Escrito por Cronos el jueves, 26 de noviembre de 2009
Nido de misterios.
Comenzaba a hacer frío. Un manto de oscuras nubes cubría el cielo y una brisa helada proveniente de las colinas del norte atravesaba la llanura. Parecía que iba a llover, y estaba oscureciendo muy rápido para la altura de la tarde en la que estaban. Vanya, segura ya de que estaba en el lugar que buscaba, bajó de su caballo. Un buen animal, sin duda. Pequeño, ligero y rápido, el caballo ideal para un elfo.
Miró a su alrededor. Al norte, a medio día de camino a caballo estaban las estribaciones de las colinas de Senarel, que separaban las amplias llanuras del vasto Desierto de Sendar, en cuyo límite nororiental estaba la colonia de los elfos de Iniriel, de la que provenía Adrash. No pudo evitar sentir cierta rabia cuando recordó al Caballero del Fénix. Al sur, a casi otro día de camino a caballo, al menos en ese caballo, se podían ver, a pesar de la falta de luz, el comienzo del gran bosque en el que se hallaba Arbórea. Al este y al oeste, la llanura continuaba hasta el límite de su vista. En medio de todo esto, nada. Sólo hierba, una enorme extensión casi plana de hierba que cubría días y días de camino de este a oeste.
En este lugar se encontraba hasta hacía unos meses el principal enclave de los lezzars. Pero poco quedaba de dicho enclave. Ahora, lo único que se podía observar que indicase que habían estado aquí durante años, o quién sabe si siglos, eran los senderos marcados en la hierba dura y semiseca del suelo, los huecos dejados por multitud de hogueras, y los restos de un par de chozas quemadas hacía ya semanas. De los hombres lagarto, nada. Ni uno solo, ni un movimiento, ni un ruido que rompiese la monotonía de la brisa. Tan sólo el silbar del aire al atravesar la hierba.
Sin embargo, estaba intranquila. Algo le decía que había peligro cerca, más cerca de lo que quería creer. Parecía que aquellos seres repugnantes hubiesen desaparecido en medio de la nada, sin dejar ningún rastro. No habían ido al norte ni al sur, y sus espías y vigilantes al este y al oeste no habían visto nada de ellos. Un grupo tan grande de lezzars no pasaba desapercibido fácilmente. Y menos en aquella estéril llanura. Tenían que estar en algún sitio, pero no se le ocurría dónde.
Acarició un par de veces a su caballo para que estuviese tranquilo. Ajustó el enganche de su espada y afirmó su arco sobre el hombro. Comprobó que el carcaj estaba en su posición exacta y, sin alejar la mano derecha de la empuñadura de su espada, se dispuso a acercarse a los restos de las chozas, procurando hacer el menor ruido posible, sin sacar ojo de los pocos lugares en los que alguien pudiera estar oculto. Su corazón latía bastante acelerado. Estaba segura de que allí había algo, sentía un peligro latente.
Avanzó lentamente hasta que estuvo cerca de la entrada chamuscada de una de las chozas. Era circular, de cinco o seis pasos de ancho, construida con madera y pieles curtidas, y estaba casi completamente derrumbada en el suelo. Nadie podía estar allí. Echó un vistazo al suelo, en busca de alguna pista sobre el paradero de aquellos seres. Nada. Sólo trozos de madera quemada y de cuero. Ni una sola inscripción en el cuero, nada que llamase su atención. Tendría que acercarse a la otra choza.
Comenzó a caminar poniendo su atención en no hacer ruido, y en escuchar los sonidos que le llegaban. Sólo el viento. La otra choza estaba más entera. Las paredes de pieles curtidas se mantenían en pie en parte, y el techo, del mismo material, estaba caído sobre el suelo. No podía estar segura de que allí no hubiese nadie oculto. Descolgó lentamente el arco de su hombro y sacó una flecha del carcaj. Tras colocarla en la cuerda del arco, agarró ambos con la mano izquierda, dispuesta para disparar si algo ocurría. Avanzó unos pasos más rodeando la choza, hasta que estuvo segura de que todo su interior había estado al alcance de sus ojos. Entonces avanzó hacia ella. No había nadie allí. Sin embargo su corazón seguía acelerado, seguía tensa. Cuando estuvo a unos pasos de la choza, más grande que la otra, aunque de construcción similar, volvió a colocar el arco en su lugar, y desenvainó su arma. Continuó avanzando, espada en mano y comenzó a examinar los restos en busca de cualquier cosa que le aportase información.
Caminaba sobre las pieles curtidas que habían formado el techo. Al dar un paso, el suelo a sus pies falló, y se vio engullida por la tierra.
Se golpeó con el suelo en un nivel inferior. Estaba rodeada de una tupida oscuridad que sus ojos de elfa sólo podían penetrar a duras penas. Rodó sobre si misma en el suelo, hasta que notó el impacto de una pared contra su hombro. Se quedó en cuclillas, pegada contra la pared, intentando acallar el sonido de su respiración, sin dejar de agarrar fuertemente su espada, lista ante cualquier ataque. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada? Poco a poco, fue controlando su respiración y sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz.
Estaba en una cueva estrecha, sin duda de origen natural. No era demasiado alta, aunque podría caminar erguida por ella cómodamente. La cueva continuaba hacia los lados, sinuosa, hasta que desaparecía de su vista en la penumbra. Trozos de piel curtida colgaban sobre ella del hueco en el techo. Se incorporó y tiró de los jirones de piel para asegurarse de que tenía una salida. Estaban firmes. Con el estruendo que había hecho al caer, si había alguien allí dentro, ya sabría de su presencia, así que necesitaba una salida segura.
Miró de nuevo hacia los lados. Seguía sintiendo esa sensación de peligro, pero no había nada que le indicase el motivo. Se mantuvo en silencio unos instantes, aguantando la respiración, y le pareció oír un sonido, similar a un latido lejano, a su derecha. Ninguna señal que indicara actividad hostil. Decidió avanzar hacia aquel extraño latido. Las paredes de la cueva eran irregulares y estaban húmedas. El latido era cada vez más claro.
Según avanzaba, la cueva se iba iluminando tenuemente. La luz, que provenía del lugar hacia el que avanzaba, era de un tono más bien verdoso y su intensidad variaba a la vez que el sonido latente que oía, dándole a su alrededor un aspecto fantasmal.
La sensación de peligro fue a más mientras avanzaba por el pasillo. Las variaciones de la luz hacían que viese peligro en cada saliente de la roca, en cada hueco. Sin embargo seguía sin oír nada. Su corazón latía cada vez más fuerte y su cabeza le pedía cada vez más insistentemente que diese la vuelta y volviese con refuerzos. Hizo caso omiso de ambos y siguió caminando. Aquella misión se la habían encomendado a ella, y la llevaría a cabo.
La cueva se ensanchaba algo más allá de donde estaba. La luz parecía provenir de allí, al igual que el sonido de los latidos, que cada vez confundía más con los suyos. Desenvainó de nuevo la espada y se acercó lentamente. Sólo podía oír latidos, nada más. No parecía que hubiese nadie allí, sin embargo aquella luz tenía que tener un origen. Se acercó pegada a la pared al borde de la zona que se ensanchaba. Escuchó unos segundos y, en cuanto tuvo arrestos, asomó la cabeza y echó un vistazo al interior.
El espectáculo era sumamente desagradable. Pegadas a las paredes de la cueva había lo que parecían varias crisálidas que casi llegaban al techo, de piel semitransparente, pegadas con lo que parecían mucosidades al suelo. Dentro de las bolsas había seres vivos inmersos en un extraño líquido de color verdoso y transparente. Casi todos parecían humanos, pero había algo raro en ellos. La luz verdosa provenía de esas crisálidas, igual que los sonidos de latidos.
Volvió a asomar la cabeza para comprobar que no hubiese nadie en la zona. Esta vez permaneció unos segundos esperando algún movimiento extraño. Ninguno. Salió de la protección que le ofrecía el recodo en la cueva y, antes de examinar las crisálidas, comprobó las entradas de la habitación. La cueva se cerraba al final, y había unas escaleras labradas en el suelo, que quedaban sumidas en la más completa oscuridad unos pocos escalones más abajo.
Se situó de manera que las escaleras quedasen dentro de su ángulo de visión y comenzó a examinar las crisálidas. La visión era repugnante. Tuvo que contener las náuseas por momentos. La sensación de peligro era ahora enorme. Dentro de cada crisálida, envuelta en una especie de piel gruesa transparente y recorrida por lo que parecían venas, había la figura de un hombre. Daban la impresión de estar sufriendo algún tipo de metamorfosis. Varios de ellos tenían facciones similares a las de los lezzars. Sus manos tenían dedos arqueados y uñas largas, y la forma del cráneo recordaba a las de esos seres. Su piel tenía aún restos de escamas, pero parecía que se estuviesen transformando en algo mucho más humano, o, por el contrario, que un hombre se estuviese convirtiendo en un lagarto. Una de las figuras era especialmente humana. No quedaba ni rastro de las escamas en su piel, y sus facciones eran las de un hombre. Especialmente familiares, además, aunque el líquido en el que estaban sumergidos dentro de esas bolsas deformaba el aspecto de su rostro.
Arriesgándose a que alguien llegase por las escaleras y la sorprendiera, se acercó a aquella crisálida. Los demás cuerpos estaban totalmente inmóviles, como muertos, pero éste no. Sus manos se abrían y se cerraban de vez en cuando, y sus brazos parecían moverse lentamente. Se fijó de nuevo en su rostro. Había una expresión de sufrimiento en él, y la cara le resultaba conocida. Ni un solo pelo cubría su piel, quizá por eso, pensó, no era capaz de reconocerlo.
De pronto cayó en la cuenta. ¡Saryon! ¿Qué estaba ocurriendo? Saryon había salido en dirección contraria a la suya, no era posible que le hubiesen traído hasta ese lugar. ¿Qué hacia allí entonces? Fuera lo que fuese, no parecía muy contento de su presencia en aquella bolsa. Con la punta de la espada, rajó la parte baja de la crisálida. El liquido, espeso y grumoso comenzó a esparcirse a sus pies. Saryon, o lo que fuera aquello, comenzó a mover los brazos y a romper la bolsa con sus manos. Al poco rato estaba completamente libre. Vanya le hizo una seña para que se mantuviese en silencio. Entonces el ser, con un movimiento demasiado lento, como aletargado, pero aún así realizado con fuerza, intentó golpear la cabeza de Vanya con su puño derecho. Vanya, sorprendida, esquivó el golpe a duras penas. Con el mismo giro empleado para esquivar, en un acto instintivo, Vanya abrió el vientre de aquel ser con el filo de su espada como si fuera mantequilla, haciendo que los intestinos de lo que parecía ser el caballero cayesen por la herida, desprendiendo un olor fétido.
Aquella cosa soltó un grito agudo, absolutamente inhumano, que se clavó profundamente en sus oídos. Vanya miró el cuerpo derribado y vio que su sangre, que manaba en abundancia por la herida abierta, era de color verde y de aspecto viscoso. Se alegró de que aquello no fuese quien parecía ser, y, a la vez, comprendió muchas cosas que parecían un misterio hasta hacía poco. Debía hablar con Saryon, con el verdadero Saryon, cuanto antes. Él y los suyos serían los principales afectados por lo que había descubierto.
Oyó pasos en las escaleras. Parecían bastantes, y bien armados. Espada en mano, comenzó a correr hacia la salida, rezando porque no viniesen más por el otro lado. Cuando llegó a la parte de la cueva en donde estaba la salida, a duras penas vio a cuatro lezzars de escamas grandes, brillantes y casi completamente negras, avanzando hacia ella. Eran más grandes de lo normal, y el color de sus escamas era muy extraño. La salida estaba casi a medio camino entre ella y aquellos seres. Los que venían por detrás estaban cerca. Sólo le quedaba una opción.
Corrió directamente hacia los lagartos que estaban ante ella, como si estuviera cargando, vociferando el grito de guerra de los elfos de Arbórea, con la esperanza de que aquellos seres decidieran aguantar su carga y la dejasen salir. Los lezzars, lejos de amilanarse, lo que hicieron fue lanzarse al ataque con más fuerza. Las distancias iban a estar justas. Cuando tanto ella como los lagartos estaban a unos pasos del hueco en el techo de la cueva, lanzó su espada hacia ellos y dio un gran salto hacia delante y hacia arriba. Rezó por haber medido bien las distancias y por que las pieles aguantaran. Cuando sintió el contacto del cuero en sus manos, agarró con fuerza y se impulsó hacia arriba.
En un solo instante estaba en cuclillas sobre el suelo, apuntando con su arco al hueco. Se había librado por poco.
Uno de esos seres asomó la cabeza por entre las pieles. Soltó la tensa cuerda del arco y su flecha se clavó en el ojo derecho del ser, que cayó por el hueco de nuevo. Era el momento de correr. Ellos sabían que no podían salir por ahí, pero quizá hubiese otras salidas ocultas, y no le apetecía esperar a averiguarlo.
Cuando sintió por fin el calor del lomo de su caballo bajo ella, comenzó a sentirse más tranquila. Había muchas noticias que dar, y el tiempo era fundamental. Tardaría dos días en llegar a Arbórea aun cabalgando sin parar. El caballo no tenía la culpa, y quizás muriese por ello, pero aquellas noticias eran demasiado importantes. Alguien había dicho que los elfos nunca tenían prisa. Quizá por eso ella era lo que era. Y después de esto, quizá los que la despreciaban por lo que era comenzarían a apreciar su ayuda. Y si no tampoco tendría importancia.
Algún día sabrían quien era Vanya Meldarin.
Escrito por Cronos el jueves, 26 de noviembre de 2009
El dios perdido.
Benybeck comenzó a echar un vistazo por el camarote con gesto distraído, mientras silbaba una inconexa tonadilla. El camarote del capitán del mercante estaba decorado con bastante mal gusto, y muy recargado. Tapices por paredes y suelos, cuadros, unos cuantos jarrones, una mesa grande y una silla que parecía muy cómoda aunque era demasiado grande para él. En un lateral había una cama que también parecía muy cómoda, al menos en comparación con los sucios catres en los que dormían los marineros. Desde luego, nada de tamaño lo suficientemente pequeño como para llamar su interés.
Tenía que buscar compartimentos secretos... pues vaya. De lo que sabía sobre compartimentos secretos, lo más destacable era que solían estar muy ocultos, y en ese camarote había demasiados sitios en los que mirar. Paseó de un lado a otro observando las imágenes representadas en los tapices, la mayoría de ellas relativas a batallas navales o con retratos de hombres con aspecto de capitanes de barco. Ninguno tenía un aspecto tan impresionante como el Hoja Afilada éste... es más, casi todos parecían gorditos ricachones... Benybeck se sintió orgulloso por momentos de su capitán... era un hombre muy extraño, siempre con ese aire melancólico y frío a la vez.
Ya llevaba dos días en el barco, sin contar el tiempo que había pasado en el barril y, salvo el asalto al primer mercante, todo había sido bastante aburrido… hasta ahora. La escena había sido muy parecida. El combate había sido rápido y realmente poco sangriento, al contrario que la persecución, que les había llevado toda una tarde. El capitán del mercante se rindió al poco de comenzar la lucha y ahora le tocaba a él buscar en los camarotes donde suponían que había lo que realmente buscaban, oro, pues el mercante iba casi vacío y no llevaba nada de valor en sus bodegas.
Se fijó en la cara de uno de los retratos, el que estaba justo detrás de la gran mesa del capitán, sobre la que había varios libros, un mapa grande que dobló y guardó cuidadosamente en un bolsillo interior lo bastante amplio, y varias plumas que tardaron poco en seguir el camino del mapa. La cara del tipo con aspecto de capitán era redondeada, pero había algo extraño, el rostro le recordaba al de un orco. Era esa mandíbula tan prominente. Se acercó al tapiz y, viéndolo desde abajo, pues la cara de la imagen estaba bastante más alta que la suya, se dio cuenta de que tras él había algo que sobresalía.
Acercó la silla al tapiz y se subió sobre ella, de manera que su cara y la del capitán representado estaban ya a la misma altura. Palpó el tejido con cuidado y sus sospechas se confirmaron inmediatamente. No era una punta... mas bien parecía algo así como una cerradura. Con su daga recortó la cara del tipo gordito, y, tras guardar el pedazo de tela como recuerdo, se fijó en el hueco que había dejado. Si había algo que merecía ser llamado compartimento secreto, era aquello. Y la cerradura era realmente buena, podía verse a simple vista, casi seguro la había fabricado un cerrajero enano o incluso gnomo. Era todo un reto. Y probablemente, carísima.
Buscó un buen rato por los bolsillos, reuniendo su equipo de cerrajero. Finalmente sacó varias ganzúas de tamaños distintos y un par de dedales. Recordó las palabras que siempre le repetía su padre, una de las personas más sensatas del mundo, casi tanto como el mismísimo Ragnar, cuando le enseñaba el arte de abrir cerraduras. Por supuesto ese arte no servía para robar, que eso estaba muy feo, sino como una manera de mostrarles a "esos enanos tan gruñones y a esos gnomos tan parlanchines" que su trabajo presuntamente insuperable era sólo una manera de divertirlos a ellos. Su padre siempre le decía que si un humano era capaz de pagar a un enano una cerradura, probablemente también seria capaz de pagar por una buena dosis de veneno mortal a alguien, así que, si tratabas con una de estas cerraduras, los dedales eran realmente necesarios si no querías acabar muerto delante de tu diversión. Se puso los dedales y comenzó a hurgar con sus ganzúas. Al poco de comenzar, activó un mecanismo que podía ser el de apertura de la cerradura. Pero no lo era. ¡Cuánta razón tenía su padre! Una aguja hueca y perfectamente afilada golpeó su dedal del dedo índice, vertiendo su letal contenido en el metal. Benybeck sonrió. Si creías que con esto podías vencerme, estabas muy equivocado, enano gruñón. Se imaginó a un ser barbudo trabajando concienzudamente en lo que creía que sería su obra maestra, la cerradura más segura de todo el mundo, de toda la historia, y no pudo evitar compadecerle.
Siguió hurgando en la cerradura, buscando la combinación exacta con la que abrirla. De pronto, oyó un sonido hueco bajo él. El tapiz estaba agujereado a la altura de sus rodillas, y un dardo, con todo el aspecto de estar envenenado, estaba clavado varios centímetros en el respaldo de la silla. De nuevo, Benybeck sonrió. Ese gruñón no había pensado en que un miuven fuese a intentar reventar su cerradura. El dardo le había pasado entre las piernas sin siquiera rozarle. Imaginó de nuevo al enano, pero esta vez no tuvo lástima de él. Incluso le odió un poquito. Eso era jugar sucio.
Volvió al trabajo, casi seguro de que no habría más trampas. Forcejeó durante un largo rato con la cerradura, hasta que por fin, escuchó el leve clic que le informaba de su más que merecido éxito. Sonrió, orgulloso, y abrió lo que parecía la puerta de un pequeño armario hábilmente oculta en la pared.
El compartimento era realmente pequeño, pues todo su interior estaba acolchado. Pegado al fondo del hueco, y ocupando prácticamente todo el espacio, había un pequeño cofre de madera, reforzado con metal. No tenía cerradura. Vaya, qué aburrido.
Sacó el cofre del compartimento y le dio la vuelta. No sería el primero en morir por un dardo envenenado que salía de un inocente cofre sin cerradura. Lo abrió cuidadosamente con sus pulgares. No había ninguna trampa. Le dio de nuevo la vuelta y observó maravillado lo que contenía. Gemas. De un enorme valor, apostaría. Diamantes, rubíes, esmeraldas... Valía más lo que había en aquel cofre que el barco entero. El capitán estaría muy contento, y seguro que no echaría de menos una de esas preciosas piedras.
Le llamó la atención algo que asomaba en medio de las gemas. Parecía un trozo de metal adornado con filigranas de aspecto extraño. Lo sacó del cofre. Era una especie de estrella de tres puntas, decorada con tal profusión que rondaba el mal gusto. ¿Qué sería aquello? Decidió meterlo, junto con una de las hermosas piedras, en uno de sus bolsillos.
-Quédate la gema si quieres, pero déjame ver lo otro.- Benybeck dio un respingo al escuchar la fría voz del capitán Eidon Hoja Afilada.
-Yo.... no pretendía quedármelo... mmm... supuse que era importante y decidí guardarlo para enseñártelo más...
-Conozco a los miuvii, y cuando te ofrecí que te unieses a mi tripulación sabía que recibirías un buen pago por tus servicios. Es obvio que mereció la pena. Ninguno de mis hombres hubiese sido capaz de encontrar ni abrir ese compartimento. Ahora déjame ver esa joya.
Benybeck se bajó de la silla y se acercó a la puerta, donde estaba el capitán. Se sentía un poco humillado por no haberle oído llegar. Le tendió el medallón y éste lo tomó. El capitán lo observó por un rato, pensativo. Parecía recordar algo y, poco a poco, en su rostro se fue acentuando aquella expresión de tristeza que siempre tenía, hasta que ésta, de pronto, se tornó en furia.
-¡Traedme al capitán!-Benybeck dio de nuevo un respingo ante el inesperado grito.
El capitán salió al exterior y el miuven observó la escena desde la puerta. Los antiguos ocupantes del mercante estaban todos alrededor del palo mayor, sobre la cubierta, desarmados. A su alrededor estaba parte de la tripulación del Intrépido, vigilándolos. El contramaestre, el hombre al que había visto gritar y dar órdenes cuando salió de las cocinas por primera vez, cogió a un hombre gordo y alto, entrado en años ya, pero con aspecto de haber sido bastante fuerte en el pasado y lo empujó hasta que estuvo ante el capitán Hoja Afilada. Aquel hombre vestía una casaca celeste de bastante calidad, bajo la que llevaba una buena camisa, y unos pantalones negros de cuero, además de unas botas del mismo color. Aunque ya no tenía pelo en la coronilla, llevaba el poco cabello que le quedaba largo y recogido en una coleta, al más típico estilo de los hombres de mar de cierto rango. Benybeck se imaginó que con un sombrero, esa coleta tendría un aspecto bastante menos ridículo.
El capitán Hoja Afilada tiró aquella extraña cruz a los pies del infortunado hombre de mar y, sin perder el tono de furia y rencor en la voz, preguntó:
-Explícame qué es esto, y qué hacía en tu camarote.
-No... No lo sé... estaba... en el cofre que teníamos que transportar- Parecía muerto de miedo, como si estuviese ante un demonio.
-Mientes. Y sabes que puedo averiguar si me dices la verdad.- Había muerte en las palabras de Hoja Afilada.
-¡Es la verdad!-Aquel hombre comenzó a temblar, como si estuviera seguro de lo que le iba a suceder.- Yo no...
El capitán cogió al prisionero por la coleta y le dio la vuelta de un firme tirón. El hombre soltó un quejido lastimero. Benybeck pudo ver desde la puerta lo que Eidon buscaba en la nuca del capitán capturado. Una cruz, similar a la figura de metal que había encontrado en el cofre, de un par de dedos de ancho, marcada a fuego en la piel de aquel desgraciado.
-Tienes la marca- Sin mediar un instante, el capitán zancadilleó al prisionero sin soltarle la coleta, hasta que cayó al suelo.- ¡Tiene la marca!- Aquel grito sonó sobre toda la cubierta. Como una señal de lo que iba a ocurrir, se hizo el silencio. Sólo se oían los sollozos del hombre que estaba derribado en el suelo.- ¡Todos... todos los que llevéis la marca de ese dios maldito, sabed que vais a correr la misma suerte que éste!- El grito rompió el silencio, sólo perturbado por el rumor del mar golpeando el casco de los dos barcos que flotaban unidos sobre las aguas. El capitán Hoja Afilada desenvainó su sable con la mano que le quedaba libre. Se inclinó hasta que su boca estuvo cerca del oído del hombre derribado en el suelo, que estaba sollozando como un niño. Sólo el miuven pudo oír las palabras del capitán.
-Créeme, buen hombre, que lo que voy a hacer lo hago por ti y por tu alma.
El hombre comenzó a reír a carcajadas. Aquella risa estaba llena de maldad y de locura.
-¡Estúpidos!- No parecía la misma voz de antes, era más suave y parecía más decidida, aunque el tono de histerismo y locura seguían allí.- ¡No podréis vencerme jamás! ¡Todos vais a morir!
-Aquí sólo va a morir tu siervo. Siente a qué le has condenado- Las palabras del capitán, aunque dichas casi en susurros, sonaron en toda la cubierta mientras levantaba el sable sobre el cuello del condenado.
De nuevo esa terrible carcajada resonó en el aire, hasta que se convirtió en un grito de agonía cuando el capitán Hoja Afilada golpeó con su sable. En un solo instante, la cabeza de aquel hombre rodó por la cubierta, dejando un reguero de sangre sobre ella. Hoja Afilada limpió el filo de su sable en la casaca del muerto, y tras ello lo envainó. Mirando al contramaestre, dijo:
-Ya sabes lo que tenéis que hacer. Voy a descansar, no me molestéis.- De nuevo, la furia había desaparecido, y aquella melancolía volvió a su voz y su rostro. Con paso cansino, cruzó la cubierta y pasó al otro barco, hasta que entró en su camarote, bajo el castillo de proa del Intrépido.
El contramaestre hizo un gesto a sus hombres, que comenzaron a examinar, uno por uno, a los marineros del mercante, en busca de la señal de aquel dios maldito. Benybeck cruzó al Intrépido, sin poder evitar oír los gritos de terror de los hombres cuyo destino estaba marcado en su nuca. Trepó al palo mayor, al puesto de vigía y se quedo allí, pensativo, mirando al horizonte.
Al poco tiempo, seis cuerpos y seis cabezas flotaban sobre el mar, esperando a ser devorados por los tiburones.
Escrito por Cronos el lunes, 16 de noviembre de 2009
La carrera.
Llevaba días, quizá semanas, corriendo. Cada paso era doloroso, una tortura, pero aquella de la que huía le había enseñado demasiado bien a soportar el dolor, a soportar el hambre. Sólo paraba cuando podía, para beber y continuar corriendo. Y ellos seguían detrás de él, siguiéndole, persiguiéndole a él y a su sueño, manejados por el mismo monstruo que le había creado. Ovatha: fuera quien fuera, fuese lo que fuese. Segundo tras segundo, la tierra seguía avanzando bajo él, paso a paso, torturando su cuerpo, golpeando sus pies. Dos veces ya el sueño le había vencido, pero no había dejado de correr. Sólo sabía que se dormía, no sabía cómo ni por qué, y, cuando despertaba de nuevo, seguía corriendo, igual de cansado el cuerpo, y con la mente sólo un poco más despejada. La armadura, aunque ahora era parte de él, le parecía una losa a sus espaldas, haciéndole más difícil y penosa la carrera, haciendo mayor la tortura, aunque sin poder compararla con aquella a la que le había sometido Ovatha. Valles, colinas, bosques, siempre corriendo con el único objetivo de alejarse de ella, de quien le había robado el alma y quería robarle también el cuerpo. Y ellos seguían allí, detrás de él, soldados sin mente que obedecían lo que ella les ordenaba, monstruos asesinos que, en el mejor de los casos, acabarían con él si tenían la oportunidad de atraparle. Más cerca o más lejos, ellos seguían allí, implacables, como máquinas bajo el control de Ovatha, sin cansarse, sin sufrir, sin sentir el hambre que a él le destrozaba. Y lo único que podía hacer era seguir corriendo hasta que ya no le quedasen fuerzas, con la esperanza de que algo o alguien le salvase de la venganza de la que se hacía llamar su madre. Cada paso era doloroso, su sentido de la realidad se debilitaba a cada momento, y cuanto más se debilitaba más podía sentir a Ovatha intentando asaltar su mente, intentando dominarle, convencerle de que la carrera no tenía sentido. Pero ahora él sabía que ya no corría por su libertad. Ahora corría por su vida, por librarse de las más terribles torturas que un hombre podía sufrir, corría por evitar el suplicio por el que ya había pasado, seguramente multiplicado, y esta vez, eterno. No, no se rendiría. Antes moriría por extenuación, de hambre, bajo las cimitarras de aquellos lezzars, o tirándose a un río, pero no, ella no le atraparía. Nunca más tendría que oír las preguntas, nunca más tendría que sentir los latidos, nunca más… Volvía a ser libre, y ya nunca dejaría de serlo.
Sabía que ella, además de odiarle, le temía. Lo supo en el momento en el que se rebeló, en que apareció el durmiente. Ella sintió miedo, terror de que alguien supiese quién o qué era, como si ese conocimiento la hiciese débil. No sabía cómo, pero era evidente que si ella le temía era porque podía dañarla, y si eso era posible, él lo haría. Ovatha le había robado su pasado y su futuro. Ahora su futuro sería ella, justamente lo que deseaba... pero de una manera muy distinta a la que había planeado.
Mirko sintió que el estomago se le revolvía, y comenzó a sentir nuevamente el dolor. Se paró un momento y volvió a vomitar sangre.
Seguía expulsándola... lentamente…
Escrito por Cronos el lunes, 16 de noviembre de 2009
Arbórea.
Arbórea estaba situada en la parte más profunda del enorme bosque que ocupaba las tierras al norte de la península de Isvar. La posición de la ciudad era secreta, salvo para los ojos amigos que supiesen cómo reconocer y dónde encontrar las marcas secretas que indicaban la dirección a seguir. Además, tal y como era habitual en un enclave élfico, cualquier vía de entrada al valle en el que la ciudad se encontraba estaba vigilado por varios centinelas, hábiles y mortíferos en su cometido y siempre dispuestos para enfrentarse a cualquier eventualidad.
Saryon seguía a Vanya y a Adrash tirando de la brida de su yegua. Prefería no montar ante el riesgo de que su yegua perdiese pie y se hiciese daño en el terreno irregular. Los dolores producidos por las heridas recibidas en el combate contra los lezzars comenzaban a remitir. Adrash, que había recibido la peor parte en la lucha, se había recuperado casi por completo, gracias en gran parte a la magia curativa y a los cuidados que él mismo le había dispensado.
El día estaba resultando extraño. Había amanecido nublado, amenazando lluvia, y, como si todo el viaje estuviese siendo influenciado por el clima, el silencio había reinado durante todo el camino. Ya debía de ser cerca del mediodía, lo cual significaba que tenían que estar a punto de llegar. El bosque se hacía más denso cuanto más avanzaban hacia el este, hasta hacerse poco menos que intransitable. Vanya, aun así, los guiaba con maestría, y los pequeños senderos naturales por los que caminaban estaban lo suficientemente despejados como para avanzar sin molestias. Saryon era consciente de que si se hubiese internado en las profundidades del bosque él solo, habría acabado perdido con total seguridad.
Llegaron a las estribaciones de un profundo valle. A vista de pájaro, la gran hondonada parecería no estar allí, pues la altura de los árboles aumentaba cuanto más bajaba el terreno, de manera que las copas continuaban a la misma altura que en la parte alta, como si el terreno no descendiese. Los árboles que nacían en la parte más profunda tenían la altura de varias decenas de personas, y su base era proporcionalmente ancha. Muchas torres construidas por hombres no llegarían a competir en esplendor con estos milenarios habitantes del bosque. El suelo estaba despejado en las zonas más profundas, permitiendo observar la belleza de la gran bóveda natural, formada por los más ancianos pobladores del lugar.
El valle estaba evidentemente poblado, pero sus habitantes no estaban en el suelo. Sobre las anchas copas de los venerables árboles había una serie de plataformas y puentes de madera de color claro, casi blanquecino, sujetos por cuerdas y hábilmente camuflados por los elfos como si fuesen parte de la vegetación. Encima de las plataformas había un buen número de edificaciones ligeras, hechas de madera, que servían de refugio y hogar a los habitantes de Arbórea.
Los pobladores de la ciudad hacían sus vidas sobre las plataformas, siempre a un ritmo cadencioso e incluso cansino a ojos de un espectador humano. El grado de actividad no era en absoluto comparable al bullicio que se respiraba normalmente en cualquier ciudad de humanos. Los elfos de Arbórea poseían la belleza habitual de los de su raza, tanto en sus rasgos como en la manera de moverse, así como su natural altura y esbeltez. Casi todos ellos iban vestidos con ropas sencillas, de cuero o de otros tejidos naturales, y siempre teñidas de tonos apropiados para camuflarse en el bosque. Muy pocos iban armados, y muchos menos todavía vestían algún tipo de armadura. Aunque el enclave parecía ya bastante organizado, todavía quedaba bastante trabajo por hacer. Saryon sabía que cuando todos los trabajos hubiesen terminado, la ciudad sobre las copas sería prácticamente invisible a ojos de alguien poco experimentado o cuya visita no fuese grata para sus habitantes. Los elfos eran grandes conocedores del bosque, además de maestros en la ocultación, y sabían que la mejor manera de vencer a un enemigo era evitándolo, pues pobre enemigo es aquél que no te puede hacer daño.
Vanya los condujo por el valle, bajo los gigantescos árboles hasta que llegó junto a la base de uno de los mayores troncos, que estaba situado a orillas del pequeño lago de aguas limpias y cristalinas que yacía en el centro del valle, en su parte más baja. Encima de sus cabezas estaba una de las grandes superficies artificiales sobre las que había sido edificada la ciudad. De ella descendió lentamente una plataforma de madera ligera, que tardó bastante tiempo en alcanzar el nivel del suelo. Estaba sujeta en sus esquinas por cuatro cuerdas, de aspecto fino pero seguramente muy resistentes.
Vanya hizo un gesto a Saryon y a Adrash para indicarles que subieran al elevador. El caballero de Isvar se acercó a su yegua, y, tras susurrarle algo al oído, ésta se alejó hacia el lago tranquilamente. Acto seguido, subió sobre la plataforma de madera. Adrash y Vanya subieron tras él, y la plataforma comenzó a subir. Después de varios minutos de ascenso, llegaron a un hueco en la superficie superior en el que el elevador encajaba perfectamente, casi sin dejar ni una fisura visible. Dos elfos jóvenes, ataviados con ropajes de cuero, y con sendas espadas en sus cintos, les esperaban. De quién o cómo se había aportado la fuerza suficiente para subirles hasta allí, no había ni rastro. Incluso las cuerdas de las que colgaba el elevador parecían desaparecer por dentro de la madera de la que estaba construida la gran plataforma. Sobre ella, que parecía hacer las veces de vía de entrada o puerta a la ciudad, no había nadie más que los dos centinelas. Coincidiendo con los puntos cardinales, partían de la gran superficie cuatro puentes de madera y cuerda, similares a los que habían visto, aunque algo más anchos.
-Senador Saryon, Embajador Adrash, sed bienvenidos a Arbórea. Todos nosotros estamos orgullosos de su presencia aquí, pues la nobleza de sus nombres y sus obras les precede.- El más alto de los dos elfos que les esperaban se dirigió hacia ellos hablando un común fuertemente marcado por el acento cantarín de los elfos.- Nairim Amin, el señor de la ciudad, les recibirá inmediatamente. Parecía especialmente impaciente por verle a usted, Senador.
-Muchas gracias, dígale al Gobernador Nairim que le agradecemos su hospitalidad.- El rostro de Adrash era en ese momento extrañamente solemne, aunque su habitual sonrisa cínica volvió cuando miró hacia Vanya, que le devolvió una mirada de odio.
-Podremos decírselo nosotros mismos pronto, Adrash...- Saryon observó sorprendido el intercambio de miradas entre sus acompañantes.
-Sin duda, señor, sígannos y les guiaremos hasta él.
-Yo me voy a informar de vuestro encuentro. Ya nos veremos más tarde.- Vanya hizo ademán de alejarse.
-Vanya, le informarás a él directamente.-El joven soldado parecía algo nervioso al dirigirse a la elfa.-Quiere saber qué ocurrió, y tú estuviste allí.
-Bien, iré con vosotros entonces.- Vanya no pudo ocultar el gesto de contrariedad.
Los dos centinelas les guiaron a través del laberinto que formaban los puentes y las plataformas que conformaban la ciudad. Saryon había visto varios enclaves élficos en su vida, pero ninguno situado en un lugar tan espléndido como éste, quizá con la excepción de la hermosa ciudad submarina en la que reinaba su amigo Clover. Caminaban a gran altura por pequeños puentes de madera y cuerda que no podían evitar mover a su paso. Los enormes árboles parecían gigantescos pilares que mantenían en pie una bóveda de intenso color verde, a través de la cual se podía ver, muy de vez en cuando el gris del cielo. Las plataformas, situadas a diversas alturas, contenían casas sencillas de madera que se situaban siempre unidas al tronco de un árbol, rodeándolo casi por completo.
-¿Impresionante, verdad?- Uno de los centinelas se dirigió a Saryon, hablando en común con mucho acento. Saryon asintió.- Pues aún no habéis visto lo mejor. El interior de las casas.
-¿Qué ocurre con el interior?
-Las casas son mucho más amplias de lo que parecen. Tallamos parte del interior hacia dentro del tronco del árbol. Si se sabe hacer correctamente, el árbol lo agradece. Así, la mayoría de los muebles de estas casas, además de estar hechos de madera viva, no pueden ser movidos de sitio. Es algo parecido, supongo, a lo que hacen los enanos con la piedra.
-Pero la piedra está muerta... Realmente sí, es increíble lo que contáis. Nunca había visto nada parecido.
-Pero vos habéis estado en el palacio del Rey Clover... Allí las paredes y el techo también están realmente vivos.
-Supongo que la primera vez que vi el Palacio de las Profundidades estaba más preocupado por otras cosas que por su belleza, pero tenéis razón. La próxima vez que vaya a visitarle lo tendré en cuenta e intentaré apreciar con más calma los detalles del lugar.
-Sin duda descubriréis un tesoro más que añadir a vuestros recuerdos.
-Sin duda.
-Ya hemos llegado.
Se hallaban en una enorme plataforma de unos cien pasos de radio, sujeta al que parecía el más anciano, más grueso y más alto de los árboles del valle. Desde esta plataforma, más alta que las demás, si se observaba por entre las ramas y troncos de los árboles cercanos, se podía contemplar la serena belleza de Arbórea. Les rodeaba un verdadero laberinto de puentes y plataformas, que mostraban el ingente esfuerzo y la sabiduría que, sin duda alguna, habían sido necesarios para construirla en sólo dos años. Ante ellos, rodeando completamente el enorme pilar vivo, estaba lo que parecía un palacio de tres pisos de alto y con la madera decorada para parecer una continuación del tronco. La parte superior del edificio se desgajaba en columnas de madera sobre el aire, decoradas a modo de ramas, hasta que se confundían con las reales, como si la copa del majestuoso pilar vivo comenzase en el palacio del gobernador de Arbórea. A pesar de la forma caótica del techo del edificio, en su fachada, las ventanas redondeadas se distinguían claramente, y estaban situadas de forma ordenada, en tres pisos, sin que ello deshiciese en absoluto el sin duda intencionado parecido del edificio con el tronco del propio árbol.
Junto a lo que parecía la entrada aguardaban dos guardias elfos, vestidos con cotas de malla de un diseño similar a la que portaba Adrash, con los símbolos que denotaban el rango de los que la portaban en muñecas y cuello, pero hechas de una aleación de plata verdadera, un material mucho más ligero, resistente y caro que el fino acero con el que había sido fabricada la que el caballero del Fénix portaba. Ciñéndoles la malla a la cintura, ambos guardias vestían un ligero cinturón de cuero, con el cierre en forma de hoja de roble, de los cuales colgaban sendas espadas de bella factura. Uno de los guardias se adelantó y, en perfecto común, dijo:
-Senador Saryon, Embajador Adrash, el Gobernador les está esperando.-Con un ademán de su mano derecha les indicó la entrada.-Vanya, tú también debes pasar.- Adrash no pudo esconder una sonrisa sarcástica.
El guardia les condujo por un pasillo que rodeaba al árbol. El interior del edificio estaba decorado con la sobriedad y el buen gusto típicos de los elfos. Varios tapices con motivos relativos a las deidades élficas y a los más famosos héroes de su mitología cubrían las paredes de la madera de color claro de la que parecía estar construida toda la ciudad. Las puertas estaban jalonadas por esbeltas columnas y arcos acabados en pico, decorados con motivos vegetales de extraordinaria factura, y distintos en cada puerta. Finalmente, el guardia les indicó uno de esos arcos, situado hacia la parte interior del árbol.
La estancia en la que se encontraban ocupaba prácticamente el ancho de la edificación. En la parte más exterior, tres grandes oquedades redondeadas, decoradas con motivos vegetales de similar estilo a los que adornaban cada puerta en el palacio, dejaban entrar la luz del día a la gran sala. Del lado contrario, a unos veinte pasos, había una gran mesa y una silla alta, que parecían nacer del propio suelo, ambas decoradas con tallas en forma de enredadera. Tras la mesa y la silla, la zona que había sido cavada hacia el interior del árbol estaba decorada con un gran relieve que representaba a la que los elfos consideraban la madre de su raza, Ylenathar, en medio de una profusión de verdes hojas y flores de todo tipo, adornadas con un bellísimo policromado que jugaba con los cambios de luz, haciendo que la escultura pareciese viva por momentos. La estancia parecía diseñada para producir una sensación de calma y solemnidad a los que entrasen en ella por vez primera.
En pie, junto a la mesa, estaba un elfo cercano al metro noventa de altura, de complexión especialmente ligera. Aunque su piel era más fina que la de cualquier humano, parecía curtida para lo que era normal en un elfo. Su pelo era largo y de color plateado blanquecino. Sus ojos verdes transmitían una reconfortante sensación de sabiduría, al igual que la amplia sonrisa enmarcada por unos casi perfectos rasgos. Su cara, en general, daba la sensación de ser la de alguien que llevaba muchos años en el mundo. Vestía una sencilla túnica de color gris verdoso, y no parecía portar ningún arma.
-¡Saryon!- La franca sonrisa del Gobernador se acentuó.- No sabes lo que me alegra tu visita- El vetusto elfo hablaba en común, con una voz profunda y musical.- Incluso a mí me parece demasiado tiempo.
-Como ves, los años pasan raudos sobre mí.-Saryon tendió su mano derecha hacia el elfo, que le respondió con un apretón.-Pero veo que me sigues recordando.
-Por supuesto, ¿cómo iba a olvidar a uno de los héroes, por no decir el mayor de ellos, de la guerra contra oriente?
-Ya quedamos pocos de aquellos héroes. El consejo se ha encargado de ello.
-Sí, es una lástima. Las memorias avariciosas son frágiles. Pero dime, ¿qué te trae por aquí?-El Gobernador se sentó en su amplia silla de madera viva e indicó a los demás que hicieran lo propio.
-¿Cómo? ¿No lo sabes?-Saryon parecía realmente confundido- ¿Qué hay del ataque?
-Hace un mes que los lagartos se han retirado. –El Gobernador parecía sumamente extrañado- Pero el cónclave ya estaba informado de eso.
-¿Cómo?- El tono de voz del caballero continuaba denotando sorpresa.- Hace dos semanas que me solicitaron que viniera a ayudaros a dirigir el ataque contra sus poblados del norte. ¿Y me dices que hace un mes que se fueron?, ¿a dónde se fueron?
El Gobernador Nairim miró hacia Adrash.
-Al norte no están. Nuestras patrullas no han encontrado ni rastro de ellos. Precisamente venía a informar de ello.-Adrash carraspeó.-Parece que han desaparecido.
-¿Explorasteis la zona más cercana al río?- Vanya miró inquisitivamente a Adrash- Los lezzars parecen atacar en sus cercanías con más fuerza, como habréis comprobado.
-Por supuesto. Y no encontramos ni un solo rastro de ellos.-Adrash no pudo evitar que su sonrisa tomase el habitual aspecto sarcástico.
-Pues hacia el oeste no han ido.- El Gobernador mantenía la vista fija en una de las ventanas que estaban en frente de él.-Y en el bosque no han entrado. Nos habríamos enterado. Parece como si se los hubiese tragado la tierra.
-No sería tan extraño. El subsuelo en esta zona esta plagado de túneles y grandes cuevas. Lo pude comprobar hace años, cuando viajamos al reino de Avalar, en el norte. Cruzamos la gran grieta por el subsuelo, y viajamos bastantes jornadas bajo tierra. Quizá ellos estén allí.
-Quizá tengas razón Saryon. Los lagartos aparecen en casi cualquier sitio, siempre cerca del río, atacan y después se van. Quizá se hayan establecido en esas cuevas subterráneas. Algo extraño esta ocurriendo, son demasiadas cosas y tenemos muy poca información. El consejo cada vez sigue un rumbo más errático, y esos lezzars parecen cada día más inteligentes, como si alguien estuviese manejándolos.
-Pero… ¿quién? Esta zona lleva siglos deshabitada, y nunca estuvieron organizados como ahora. Además, parece como si hubiese una raza nueva de esos seres. Ahora sus heridas se cierran solas, de forma parecida a las de los trolls, y sus jefes… son inteligentes. Y tienen un escalofriante aire humano.
-Habíamos notado todo eso, pero no sabemos el porqué. Por ahora nos dedicamos a defender nuestra ciudad, es lo único que podemos hacer.
-Quizá debierais golpearles de vez en cuando. Podría daros un par de consejos sobre eso.-Adrash miraba al noble elfo con su habitual gesto irónico.
-Ya estoy informado de tus méritos, Niariel nith Airel, pero en este momento es imposible para nosotros atacar a nadie. No sabemos dónde están. Es así de simple.
-Pues lo primero es encontrarlos, ¿no?-Adrash sonrió.
-Enviaré exploradores a investigar la zona. Vanya, tú puedes encargarte de la partida. Ya estás informada de todo.
-Señor, creo que me corresponde un descanso.- La voz de Vanya mantenía el tono de irritación habitual.- Llevo varias semanas de patrulla.
-Tienes razón, Vanya. Buscaré a otro.- No había ningún tipo de contrariedad, sino más bien lo contrario, en el tono del Gobernador.
-Probablemente sea lo mejor.- La mirada de Adrash se clavó de lleno en Vanya, mientras su media sonrisa afloraba de nuevo a sus labios.-A lo mejor ni siquiera era capaz de realizar su cometido como es debido.
-Señor, he cambiado de idea, me gustaría encargarme de la exploración- El tono de enfado de Vanya fue en aumento, si es que tal cosa era posible.
-De acuerdo, como quieras.- El noble elfo observaba la escena no sin cierta sorpresa, aunque sin duda divertido.- Mañana mismo deberías partir hacia el norte.- El Gobernador Nairim dirigió su vista hacia Saryon mientras Vanya enviaba una mirada asesina a Adrash, que lo único que hizo fue mantener su expresión sarcástica.- Y tú, Saryon, ¿qué harás?
-No sé que ocurre aquí, pero creo que debo volver rápidamente a Isvar.-El rostro de Saryon presentaba signos de clara preocupación- Makhram Naft, el senador que me entregó la carta del cónclave, me indicó que el camino más seguro para llegar aquí era siguiendo el río.
-Pues eso es algo que también sabían en el Senado, que el río era la zona más peligrosa.- El rostro del elfo expresaba una profunda preocupación- Piensas que alguien pretendía...
-Pienso que alguien ha cometido un grave error, no puedo saber si de forma intencionada o no, pero créeme que lo averiguaré.
Por unos momentos, la sala quedo en el más absoluto silencio. Los rostros de todos mostraban evidentes signos de preocupación.
-Puedes quedarte aquí cuanto quieras, Saryon, serás mi invitado.
-Gracias, pero no. Mañana mismo partiré hacia Isvar. Esta vez por una ruta más segura. Debo descubrir qué ocurre e investigar dónde están el resto de mis compañeros de la guerra. Parece que hay gente interesada en apartarnos por completo del Senado.
-Tú eliges, Saryon. Sabes que deseo que todo te vaya bien. Aquí las cosas parece que se ponen peor en lugar de mejorar. Los ataques han aumentado en número e intensidad, a pesar de los esfuerzos que hacemos por vigilar el bosque. No sabemos dónde se habrán metido, pero no están lejos, y de vez en cuando enseñan los dientes. Nada más que pequeñas escaramuzas, pero demasiado frecuentes. Empiezo a sospechar que hay una verdadera guerra en ciernes.
-Hay demasiadas cosas que no me gustan nada...- La voz de Saryon era profunda, solemne.- Debemos mantener los ojos bien abiertos.
-Nosotros siempre lo hacemos, caballero- La voz de Vanya restalló como un látigo.
-Nadie lo duda.-Saryon miró por un momento a la elfa sin variar un ápice su expresión.- Pero algunos de nosotros no lo hacen, y demasiado a menudo. Por eso quiero volver a Isvar, para mantener bien abiertos ciertos ojos.
-Algo me dice que Isvar será más divertido que Arbórea.-Adrash hablaba como si todo lo que se había hablado en la habitación careciese de importancia, con cierto tono de dejadez.- ¿Me permitiríais acompañaros? Hace tiempo que no visito una taberna de verdad.
-Por supuesto que podéis, Adrash. Estaré orgulloso de tenerte como compañero de viaje, y por lo que he podido ver, bastante más seguro también.
-No te fíes, Saryon. A veces soy más peligroso para mis amigos que para mis enemigos.
-Lo tendré en cuenta, Adrash, lo tendré en cuenta...
Escrito por Cronos el lunes, 9 de noviembre de 2009
Manzanas.
Lamar Naughtluck era un hombre grande. No es que fuese demasiado alto, pero su complexión era la de un hombre fuerte. Si a eso añadimos que nunca había hecho demasiado ejercicio salvo por obligación, que uno de los mayores placeres de la vida para él era comer, y que éste únicamente era igualado por el placer de beber, se podía entender la gran panza que rellenaba el conjunto de remiendos y lamparones de las tonalidades más diversas que cubrían lo que había sido un hábito de color marrón. Su pelo negro, sin llegar a ser una melena, era bastante largo, y los rizos que formaba se enredaban unos con otros en el más confuso caos, siempre brillante a causa de la grasa. Su tupida barba, igual de cuidada que su pelo, rodeaba una cara entrada en carnes, de amplios y sonrosados mofletes y nariz, que contrastaban con sus pequeños ojos castaños, vivaces y expresivos.
Lamar caminó por la cubierta del Intrépido. Viajaban a toda vela, como casi siempre, en busca de una nueva presa. El tiempo era bueno, lucía el sol, ya cerca de la línea del horizonte, y el viento empujaba al navío con fuerza. Los cinco largos mástiles lucían sus velámenes abiertos por completo para aprovechar la fuerza del viento. A su alrededor, varios marineros limpiaban la cubierta, mientras otros estaban encaramados a los mástiles esperando las órdenes del contramaestre. El Intrépido, aunque grande, era un barco rápido y ligero, ideal para aquello para lo que era utilizado, la piratería y el contrabando. Pronto capturarían a su presa y entonces llegaría la acción. La tripulación estaba tensa, como siempre que perseguían a otro barco, pero eso a él no le afectaba. Era el cocinero, demasiado valioso en un barco como para dejar que se muriese en un combate estúpido. Así que, como era habitual, a él no le tocaría luchar cuando el momento llegase. Estaba ya a punto de atardecer, y eso significaba que tenía que trabajar. Preparar raciones, y buenas, para evitar que los marineros cayesen por la extenuación, o hiciesen algo peor acuciados por el hambre. Carne seca, fruta y ron aguado, lo normal para un marinero.
Lamar acabó de cruzar la cubierta y bajó a su lugar de trabajo. La cocina del Intrépido era un lujo para este tipo de barcos. Había una mesa en la que podían comer cuarenta hombres, y un mostrador sobre el que acumulaba sus cachivaches, incluido el alambique, que estaba prohibido utilizar, pero del que nadie se quejaba porque a todos les gustaban sus licores. Por supuesto, encima de ese mostrador también había innumerables restos de comida, suciedad y cualquier cosa imaginable, o no tan imaginable, en una cocina. Comenzó a preparar las raciones para el primer turno. Carne seca de la caja, ron del barril y… la fruta se había acabado. Dejó el barril vacío en el interior de la despensa, y se dispuso a sacar uno lleno. Según lo inclinó, una voz chillona pero apagada sonó desde dentro del barril.
-¡Eh! ¡Estás descolocando todas las manzanas!
-¿Qué demonios…?-La rasposa y siempre afónica voz de Lamar resonó en las paredes de la pequeña despensa.- ¿Quién esta ahí?
-¡Un miuven muy enfadado!
Lamar sacó la tapa del barril de un golpe, y cuando miró en su interior vio un rostro infantil que miraba hacia arriba sonriente. Debajo de él estaban todas las manzanas del barril, cortadas por la mitad, y, salvo unas pocas, colocadas perfectamente boca abajo, con la parte plana hacia el fondo del barril.
-¿Así que esto era un barril? Vaya. Yo creí que era un plano o el infierno o algo así, y resulta que era un simple barril.
-¿Qué? ¿Quién demonios eres? ¿Qué haces ahí? ¿Por qué has cortado todas las manzanas?- Lamar parecía totalmente superado por la situación.
-Puesss... te explicaré… pero te adelanto que es una larga historia. ¿Una manzanita?-El pequeño ser le tendió media manzana a Lamar. La mitad que había sido cortada llevaba varios días echada a perder-Ni una sola tiene gusano, aunque empiezan a oler un poco mal.
Lamar agarró la mano del miuven con fuerza.
-¡Más vale que salgas de ahí ahora mismo, y que me expliques tu historia antes de que acabe de enfadarme y te corte los brazos, cosa que de todos modos es probable que haga el capitán!- El grito de Lamar lo pudieron oír en la cubierta. Aunque nadie se extrañó.- ¿Me has oído?
-Claro, claro. Tampoco hacía falta gritar. Te recuerdo que estoy a tu lado, y este barril tiene un eco espantoso. Me vas a provocar un buen dolor de cabeza. Además, ahora que sé que esto no es el infierno, pues hasta me apetece salir de aquí. Estaba empezando a aburrirme, y hace tiempo que se me acabaron las manzanas.- El miuven salió del barril con un ágil salto. Lamar continuaba agarrándole la mano derecha.- ¿Estás seguro de que quieres que te cuente qué demonios hago aquí? Puedo tardar bastante…
-¡Pues me lo cuentas resumido, enano! ¡Ningún asqueroso miuven saquea mi cocina sin morir en el intento!
-Vale, vale, no te enfades. Si quieres que te diga la verdad no tengo ni idea de cómo acabé dentro del barril. Simplemente estaba con Ragnar y de pronto dije un deseo que no quería decir y me desperté en medio de algo muy oscuro, que se balanceaba, y con un montón de bultos redondeados debajo de mí. Creí que estaba muerto y que era el infierno, así que busqué algo que hacer… uno no puede estar toda la eternidad sin nada que hacer ¿no? Pues entonces descubrí que los bultos eran manzanas, y me dije… igual mi castigo es comprobar si las manzanas tienen gusano o no... Así que eso es lo que hice, y de paso, las coloqué un poquito para tener un poco más de sitio. Tuve que probar varias veces, colocándolas de maneras distintas, hasta que descubrí que de esta manera estaba más cómodo. Por cierto, ni una sola de las manzanas tenía gusano, aunque tampoco puedo estar muy seguro, porque como no se veía casi nada ahí dentro, pues claro, me tuve que fiar del tacto. Pero bueno, el tacto de un miuven todo el mundo sabe que es uno de sus sentidos más agudos, incluso teniendo en cuenta que los demás ya son agudos de por sí. Como siempre decía mi amigo Ragnar el único sentido que un miuven no tiene muy agudo es el sentido común. No tengo muy claro lo que significa, pero si lo dice mi amigo Rag seguro que…
-¡Basta!- Lamar estaba completamente confuso con la perorata que le acababa de soltar el miuven- Te vas a quedar encerrado en la despensa y que decida el capitán, ¿entendido?
-Yo… no sé, bueno, por cierto, me llamo Benybeck… ¿y tú?
Lamar le dio un empujón al miuven y cerró la puerta de la despensa con llave, tras salir por ella.
-¡LAMAR!- El miuven oyó el grito desde detrás de la puerta- ¡Me llamo Lamar!
Benybeck miró a su alrededor. Vaya… más toneles, cajas de carne seca, barriles de ron… nada divertido. Y además le habían encerrado con llave, así que no podía irse. ¿Llave? ¡Una cerradura! Benybeck comenzó a rebuscar por los múltiples bolsillos de su casaca, su cara había cambiado completamente. Tras unos segundos, sacó de un bolsillo una pequeña ganzúa, que introdujo en la ranura de la cerradura. Tras unos momentos de concentración, escuchó un clic que lo llenó de satisfacción, aunque por poco tiempo. Demasiado fácil. Ninguna cerradura se le resistía. De nuevo, se sentó en el suelo a esperar. ¿Tardaría mucho el tal Lamar? Parecía que fuera empezaba a haber revuelo. Esperaba que no fuese por su culpa, pero con el enfado que tenía aquel tipo gordo barbudo, pues cualquiera sabía. La puerta de la despensa, ahora abierta, se entornó. En la cocina no había nadie. Benybeck pensó que si la puerta se había entornado, sería por algo, así que salió a mirar. Sobre él había mucha actividad. Una voz fuerte y autoritaria se oía por encima de las demás.
-¡Quiero que estéis todos listos antes de que vuelva a parpadear o tendré que comenzar a repartir golpes! ¡Vamos, gandules!
El ruido de los pasos sobre su cabeza era cada vez más fuerte. La misma voz autoritaria sonó de nuevo.
-¡Ya estamos encima! ¡Todos preparados para abordarlos!
¿Abordarlos? ¿Piratas? ¡Un barco! ¡Estaban en un barco! ¡Y nada menos que en un barco pirata! Benybeck no pudo reprimir el impulso que le llevaba hacia la escalera. Se asomó por la puerta que había al final de la manera más disimulada que pudo, y contempló la escena.
Era de día, probablemente cerca del atardecer, hacía algo de viento, y el cielo estaba despejado. Sobre la cubierta habría alrededor de cien hombres, la mayoría de ellos mal encarados y vestidos con ropas pobres y hechas harapos. Todos portaban armas; sables, cimitarras, espadas cortas y largas, dagas… Estaban preparándose para asaltar otro barco, algo más grande que el suyo, en el cual les esperaban unos cuantos marineros, armados también, pero con un aspecto bastante menos aguerrido. El hombre que profería los gritos estaba detrás de todos los piratas. Era muy alto, casi el doble que Benybeck, y su pelo era largo y de un color entre castaño y pelirrojo. Llevaba un sombrero de ala ancha, de cuero, con una cinta escarlata con una hebilla. Su cara era alargada, con las cejas y los pómulos marcados, nariz más bien aguileña y mentón fuerte. Llevaba una camisa escarlata con un chaleco de cuero negro sobre ella, y unos pantalones del mismo material, bastante ceñidos, que sujetaba a su cintura con un ancho cinturón que se cerraba con una enorme hebilla dorada. Metidas entre el cinturón y el pantalón llevaba varias dagas, y, colgando de éste, la vaina del sable que blandía en su mano derecha, usándolo para señalar a los piratas lo que tenían que hacer. El hombre seguía dando, o más bien gritando, órdenes, y, sobre todo, lanzando improperios contra la decena de marineros que tiraban de dos cuerdas, que estaban enganchadas al otro barco con garfios. De pronto, las dos naves chocaron. Benybeck tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caerse. Todos los piratas que esperaban giraron la cabeza… ¡Hacia él! El miuven se lanzó a un lado de la puerta y volvió a mirar de la manera más disimulada posible hacia fuera. Los hombres miraban hacia allí... más o menos. Se dio cuenta de que sus miradas se dirigían un poco más arriba, y entonces oyó como una voz fría y dura como el filo de una espada, con tono autoritario pero sin gritar, decía:
-Atacad.
Como empujados por un resorte, todos los piratas se lanzaron hacia el otro barco lanzando alaridos, dispuestos a tomar por la fuerza su botín.
-¡Eh! ¡Tú! ¡Enano!- La voz era inconfundible, era el gordo barbudo llamado Lamar- ¿Cómo has salido de la despensa?
El tal Lamar avanzaba por la cubierta ignorando el combate, directo hacia él. Benybeck pensó que debía estar bastante enfadado.
-Si realmente pensabas que esa cerradura me iba a impedir salir de allí, no debes saber muy bien lo que es un miuven…-Benybeck no pudo evitar decir esto mientras comenzaba a correr por la cubierta, evitando al gordo cocinero- ¡No corras tanto! ¡Vas a conseguir hundir el barco si sigues pegando esos saltos!
Ahora los gritos e improperios del cocinero se escuchaban en toda la cubierta, a pesar del combate. En una de sus vueltas, el miuven vio al hombre que dio la orden de atacar. Sobre el castillo de popa, mirando el combate que se desarrollaba en el barco vecino, con un aire entre triste y frío, estaba el que, sin duda, era el capitán del barco. No era demasiado alto, aunque sí más que la mayoría de los humanos que conocía. Su pelo era negro como la noche, y le caía en una melena lisa hasta la mitad de la espalda. Toda su ropa era negra, llevaba un jubón de seda o algún tejido similar, y un pantalón de cuero. A su espalda portaba una capa que ondeaba con los envites del viento. Su piel era de una extrema palidez, parecía enfermo, y su rostro era frío y duro como la voz que había escuchado antes, aunque bastante bello en parámetros humanos, pues como miuven era horriblemente feo. Miraba fijamente al otro barco, en algún punto entre la atención suma que la situación requería, y una tristeza cuyo origen era desconocido para Benybeck. En ese momento miró hacia la cubierta, y dirigiéndose a perseguidor y perseguido, dijo:
-Dejad de hacer el estúpido y subid aquí.
-Éste… éste… -Lamar había dejado de correr, pero aún jadeaba como si llevase tres días debajo del agua- Éste es… el ser del que le hablé, Señor…
Benybeck subió las escaleras del castillo de popa y se detuvo a unos pasos del capitán.
-¡Hola!-El miuven mostró su mejor sonrisa-Soy Benybeck… Es usted el capitán, ¿verdad?... Tiene usted un bonito barco, al menos desde mi punto de vista... la verdad es que casi nunca había viajado en barco, pero comparado con los que había visto antes, éste es el más bonito de todos… no sé si eso servirá para demasiado pero se lo digo porque…
-Sabes lo que se hace con los polizones en alta mar, ¿verdad?
-Puessss... la verdad es que no. Sólo espero que no los matéis ni los descuarticéis ni nada de eso, porque seria muy incómodo, y la verdad es que antes de subirme a un barco, debería haberme enterado de cómo son las leyes del mar, aunque en este caso tengo justificación, yo no deseaba subirme al barco, simplemente aparecí en él, en ese barril estúpido en el que no sé qué rábanos… o más bien qué manzanas pintaba, pero allí estaba... me imagino que si llego a venir a propósito habría…
-Los tiramos por la borda.-El miuven cerró la boca de golpe- A no ser…
-¿A no ser que qué?
-A no ser que trabajen en el barco hasta pagar su pasaje.- La sangre volvió a circular por la cabeza de Benybeck, que recuperó su color.
-Uff… no soy tan buen nadador, y lo peor de todo, no sé en que dirección está la costa…
-Eso da igual. Estas aguas están plagadas de tiburones.
-Vaya… ésas son malas noticias para los que caigan al agua en el combate…
-Ésta es una profesión arriesgada.- El capitán seguía mirando el combate mientras hablaba con el miuven. Lamar se arrastraba escaleras arriba, jadeando de tal manera que parecía que estaba a punto de morir por asfixia.- Entonces, ¿aceptas o no?
-Mmmm depende...- Benybeck se rascó el mentón con la mano derecha, mientras levantaba una ceja.- ¿Qué es lo que tendré que hacer? Es que no me gusta nada matar a la gente, y además no se me da demasiado bien, aunque eso tampoco significa que no sepa defenderme…
-Sólo tendrás que explorar los barcos que capturemos en busca de trampas, compartimentos secretos y cosas así. ¿Simple, verdad?
-¿Y con eso pagaré mi pasaje?- El miuven sonrió- Creo que me voy a quedar aquí mucho tiempo…
Escrito por Cronos el lunes, 9 de noviembre de 2009
Bautismo.
Al fin vio el lugar que buscaba. Iluminado por el sol de la mañana, en medio de la selva, un pequeño poblado de cuatro maltrechas chozas de paredes de bambú y techo de hojas de palmera desecadas yacía junto a un río, rodeado de pequeños sembrados protegidos por endebles muros de juncos. Sin dejar de caminar, con la vista fija en las chozas, ordenó mentalmente a sus siervos que rodeasen el poblado. Nadie debía escapar. Sintió en su piel el frío del metal de su espada al agarrar la empuñadura con fuerza. Cuando estaba a unos 20 pasos de la primera de las chozas, un hombre salió de ella. Era adulto, aunque no levantaba más allá de su hombro. Su piel era oscura, y sus ojos almendrados. Tenía la cabeza rapada, y portaba una tosca lanza de madera en su mano derecha. Aquel hombre parecía aterrorizado por su presencia, y tenía motivos para estarlo. Cuando estaba a unos diez pasos de él, el hombre comenzó a temblar del terror.
-Tú no hacer daño... tú no hacer daño... - Su voz temblaba casi tanto como sus piernas- Tú no enemigo,... nosotros comida... yo Hash-n'ik... tú quién....
-Tu muerte.- La voz de Mirko sonó como un trueno mientras desenvainaba su arma.
Tan sólo un instante más tarde la vida de aquel hombre se escapaba por la herida abierta por la espada de Mirko, que le atravesaba el vientre de lado a lado. Mantuvo al hombre, herido de muerte, en pie durante unos segundos, mientras veía como la vida huía de sus ojos, que miraban al infinito. Finalmente, lo dejó caer mientras daba la orden a sus siervos de atacar. Entonces comenzó la orgía de sangre.
Mirko no era capaz de ver con claridad. Varias figuras salieron de las chozas. Pequeños, grandes… todos intentaban huir, pero su espada silbaba en el aire implacablemente, segando las vidas de los enemigos de su señora. Las sombras se mezclaban a su alrededor, y sin embargo, sabía dónde y cómo golpear para asestar estocadas certeras y mortales. Lo único importante era que sus enemigos murieran. Lo único que le importaba era matar, destruir a los que odiaban a Ovatha, y su espada cumplía a la perfección su labor. Uno tras otro iban cayendo aquellos que se cruzaban en su camino.
El olor de la sangre lo llenaba todo y hacía que su furia fuese en aumento con cada golpe. Su rabia y su ceguera aumentaban con cada enemigo caído. Los gritos de sus presas se mezclaban con el sonido de las armas, formando una música macabra que le hipnotizaba y le obligaba a golpear una y otra vez, a matar en nombre de su señora. Mirko podía notar la satisfacción de Ovatha en cada herida que inflingía, en cada extremidad que seccionaba y en cada vida robada.
Pronto todo se llenó con la luz danzarina del fuego que provenía de las chozas, y el olor de la sangre se mezcló con el del fuego y con el de la carne al quemarse. Los gritos no cesaban y los golpes de espada se sucedían con velocidad creciente. Tras un certero golpe, un chorro de sangre golpeó la cara de Mirko, haciéndole sentir el sabor salado de la savia de su enemigo. La humedad y la calidez de la sangre le despejaron, de modo que pudo ver cómo ante él caía una niña morena, de no más de diez años, con su brazo colgando de lo poco que quedaba de su hombro.
De pronto, la música del combate terminó.
Mirko pudo ver los ojos de la niña mirándole fijamente mientras que su boca musitaba unas palabras que no podía entender. Podía adivinar su significado. ¿Por qué? La niña repitió las palabras cada vez más despacio, cada vez con voz más queda, hasta que finalmente sólo sus ojos vacíos de vida continuaron preguntando a Mirko. ¿Por qué?
La semilla... Aquella semilla que sabía que estaba en su interior, aquella semilla que hasta la misma Ovatha desconocía, fue creciendo poco a poco. Moviéndose, aumentando, revolviéndose, mientras que Mirko observaba su obra. Hasta una treintena de cadáveres yacían a su alrededor, todos mirándole con la misma mirada que se le clavaba en el alma, todos preguntándole con su rostro, con sus ojos. ¿Por qué? Tantas vidas segadas, y no era capaz de contestar a la pregunta. ¿Por qué? Su mano derecha soltó la empuñadura de su espada, ya envainada. La semilla germinó, alimentada por la consternación de Mirko, creció, y sus ramas se extendieron por su corazón y su alma, llenándolo de culpa y tristeza, hasta que su fruto manó por sus ojos. Mirko pudo notar el salado sabor de sus propias lágrimas al llegar a su boca. ¿Por qué? Cada uno de los cadáveres que estaban ante él le hacía la misma pregunta, clavando la culpa en su alma, retorciendo su conciencia, aquella semilla tan profundamente enterrada que hasta la misma Ovatha, su señora, la había olvidado. Vio como sus lacayos se alimentaban de la carne y la sangre de los inocentes y su rabia creció. Ahora podía ver con claridad. Ovatha no era su señora, era su ama. Ovatha no era su madre, sólo era quien le había forjado a él, como un arma, como un juguete más para su voluntad.
-Hijo, piensas cosas horribles.-La dulce voz de Ovatha sonó en su mente.- ¿Por qué?
-Esa es la pregunta Ovatha. ¿Por qué? Ellos me preguntan con sus ojos. Sus almas pesan sobre mis hombros.
-No hay un porqué, hijo mío. Yo lo quería así. El porqué no es importante.
-Yo creo que sí lo es.
-Era mi capricho, hijo. Mi voluntad. Y mi voluntad es tu voluntad, ¿recuerdas?
-No me gustan tus deseos, Ovatha.
-Sólo puedes cumplirlos, hijo mío. Yo te he creado, y ésa es tu obligación.
-Tú no me has creado. Yo existía antes de Ovatha. - Mirko sintió como su voluntad se doblegaba ante la dulzura de su voz.- Y sigo queriendo saber el porqué. Ellos me lo preguntan, y sus almas merecen una respuesta.
-Porque yo lo quise, hijo mío.- La voz de Ovatha le adormecía, aliviaba el dolor que le causaba su propia conciencia.- Porque era lo mejor para ti, porque debías aprender.
-No sé si me gusta lo que he aprendido Ov... Madre.- La voluntad de Mirko cedía lentamente.
-No todas las lecciones son gratas, hijo mío. Pero con el tiempo verás que lo que te he enseñado hoy te será de gran ayuda. Sabes que de no ser así no te lo hubiera pedido, hijo mío.
-Claro, madre.- Todo comenzó a tornarse borroso de nuevo para Mirko.- No sé que clase de locura ha pasado por mi mente. Sé que tenéis razón, y mi duda me deshonra.
-Yo te perdono, hijo mío... Sabes que siempre te perdonaré porque mi amor por ti es tan grande que ninguna ofensa puede destruirlo.
-Gracias madre. No merezco vuestro amor ni vuestro perdón, pero haré lo que sea necesario para lograrlos…
Y entonces, el durmiente despertó.
-Ovatha, eres un ser malvado. Todas tus palabras están llenas de falsedad. Tus mentiras mueven mi mente cada vez que hablas. Deja de atormentarnos.- La voz del durmiente sonaba similar a la de un niño enfadado, pero profunda y ronca, como un rugido en su mente.
-¡No! ¡Tú debes dormir! ¡No debes despertar aún!- La voz de Ovatha se tornó aguda, casi desesperada.
-Soy dueño de mí, Ovatha. Al igual que tú, Mirko. Tú, compañero de prisión y dolor. Tú has de ser dueño de ti, de nosotros. Debes oírme.
-¡No le escuches! ¡Él miente! ¡Quiere destruirme a mí y destruirte a ti! ¡Él es la causa de todo el dolor!
-Tú eres la fuente del dolor, Ovatha.-El rugido del durmiente sonaba en sus mentes con la fuerza de un huracán- Mirko, compañero. Sabes que miente. Debes unirte a mí. Seremos uno y le ganaremos. Yo no soy un esclavo. Y sé que tú tampoco quieres serlo.
-Yo....-Mirko estaba confundido.- Ella alivia el dolor. Ella cura las heridas. Ella me protege y me...
-¡Mirko!- El durmiente estaba furioso- ¡Recuerda! ¡Recuerda su mirada! ¡Recuerda los muertos! Ella es la culpable. ¡Ella es tu dueña! ¡Ella no es tu madre! ¡Tienes que escuchar! ¡No habrá otra oportunidad!
-Recuerda el dolor, hijo mío. Recuerda como tu interior se retorcía para hacerle sitio a él. Él es el culpable de tu miseria, mi vástago, no yo.
Los ojos. Las preguntas. Todo era borroso otra vez para Mirko. De nuevo se sentía bien. No estaba el dolor. Pero estaban las preguntas. De nuevo el sabor salado en su boca. De nuevo el peso en su espalda. Las miradas... El porqué... El dolor... los latidos... todo se mezclaba en su mente, las preguntas, la dulce voz de Ovatha y el rugido infantil del durmiente. Mirko. Ya no era él. Lo comprendió. Recordó el día que los lezzars le habían capturado. Mirko ya no existía. El nuevo Mirko era distinto. Recordó de nuevo la semilla. Aquello que todavía conservaba de su verdadero yo. La semilla era el último resto. Su humanidad. Su conciencia. Ya nunca la perdería. Abrió los ojos y vio el festín de muerte que había servido a la que hasta entonces era su señora. Vio cómo los que habían sido sus secuaces se cebaban en sus víctimas inocentes, sin darse cuenta de lo que estaban haciendo. Bestias sin mente. Por un momento vio su propio rostro en cada uno de los hombres lagarto. Vio de nuevo el rostro de la niña, de aquel ser inocente que le había despertado de aquella pesadilla macabra. Y entonces volvió el dolor. De nuevo el dolor en cada porción de su cuerpo.
-¡No! ¡No le escuches! ¡Él debe dormir!-La voz de Ovatha ya no curaba. Nunca lo haría más. Ahora tendría que sufrir para poder expulsarla de su cuerpo para siempre.- ¡Yo soy tu madre Mirko! ¡Debes amarme como te enseñé!
-No le escuches. - La voz del durmiente se había hecho débil y rasgada- Tu voluntad me cansa. No debemos luchar entre nosotros. Algún día seremos uno. Cuando sea grande y pueda hacerlo. Deberás seguir solo, aunque seguiré contigo. Hemos de lograrlo, Mirko. Si no lo hacemos ella volverá... Ahora, corre por los dos... y cuando no puedas seguir yo correré por ti... corre...
Mirko cayó al suelo, doblegado por el dolor, y comenzó a vomitar. Cuando pudo abrir los ojos vio su propia sangre sobre la hojarasca. Lo que había expulsado, aun así, le hacía sentirse mejor. El dolor era menos intenso, y la voz de Ovatha parecía más lejana.
-¿Así es como me traicionas, hijo?- La voz de Ovatha ahora era terrible, acusadora, aunque menos intensa.- ¿Así es como pagas el dolor que yo te entregué? Yo te pagaré como se paga a un traidor. Aunque sentiré tu dolor como si fuese mío.
Mirko notó como sus lacayos se separaban de él, como Ovatha invadía sus mentes expulsando su control para tomarlo por sí misma. Volvió la cabeza, y de forma nítida vio como aquellos lezzars de escamas negras le miraban, blandiendo sus cimitarras. Mirko sabía que no era el momento de luchar. Se incorporó y comenzó a correr.
Todavía sabía en que dirección y a que distancia estaba Ovatha.
Corrió en dirección contraria.
Escrito por Cronos el viernes, 6 de noviembre de 2009
De agujas y pajares.
Ragnar pasó las páginas del libro a toda velocidad. "Ovatha, Ovatha... dónde estarás, seas lo que seas...". Llegó al final del grueso tomo y lo apartó, poniéndolo sobre una de las grandes pilas que prácticamente le rodeaban.
Miró a su alrededor. La gigantesca biblioteca mágica de su padre se mostraba en todo su esplendor a sus ojos, iluminada por esa extraña luz blanca, uniforme, y sin duda mágica que estaba en todas partes y no parecía partir de ningún sitio. Las altas paredes, de unos diez metros de alto y forradas de viejas estanterías sin ningún tipo de adorno, estaban llenas de tomos de las más diversas procedencias y escritos en las lenguas más diversas, tanto del plano del Sueño como de otros. Todos ellos tenían un tema en común: La magia. Volúmenes con cientos de hechizos y técnicas para lanzarlos, tomos con las más diversas referencias sobre seres de otras realidades y cómo invocarlos, manuales de viajes entre planos, libros de magia divina, de historia de los dioses, tomos que describían los más poderosos artefactos mágicos y su utilización... cualquier información relacionada con lo arcano o lo místico podía ser encontrada en esa biblioteca.
Sobre Ovatha, fuese lo que fuese, no había nada. Nada de nada. Lo único que había encontrado eran pequeñas referencias a una antigua religión, desaparecida dos o tres siglos atrás, que seguían ciertos nativos salvajes de las costas situadas al este de la península de Isvar. Pero ninguna referencia clara. Los nativos llamaban a su dios Uvath-zar, y su pronunciación era muy próxima a la de Ovatha. No parecía nada serio, probablemente, según conjeturaba el tomo en el que había encontrado aquella información, se tratase de una personificación de alguna deidad maligna, pero nada que se pudiera relacionar con lo que su padre le había contado.
Lo peor de todo era que el nombre, o al menos su sonoridad, le resultaba familiar. Ovatha... Ovatha... lo tenía cerca. Estaba seguro de que tenía que ser algo más próximo, más propio... más común para él… algo de lo que le habían hablado. No podía recordarlo, y eso le exasperaba.
Miró hacia las enormes estanterías. Pasó la vista, ya cansada después de dos semanas de búsqueda casi ininterrumpida, por el techo cubierto de la misma madera noble de la que estaban hechas las estanterías. Observó la enorme mesa semicircular que le rodeaba, toda cubierta de libros, en busca de alguna fuente de inspiración. Repasó su mente en busca de algo que le pudiese servir de ayuda. Y nada, no encontró nada. Le angustiaba ser consciente de que la mayoría de los libros que trataban sobre deidades caídas ya estaban sobre la mesa, y no había encontrado en ellos lo que buscaba. Si al menos su padre estuviese allí... él sabría dónde buscar. Pero no, ahora él se ocupaba de las labores de su padre. Ahora él era el gran Ragnar, el que todo lo tenía que saber. Se preguntó si su padre acostumbraba a estar en esa misma situación, buscando y sin encontrar. Incluso deseó tener allí a Benybeck, pues su intuición podía ser asombrosa en casos como el que le ocupaban. Siempre parecía acertar sin querer, o al menos daba esa impresión, pero demasiado a menudo hablar con el pequeño miuven le hacía intuir alguna idea que acababa por ser correcta.
Volvió a repasar posibles significados de la palabra en los idiomas más diversos. "Frío de la mañana" en élfico, "Piedra voladora" en enano, "El que muerde los pies" en orco... pero ninguno de los significados era lógico, ni siquiera sonaba demasiado parecido a lo que buscaba. "Ovatha...Ovatha..." ¿Con qué o con quién demonios debía de enfrentarse? ¿Demonios? ¡Espíritus de los planos!, también eran una posibilidad. Y una posibilidad que ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Podría ser. ¿Por qué aquel nombre le resultaba tan próximo? ¡Claro!
De pronto la mente de Ragnar se iluminó, y vio con claridad lo que había estado oculto por su propia ceguera. Por un momento pensó que recordar a Benybeck le había llevado de nuevo hasta la idea correcta, pero descartó el pensamiento inmediatamente, pues las consecuencias de lo descubierto eran mucho más importantes. Ahora ya sabía lo que debía saber. ¿Cómo podía haber tardado tanto en darse cuenta? ¡Dioses! ¡Y nadie sabe a qué nos enfrentamos!
La alegría de Ragnar por descubrir lo que buscaba se transformó en pesar por la gravedad del asunto. Si era quien él creía, habría una gran batalla. Y quién sabe de qué dimensiones. Podría ser el fin de todo. Si ella vencía, quedaría… la nada. La nada más absoluta. El enemigo era de dimensiones divinas, enfrentarse a ella era como enfrentarse a un dios, y a uno muy poderoso. Si los dioses intervenían directamente, arriesgarían demasiado, pues además de arriesgarse a morir, romperían un pacto antiguo, y hacerlo podría traer una verdadera hecatombe al Sueño. Si no lo hacían y los hombres lograban vencer a Ovatha por sí mismos, su fe se vería disminuida. Los mortales sabrían que se puede vencer a un dios. Ello resquebrajaría su fe. Y la fe de los hombres es la fuente del poder de los dioses.
Sí, desde luego se enfrentaba a una situación crítica. Era necesario actuar con el mayor de los cuidados. Y lo primero era intentar averiguar las fuerzas y las debilidades de su enemiga. Ovatha... sólo de imaginar en qué podría convertir el mundo aquel ser le daban escalofríos. Se enfrentaba a un enemigo frío, astuto y poderoso. Y él sólo tenía una pequeña ventaja. Ella no le esperaba. Quizá.