nombre es Adrash Ala de Fuego, caballero de la orden del Fénix.
-¿De Fénix?
-No, no…-Adrash no pudo evitar sonreír.-Es una casualidad, supongo, aunque nunca se sabe... Provengo de un lugar muy lejano, en el continente de Narmad.
-¿Y qué haces aquí?
-Pues no lo sé muy bien, pero por lo de pronto, rescatarte, que no es poco. Y luchar contra los lezzar.
-Pues tienes mucho trabajo.
-Lo sé, Matt, lo sé. Llevo toda mi vida luchando contra ellos y no he hecho más que empezar… pero puedo llegar a tener mucha paciencia. Y tú… ¿Cómo llegaste a las manos de esos lagartos?
-Fue después de El Llanto. Mi padre se asustó mucho y no quiso ir a ninguna ciudad mientras no tuviésemos noticias. Estuvimos dos semanas en el bosque, acumulando pieles y preparándolas, hasta que mi padre creyó que sería seguro ir a la ciudad. Además, hacía dos días que no cazábamos nada, lo cual sorprendió mucho a mi padre, en esta época suele haber buena caza. Dijo que algo estaba espantando a los animales, lo cual es muy extraño. Cuando íbamos de camino nos tendieron una emboscada. Mi padre luchó con los lagartos, y me mandó huir. Me dijo que no le buscara, que si sobrevivía ya me encontraría, pero creo que no sobrevivió. A mi me cogieron poco después. Me escondí, pero me encontraron. Tienen buen olfato esos lezzar. Me sé esconder y me cogieron igual.
-Es extraño.
-¿Lo qué es extraño?
-Que no te mataran. Por lo que sabemos, son muy voraces, pero a ti no te mataron. Ni te comieron.
-Si, es raro. Los lezzar normales me hubieran comido, o eso me enseñó mi padre. Pero estos no son normales. Son más oscuros, tienen las escamas más pequeñas, y sus heridas se curan solas y rápidamente. Me fijé mientras me llevaban. Además, casi no hablan. Pero después se mueven como si hubiesen hablado. Los lezzar normales hablan.
-No son lagartos normales. Están cambiando, y por lo que he visto hasta ahora, hay varios tipos. Algunos son más fuertes, otros son mejores exploradores. Sabemos o suponemos lo que sucede, pero poco podemos hacer…
-¿Tienen que ver con El Llanto?
-Sí… ellos… atacaron Vallefértil.
Matt miró al suelo.
-¿Mataron a todos?
-A los que se quedaron, sí.
Matt miró de nuevo a Adrash con los ojos enrojecidos.
-¿Qué… qué significa a los que se quedaron? Mi tío, el hermano de mi madre vivía allí. Es la única familia que me queda...- El chico se sorbió los mocos.- y si mi padre sobrevivió es el primero al que buscará. Era de la Orden de Isvar. Se llama Ulverm. Aunque suelen llamarle Ulf. Es muy bueno.
-Si es de la orden estará vivo. Todos se marcharon a Fortaleza antes del ataque. Es probable que haya tenido suerte. Muchos cayeron allí. Todos los que se quedaron.
Matt parecía ahora más esperanzado. Miraba hacia el sur, como si pudiese ser capaz de ver Fortaleza desde allí.
-Pues me iré a Fortaleza. ¿Vosotros a dónde vais?
Mirko se incorporó.
-¿Tú sólo? No lo permitiré. –Mirko se levantó del lugar donde había dormido y se acercó a ellos. Aunque recién despierto, no daba ni la más mínima señal de somnolencia.-Perdonad mi reacción, hace rato que os escucho. Pero… ¿Cómo vas a ir tu solo hasta tan lejos?
-Tengo doce años. Casi soy adulto. Y llevo desde niño viviendo en la espesura. Mi padre me enseñó todo lo que sabe. Podré llegar.
Adrash miraba casi complacido la ingenua seguridad del chico. Su actitud le recordaba a él mismo cuando tenía su edad. Los tres se mantuvieron en silencio por unos momentos. Fue Matt, de nuevo, el que lo rompió.
-Tú eres Mirko, ¿verdad?- El guerrero asintió.- Gracias por rescatarme. A los tres. Pero sé cuidarme. Mi padre me enseñó muchas cosas. ¿Por qué duermes con armadura?
-Es mi piel. –El tono de Mirko fue seco, cortante.- Puede que sepas muchas cosas, y eres fuerte para tu edad, pero a pesar de todo no…
-Por ejemplo, sé que hay alguien en aquellos arbustos. Una bandada de pájaros se marchó alborotada hace un rato, cuando me desperté. Y aún no han vuelto.
Los dos hombres miraron al unísono al lugar que señalaba el chico.
-No os preocupéis, si fuese alguien peligroso ya nos lo habría demostrado. O quizá sea un zorro u otro animal, pero me extraña que haya estado tanto tiempo allí quieto. Si no los pájaros hubiesen vuelto. Les gustan las semillas de esos arbustos.
Adrash se dirigió a Mirko.
-No me gusta nada la idea de… pero por otro lado tenemos una misión que cumplir. Y sabes que es muy importante.
-No permitiré que un niño como él viaje sólo. Y más ahora que sabemos que ella los quiere vivos. Si hizo lo que hizo conmigo… no sé qué les estará haciendo a ellos, pero no permitiré que ni uno más caiga en sus manos si puedo evitarlo.
Adrash permaneció pensativo.
-Vanya habló ayer de un pequeño asentamiento de elfos aquí cerca, en el interior del bosque. Quizá allí podamos encontrar ayuda, y nos retrasará poco.
En ese instante, algo se movió en los arbustos a los que había señalado Matt. Adrash se incorporó, tomó su arma ya casi fría del suelo, y la empuñó, sin apartar la vista de los arbustos. La forma del filo había quedado dibujada en la hierba, como si la hubiesen marcado a fuego.
De entre la maleza salió Vanya, caminando tranquilamente. Matt sonrió.
-Hola Vanya, yo soy Matt. Gracias por rescatarme, fuiste muy valiente.-Matt miraba embelesado a la elfa mientras se acercaba a ellos.- Sólo me faltabas tú.
-Hola Matt. Veo que estás bien, y me alegro.- Vanya sonreía, satisfecha.- Tengo unos amigos que viven cerca de aquí. Seguro que sabes a quien me refiero.
-Sí, claro. La aldea de los Zenariel. Mi padre nunca iba por allí, no le caían bien. No le gustaba que le dijeran dónde podía cazar y dónde no.
-Una parte de este bosque es muy sagrada para nosotros. Se dice que es el lugar en el que Haldar, el Bardo y Alnai, la señora de la Música, destruyeron la página del Libro del Destino. Los Zenariel lo vigilan.-Vanya observaba, claramente complacida a Matt, que escuchaba con los ojos abiertos y prestándole atención.-Estoy segura de que allí te trataran bien, y en cuanto sea posible, te enviarán a Fortaleza. Es más, te daremos un mensaje para que lo entregues allí. Y podrás aprender muchas cosas mientras estés con ellos.
Matt se quedó pensativo unos momentos. Parecía algo contrariado.
-Si no queda otro remedio… acepto. Siempre sentí curiosidad sobre esos elfos, y mi padre nunca me habló de ellos. Decía que eran raros, y que se creían que lo sabían todo del bosque. Supongo que estaría celoso, o algo así. Me gustará conocerlos.
-Bien, entonces, cuanto antes nos dirijamos allí, antes llegaremos. A nosotros nos queda una larga jornada aún. –Vanya se dirigió a Mirko y Adrash.- Nos desviará muy poco del camino. Creo que es la mejor solución, me pasé un buen rato pensando en ello.
El caballero asintió, y Mirko también hizo un gesto de aprobación.

Esa misma noche los tres viajeros acamparon, todavía en los lindes del bosque, en las estribaciones de la cordillera de Norkarst, bajo la que se hallaba el lugar hacia el que se dirigían, la ciudad enana de Nordarr.

Mientras tanto, Matt dormía placidamente, acunado por las bellas melodías de los guardianes del bosque.